Hace algunas semanas recibí un
extraño correo electrónico en el que unas monísimas niñas de highschool
ejercitaban malabarismos en medio de una cancha de baloncesto, deleitando a un
público bobalicón con sus monerías —y su indudable talento, producto de horas y
horas de entrenamiento, que lo abominable del espectáculo no quita para
reconocer el esfuerzo— en el salto de la comba [1]. Curiosamente por
coincidencias del destino —algo que algunos solemos llamar sincronicidad—,
ese mismo día se celebraba el vigésimo aniversario de la caída del Muro de
Berlín, y al ver a esas saltimbanquis en su número de circo me acordé de esos
otros espectáculos de masas en forma de grandes manifestaciones gimnásticas tan
populares en las dictaduras totalitarias —desde la Alemania nazi a la Unión
Soviética, pasando por nuestra deplorable Sección Femenina, todas ellas
vivificantes en la exacerbación del culto al cuerpo, a la moralidad y al amor a
la patria— y que en Corea del Norte son llamados arirang,
representaciones en extremo kitsch llenas de ese mismo colorido que no
se ve en sus ciudadanos cuando éstos salen a la calle. Entonces me pregunté si
esas barbies no formarán parte de ese tinglado ideológico en torno a la
supremacía nacional que todo candidato a imperio necesita, por lo que jugando a
las siete diferencias, terminé por aceptar que las niñas de la comba no se
diferencian en demasía de sus homólogas coreanas. Como mucho, que en la túrmix
las de USA echaron Coca-Cola. Y es que los semejantes, aunque parezca enemigos,
se reconocen entre sí.
En el cine hay una verdad
irrebatible: cuando alguien aborda el género histórico, lo hace para hablarnos
de nuestros días. De hecho, esto es algo tan generalizado que aquellos que nos
dedicamos a disertar, analizar y destripar las películas lo admitimos sin que
el autor nos lo tenga que recordar. Así ha pasado con la reciente Ágora
(Alejandro Amenábar, 2009) al conectar —con discutibles resultados— la intolerancia
en la Alejandría del siglo IV d.C. —¡qué curioso que su película se ubique en
una megalópolis cultural que se llama como él!; sólo faltaba que hubiese
firmado la cinta como Alejandro Magno— con la sufrida en nuestros días a
manos de los reaccionarios —políticos, culturales, religiosos, sociales, etc.—.
Así al menos algunos lo han entendido… sobre todo aquellos que más aludidos se
han sentido.
De los Estados Unidos de las
locuelas adolescentes saltarinas también nos llegó una cinta que —ésta con más
inteligencia y mala leche— nos habla de lo que nos ocurre hoy en día. Enemigos
públicos (Public Enemies, Michael Mann, 2009) retoma un mito como es
el de la biografía de John Dillinger, famoso asaltador de bancos de los años 30
que fuera la figura mediática más importante de principios de esa década. ¿Por
qué era tan popular y querido entre la población, a pesar de su conducta
antisocial? La respuesta la encontramos en el rótulo con el que la película
comienza: “1933. Es el cuarto año de la Gran Depresión. Para John Dillinger,
Alvin Karpis y “Baby Face” Nelson es la edad de oro de los robos a bancos”.
Y es que la clase trabajadora llevaba sufriendo de lo lindo a raíz del Crack
del 29, y que apareciera en la escena pública un individuo como éste, que daba
su merecido a unos banqueros a los que notoriamente se culpabilizaba de la
penuria económica de millones de familias humildes —a pesar de que, a
diferencia de Robin Hood, Dillinger no repartiera sus botines entre los más
necesitados—, era tan del agrado de la gente que el público que acudía a los
cines de la época vitoreaba y jaleaba las imágenes de los noticiarios en los
que aparecían ecos del caco y su banda. Y es que si hoy se hiciese una película
que intentara reproducir algo parecido, podría empezar así: “2009. Es el primer
año de la crisis económica más importante en ochenta años…”. Pero, ¿ha habido
alguien que haya puesto en su sitio a los banqueros, financieros y brokers?
¿Hay alguien con el que desempleados, arruinados y expropiados se puedan identificar
en su encono hacia la autoridad —sea ésta política, económica o policial—?
Este film de formato cuasi
documental —y no sólo lo podemos afirmar por el fabuloso empleo del HD, sino
también por la ausencia total de títulos de crédito en los que aparezcan los
nombres del elenco artístico y técnico, algo que permite una total
identificación con los personajes y sus peripecias vitales, casi al estilo de
un docudrama televisivo— permite alguna lectura política más. A saber: allí
como aquí la administración norteamericana lleva un año bajo tutela de dos
presidentes —Franklin Delano Roosevelt y Barack Hussein Obama II— que han
llegado al poder bajo sendas victorias electorales auspiciadas por la necesidad
del cambio y las esperanzas de una población ahogada por una penosa situación
económica, destacando por su lucha contra el imperio de las finanzas y sus
desmanes —para lo cual aplican unas recetas que los más encendidos
conservadores tildan como sovietizadoras—. También ambos son dos
legisladores tolerantes y liberales —en el sentido más noble y primigenio del
término— que tienen ansias por democratizar al máximo a sus respectivas
sociedades. Y, sin embargo, una duda nos corroe por dentro al ver el film de
Mann: si a pesar de todos los intentos de la administración Roosevelt para
forjar un sistema en el que se respeten los derechos civiles, vemos cómo en un
momento de la película hay policías que torturan y amedrentan a los detenidos
con métodos expeditivos que van más allá de lo deseable, ¿ocurrirá lo mismo hoy
en día —a tenor de los paralelismos entre las dos épocas— en los Estados Unidos
de Obama? ¿Qué estará pasando en las cloacas norteamericanas, allí donde la
vigilante mirada de su popular presidente no acaba de llegar? ¿Estarán los
torturadores de Guantánamo en la cola del paro… o se habrán apartado hacia
rincones más oscuros, donde el molesto poder les deje disfrutar con su juego de
buenos y malos? Y es que no nos cansaremos de repetirlo: en nuestro mundo hay
elecciones para presidente, pero no para acceder al poder.
Pero si hay una cosa
verdaderamente sobrecogedora en Enemigos públicos es el retrato de la
huída que realiza John Dillinger, pues su arrojo y su desafío a una autoridad a
la que considera como perversa le impide alejarse de allí donde se le busca,
siendo su viaje hacia el ojo del huracán uno de los actos más temerariamente
nobles a los que se puede asistir. Verle pasear por las oficinas del FBI,
escrutando las fotografías, informes y recortes de periódico que hablan sobre
él es como asistir de primera mano a la glorificación en vida de un tipo que de
corriente no tiene nada, que se ha convertido en mito social por méritos
propios. Es el juego del gato y el ratón en su máxima expresión, donde el ratón
se sabe con la ventaja de poder escaparse por unas rendijas a través de las
cuales al sistema se le cuela la libertad de un individuo que se sabe
irrepetible, pero que desconoce que el gato tiene una mira telescópica con
visión nocturna.
Y es precisamente la oscuridad de
una sala de cine —¡dónde si no!— el lugar en el que J.D. toma su última cena:
el cinematógrafo como herramienta universal de mitificación, donde hasta un
villano puede ser el nuevo héroe de masas al que venerar. Si Picasso fue el
primer artista en ver en vida un cuadro suyo colgado en las paredes del Louvre,
Dillinger fue el primer delincuente en contemplar en una pantalla de cine sus
fechorías, sus robos, sus asesinatos… pero también su heroica gallardía y su
enfrentamiento con un poder que, curiosamente —también hoy como ayer— estaba
protegiendo a los banqueros, los mayores ladrones que hubo, hay y habrá.
Pero la película también se puede
ver como la huída de su antagonista, Melvin Purvis, que por pertenecer a los
leales servicios públicos para mantener la ley y el orden en su sitio debería
ser el protagonista, el héroe. Y, sin embargo, no pasa de ser un tipo lleno de
contradicciones, porque sabe que esa legalidad que está defendiendo es
realmente cruel, despótica y repleta de hipocresía. Y también sabe que él ya no
será nada después de atrapar a Dillinger, porque su tarea de atrapar a un icono
social como él le convertirá, sin ningún género de dudas, en el malo de la
película. De ahí su gesto de derrota al ver cómo el prófugo es abatido a tiros
en la calle, ejecutado a sangre fría en medio de la muchedumbre, sin ningún
tipo de honor, respeto o dignidad. Pero, ¿qué se puede esperar de un tipo que
caza a los forajidos con un fusil de largo alcance y por la espalda? Habría que
preguntarse si le gusta su trabajo o, por el contrario, es el sistema quien le
impone las herramientas de represión.
Y es que, como en todo el cine de
Michael Mann, policías y ladrones conviven en un ecosistema muy poco maniqueo
en el que acabamos por comprender a cada una de las partes, pues todos ellos viven
con sus contradicciones como pesados lastres vitales. Aquí, dos portentos de
actores —Johnny Depp y Christian Bale— llevan el duelo de sus personajes más
allá de la propia intriga, y nos ofrecen dos retratos llenos de matices dentro
del gris, en un mundo que no es ni totalmente blanco ni totalmente negro. Son
como dos almas gemelas que se atraen y se repelen, y se necesitan mutuamente
para definirse a sí mismos. Dos caras de la misma moneda. Como decíamos al
principio, los semejantes —aunque parezcan enemigos, públicos en este caso— se
reconocen entre sí.
(artículo aparecido en el nº. 179
de Versión Original —febrero de 2010— dedicado a "Huídas")
[1]
Disponible en http://www.biertijd.com/mediaplayer/?itemid=14256.
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