jueves, 16 de mayo de 2013

CUANDO LA MÁSCARA CAE RASGADA


Todo es factible de caer en las redes del reduccionismo. Es difícil escapar a la tentación de limitar todo aquello que nos rodea a los márgenes de dos opciones, a la máxima hegeliana de la tesis y la antítesis. Siempre existe esta peligrosa tendencia (cómo olvidar aquel parlamento del sargento de Oficial y caballero sobre las vacas y los “maricones” –con perdón, pero cito textualmente- sobre el lugar de origen del aspirante Richard Gere) a la hora de enfrentarnos a un juicio rápido. Puede parecer lamentable, pero ciertamente efectivo, ya que en un vistazo superficial casi todo se puede reducir a A o B antes de seguir profundizando en el análisis.

Si seguimos con este juego, que podemos calificar como “primario”, “primitivo” o “infantil”, podemos atisbar que hay dos tipos de artistas: aquellos que deciden su actividad para ampararse detrás de su obra y aquellos que sucumben a la tentación de mostrarse, de prolongar su presencia a la órbita de lo público para recibir de primera mano el reconocimiento, el aplauso de frente. Para alguien acostumbrado a permanecer resguardado por su creación es duro, incluso a veces repugnante, tener que dar la cara para tener que otorgar entidad física a un trabajo, para que el público obtenga un soporte reconocible (con ojos, boca, cabello… una presencia identificable) con la que formar una correspondencia entre lo que se hizo y quién lo realizó. Por eso muchas veces en un mundo tan visual, tan fagocitador de imágenes y presencias como es el del cine, muchos de los artistas que decidieron exponer únicamente su labor se muestran tan díscolos a la hora de participar de ese espectáculo exhibicionista y se esconden de todo aquello que no aporte nada a su obra, apartándose de los flashes y los objetivos que con su indiscreción pretenden mancillar su voluntad de mantenerse al margen.

Por eso es difícil encontrar ejemplos en los que los guionistas hablen sobre sí mismos o sobre su trabajo. Sí lo hemos visto en directores, que han manejado sus argumentos sobre las aguas de ese subgénero cinematográfico llamado “cine dentro del cine”, con obras maestras en la práctica totalidad de las filmografías mundiales, desde Minelli con Cautivos del mal o Dos semanas en otra ciudad, pasando por Truffaut y La noche americana, hasta llegar a Clint Eastwood con Cazador blanco, corazón negro, por citar algunos ejemplos (a las que cabrá añadir las referencias habituales en los filmes de Woody Allen). Pero es raro encontrar a un guionista que hable de su labor, de su metodología de trabajo, desnudando su actividad y desnudándose a sí mismo. Pero quizás tengamos el ejemplo más claro cerca de nosotros (en el espacio y en el tiempo) en una obra de Pedro Almodóvar que supuso un alejamiento de sus últimas temáticas melodramáticas y volvió a dar voz predominante a unos personajes masculinos (como ya hiciera anteriormente en Carne trémula).


Cuenta La mala educación (2004) la historia de un director y guionista (Enrique Goded, interpretado por Fele Martínez) que, a raíz de una crisis de creatividad, se topa con un argumento que viene de su pasado. Observamos cuál es su metodología, estudiando y recopilando posibles historias a través de las crónicas negras que aparecen en los periódicos. Parece ser ésta una forma habitual de trabajar de los guionistas que además son directores, de aquellos que habitualmente otorgamos el título de “autores”, ya que en una (fabulosa) película de Nanni Moretti, titulada Caro diario, también observábamos este sistema de trabajo. Por lo tanto, hay aquí una sincera confesión por parte del director manchego: el arte imita a la vida. Se parte de la experimentación, personal o ajena, para contar historias que, a veces, parecen inverosímiles (cuántas veces escuchamos aquello de “parece increíble” o “parece de película” al escuchar el relato de un suceso real que nos resulta asombroso de asimilar como tal).

Como ya hemos dicho, aparece en la vida de este personaje un antiguo compañero de colegio (Ignacio, encarnado por Gael García Bernal) del que rápidamente se nos dice que fue su primer amor. Es significativo que en la puerta por donde entra se lea el nombre de la productora de Enrique: El Azar. La elección de este nombre pudiera dar pistas sobre la importancia de la improvisación, de la suerte, que existe en la vida de un autor (ya que aquí el personaje de Enrique Goded actúa como alter ego del propio Pedro Almodóvar al fundirse en los títulos de crédito sus nombres y profesiones). Así pudiera parecernos a la hora de ver cómo llegan a sus manos las historias que luego se convertirán en películas: los recortes de prensa, la llegada de parte de su pasado en forma de un antiguo compañero de colegio… Sin embargo, poco a poco, en tanto en cuanto el relato se vaya convirtiendo en un thriller, se verá que nada está dispuesto al azar, sino que todo estaba previsto con anterioridad como un perverso plan.

Asistimos en primera persona a la lectura del relato escrito por Ignacio, disponiendo del privilegio de introducirnos en la imaginación de Enrique y ver cómo él va imaginando las imágenes que corresponden a las palabras impresas. Podríamos decir que éste es un gesto de deformación profesional de cada director que lee un guión, ya que para comprobar su factible transposición en imágenes tiene que imaginarlas según las lee o según las escribe. Y por eso los actores y las páginas del relato se funde en la misma imagen, ya que según avanza la lectura los personajes van tomando corporeidad, se van dibujando físicamente ante los ojos del lector/ guionista/ director.


Hay en esas páginas todo un despliegue de referencias que reconoce como su propio pasado. Así, el director conoce esos lugares, esos personajes, ya sabe de su apariencia, de su disposición dentro del paisaje. Pero es en éste donde se cuelan de manera implícita referencias que denuncian sus miedos e inquietudes: en las paredes del antiguo cine Olimpo aparecen carteles rasgados, y debajo de esas rasgaduras aparecen otros carteles más antiguos. Se muestra de esta manera cómo aflora el pasado a través de esas heridas, y lo hace de manera dolorosa, dramática, dando de esta manera verdadero significado al diseño de los títulos de crédito del principio de la película [1].

El relato de Ignacio se convierte en el resurgimiento violento de un pasado mancillado, donde la inocencia de un niño es quebrantada por la sexualidad enfermiza de un cura (el padre Manolo, con una soberbia actuación de Daniel Giménez Cacho), que no se puede reprimir ante el encanto de la “voz blanca” del muchacho. Se nos muestra el momento en el que aquel niño fue marcado de por vida: en un paisaje bucólico campestre canta con su dulce voz una versión castellanizada de Moonriver, en la que, por cierto, se habla de unas “aguas turbias” [2] como referencia a esa sexualidad depravada del cura, quien en un arrebato de excitación no se puede contener e intenta aprovecharse del muchacho, de cuya frente mana una gota de sangre que divide la pantalla. Detrás de esta herida abierta que rasga la máscara de la inocencia veremos como asoma el rostro desencajado del padre Manolo, quien, mientras lee el relato de lo sucedido aquella tarde, se da cuenta de las consecuencias de sus hechos, del dolor que causó debido a sus pasiones incontenibles, deformando a partir de aquel momento la pureza, robando la infancia. Un primer paso, pues posteriormente, mientras el niño Ignacio le desviste en la sacristía (en una liturgia con claras reminiscencias eróticas) consuma su pecado, siendo narrado por el muchacho con la pasmosa naturalidad de aquel que ya ha sido mancillado, del que ya ha perdido la candidez.

Pero Almodóvar nos muestra su gran jugada posteriormente, cuando se constata la representación y asistimos al rodaje del relato de Ignacio, donde la presencia física de los actores es la misma que las apariciones mientras se nos narraba la historia a través de la imaginación del director/ guionista protagonista de la película. Es, por tanto, una manifestación más que nos hace incidir en el trabajo de un autor cinematográfico, que pone en imágenes aquello que su mente anteriormente ha creado de la misma manera que lo imaginó. La redondez de esta escena culmina con la presencia del verdadero padre Manolo, que ahora se hace llamar señor Berenguer (Lluis Homar), produciéndose un juego de espejos donde un personaje “real” presencia la representación de una escena a la que él mismo asistió como protagonista y que ahora ve como una puesta en escena, una mascarada, una teatralización con sus convencionalismos (dramatismo, efectismo…), surgiendo también para él un pasado violento, traumático, esta vez por la herida que abre el cinematógrafo, una herida repleta de luz y, por lo tanto, de verdad.


Es quizás a partir de aquí, en su parte final, que el relato pierde cierto interés. La confesión de Berenguer/ antiguo padre Manolo desemboca en la constatación de ciertas sospechas de Enrique sobre las falsedades de quien él creía que era su amigo de la infancia. Los rótulos finales, con las explicaciones del destino de cada personaje, podrían resultar información dada sin venir a cuento, sin aportar nada al resto del relato, anacronismos con falta de sentido más bien sacados de esas películas de la Semana de Cine Negro que vemos que van a ver los cómplices del asesinato: Perdición, La bestia humana…, dándonos a entender nuevamente que el arte sigue imitando a la vida… y viceversa.

Sin embargo, se nos dice que Enrique Goded sigue escribiendo y dirigiendo con la misma “pasión”, y es esta palabra la que nos despide, la que llena la pantalla, destacándose, cobrando todo su sentido si tenemos en cuenta que es el personaje interpretado por Fele Martínez el que transporta a la pantalla todas las “pasiones” de creador del propio Almodóvar y que la productora de éste se llama, precisamente, El Deseo. Son, por lo tanto, estos términos los que dominan en la filmografía de nuestro manchego universal, los que hacen actuar a sus personajes. Incluso a él mismo, podríamos deducir. Es una apuesta por una forma de entender la vida que se gestó en sus orígenes cinematográficos, precisamente en esos años ochenta en los que está ambientada la película. Es una revisión de sí mismo, un catar su estado de ánimo y de salud creativa, a través de una herida abierta voluntariamente en sí mismo, por la que sangra su pasado, con el que salda cuentas pendientes con aquellos que le “maleducaron”, con aquellos que quisieron contener una pasión que finalmente, para regocijo de todos nosotros, terminó por aflorar.

(artículo aparecido en el nº. 140 de Versión Original —julio-agosto de 2006— dedicado a "Guionistas")


[1] Que, por cierto, parecen sacados de la hitchcockiana Psicosis, dando a este filme una dimensión más traumática si cabe en cuanto a la aparición de un pasado punzante

[2] En contraposición a las “aguas claras” de la piscina del chalet de Enrique Goded, donde se pone de manifiesto (a través de la puesta en escena, con detalles tanto en las imágenes como en la partitura) cómo éste comienza a sospechar de la impostura del que se dice llamar Ignacio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario