Cuando para cada uno de nosotros
comienza un nuevo día no tenemos ni idea de qué nos puede deparar la aventura
de la vida. Cada vez con más frecuencia nos asalta esa sensación de monotonía y
repetición que, como al Phil (Bill Murray) de Atrapado en el tiempo (Groundhog
Day, Harold Ramis, 1993), nos exaspera en su rutina. Y también con mayor
asiduidad decidimos que un poco de emoción, mucho mejor si coqueteamos
ligeramente con la muerte, le puede venir de perlas a nuestra aburrida
existencia. Sólo así se explica que haya un mayor número de personas que
recurran a las emociones extremas en forma de deportes de riesgo, pues son demasiadas
las ocasiones en las que para sentirnos vivos nos vemos empujados a flirtear
con nuestra integridad física, ya sea escalando una montaña o corriendo delante
de morlacos de media tonelada por las empedradas calles de Pamplona. Las
elecciones nos permiten comprender la importancia de nuestra libertad.
Al principio de 127 horas
(127 hours, Danny Boyle, 2010) nos damos cuenta de la trascendencia que
en nuestras vidas tienen las elecciones que a cada momento debemos tomar. Pero,
sobre todo, lo que nos hacen ver esas primeras imágenes es la frivolidad con la
cual abordamos nuestra situación en este mundo, en esta vida: el simple gesto
de cerrar bien un grifo nos ahorraría desabastecimiento en época de sequía, una
sencilla banqueta nos haría encontrar esa la navaja suiza diseñada y fabricada
para un fin concreto, una rápida llamada telefónica nos evitaría tener que
padecer los infiernos de la soledad al separarnos del corazón de nuestra
sociedad… Elecciones rápidas, tomadas a la ligera, de las cuales no podemos
atisbar las consecuencias que de ellas devendrán.
La grandeza de una película como
ésta no está en el despliegue visual basado en los molestos mil y un recursos
con los que su director nos cuenta la historia, ni en la genial interpretación
de ese actor de ojos de porrero empedernido llamado James Franco —su estancia
en la grieta podría tomarse tanto como un mal colocón o como un espectacular
síndrome de abstinencia—. Lo más importante de esta obra es que, partiendo de
una historia real, nos ofrece un ejemplo tremendamente alegórico sobre aquellas
elecciones que debemos tomar en la vida. Y no sólo me refiero a las decisiones.
Sinceramente, el Aron Ralston del
relato se me parece al prototípico votante socialista: joven, lleno de
vitalidad, implicado con las últimas tecnologías, aventurero… Vamos, el
paradigma del bobo. No, no me malinterpreten, puesto que éste es un
término informal que el que los sociólogos nombran al bourgeois bohemian,
es decir, un bohemio burgués, esa clase social que por selección natural
reemplazó a los odiosos yuppies de los ochenta, y que se definen por la
cualificación profesional y el éxito social, del cual no hacen gala, y que
heredaron ciertos valores contraculturales de los hippies de sus padres,
como destinos alternativos para sus vacaciones y para sus actividades de ocio.
Pues a Aron, el socialista, con
su camiseta rojo-pálido —otros vemos el rosa-fuete—, le ha caído sobre su mano
el pedrusco de tener que gestionar la crisis económica de la que él no es
responsable. Vaya por Dios. Todo le iba bien: era un triunfador, tenía la
situación bajo control, las chicas se le acercaban por su atractivo físico y
personal… y ahora debe vadear este inconveniente que, en un primer momento, le
ha dejado paralizado. “¿Cómo puede sucederme a mí esto? ¿Es que acaso me
merecía terminar así?”, parece preguntarse, en un intento de explicarse su mala
suerte. Pobre Aron, el socialista: vendiendo su solvencia por doquier,
exportando su imagen de jasp —joven, aunque sobradamente preparado,
¿recuerdan?—, confiando en su potencial… Todo eso está muy bien cuando las
cosas van sobre ruedas. Pero, ¿qué vas a hacer ahora que los imponderables de
la realidad te han golpeado con toda su furia y toda su crudeza?
Aron, el socialista, tiene alguna
libertad de movimiento con su mano izquierda. Por allí encuentra una
herramienta multiusos made in China que su mamá le regaló. Y, claro,
como todo lo que viene del gigantón asiático, vale para hacerte un apaño, pero
ante una situación extrema poco puede hacer. Él intenta con denuedo abordar el
problema desde la izquierda, pero lo endeble de las medidas, por mucho empeño
que ponga, nada puede hacer contra la monolítica dureza de la roca que le
aplasta la mano y le está impidiendo moverse con libertad. Ante el fracaso de
esta decisión se vuelve loco, desesperado en una situación de atoramiento que
amenaza con anquilosarle el brazo, lo que infectaría el resto de su cuerpo con
una gangrena que le mataría. El olor a putrefacción pronto será insoportable y
a lo mejor, cuando los demás se den cuenta de que algo huele a podrido en el
reino —de Dinamarca no, de España—, ya será demasiado tarde, pues o el
encefalograma estará plano o los daños cerebrales puede que sean irreparables.
Antes de que a alguien decida que lo mejor sea acudir al doctor Frankenstein —o
Franco-nstein, aunque casi todos preferimos a James que a Francisco— y tenga
que realizar un trasplante radical y de urgencia, Aron, el socialista, se está
cansando de esperar a que le llueva la ayuda del cielo —¿divina?, no creo,
aunque la desesperación hace extraños compañeros de viaje— y debe tomar
decisiones. O, mejor dicho, elecciones.
Lenin dijo hace casi un siglo: “Un
paso atrás, dos adelante”. Y es que para saltar más lejos primero hay que
retroceder para tomar carrerilla. ¿Qué supondrá para Aron, nuestro muchacho
socialista, enfrentarse al doloroso trance de tener que cortarse el brazo? Si
quiere conservar su vida, deberá desprenderse de una parte de sí, de aquello que
conforma desde su nacimiento —¿como votante?— su integridad. Cuando haya salido
de esa grieta tenebrosa y se presente ante nosotros sonriente con su nuevo
brazo ortopédico unos dirán que votó al PP, otros que se abstuvo y otros que,
para seguir con vida, debió desprenderse de una parte de sí para poder seguir
con el control de su libertad, mutando para adaptarse a los nuevos e incómodos
tiempos.
La traumática experiencia de 127
horas de agonía nos habrá sido mostrada en algo menos de cien minutos. Seremos
espectadores del sufrimiento y de la incertidumbre, pero siempre desde la
comodidad de una butaca o del sofá. Nadie podrá juzgar a Aron, no ya votante
socialista, sino en su dimensión de ser humano, por las decisiones que se vio
obligado a tomar. Pero no habrá duda de que todas las elecciones, sea cual sea
su resultado, nos otorgan esa libertad que tanto nos ha costado conseguir.
Aunque muchas veces tengamos la sensación de que lo único que les importa a los
políticos es que tengamos al menos una mano libre y sana para poder ir a
votar(les).
(artículo aparecido en el nº. 194
de Versión Original —junio de 2001— dedicado a "Elecciones")
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