miércoles, 15 de mayo de 2013

AMOR DE MADRE


A la hora de abordar científicamente el adulterio, desde el punto de vista de la antropología se relacionaría inmediatamente en el hombre con la promiscuidad y la necesidad imperiosa de transmitir la mayor cantidad de genes. El hombre está más relacionado con lo cuantitativo, es decir, con la gran cantidad de elementos que transmiten material genético: los espermatozoides. En realidad, cada espermatozoide es potencialmente una copia o clon de uno mismo, por lo que la supervivencia del individuo se encuentra en la mayor cantidad de esos “mini-yo” que pueda repartir. Por el contrario, la mujer se aproxima sin duda a lo cualitativo, ya que ella posee un solo elemento capaz de ser reproducido: el óvulo. Tiene que ser más selectiva que el hombre, cuidando que el material genético que acepte sea el mejor del que pueda disponer.

Otra explicación a la diferencia de comportamiento sexual entre ambos sexos se encuentra en la diametralmente opuesta distribución orgánica de hombres y mujeres, ya que mientras los hombres tienen sus órganos de reproducción fuera del cuerpo (es decir, sexualmente extrovertidos), las mujeres los contienen en su interior (lo que debería vincular a un comportamiento sexual introvertido).

Sin embargo, estas dos explicaciones sólo pueden desarrollar  parcialmente lo que se ha considerado erróneamente como un comportamiento sexual natural, tradicional. Hay otros muchos factores, como el histórico machismo, la misoginia generalizada, etc. que, sobre todo, no darían explicación a comportamientos sexuales femeninos equiparables a los de los hombres. De hecho, históricamente se ha considerado incomprensible el adulterio femenino, castigándose con una mayor virulencia (¿se ha perseguido acaso el masculino?), fundamentalmente en las sociedades dominadas por los tres grandes monoteísmos (al margen quedaría el caso del continente africano, tradicionalmente ligado al matriarcado, con un enorme peso sociopolítico de la mujer). Concretamente, hasta bien entrado el siglo XX, en Europa las mujeres han sufrido una marginación desproporcionada a la hora de poder desarrollarse sexualmente en libertad. Una mujer pasaba de la tutela del padre a la del marido, siendo continuada esta prisión proteccionista por sus propios hermanos o incluso sus cuñados, no llegando jamás a gozar de una autonomía plena si no era con el rechazo y el repudio generalizados.


En Dies Irae (Vedrens Dag, 1943), el realizador danés Carl Theodor Dreyer nos muestra la historia de amor imposible de una mujer, que se desarrolla en una época de intolerancia hacia todo aquello ajeno a la doctrina dominante. Para empezar, habría que recalcar el hecho que la película está realizada en plena Segunda Guerra Mundial y, por consiguiente, en un país invadido por el ejército alemán del III Reich, por lo que en este relato existen unas connotaciones políticas implícitas: temor, amenaza, delación y represalia se inscriben en esta cinta, lo que le otorga un ambiente muy shakespeareano.

La acción nos sitúa en el año 1623. Es una época oscura, donde una religión de corte intolerante (las luchas de religión propiciaron posturas intransigentes aquí y allí) extiende su sombra sobre todos y cada uno de los individuos de su sociedad. Este elemento está presente en el tono de los títulos de crédito: una música tenebrosa, la sombra de una cruz de fondo y las páginas de un libro de canto, donde se nos explica (en la letra del cántico y en los piadosos grabados aún medievales que lo ilustran) el advenimiento del “día de la ira”, el Apocalipsis, el Juicio Final, donde todos y cada uno de nosotros tendremos que responder de nuestros actos ante el Señor, implacable juez supremo.


La película orbita fundamentalmente en torno a cuatro personajes que forman un núcleo familiar “atípico”: el pastor protestante Absalon, su joven esposa Anne, su madre Marete y el hijo de su primer matrimonio Martin. También aparecen otros dos personajes que adquieren relativa importancia en el relato, no por sus presencias, sino significativamente por sus ausencias: Marte, una anciana condenada a morir en la hoguera acusada de practicar la brujería, y la propia madre de Anne, cuyo nombre se desconoce, y que está presente elípticamente, como un fantasma, pululando sobre todos los personajes como una amenaza que no se debe nombrar, ya que en su recuerdo también permanece la acusación de hechicería. De hecho, la causa de que Anne sea la esposa de Absalon es precisamente el gran poder que éste tiene (es el presidente de los jurados que condenan por herejía) y el hecho de que se cruzara en su camino el caso de la madre de Anne, a la que entrega como ofrenda para calmar las iras del gran inquisidor. Toda esta información sobre su madre es desconocida en un principio por la propia Anne, quien durante el transcurso del film realizará un itinerario de recuperación de identidad a través de la memoria inducida, sobre todo a partir de la condena y posterior ejecución de la supuesta bruja Marte, ya que ésta pide a Absalon la misma medida de gracia que obtuvo la madre de Anne. Sin embargo, al no tener nada que ofrecer como aquélla (carece de hijas), el pastor decide asegurarse su silencio mandándola a la hoguera, por lo que momentos antes de ser ejecutada la anciana maldice a Laurentius (su torturador), a Absalon y a su joven esposa Anne, lo que condiciona en los personajes esa idea de destino inducido, concepto éste presente en todos los personajes, que acaban siendo víctimas del fuerte sentido determinista del conjunto de la sociedad.

Como decíamos en el prólogo, las circunstancias en la creación del film (invasión nazi de Dinamarca) marca la auténtica dimensión en cuanto a la comparación de ambas épocas, ya que la acción se desarrolla durante la Guerra de los 30 años. De hecho, es la llegada de Martin desde el extranjero con todo lo que allí ha podido conocer lo que precipita los acontecimientos (es aludido que llega en barco, por lo que las influencias que ha recibido de otras sociedades más abiertas entran en la comunidad de su mano). Inmediatamente Anne se siente atraída por su hijastro, incluso llegándole a confesar que su presencia no le es del todo ajena, ya que tiene la sensación de haberle visto en sus sueños, una cualidad propia de las brujas, de lo sobrenatural, por lo que se comienza a constatar el carácter de destino hereditario. Pero es en el momento de ser oficialmente presentados por Absalon cuando se produce un cruce de relaciones de lo más curioso: la composición del fotograma pasa de Martin-Absalon-Anne a Absalon-Anne–Martin, por lo que el hijo pasa de estar detrás de su padre a estar detrás de su nueva madre; Anne pasa a estar fuera de ese núcleo familiar a estar en medio del trío; pasamos de que padre e hijo estén ante la nueva inquilina a que la joven pareja se muestre al anciano. Y así un buen número de combinaciones en las que los tres personajes escenifican un cambio de roles a partir de un eje axial central [1]. A partir de aquí las pulsiones de los dos jóvenes se desatarán, su pasión irá in crescendo a medida que pase el tiempo, pero será Martin el primero en observar la inmoralidad de su comportamiento y la traición que ambos están ejerciendo sobre su padre (ya que sus lazos sentimentales como hijo son más fuertes que los de ella como forzosa esposa), apareciendo en escena ese sentimiento de culpa, de juicio, de dies irae que todo lo impregna, al que nadie puede escapar.


Un aspecto curioso dentro de la narración es aquel que hace referencia a la gran cantidad de términos relativos, más aún teniendo en cuenta que la acción transcurre en un periodo histórico que precisamente se definía por su absolutismo, por su hermetismo ideológico. Nos referimos a momentos como, por ejemplo, en los que se habla de los ojos de Anne. Para Marete, su suegra, “arden como los de su madre” (ya que para ella Anne representa una influencia perversa en su hijo, una amenaza permanente), mientras que para Absalon son “maravillosos, inocentes, limpios y claros, como los ojos de un niño” (ya que de momento es ajeno a la conjura que se cierne en torno a él), y para Martin son “profundos y enigmáticos, con una llama en su fondo que brilla y tiembla” (ya que no ve a su madre, sino a una atractiva joven de su edad). O, por ejemplo, en el momento en que Anne realiza una labor en un pequeño telar, donde reproduce una figura de mujer. En el original también se incluye un niño que camina de su mano. Absalon mira el original, pensando en que Anne ve a Martin como él lo ve, es decir, como a un niño, mientras que nosotros sabemos por lo que ya está tejido que hay en el interior de Anne la necesidad de tener por sí misma un hijo, y que al no poder obtenerlo de su marido (viejo, decrépito) lo intentará conseguir de manos de su hijastro Martin (un ser que deviene genéticamente de su marido, con sus mismas características físicas, pero más joven y vigoroso). O aquella conversación en la barca sobre el árbol que se inclina en el agua, observando la pesadumbre ideológica de Martin y el desparpajo romántico de Anne.

El mismo objeto adquiere, pues, un significado diferente según quien lo mire (y el color del cristal por el que se haga, por tanto). Esta peculiaridad se puede hacer extensible a toda la narración, por lo que conceptos como el de “bruja” también pueden adquirir esa relatividad. De hecho sólo baste comparar dos personajes como Marte y Marete, no sólo por la coincidencia casi idéntica de sus nombres, sino también porque Marete deviene en ser una “bruja doméstica” [2], en madre sobreprotectora, con su enorme influencia sobre las decisiones de su hijo y una significativa cualidad para intuir lo que a su alrededor pasa (como cuando Anne lee el pasaje bíblico del manzano en alusión a su romance con Martin). De hecho ambas mujeres se relacionan fílmicamente, ya que mientras Marte sale por la portezuela de los cerdos escapando de sus perseguidores, Marete atraviesa una puerta entrando en el comedor de su casa, uniéndolas formalmente Dreyer mediante un fundido encadenado.


Pero sin duda lo que más sorprende es la gran cantidad de elementos referenciales al mundo céltico que brotan a lo largo de todo el relato. Para empezar, Marte aparece en la primera escena de la película recetando a una clienta una pócima a base de hierbas naturales, por lo que suponemos que su condición de practicante de magia negra para los poderes político y religioso [3] está en relación con el paganismo  que deviene en esos ritos, y no por sus consecuencias funestas per se. Pero la mayor cantidad de referencias a ese mundo ancestral están en la presencia de los cuatro elementos de la naturaleza, a saber, agua, aire, tierra y fuego [4], convergiendo de forma simultánea en el personaje protagonista de Anne [5].

Hacia el final, el destino se revela en toda su crueldad, convirtiéndose en el  concepto de lo implacable, de lo indefectible. Así, ante la muerte de Absalon, Martin toma el papel de su padre, transformándose para Anne de amante a inquisidor [6]. Durante el funeral, Martin realiza un viaje de regreso a su lugar de origen, pasando de estar al lado de su amada al de su abuela [7]. El abandono de Anne a una defensa significa la victoria de un sistema represor que no admite la diferencia como un factor enriquecedor, sino la moralidad fanática como un elemento de autosuficiencia. Por eso el último plano tiene ese pesaroso significado: la cruz de brazos abiertos se cierra, convirtiéndose en el símbolo del férreo luteranismo. Esos brazos que antes invitaban a la libertad, a superar incluso el marco del fotograma, a trascender en la realidad, en la vida, se anulan, se abortan a través de un sistema intolerante incapaz de distinguir la verdadera dimensión de conceptos como el amor o la familia. Estos retrógrados valores siguen aún presentes en algunos sectores de nuestra sociedad, por lo que Dreyer nos hace pensar si acaso existen tantas diferencias como nos creemos entre ambas época y sociedades.



[1] Este eje está marcado por el cancionero de Martin, en el que Absalon lee “El canto de la virgen en el manzano”, tema este del manzano recurrente durante toda la película, funcionando para los amantes como clave secreta de su clandestino romance, símbolo del deseo y del pecado: como Dios prohibió comer del fruto del manzano, el árbol de la sabiduría, y Eva fue quien primero cayó en la tentación, de igual manera la sociedad impone restricciones a las relaciones incestuosas, y es Anne la que arrastra a Martin a un comportamiento que está en contra de su tradición moral.

[2] Término que aplica con gran acierto José Andrés Dulce en su libro Dreyer (Nickel Odeon, Madrid, 2000).

[3] Ambos poderes muy imbricados, prácticamente indisolubles en la época, constatable en el filme por el hecho de que a Marte se la torture e interrogue por los inquisidores en los sótanos del ayuntamiento.

[4] Estos cuatro elementos están presentes en ritos y celebraciones que incluso han llegado hasta nuestros días, como la Noche de San Juan (no olvidar que se celebra la noche más corta, la mayor cantidad de horas de luz, con lo que ello supone de vencimiento de las tinieblas y de beneficios para la agricultura, ya que se aproxima el tiempo de la cosecha, de la prosperidad: de ahí la tradición de quemar muebles viejos cerca de arroyos, ríos, lagos o el mar, con todo el sentido purificador que conlleva el fuego) o las Marzas (que coincide con el fin de año mediterráneo prerromano –por eso febrero tiene veintiocho días y se le aplica el desfase de horas cada cuatro años-, donde se quemaban las primeras flores en congregaciones circulares, simbolizando el ciclo que a la vez se abre y se cierra –sólo referirnos a las connotaciones mágicas de estas formas geométricas en monumentos como Stonehenge-). 

[5] Lo que la hace aparecer como claro precedente de Karin (Ingrid Bergman), el personaje protagonista del drama psicológico de Roberto Rossellini Stromboli (1950), según algunos “la historia de una pecadora tocada por la gracia”, en la que la participación de estos cuatro elementos naturales es, si cabe, más explícita.

[6] Esto tiene toda su lógica, ya que, como dijimos en la introducción, todo está impregnado de un ambiente shakespeareano, la acción transcurre siete años después de la muerte del dramaturgo inglés y éste fue el autor de una de las más famosas adaptaciones del mito de Edipo: Hamlet, príncipe de… Dinamarca. Martin también contiene los elementos universales de este personaje: se enamora de su madre y propicia la muerte de su padre.

[7] Recordemos: la bruja no declarada, no oficial, que acaba privando mediante el hechizo de sus palabras a Anne de Martin, su amor, como Anne privó a Marete del suyo, su hijo Absalon. Podemos entender que lo que se representa es el duelo entre dos mujeres, ambas bajo sospecha de brujería, celosas cada una de su territorio, de su esfera de influencia, y cómo la veterana acaba triunfando sobre la joven novata, volviendo a quedarse sola ante unas personas con las que ya no tiene nada en común. Ambos personajes, Anne y Martin, desandan el camino que realizaron en el momento en que Absalon los presentó, siendo ahora el eje axial de la acción su propio cadáver. También se podrían entender estos ejes como espejos que separan universos opuestos, enlazando transversalmente estos personajes con la Alicia de A través del espejo.

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