sábado, 18 de mayo de 2013

¿Y TÚ QUÉ HARÍAS EN TU ÚLTIMA NOCHE?


Cada vez que llega un nuevo número de esta revista surgen las mismas dudas, las mismas incertidumbres. Unas veces por defecto y otras por exceso, elegir el título correcto o aquel con el que más ampliamente se pueda comentar el tema propuesto puede resultar sumergirse en todo un mar de dudas. Sin embargo, uno termina por evolucionar en sus inquietudes y su estilo, y lo que antaño se planteaba como un reto analítico fiel a la cinematografía hasta el extremo, hoy se resuelve como una opción para hablar más de aquello que nos rodea a partir del pretexto del cine, aquello que el protagonista de Elogio del amor (Éloge de l’amour, Jean-Luc Godard, Francia-Suiza, 2001) decía así: “Yo no quiero hablar de Titanic. Yo quiero hablar sobre Titanic. Es decir, que cada vez más hay un gusto mayor (al menos por mi parte) en comentar la realidad circundante a partir de ciertas experiencias cinematográficas, sin importar demasiado si merecen o no estar en una supuesta e idílica Biblia para cinéfilos.

Quizás Last Night (id., Don McKellar, 1998) pertenezca a esa clase de películas pequeñitas y sinceras, realizadas con fe y convicción, con las que uno se sorprende cada vez que se topa con ellas. En dicha cinta se hablaba, precisamente, de la última noche de nuestro planeta. Más allá de su modestia en todos los aspectos, traer a colación este filme se justifica por algo llamado “sincronicidad” (tema que ya traté en el número dedicado a Reyes [1]) y que siempre me acaba salvando a la hora de escribir artículos como éste, pues nunca me han faltado argumentos tomados de la realidad para exponer aquí las conexiones entre nuestras vidas reales y las otras virtuales en la pequeña/gran pantalla. Me explico.

Durante los primeros días del pasado mes de junio, mientras España entera vibraba con los goles y las gestas de nuestra selección absoluta de fútbol en la Eurocopa que se celebraba en tierras de Austria y Suiza, una brutal huelga de transportistas golpeaba duramente nuestra realidad desabasteciendo los centros de compra (es decir, teníamos circo sin pan), una imagen que no se repetía desde la época de la posguerra. Era curioso observar la decadente imagen de unas supermercados de estanterías casi vacías (no hubo un cristal deformante que variaba el vaso de medio lleno a medio vacío, sino una única y dura realidad), entre las cuales deambulaban algunas personas de avanzada edad que creían haber olvidado estampas perdidas en el funesto álbum de nuestra historia pasada. Pues bien, una vez decidí hablar para este número de VO sobre Last Night, me encuentro con que una de las primeras imágenes que abre el filme es, precisamente, la de una mujer de origen oriental llamada Sandra (Sandra Oh, entonces no tan conocida como ahora por su premiado papel en Anatomía de Grey) paseando frenética por los pasillos de un desértico y esquilmado supermercado. Y yo me pregunté en ese preciso instante, ¿el arte imita a la vida… o viceversa? Tengo el recuerdo de haber paseado yo mismo por un escenario muy parecido, aunque sin las lógicas dudas del personaje de la película, sino mucho más ufano, sabiendo a ciencia cierta que en algunos días la cosa volvería a la normalidad. Casi podría decir (a pesar de lo impopular que pueda resultar) que esbozaba una sonrisa ante esa crisis del sistema, pensando que por muy mal que fueran las cosas tardaríamos mucho, mucho tiempo en llegar a perder nuestro estatus privilegiado con respecto a la mayoría de la humanidad, aquella parte de nuestra especie que desde hace siglos y día tras día ha aprendido a convivir con la muerte pegada al cogote. Reconozco que todos aquellos días de incertidumbre(s) fueron de mucho provecho, y que mi particular diario mental se llenó de páginas de las que tan sólo recuerdo las sensaciones más generales. Coquetear con la falta de recursos, con una idea remota de tener que buscar algo que llevarse a la boca teniendo que recurrir a cierto salvajismo competitivo (como ya había visto en ciertas novelas y películas antiutópicas) me terminó por convencer de que esa nueva tabla rasa podría ser una drástica (aunque efectiva) solución a la gran cantidad de problemas (políticos, sociales, culturales, medioambientales, etc.) que actualmente sufre nuestro planeta. Compartí estos pensamientos con algunas personas, y algunas de ellas reconocieron haber tenido pensamientos muy parecidos. Acabé por preguntarme: ¿no habremos convertido a la realidad en una vívida prolongación de un videojuego, de esos de argumento apocalíptico, al cual sin duda lo único que le puede faltar es la intensidad de la experiencia física, en primera persona, sin esa red amortiguadora del botón de «reset»? Quizás hoy en día estemos flirteando peligrosamente con un deseo por las experiencias extremas que nos empuje (un poco más, todo hay que decirlo) hacia la idea del fin del mundo. Pues eso parece que queramos desear, ya que tras el tedio de la apatía diaria cualquier cambio trascendente podemos llegar a contemplarlo como una buena opción.


En esa “última noche” que nos relata McKellar (y que puede parecer ciertamente una ironía, pues jamás la acción deja de desarrollarse bajo los rayos del sol: ¿es que quizás tengan algo que ver esas profecía aztecas tan de moda sobre el quinto sol que devaste nuestra civilización, allá por el 2012 según dicen los que más saben de esto?) lo más interesante es cómo cada uno de los distintos personajes se enfrenta a su último día de existencia. Al acabar la película, uno no puede dejar de pararse a pensar “¿Y yo qué haría?”, pues todas las actitudes que se muestran en la película pueden resultar en sí mismas absurdas si no se comparten los ideales de cada uno de los personajes que les llevan a actuar en un sentido o en otro. Así encontramos a Duncan (David Cronenberg) que se mantiene hasta el último minuto en su puesto de trabajo, demostrando a su empresa una fidelidad que difícilmente le será agradecida, y mucho menos recompensada. Igualmente, aunque sutilmente diferente, es la situación de ese periodista que aparece en la televisión, retransmitiendo un hecho tan histórico y trascendente como es el del fin del mundo, manteniéndose ante el pie del cañón hasta el último minuto. Ambos son unos profesionales en lo suyo, y aquello que más les llena es desarrollar su profesionalidad y su fidelidad hasta el último instante. La vida de Duncan parece ser tan ordenada y cuadriculada como esas líneas paralelas que eliminan de la lista a todos los clientes a los que él ha llamado para comunicarles la disposición de su empresa en prestar sus servicios hasta el final. Parece como si el personaje tuviera ante sí otra lista, ésta con todas aquellas cosas que nunca hubiera hecho y que ha ido tachando por falta de tiempo (un tiempo fagocitado seguramente por su ente superior, su empresa, aquella que le ha anulado su personalidad tanto como a todos nosotros nos las devoran las nuestras): nunca he hecho puenting, nunca he paseado por la Quinta Avenida, nunca…

Una lista que sí parece haber llevado a cabo hasta la última coma Alex (Trent McMullen), quien un buen día se propuso que no se iría de este mundo sin haber “catado” a toda variedad de mujer que se le pasara por la imaginación, empezando (o al menos la película así nos le presenta) por Mrs. Carlton (Geneviève Bujold), su profesora de francés del colegio (la inevitable erótica del profesorado parece ser universal, sin duda). ¿Qué decir, pues, de su actitud? ¿Puede que en sus últimos momentos de vida consciente sea uno de las personas sobre la tierra más satisfechas? ¿Puede el efímero placer soportar toda necesidad de trascendencia? En cualquier caso, ¿es la necesidad de trascendencia universal, extensible a todo individuo humano? Con ejemplos como éste, parece que la respuesta tendería de forma natural a ser negativa.


Y ahí es donde entra perfectamente hilado en el argumento la actitud de los padres de Patrick (interpretado por el propio Don McKellar), el protagonista de la cinta, pues cumplen con la perfecta imagen antagónica de la actitud de Alex: esperan el fin del mundo rezando en la intimidad. A pesar de no ser partícipe con tal alto grado de espiritualidad, he de reconocer que, a priori, resulta ser quizás la actitud más coherente de todos los que aparecen en la película. Sin embargo, gracias de nuevo a la sincronicidad, cierta publicación me llevó recientemente a acercarme a la obra de un antiguo autor de ciencia-ficción para mí hasta ahora desconocido: Olaf Stapledon. En su obra Hacedor de estrellas [2] decía lo siguiente: “Los más desarrollados de estos mundos no necesita­ban de nuestra compasión, pues sus habitantes parecían capaces de admitir el fin de todo lo que amaban con un sentimiento de paz, y aun con una alegría curiosa­mente inconmovible que en aquella etapa de nuestra aventura nosotros no podíamos comprender. […] Pero a nosotros, abrumados por el su­frimiento y la futileza de un millar de razas, nos pare­cía que esta misma alegría, este éxtasis, ya fuese sentido por individuos aislados o por mundos enteros, debía de ser condenado al fin y al cabo como falso. Ese pri­vado e insólito bienestar espiritual debía de haber ac­tuado además como una droga, pues quienes lo habían conocido parecían insensibles al horror[3]. Es el rechazo a una postura tan diametralmente opuesta a esa materialista/hedonista adoptada por Alex que se convierte por enfrentamiento de inversos en una posición radical, pues incluso esa actitud espiritualista de poco les sirve (nos viene a decir el autor), ya que ese anciano matrimonio ha fracasado en su intento de ofrecer a sus hijos un aliciente para que pasasen con ellos sus últimos momentos.

Es precisamente su otra hija y hermana de Patrick, Jenny (Sarah Polley) quien está más cerca de la mayoría de la sociedad, y a través de la cual asistimos a un sentimiento generalizado a través de la masa: celebrar el fin del mundo como si de una gran fiesta se tratara [4]. En las imágenes se ve a miles de personas reunidas con regocijo y algarabía, y su actitud no es muy distinta a la que adoptarían si estuvieran en un concierto o en una fiesta de fin de año, pues precisamente el fin del mundo llega de esa manera tan habitual que tenemos de hacer entrar el nuevo año, es decir, con una cuenta atrás que nos permite cruzar el umbral de un nuevo año, de un nuevo ciclo. ¿Es quizás eso lo que representa este “peculiar fin del mundo” rodado por McKellar, el inicio de “algo diferente”, el fin de la sociedad tal y como la hemos conocido, para dar paso a un mundo nuevo? Puede que ésta sea la lectura más optimista, la menos derrotista, pues hoy en día, diez años después de que se realizara esta película, todas esas teorías que nos hablaban del fin de la vida sobre el planeta se van haciendo cada vez más y más palpables, con el últimamente tan manido «cambio climático» a la cabeza.


“Odio a la humanidad, pero amo a Fulanito, a Menganito…”. De esta manera enunciaba Jonathan Swift (el celebérrimo autor de Los viajes de Gulliver) su rampante misantropía, distinguiendo entre la visión de la humanidad en su conjunto y lo cada ser en sí mismo supone. Cuando hace más de quince años lo leí, me sentí plenamente identificado, pues concordaba bastante bien con mi sentir hacia la raza humana, una especie compleja, capaz de lo peor y también de lo mejor. ¿Sería el fin del mundo lo peor que le podría ocurrir a este planeta? Stapledon, con una extraña y siniestra belleza poética,  deja claro en su obra que los mundos abren los ojos y se apagan con la misma frecuencia y naturalidad que la vida despierta y fenece a diario con cada salida y cada puesta de sol. En un momento de su obra, dice el protagonista: “Desde el punto de vista cósmico, el desastre no era, al fin y al cabo, más que un asunto muy pequeño, aunque amargo. Además, si por el sacrificio de otro grupo de mundos, aun de mundos espléndidamente despiertos, se alcanzaba una más alta comprensión de la demencia de los imperios enloquecidos, el sacrificio valía la pena”. No hay duda que este mundo nuestro es extraordinario. Pero también a la vez terrible. Morir es tan sólo una cara de la moneda de la existencia, y desaparecer sería el equivalente a dar una oportunidad a nuevas formas de contemplar y actuar, existiendo entonces una mínima probabilidad que aquellos que nos sucedieran cometieran menos errores que nosotros. 

(artículo aparecido en el nº, 163 de Versión Original —septiembre de 2008— dedicado a "El fin del mundo")



[1] Versión Original, Nº 154, Noviembre 2007.

[2] Ediciones Minotauro, Barcelona, 1983.

[3] El subrayado es mío.

[4] Mientras, en montaje paralelo, Patrick y Sandra intentan una especie de “retrosuicidio”, apuntando cada uno a la sien del otro con una pistola. La imagen, rodada con un interminable travelling circular, es toda una alegoría del nivel de autodestrucción al que hemos llegado. Precisamente por ello, el final de dicha secuencia propone una solución tan coherentemente reconciliadora.

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