Cada vez que llega un nuevo
número de esta revista surgen las mismas dudas, las mismas incertidumbres. Unas
veces por defecto y otras por exceso, elegir el título correcto o aquel con el
que más ampliamente se pueda comentar el tema propuesto puede resultar sumergirse
en todo un mar de dudas. Sin embargo, uno termina por evolucionar en sus
inquietudes y su estilo, y lo que antaño se planteaba como un reto analítico
fiel a la cinematografía hasta el extremo, hoy se resuelve como una opción para
hablar más de aquello que nos rodea a partir del pretexto del cine, aquello que
el protagonista de Elogio del amor (Éloge de l’amour, Jean-Luc
Godard, Francia-Suiza, 2001) decía así: “Yo no quiero hablar de Titanic.
Yo quiero hablar sobre Titanic”. Es decir, que cada vez más
hay un gusto mayor (al menos por mi parte) en comentar la realidad circundante
a partir de ciertas experiencias cinematográficas, sin importar demasiado si
merecen o no estar en una supuesta e idílica Biblia para cinéfilos.
Quizás Last Night (id.,
Don McKellar, 1998) pertenezca a esa clase de películas pequeñitas y sinceras,
realizadas con fe y convicción, con las que uno se sorprende cada vez que se
topa con ellas. En dicha cinta se hablaba, precisamente, de la última noche de
nuestro planeta. Más allá de su modestia en todos los aspectos, traer a
colación este filme se justifica por algo llamado “sincronicidad” (tema que ya
traté en el número dedicado a Reyes [1]) y que siempre me acaba salvando
a la hora de escribir artículos como éste, pues nunca me han faltado argumentos
tomados de la realidad para exponer aquí las conexiones entre nuestras vidas
reales y las otras virtuales en la pequeña/gran pantalla. Me explico.
Durante los primeros días del
pasado mes de junio, mientras España entera vibraba con los goles y las gestas
de nuestra selección absoluta de fútbol en la Eurocopa que se celebraba en
tierras de Austria y Suiza, una brutal huelga de transportistas golpeaba
duramente nuestra realidad desabasteciendo los centros de compra (es decir,
teníamos circo sin pan), una imagen que no se repetía desde la época de la
posguerra. Era curioso observar la decadente imagen de unas supermercados de
estanterías casi vacías (no hubo un cristal deformante que variaba el vaso de
medio lleno a medio vacío, sino una única y dura realidad), entre las cuales
deambulaban algunas personas de avanzada edad que creían haber olvidado
estampas perdidas en el funesto álbum de nuestra historia pasada. Pues bien,
una vez decidí hablar para este número de VO sobre Last Night, me
encuentro con que una de las primeras imágenes que abre el filme es,
precisamente, la de una mujer de origen oriental llamada Sandra (Sandra Oh,
entonces no tan conocida como ahora por su premiado papel en Anatomía de
Grey) paseando frenética por los pasillos de un desértico y esquilmado
supermercado. Y yo me pregunté en ese preciso instante, ¿el arte imita a la
vida… o viceversa? Tengo el recuerdo de haber paseado yo mismo por un escenario
muy parecido, aunque sin las lógicas dudas del personaje de la película, sino
mucho más ufano, sabiendo a ciencia cierta que en algunos días la cosa volvería
a la normalidad. Casi podría decir (a pesar de lo impopular que pueda resultar)
que esbozaba una sonrisa ante esa crisis del sistema, pensando que por muy mal
que fueran las cosas tardaríamos mucho, mucho tiempo en llegar a perder nuestro
estatus privilegiado con respecto a la mayoría de la humanidad, aquella parte
de nuestra especie que desde hace siglos y día tras día ha aprendido a convivir
con la muerte pegada al cogote. Reconozco que todos aquellos días de
incertidumbre(s) fueron de mucho provecho, y que mi particular diario mental se
llenó de páginas de las que tan sólo recuerdo las sensaciones más generales.
Coquetear con la falta de recursos, con una idea remota de tener que buscar
algo que llevarse a la boca teniendo que recurrir a cierto salvajismo
competitivo (como ya había visto en ciertas novelas y películas antiutópicas)
me terminó por convencer de que esa nueva tabla rasa podría ser una drástica
(aunque efectiva) solución a la gran cantidad de problemas (políticos,
sociales, culturales, medioambientales, etc.) que actualmente sufre nuestro
planeta. Compartí estos pensamientos con algunas personas, y algunas de ellas
reconocieron haber tenido pensamientos muy parecidos. Acabé por preguntarme:
¿no habremos convertido a la realidad en una vívida prolongación de un
videojuego, de esos de argumento apocalíptico, al cual sin duda lo único que le
puede faltar es la intensidad de la experiencia física, en primera persona, sin
esa red amortiguadora del botón de «reset»? Quizás hoy en día estemos
flirteando peligrosamente con un deseo por las experiencias extremas que nos
empuje (un poco más, todo hay que decirlo) hacia la idea del fin del mundo.
Pues eso parece que queramos desear, ya que tras el tedio de la apatía diaria
cualquier cambio trascendente podemos llegar a contemplarlo como una buena
opción.
En esa “última noche” que nos
relata McKellar (y que puede parecer ciertamente una ironía, pues jamás la
acción deja de desarrollarse bajo los rayos del sol: ¿es que quizás tengan algo
que ver esas profecía aztecas tan de moda sobre el quinto sol que devaste
nuestra civilización, allá por el 2012 según dicen los que más saben de esto?)
lo más interesante es cómo cada uno de los distintos personajes se enfrenta a
su último día de existencia. Al acabar la película, uno no puede dejar de
pararse a pensar “¿Y yo qué haría?”, pues todas las actitudes que se muestran
en la película pueden resultar en sí mismas absurdas si no se comparten los
ideales de cada uno de los personajes que les llevan a actuar en un sentido o
en otro. Así encontramos a Duncan (David Cronenberg) que se mantiene hasta el
último minuto en su puesto de trabajo, demostrando a su empresa una fidelidad
que difícilmente le será agradecida, y mucho menos recompensada. Igualmente,
aunque sutilmente diferente, es la situación de ese periodista que aparece en
la televisión, retransmitiendo un hecho tan histórico y trascendente como es el
del fin del mundo, manteniéndose ante el pie del cañón hasta el último minuto.
Ambos son unos profesionales en lo suyo, y aquello que más les llena es
desarrollar su profesionalidad y su fidelidad hasta el último instante. La vida
de Duncan parece ser tan ordenada y cuadriculada como esas líneas paralelas que
eliminan de la lista a todos los clientes a los que él ha llamado para
comunicarles la disposición de su empresa en prestar sus servicios hasta el
final. Parece como si el personaje tuviera ante sí otra lista, ésta con todas
aquellas cosas que nunca hubiera hecho y que ha ido tachando por falta de
tiempo (un tiempo fagocitado seguramente por su ente superior, su empresa,
aquella que le ha anulado su personalidad tanto como a todos nosotros nos las
devoran las nuestras): nunca he hecho puenting, nunca he paseado por la
Quinta Avenida, nunca…
Una lista que sí parece haber
llevado a cabo hasta la última coma Alex (Trent McMullen), quien un buen día se
propuso que no se iría de este mundo sin haber “catado” a toda variedad de
mujer que se le pasara por la imaginación, empezando (o al menos la película
así nos le presenta) por Mrs. Carlton (Geneviève Bujold), su profesora de
francés del colegio (la inevitable erótica del profesorado parece ser
universal, sin duda). ¿Qué decir, pues, de su actitud? ¿Puede que en sus
últimos momentos de vida consciente sea uno de las personas sobre la tierra más
satisfechas? ¿Puede el efímero placer soportar toda necesidad de trascendencia?
En cualquier caso, ¿es la necesidad de trascendencia universal, extensible a
todo individuo humano? Con ejemplos como éste, parece que la respuesta tendería
de forma natural a ser negativa.
Y ahí es donde entra
perfectamente hilado en el argumento la actitud de los padres de Patrick
(interpretado por el propio Don McKellar), el protagonista de la cinta, pues
cumplen con la perfecta imagen antagónica de la actitud de Alex: esperan el fin
del mundo rezando en la intimidad. A pesar de no ser partícipe con tal alto
grado de espiritualidad, he de reconocer que, a priori, resulta ser
quizás la actitud más coherente de todos los que aparecen en la película. Sin
embargo, gracias de nuevo a la sincronicidad, cierta publicación me llevó
recientemente a acercarme a la obra de un antiguo autor de ciencia-ficción para
mí hasta ahora desconocido: Olaf Stapledon. En su obra Hacedor de estrellas [2]
decía lo siguiente: “Los más desarrollados de estos mundos no necesitaban
de nuestra compasión, pues sus habitantes parecían capaces de admitir el fin de
todo lo que amaban con un sentimiento de paz, y aun con una alegría curiosamente
inconmovible que en aquella etapa de nuestra aventura nosotros no podíamos
comprender. […] Pero a nosotros, abrumados por el sufrimiento y la futileza de
un millar de razas, nos parecía que esta misma alegría, este éxtasis, ya fuese
sentido por individuos aislados o por mundos enteros, debía de ser
condenado al fin y al cabo como falso. Ese privado e insólito bienestar
espiritual debía de haber actuado además como una droga, pues quienes lo
habían conocido parecían insensibles al horror” [3]. Es el
rechazo a una postura tan diametralmente opuesta a esa materialista/hedonista
adoptada por Alex que se convierte por enfrentamiento de inversos en una
posición radical, pues incluso esa actitud espiritualista de poco les sirve
(nos viene a decir el autor), ya que ese anciano matrimonio ha fracasado en su
intento de ofrecer a sus hijos un aliciente para que pasasen con ellos sus
últimos momentos.
Es precisamente su otra hija y
hermana de Patrick, Jenny (Sarah Polley) quien está más cerca de la mayoría de
la sociedad, y a través de la cual asistimos a un sentimiento generalizado a
través de la masa: celebrar el fin del mundo como si de una gran fiesta se
tratara [4]. En las imágenes se ve a miles de personas reunidas con
regocijo y algarabía, y su actitud no es muy distinta a la que adoptarían si
estuvieran en un concierto o en una fiesta de fin de año, pues precisamente el
fin del mundo llega de esa manera tan habitual que tenemos de hacer entrar el
nuevo año, es decir, con una cuenta atrás que nos permite cruzar el umbral de
un nuevo año, de un nuevo ciclo. ¿Es quizás eso lo que representa este
“peculiar fin del mundo” rodado por McKellar, el inicio de “algo diferente”, el
fin de la sociedad tal y como la hemos conocido, para dar paso a un mundo
nuevo? Puede que ésta sea la lectura más optimista, la menos derrotista, pues
hoy en día, diez años después de que se realizara esta película, todas esas
teorías que nos hablaban del fin de la vida sobre el planeta se van haciendo
cada vez más y más palpables, con el últimamente tan manido «cambio climático»
a la cabeza.
“Odio a la humanidad, pero amo
a Fulanito, a Menganito…”. De esta manera enunciaba Jonathan Swift (el
celebérrimo autor de Los viajes de Gulliver) su rampante misantropía,
distinguiendo entre la visión de la humanidad en su conjunto y lo cada ser en
sí mismo supone. Cuando hace más de quince años lo leí, me sentí plenamente
identificado, pues concordaba bastante bien con mi sentir hacia la raza humana,
una especie compleja, capaz de lo peor y también de lo mejor. ¿Sería el fin del
mundo lo peor que le podría ocurrir a este planeta? Stapledon, con una extraña
y siniestra belleza poética, deja claro en su obra que los mundos abren
los ojos y se apagan con la misma frecuencia y naturalidad que la vida
despierta y fenece a diario con cada salida y cada puesta de sol. En un momento
de su obra, dice el protagonista: “Desde el punto de vista cósmico, el desastre
no era, al fin y al cabo, más que un asunto muy pequeño, aunque amargo. Además,
si por el sacrificio de otro grupo de mundos, aun de mundos espléndidamente
despiertos, se alcanzaba una más alta comprensión de la demencia de los
imperios enloquecidos, el sacrificio valía la pena”. No hay duda que este
mundo nuestro es extraordinario. Pero también a la vez terrible. Morir es tan
sólo una cara de la moneda de la existencia, y desaparecer sería el equivalente
a dar una oportunidad a nuevas formas de contemplar y actuar, existiendo
entonces una mínima probabilidad que aquellos que nos sucedieran cometieran
menos errores que nosotros.
(artículo aparecido en el nº, 163
de Versión Original —septiembre de 2008— dedicado a "El fin del
mundo")
[1]
Versión Original, Nº 154, Noviembre 2007.
[2]
Ediciones Minotauro, Barcelona, 1983.
[3]
El subrayado es mío.
[4]
Mientras, en montaje paralelo, Patrick y Sandra intentan una especie de
“retrosuicidio”, apuntando cada uno a la sien del otro con una pistola. La
imagen, rodada con un interminable travelling circular, es toda una
alegoría del nivel de autodestrucción al que hemos llegado. Precisamente por
ello, el final de dicha secuencia propone una solución tan coherentemente
reconciliadora.
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