Todo es factible de caer en las
redes del reduccionismo. Es difícil escapar a la tentación de limitar todo
aquello que nos rodea a los márgenes de dos opciones, a la máxima hegeliana de
la tesis y la antítesis. Siempre existe esta peligrosa tendencia (cómo olvidar
aquel parlamento del sargento de Oficial y caballero sobre las vacas y
los “maricones” –con perdón, pero cito textualmente- sobre el lugar de origen
del aspirante Richard Gere) a la hora de enfrentarnos a un juicio rápido. Puede
parecer lamentable, pero ciertamente efectivo, ya que en un vistazo superficial
casi todo se puede reducir a A o B antes de seguir profundizando en el
análisis.
Si seguimos con este juego, que
podemos calificar como “primario”, “primitivo” o “infantil”, podemos atisbar
que hay dos tipos de artistas: aquellos que deciden su actividad para ampararse
detrás de su obra y aquellos que sucumben a la tentación de mostrarse, de
prolongar su presencia a la órbita de lo público para recibir de primera mano
el reconocimiento, el aplauso de frente. Para alguien acostumbrado a permanecer
resguardado por su creación es duro, incluso a veces repugnante, tener que dar
la cara para tener que otorgar entidad física a un trabajo, para que el público
obtenga un soporte reconocible (con ojos, boca, cabello… una presencia
identificable) con la que formar una correspondencia entre lo que se hizo y
quién lo realizó. Por eso muchas veces en un mundo tan visual, tan fagocitador
de imágenes y presencias como es el del cine, muchos de los artistas que
decidieron exponer únicamente su labor se muestran tan díscolos a la hora de
participar de ese espectáculo exhibicionista y se esconden de todo aquello que
no aporte nada a su obra, apartándose de los flashes y los objetivos que con su
indiscreción pretenden mancillar su voluntad de mantenerse al margen.
Por eso es difícil encontrar
ejemplos en los que los guionistas hablen sobre sí mismos o sobre su trabajo.
Sí lo hemos visto en directores, que han manejado sus argumentos sobre las
aguas de ese subgénero cinematográfico llamado “cine dentro del cine”, con
obras maestras en la práctica totalidad de las filmografías mundiales, desde
Minelli con Cautivos del mal o Dos semanas en otra ciudad,
pasando por Truffaut y La noche americana, hasta llegar a Clint Eastwood
con Cazador blanco, corazón negro, por citar algunos ejemplos (a las que
cabrá añadir las referencias habituales en los filmes de Woody Allen). Pero es
raro encontrar a un guionista que hable de su labor, de su metodología de
trabajo, desnudando su actividad y desnudándose a sí mismo. Pero quizás
tengamos el ejemplo más claro cerca de nosotros (en el espacio y en el tiempo)
en una obra de Pedro Almodóvar que supuso un alejamiento de sus últimas
temáticas melodramáticas y volvió a dar voz predominante a unos personajes
masculinos (como ya hiciera anteriormente en Carne trémula).
Cuenta La mala educación
(2004) la historia de un director y guionista (Enrique Goded, interpretado por
Fele Martínez) que, a raíz de una crisis de creatividad, se topa con un
argumento que viene de su pasado. Observamos cuál es su metodología, estudiando
y recopilando posibles historias a través de las crónicas negras que aparecen
en los periódicos. Parece ser ésta una forma habitual de trabajar de los
guionistas que además son directores, de aquellos que habitualmente otorgamos
el título de “autores”, ya que en una (fabulosa) película de Nanni Moretti,
titulada Caro diario, también observábamos este sistema de trabajo. Por
lo tanto, hay aquí una sincera confesión por parte del director manchego: el
arte imita a la vida. Se parte de la experimentación, personal o ajena, para
contar historias que, a veces, parecen inverosímiles (cuántas veces escuchamos
aquello de “parece increíble” o “parece de película” al escuchar el relato de
un suceso real que nos resulta asombroso de asimilar como tal).
Como ya hemos dicho, aparece en
la vida de este personaje un antiguo compañero de colegio (Ignacio, encarnado
por Gael García Bernal) del que rápidamente se nos dice que fue su primer amor.
Es significativo que en la puerta por donde entra se lea el nombre de la
productora de Enrique: El Azar. La elección de este nombre pudiera dar pistas
sobre la importancia de la improvisación, de la suerte, que existe en la vida
de un autor (ya que aquí el personaje de Enrique Goded actúa como alter ego
del propio Pedro Almodóvar al fundirse en los títulos de crédito sus nombres y
profesiones). Así pudiera parecernos a la hora de ver cómo llegan a sus manos
las historias que luego se convertirán en películas: los recortes de prensa, la
llegada de parte de su pasado en forma de un antiguo compañero de colegio… Sin
embargo, poco a poco, en tanto en cuanto el relato se vaya convirtiendo en un thriller,
se verá que nada está dispuesto al azar, sino que todo estaba previsto con
anterioridad como un perverso plan.
Asistimos en primera persona a la
lectura del relato escrito por Ignacio, disponiendo del privilegio de
introducirnos en la imaginación de Enrique y ver cómo él va imaginando las
imágenes que corresponden a las palabras impresas. Podríamos decir que éste es
un gesto de deformación profesional de cada director que lee un guión, ya que
para comprobar su factible transposición en imágenes tiene que imaginarlas
según las lee o según las escribe. Y por eso los actores y las páginas del
relato se funde en la misma imagen, ya que según avanza la lectura los
personajes van tomando corporeidad, se van dibujando físicamente ante los ojos
del lector/ guionista/ director.
Hay en esas páginas todo un
despliegue de referencias que reconoce como su propio pasado. Así, el director conoce
esos lugares, esos personajes, ya sabe de su apariencia, de su disposición
dentro del paisaje. Pero es en éste donde se cuelan de manera implícita
referencias que denuncian sus miedos e inquietudes: en las paredes del antiguo
cine Olimpo aparecen carteles rasgados, y debajo de esas rasgaduras aparecen
otros carteles más antiguos. Se muestra de esta manera cómo aflora el pasado a
través de esas heridas, y lo hace de manera dolorosa, dramática, dando de esta
manera verdadero significado al diseño de los títulos de crédito del principio
de la película [1].
El relato de Ignacio se convierte
en el resurgimiento violento de un pasado mancillado, donde la inocencia de un
niño es quebrantada por la sexualidad enfermiza de un cura (el padre Manolo,
con una soberbia actuación de Daniel Giménez Cacho), que no se puede reprimir
ante el encanto de la “voz blanca” del muchacho. Se nos muestra el momento en
el que aquel niño fue marcado de por vida: en un paisaje bucólico campestre
canta con su dulce voz una versión castellanizada de Moonriver, en la
que, por cierto, se habla de unas “aguas turbias” [2] como referencia a
esa sexualidad depravada del cura, quien en un arrebato de excitación no se
puede contener e intenta aprovecharse del muchacho, de cuya frente mana una
gota de sangre que divide la pantalla. Detrás de esta herida abierta que rasga
la máscara de la inocencia veremos como asoma el rostro desencajado del padre
Manolo, quien, mientras lee el relato de lo sucedido aquella tarde, se da
cuenta de las consecuencias de sus hechos, del dolor que causó debido a sus
pasiones incontenibles, deformando a partir de aquel momento la pureza, robando
la infancia. Un primer paso, pues posteriormente, mientras el niño Ignacio le
desviste en la sacristía (en una liturgia con claras reminiscencias eróticas)
consuma su pecado, siendo narrado por el muchacho con la pasmosa naturalidad de
aquel que ya ha sido mancillado, del que ya ha perdido la candidez.
Pero Almodóvar nos muestra su
gran jugada posteriormente, cuando se constata la representación y asistimos al
rodaje del relato de Ignacio, donde la presencia física de los actores es la
misma que las apariciones mientras se nos narraba la historia a través de la
imaginación del director/ guionista protagonista de la película. Es, por tanto,
una manifestación más que nos hace incidir en el trabajo de un autor
cinematográfico, que pone en imágenes aquello que su mente anteriormente ha
creado de la misma manera que lo imaginó. La redondez de esta escena culmina
con la presencia del verdadero padre Manolo, que ahora se hace llamar señor
Berenguer (Lluis Homar), produciéndose un juego de espejos donde un personaje
“real” presencia la representación de una escena a la que él mismo asistió como
protagonista y que ahora ve como una puesta en escena, una mascarada, una
teatralización con sus convencionalismos (dramatismo, efectismo…), surgiendo
también para él un pasado violento, traumático, esta vez por la herida que abre
el cinematógrafo, una herida repleta de luz y, por lo tanto, de verdad.
Es quizás a partir de aquí, en su
parte final, que el relato pierde cierto interés. La confesión de Berenguer/
antiguo padre Manolo desemboca en la constatación de ciertas sospechas de
Enrique sobre las falsedades de quien él creía que era su amigo de la infancia.
Los rótulos finales, con las explicaciones del destino de cada personaje,
podrían resultar información dada sin venir a cuento, sin aportar nada al resto
del relato, anacronismos con falta de sentido más bien sacados de esas
películas de la Semana de Cine Negro que vemos que van a ver los cómplices del
asesinato: Perdición, La bestia humana…, dándonos a entender
nuevamente que el arte sigue imitando a la vida… y viceversa.
Sin embargo, se nos dice que
Enrique Goded sigue escribiendo y dirigiendo con la misma “pasión”, y es esta
palabra la que nos despide, la que llena la pantalla, destacándose, cobrando
todo su sentido si tenemos en cuenta que es el personaje interpretado por Fele
Martínez el que transporta a la pantalla todas las “pasiones” de creador del
propio Almodóvar y que la productora de éste se llama, precisamente, El Deseo.
Son, por lo tanto, estos términos los que dominan en la filmografía de nuestro
manchego universal, los que hacen actuar a sus personajes. Incluso a él mismo,
podríamos deducir. Es una apuesta por una forma de entender la vida que se
gestó en sus orígenes cinematográficos, precisamente en esos años ochenta en
los que está ambientada la película. Es una revisión de sí mismo, un catar su
estado de ánimo y de salud creativa, a través de una herida abierta
voluntariamente en sí mismo, por la que sangra su pasado, con el que salda
cuentas pendientes con aquellos que le “maleducaron”, con aquellos que
quisieron contener una pasión que finalmente, para regocijo de todos nosotros,
terminó por aflorar.
(artículo aparecido en el nº. 140 de Versión Original —julio-agosto de 2006— dedicado a "Guionistas")
[1]
Que, por cierto, parecen sacados de la hitchcockiana Psicosis, dando a
este filme una dimensión más traumática si cabe en cuanto a la aparición de un
pasado punzante
[2]
En contraposición a las “aguas claras” de la piscina del chalet de Enrique
Goded, donde se pone de manifiesto (a través de la puesta en escena, con detalles
tanto en las imágenes como en la partitura) cómo éste comienza a sospechar de
la impostura del que se dice llamar Ignacio.
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