A la hora de abordar científicamente el adulterio, desde el punto de
vista de la antropología se relacionaría inmediatamente en el hombre con la
promiscuidad y la necesidad imperiosa de transmitir la mayor cantidad de genes.
El hombre está más relacionado con lo cuantitativo, es decir, con la gran
cantidad de elementos que transmiten material genético: los espermatozoides. En
realidad, cada espermatozoide es potencialmente una copia o clon de uno mismo,
por lo que la supervivencia del individuo se encuentra en la mayor cantidad de
esos “mini-yo” que pueda repartir. Por el contrario, la mujer se aproxima sin
duda a lo cualitativo, ya que ella posee un solo elemento capaz de ser
reproducido: el óvulo. Tiene que ser más selectiva que el hombre, cuidando que
el material genético que acepte sea el mejor del que pueda disponer.
Otra explicación a la diferencia de comportamiento sexual entre ambos
sexos se encuentra en la diametralmente opuesta distribución orgánica de
hombres y mujeres, ya que mientras los hombres tienen sus órganos de
reproducción fuera del cuerpo (es decir, sexualmente extrovertidos), las
mujeres los contienen en su interior (lo que debería vincular a un
comportamiento sexual introvertido).
Sin embargo, estas dos explicaciones sólo pueden desarrollar
parcialmente lo que se ha considerado erróneamente como un comportamiento
sexual natural, tradicional. Hay otros muchos factores, como el histórico
machismo, la misoginia generalizada, etc. que, sobre todo, no darían
explicación a comportamientos sexuales femeninos equiparables a los de los
hombres. De hecho, históricamente se ha considerado incomprensible el adulterio
femenino, castigándose con una mayor virulencia (¿se ha perseguido acaso el
masculino?), fundamentalmente en las sociedades dominadas por los tres grandes
monoteísmos (al margen quedaría el caso del continente africano,
tradicionalmente ligado al matriarcado, con un enorme peso sociopolítico de la
mujer). Concretamente, hasta bien entrado el siglo XX, en Europa las
mujeres han sufrido una marginación desproporcionada a la hora de poder
desarrollarse sexualmente en libertad. Una mujer pasaba de la tutela del padre
a la del marido, siendo continuada esta prisión proteccionista por sus propios
hermanos o incluso sus cuñados, no llegando jamás a gozar de una autonomía
plena si no era con el rechazo y el repudio generalizados.
En Dies Irae (Vedrens Dag, 1943), el realizador danés
Carl Theodor Dreyer nos muestra la historia de amor imposible de una mujer, que
se desarrolla en una época de intolerancia hacia todo aquello ajeno a la
doctrina dominante. Para empezar, habría que recalcar el hecho que la película
está realizada en plena Segunda Guerra Mundial y, por consiguiente, en un país
invadido por el ejército alemán del III Reich, por lo que en este relato
existen unas connotaciones políticas implícitas: temor, amenaza, delación y
represalia se inscriben en esta cinta, lo que le otorga un ambiente muy shakespeareano.
La acción nos sitúa en el año 1623. Es una época oscura, donde una
religión de corte intolerante (las luchas de religión propiciaron posturas intransigentes
aquí y allí) extiende su sombra sobre todos y cada uno de los individuos de su
sociedad. Este elemento está presente en el tono de los títulos de crédito: una
música tenebrosa, la sombra de una cruz de fondo y las páginas de un libro de
canto, donde se nos explica (en la letra del cántico y en los piadosos grabados
aún medievales que lo ilustran) el advenimiento del “día de la ira”, el
Apocalipsis, el Juicio Final, donde todos y cada uno de nosotros tendremos que
responder de nuestros actos ante el Señor, implacable juez supremo.
La película orbita fundamentalmente en torno a cuatro personajes que
forman un núcleo familiar “atípico”: el pastor protestante Absalon, su joven
esposa Anne, su madre Marete y el hijo de su primer matrimonio Martin. También
aparecen otros dos personajes que adquieren relativa importancia en el relato,
no por sus presencias, sino significativamente por sus ausencias: Marte, una
anciana condenada a morir en la hoguera acusada de practicar la brujería, y la
propia madre de Anne, cuyo nombre se desconoce, y que está presente
elípticamente, como un fantasma, pululando sobre todos los personajes como una
amenaza que no se debe nombrar, ya que en su recuerdo también permanece la
acusación de hechicería. De hecho, la causa de que Anne sea la esposa de
Absalon es precisamente el gran poder que éste tiene (es el presidente de los
jurados que condenan por herejía) y el hecho de que se cruzara en su camino el
caso de la madre de Anne, a la que entrega como ofrenda para calmar las iras
del gran inquisidor. Toda esta información sobre su madre es desconocida en un
principio por la propia Anne, quien durante el transcurso del film realizará un
itinerario de recuperación de identidad a través de la memoria inducida, sobre
todo a partir de la condena y posterior ejecución de la supuesta bruja Marte,
ya que ésta pide a Absalon la misma medida de gracia que obtuvo la madre de
Anne. Sin embargo, al no tener nada que ofrecer como aquélla (carece de hijas),
el pastor decide asegurarse su silencio mandándola a la hoguera, por lo que
momentos antes de ser ejecutada la anciana maldice a Laurentius (su
torturador), a Absalon y a su joven esposa Anne, lo que condiciona en los
personajes esa idea de destino inducido, concepto éste presente en todos los
personajes, que acaban siendo víctimas del fuerte sentido determinista del
conjunto de la sociedad.
Como decíamos en el prólogo, las circunstancias en la creación del film
(invasión nazi de Dinamarca) marca la auténtica dimensión en cuanto a la
comparación de ambas épocas, ya que la acción se desarrolla durante la Guerra
de los 30 años. De hecho, es la llegada de Martin desde el extranjero con todo
lo que allí ha podido conocer lo que precipita los acontecimientos (es aludido
que llega en barco, por lo que las influencias que ha recibido de otras
sociedades más abiertas entran en la comunidad de su mano). Inmediatamente Anne
se siente atraída por su hijastro, incluso llegándole a confesar que su
presencia no le es del todo ajena, ya que tiene la sensación de haberle visto
en sus sueños, una cualidad propia de las brujas, de lo sobrenatural, por lo
que se comienza a constatar el carácter de destino hereditario. Pero es en el
momento de ser oficialmente presentados por Absalon cuando se produce un cruce
de relaciones de lo más curioso: la composición del fotograma pasa de
Martin-Absalon-Anne a Absalon-Anne–Martin, por lo que el hijo pasa de estar
detrás de su padre a estar detrás de su nueva madre; Anne pasa a estar fuera de
ese núcleo familiar a estar en medio del trío; pasamos de que padre e hijo
estén ante la nueva inquilina a que la joven pareja se muestre al anciano. Y
así un buen número de combinaciones en las que los tres personajes escenifican
un cambio de roles a partir de un eje axial central [1]. A partir de
aquí las pulsiones de los dos jóvenes se desatarán, su pasión irá in crescendo
a medida que pase el tiempo, pero será Martin el primero en observar la
inmoralidad de su comportamiento y la traición que ambos están ejerciendo sobre
su padre (ya que sus lazos sentimentales como hijo son más fuertes que los de
ella como forzosa esposa), apareciendo en escena ese sentimiento de culpa, de
juicio, de dies irae que todo lo impregna, al que nadie puede escapar.
Un aspecto curioso dentro de la narración es aquel que hace referencia
a la gran cantidad de términos relativos, más aún teniendo en cuenta que la
acción transcurre en un periodo histórico que precisamente se definía por su
absolutismo, por su hermetismo ideológico. Nos referimos a momentos como, por
ejemplo, en los que se habla de los ojos de Anne. Para Marete, su suegra,
“arden como los de su madre” (ya que para ella Anne representa una influencia
perversa en su hijo, una amenaza permanente), mientras que para Absalon son “maravillosos,
inocentes, limpios y claros, como los ojos de un niño” (ya que de momento es
ajeno a la conjura que se cierne en torno a él), y para Martin son “profundos y
enigmáticos, con una llama en su fondo que brilla y tiembla” (ya que no ve a su
madre, sino a una atractiva joven de su edad). O, por ejemplo, en el momento en
que Anne realiza una labor en un pequeño telar, donde reproduce una figura de
mujer. En el original también se incluye un niño que camina de su mano. Absalon
mira el original, pensando en que Anne ve a Martin como él lo ve, es decir,
como a un niño, mientras que nosotros sabemos por lo que ya está tejido que hay
en el interior de Anne la necesidad de tener por sí misma un hijo, y que al no
poder obtenerlo de su marido (viejo, decrépito) lo intentará conseguir de manos
de su hijastro Martin (un ser que deviene genéticamente de su marido, con sus
mismas características físicas, pero más joven y vigoroso). O aquella
conversación en la barca sobre el árbol que se inclina en el agua, observando
la pesadumbre ideológica de Martin y el desparpajo romántico de Anne.
El mismo objeto adquiere, pues, un significado diferente según quien lo
mire (y el color del cristal por el que se haga, por tanto). Esta peculiaridad
se puede hacer extensible a toda la narración, por lo que conceptos como el de
“bruja” también pueden adquirir esa relatividad. De hecho sólo baste comparar
dos personajes como Marte y Marete, no sólo por la coincidencia casi idéntica
de sus nombres, sino también porque Marete deviene en ser una “bruja doméstica”
[2], en madre sobreprotectora, con su enorme influencia sobre las
decisiones de su hijo y una significativa cualidad para intuir lo que a su
alrededor pasa (como cuando Anne lee el pasaje bíblico del manzano en alusión a
su romance con Martin). De hecho ambas mujeres se relacionan fílmicamente, ya
que mientras Marte sale por la portezuela de los cerdos escapando de sus
perseguidores, Marete atraviesa una puerta entrando en el comedor de su casa,
uniéndolas formalmente Dreyer mediante un fundido encadenado.
Pero sin duda lo que más sorprende es la gran cantidad de elementos
referenciales al mundo céltico que brotan a lo largo de todo el relato. Para
empezar, Marte aparece en la primera escena de la película recetando a una
clienta una pócima a base de hierbas naturales, por lo que suponemos que su
condición de practicante de magia negra para los poderes político y religioso [3]
está en relación con el paganismo que deviene en esos ritos, y no por sus
consecuencias funestas per se. Pero la mayor cantidad de referencias a ese
mundo ancestral están en la presencia de los cuatro elementos de la naturaleza,
a saber, agua, aire, tierra y fuego [4], convergiendo de forma
simultánea en el personaje protagonista de Anne [5].
Hacia el final, el destino se revela en toda su crueldad,
convirtiéndose en el concepto de lo implacable, de lo indefectible. Así,
ante la muerte de Absalon, Martin toma el papel de su padre, transformándose
para Anne de amante a inquisidor [6]. Durante el funeral, Martin realiza
un viaje de regreso a su lugar de origen, pasando de estar al lado de su amada
al de su abuela [7]. El abandono de Anne a una defensa significa la
victoria de un sistema represor que no admite la diferencia como un factor
enriquecedor, sino la moralidad fanática como un elemento de autosuficiencia.
Por eso el último plano tiene ese pesaroso significado: la cruz de brazos
abiertos se cierra, convirtiéndose en el símbolo del férreo luteranismo. Esos
brazos que antes invitaban a la libertad, a superar incluso el marco del
fotograma, a trascender en la realidad, en la vida, se anulan, se abortan a
través de un sistema intolerante incapaz de distinguir la verdadera dimensión
de conceptos como el amor o la familia. Estos retrógrados valores siguen aún
presentes en algunos sectores de nuestra sociedad, por lo que Dreyer nos hace
pensar si acaso existen tantas diferencias como nos creemos entre ambas época y
sociedades.
[1] Este eje
está marcado por el cancionero de Martin, en el que Absalon lee “El canto de la
virgen en el manzano”, tema este del manzano recurrente durante toda la
película, funcionando para los amantes como clave secreta de su clandestino
romance, símbolo del deseo y del pecado: como Dios prohibió comer del fruto del
manzano, el árbol de la sabiduría, y Eva fue quien primero cayó en la
tentación, de igual manera la sociedad impone restricciones a las relaciones
incestuosas, y es Anne la que arrastra a Martin a un comportamiento que está en
contra de su tradición moral.
[2] Término
que aplica con gran acierto José Andrés Dulce en su libro Dreyer (Nickel
Odeon, Madrid, 2000).
[3] Ambos
poderes muy imbricados, prácticamente indisolubles en la época, constatable en
el filme por el hecho de que a Marte se la torture e interrogue por los
inquisidores en los sótanos del ayuntamiento.
[4] Estos
cuatro elementos están presentes en ritos y celebraciones que incluso han
llegado hasta nuestros días, como la Noche de San Juan (no olvidar que se
celebra la noche más corta, la mayor cantidad de horas de luz, con lo que ello
supone de vencimiento de las tinieblas y de beneficios para la agricultura, ya
que se aproxima el tiempo de la cosecha, de la prosperidad: de ahí la tradición
de quemar muebles viejos cerca de arroyos, ríos, lagos o el mar, con todo el
sentido purificador que conlleva el fuego) o las Marzas (que coincide con el
fin de año mediterráneo prerromano –por eso febrero tiene veintiocho días y se
le aplica el desfase de horas cada cuatro años-, donde se quemaban las primeras
flores en congregaciones circulares, simbolizando el ciclo que a la vez se abre
y se cierra –sólo referirnos a las connotaciones mágicas de estas formas
geométricas en monumentos como Stonehenge-).
[5] Lo que
la hace aparecer como claro precedente de Karin (Ingrid Bergman), el personaje
protagonista del drama psicológico de Roberto Rossellini Stromboli (1950),
según algunos “la historia de una pecadora tocada por la gracia”, en la que la
participación de estos cuatro elementos naturales es, si cabe, más explícita.
[6] Esto
tiene toda su lógica, ya que, como dijimos en la introducción, todo está
impregnado de un ambiente shakespeareano, la acción transcurre siete
años después de la muerte del dramaturgo inglés y éste fue el autor de una de
las más famosas adaptaciones del mito de Edipo: Hamlet, príncipe de… Dinamarca.
Martin también contiene los elementos universales de este personaje: se enamora
de su madre y propicia la muerte de su padre.
[7]
Recordemos: la bruja no declarada, no oficial, que acaba privando mediante el
hechizo de sus palabras a Anne de Martin, su amor, como Anne privó a Marete del
suyo, su hijo Absalon. Podemos entender que lo que se representa es el duelo
entre dos mujeres, ambas bajo sospecha de brujería, celosas cada una de su
territorio, de su esfera de influencia, y cómo la veterana acaba triunfando
sobre la joven novata, volviendo a quedarse sola ante unas personas con las que
ya no tiene nada en común. Ambos personajes, Anne y Martin, desandan el camino
que realizaron en el momento en que Absalon los presentó, siendo ahora el eje
axial de la acción su propio cadáver. También se podrían entender estos ejes
como espejos que separan universos opuestos, enlazando transversalmente estos
personajes con la Alicia de A través del espejo.
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