jueves, 16 de mayo de 2013

VIVIR PARA VER


No hay ninguna duda de que el entorno que rodea al ser humano es eminentemente visual. Otras especies animales tienen una percepción muy diferente del mundo en el que se desenvuelven, debido fundamentalmente a sus necesidades, lo cual genera que otros sentidos estén más desarrollados en ellos. Pero la humanidad está indefectiblemente ligada a la imagen. Desde la ventaja de nuestra altura, un privilegio que adquirimos al convertirnos en seres bípedos, oteamos todo aquello que nos rodea, y convertimos aquellos datos que nuestros ojos envían al cerebro en nuestra principal fuente de información sobre la realidad, transformando nuestra mirada en verosimilitud.

Pero, ¿podemos desarrollar nuestra vida más allá de la mirada, de lo que nuestros ojos nos muestran? Es evidente que en nuestra sociedad carecer de visión no es, afortunadamente, un impedimento como el que podía suponer en el pasado, donde una persona ciega se equiparaba a un individuo inútil. Hoy en día un invidente no es una persona incapaz, no es un minusválido, desterrándose tales términos de nuestro vocabulario. Su discapacidad no es ningún impedimento para su desarrollo autónomo, contrarrestando la anulación de su visión por la potenciación de los otros sentidos, incluso yo diría que también de una forma inherente de la inteligencia (¿alguien se ha percatado de la enorme capacidad para el sarcasmo que despliega la mayoría de las personas ciegas?). Puede entonces que la mirada a veces nos embobe, absorbiendo nuestra imaginación.

La mirada nos proporciona experiencia. Más concretamente experiencias. Somos testigos de acontecimientos a través de la vista, y si no asistimos en persona a un determinado suceso lo desarrollamos en nuestra imaginación, reproduciendo los hechos como si de una película se tratase. Nuestra capacidad para generar imágenes es irresistible, inevitable, porque nuestro cerebro demanda este tipo de información. Tanto es así que, cuando cerramos los ojos y nos abandonamos al sueño, nuestra mente las  sigue reproduciendo de una forma automática, denunciando con ello lo prisioneros que estamos de lo visual.


En el sueño la imaginación se desborda en imágenes. Soñamos con lo que queremos ser. A veces no nos reconocemos en nuestras involuntarias fantasías porque en nuestra consciencia tratamos de reprimir nuestro yo más auténtico. El sueño nos ayuda a reconocer nuestra propia identidad porque nadie sueña de la misma manera. Tampoco creo que los animales sueñen de la misma forma que los humanos. Ni otros seres. Philip K. Dick también se interrogó sobre el tema con una cuestión terriblemente paradójica: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968). De esta pregunta surgió una de las más incontestables obras maestras del cine: Blade Runner.


En este film la mirada es toda una declaración de principios. El inserto de un gran primer plano de un ojo al comienzo de la cinta así lo denota. Su superficie nos devuelve la imagen de una ciudad de Los Angeles sacada del mismísimo libro del Infierno de La Divina Comedia de Dante. Es el mes de Noviembre del (del cada vez menos lejano) 2019. Se nos presenta un mundo muy contaminado, no sólo en el aspecto atmosférico (la ciudad está plagada de plataformas petrolíferas y no para de llover [1]), sino además porque la endeble cultura norteamericana parece haber sido barrida por lo japonés en un claro proceso de aculturación: grandes anuncios en las fachadas de los rascacielos protagonizados por geishas, presencia abrumadora de dragones, proliferación de puestos de comida oriental, letreros de neón con grafía asiática, etc. Este ambiente oriental no es gratuito: Deckard (Harrison Ford) es un personaje retirado de su actividad como cazador de replicantes (el punto al que ha llegado la historia es explicado en una introducción previa) y es reclamado para que vuelva a una nueva misión que parece final. Es, por lo tanto, un mercenario, y su figura se podría comparar con la de un ronin, debido a su marcado carácter solitario e independiente, un perseguidor implacable que practica la autodisciplina (su código de conducta se podría comparar al bushido) [2]. La película se convierte en un mare mágnum de géneros y referencias cinematográficas: ciencia ficción, thriller,  policiaco (o noir), western o el ya citado cine de samuráis se mezclan a partes iguales para crear un clima único e insólito hasta el momento de su estreno en 1982 [3].


El metraje está lleno de referencias a la mirada, desde la acumulación de planos en los que aparecen ojos [4] hasta las repetitivas referencias a la reproducción artificial de imágenes. Deteniéndonos en este punto, podríamos distinguir en esta película dos tipos de ellas: las primeras serían las que se refieren a la monitorización en pantallas de televisión, las cuales representan la deformación de la mirada del ser humano debido a su carácter artificial, donde la vista es engañada por la verosimilitud de lo representado y el espacio se convierte en una virtualidad, una falsificación de lo real. Por ello las segundas, las fotografías que tan celosamente guardan los replicantes, se contaminan de este concepto. En esas imágenes basan su pasado en forma de recuerdos implantados que adquieren su sentido a través de la negación de su condición como producto prefabricado (replicante Rachael –Sean Young-) o del anhelo que tienen por vivir, por encontrar respuestas al hecho de su corta longevidad (el resto de los Nexus 6). Pero la película parece ir más allá, ya que para los androides que han vuelto a la Tierra no parece tener importancia nada más que aquellos momentos inmortalizados después de haber accedido al conocimiento de su propia identidad de seres manufacturados. Cuando Deckard les roba una instantánea en la que aparecen resguardados en la libertad de no sentirse observados, el policía se convierte en un voyeur, escrutando su intimidad hasta llegar a la imagen que más puede representar el abandono de un ser confiado: asistimos al sueño de uno de ellos, Zhora (Joanna Cassidy). La imagen de su rostro sereno será reproducido a su vez en otra fotografía que se convertirá en fetiche para Deckard, ya que su gesto le equipara peligrosamente a la especie humana, por lo que será la primera en caer abatida a manos del blade runner.

Pero sin duda lo más interesante de todo el filme se desarrolla en su última parte, aquella que nos narra la convergencia vital entre el protagonista humano y el líder de los replicantes rebeldes. Antes de su encuentro, Roy realiza algo que se nos comenzó a mostrar en las primeras imágenes de la película, aquellas en las que aparecía el ojo en primer plano. Sobre su superficie se reflejaban llamas que rodeaban el punto central del ojo, la pupila, que parecía marcar visualmente un objetivo: unos enormes edificios en forma de pirámide truncada de los que emanaban unos potentes haces de luz hacia el cielo. En el transcurso del metraje descubrimos que son la sede de la Tyrell Co., la empresa que ha fabricado a los replicantes. Así pues esta imagen se convierte en el objeto de deseo, el propósito final de lo observado, allí donde reside el padre que les ha dado la vida. Los edificios se convierten, por tanto, en un lugar sagrado [5], vedado, prohibido, donde mora la divinidad, allá donde tendrán que acudir para encontrar su propia identidad, su Yo, a través del asesinato del dios creador, el sádico que ha inducido a sus criaturas a tener apetitos y aspiraciones imposibles de satisfacer. Este gesto dará pleno sentido a su libertad. Y lo hace aplastando el cráneo de su autor, aquella parte en la que él fue confeccionado, y hundiendo sus ojos, un instrumento que estaba deformando la realidad a través de sus enormes gafas. Con este acto se establece una dicotomía transversal que agrupa a los dos grandes tipos de seres que aparecen en la cinta: aquellos que atrapan la realidad con su mirada y en primera persona, de forma activa, a los cuales podríamos denominar “los empíricos” (donde se situarían los replicantes y Deckard); y aquellos que se dedican a generar, a crear miradas desde una posición más pasiva, plenamente científica, “los teóricos” (el primer entrevistador, Tyrell, J.F. Sebastian y el fabricante oriental de ojos), los cuales acaban sucumbiendo ante el arrollo de aquellos que han experimentado en directo con la realidad y, fundamentalmente, con la muerte (la cual han ejercido personalmente), lo que les confiere un handicap de superioridad por el empleo masivo de una violencia de la que han sido obligados a ser testigos [6].


El duelo final entre Deckard y Roy adquiere esos tintes que antes mencionábamos, a medio camino entre el cine del oeste (western) y el del este (de  samuráis), donde ambos personajes mantienen una lucha personal y directa por la supervivencia. El combate comienza con malas artes por parte del humano, disparando a traición a su contrario, el cual se lo reprocha (“¿No eres el bueno?), poniendo en entredicho el autoconcepto de bondad (basado en un código ético) de la especie humana, representada en la figura del policía. Por el contrario, cuando Roy le rompe a Deckard los dedos de su mano derecha, inutilizándola para manejar su arma, le da noblemente ventaja ante su nueva superioridad, contando los segundos como si de un juego del escondite se tratara. En este momento los roles se han cambiado: la presa pasa a ser cazador y viceversa. 

Hay un proceso de animalización del replicante, desatando en su persona las fuerzas ocultas de la naturaleza: con la sangre de su compañera Pris (Daryl Hannah) se pinta la cara, hace suya la venganza por la muerte de su congénere a través de la  persistencia en su rostro del asesinato cometido por el cazador de replicantes. Desnuda su pecho y comienza a aullar de dolor, por lo que todo ello remarca ese carácter de personaje propio del cine del oeste: el indio que defiende un territorio y una tribu que han sido esquilmadas por el hombre blanco, represor y representante del poder establecido en nombre de la ciencia y la moral.


Parece que para Roy llega la hora de la muerte. La parálisis de su mano denota este momento, pero a través del dolor (se atraviesa la palma con un clavo [7]) encuentra su propia humanidad, con lo que ambos personajes se sitúan frente a frente por la equiparación de sus propias situaciones vitales (Deckard también tiene inutilizada una mano por el dolor). Pero es el replicante quien más ansias por vivir demuestra, ya que sus minutos están contados, y trata de llevar a su terreno al humano para que termine por comprenderle a través del juego como método de aprendizaje: con su cabeza (su parte consciente y pensante) quiebra una pared que simula la cuadrícula de un tablero de ajedrez (juego en el que ha demostrado su superioridad al vencer anteriormente a su propio creador/ maestro). Con ello rompe las normas del juego para hacerlas suyas y poder así establecer sus propias reglas, aquellas que confluyan en su último propósito. Roy se convierte en el nuevo maestro, el que posee el código de interpretación del juego, convirtiendo al humano en su aprendiz, aquel que desconoce el sentido de lo ignorado, de lo que queda por aprender. A través de sus palabras (“Muévete. ¡O tendré que matarte!”) establece la norma principal: la huída, que desemboca en Deckard colgado de la azotea, a punto de caer al vacío, en el limbo que separa la vida de la muerte. Se nos ofrece entonces la mirada del replicante, que observa al policía en esa situación límite como si de un espejo se tratara, observándose a sí mismo en la piel de otro (del Otro). Es entonces cuando explicita el sentido de todo lo que está ocurriendo, cuando da a conocer su propósito: “Es duro vivir con miedo, ¿verdad? En eso consiste ser esclavo”. A través de su agonía, el humano conoce los verdaderos sentimientos de su creación, ha realizado un itinerario por los infiernos de ese Otro desconocido, ignorado, hasta que ha podido mimetizarlo con su propio Yo, adquiriendo una mirada comprensiva, tolerante, lejana de la mirada anónima del mercenario, del asesino implacable.

Por ello, la liberación del replicante encuentra su sentido en la perpetuación que tendrán sus palabras en el propio Deckard [8], quien asiste como observador privilegiado al relato de belleza existencialista de Roy: “He visto cosas que vosotros no podrías creer. Naves de ataque ardiendo más allá de Orion. He visto rayos-C brillando cerca de la Puerta de Tannhaüser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”. El momento del fallecimiento se ofrece a cámara lenta, como las del resto de los replicantes perseguidos, esclavos en su miedo, lo cual da un pretérito sentido de dignidad a todas sus muertes. Su cabeza cae en un gesto de abandono: la mirada ya está perdida, ya no habrá más experiencias, todo lo vivido será pasto del olvido. De esta secuencia surge el vuelo de una paloma que Roy tenía asida en su mano: su suelta se convierte en la libertad final del replicante, quien con esta metáfora adquiere su auténtica categoría humana a través del objeto simbólico que lo relaciona con la dimensión espiritual en un ser prefabricado. Es el nacimiento de un nuevo individuo, ya que las llamas en el ojo del principio y el pájaro levantando el vuelo se unen conceptualmente en el mito del Ave Fénix, un ser que era devorado por las llamas que emanaban del huevo que estaba incubando, del cual nacía un ente idéntico a él, con fuerzas duplicadas, en un perpetuo círculo de inmortalidad. 


En este film ese nuevo ser es, sin duda alguna, el amor entre Deckard y la replicante Rachael. De sus llamas nace la esperanza, la superación del abismo que separa sus respectivas condiciones, la unión entre dos supuestos enemigos, entre dos formas aparentemente irreconciliables, pero que la mirada y su experiencia (lo vivido) ha unido en perpetua armonía, más allá del espacio y el tiempo. El humano decide compartir ese miedo de su compañera que les lleva a una huída final, tomando sobre sus hombros parte de la fatal carga de vivir esclavos del miedo. La mirada, por tanto, se convierte en Blade Runner en aquello que define la comprensión hacia el Otro, la asimilación de experiencias ajenas más allá de la individualidad del ser, de aquello que se puede compartir narrativamente pero que no se puede hacer tangible. Una metáfora del propio cine, donde las experiencias fílmicas constituyen un bagaje de imágenes y miradas que conforman la personalidad intransferible de cada espectador, haciéndole partícipe de otras formas de vivir que nunca podrá experimentar, pero que estará en mejor disposición de entender.

(artículo aparecido en el nº. 136 de Versión Original —marzo de 2006— dedicado a "Miradas")


[1] Hay quien se ha preguntado si el efecto invernadero podría ser en el futuro un problema tal que llegase a deshelar los casquetes polares, por lo que la lluvia podría llegar ser un elemento casi perpetuo.

[2] Esta personalidad, esta dimensión de luchador samurái está remarcada por dos detalles de producción, como son el que se incluya música tradicional japonesa justo antes de su duelo a muerte con el replicante Roy Batty (Rutger Hauer) o que en su casa haya un enorme cuadro de un guerrero samurái al lado de la puerta.

[3] Aunque en 1991 el director realizó un montaje alternativo, que es el que se ha preferido para realizar este análisis. El principal cambio supuso la eliminación de la voz en off del protagonista, con lo que el relato ganó en momentos de reflexión existencial, frente a los comentarios explícitos de la versión anterior.

[4] El más peculiar se refiere a una de las secuencias en la que unos replicantes visitan a un fabricante oriental de ojos artificiales. La fachada de su negocio, llamado “Eye World”, está dominada por un enorme neón que representa en forma de homenaje el ojo de HAL 9000, el ordenador asesino de 2001: Una odisea del espacio, otro film en el que la mirada y la memoria artificial dotada de sentimientos tienen un gran peso argumental.

[5] Cuando Roy consigue acceder a Tyrell, éste está en una cama vieja, con dosel y visillos, rodeado de velas: el espacio en el que sucede la secuencia parece un altar, una iglesia, un santuario, donde las llamas de las velas también remiten a las llamas reflejadas en el ojo.

[6] Esta idea nos remite nuevamente a tratar el tema del fascismo, ya que Blade Runner tiene más de una connotación con ejemplos literarios y cinematográficos que trataron de denunciar la aberración del hombre como dios creador y manipulador, entre ellos Frankenstein, El Golem o El Gabinete del Dr. Caligari. Los replicantes, como las criaturas anteriormente mencionadas, son generadoras de violencia como medio de adaptación y de supervivencia, ya que son esclavos de unos amos embebidos en su locura por el poder, una idea que enlaza con la filosofía nazi del superhombre. Para reforzar esta idea nos encontramos con la estética eminentemente aria del replicante Roy o que el test que se realiza para encontrar a los replicantes se llame Voight-Kampff, un nombre de tremendas similitudes con la obra en la que Hitler desarrolló su ideario fascista: Mein Kampf.

[7] Lo que remarca ciertas connotaciones místicas del relato por las similitudes entre el replicante y Cristo: Roy pertenece a una generación llamada Nexus, es decir, que es un nexo entre el dios (Tyrell, el padre que le otorga sus atributos, que le hace a su imagen y semejanza) y el hombre (al que imita y, a la vez, supera), como Cristo también era un vínculo entre su humanidad (Jesús de Nazareth, el profeta, el filósofo, el líder político) y su condición de divinidad (Hijo de Dios). Ambos se sacrificarán en pos de una humanidad que ha perdido su referente ético/ moral por su autosuficiencia científica. Y ambos son conscientes de su caducidad, de la acotación de su vida en la Tierra, de la inminencia de su muerte, para la que se preparan a través de la enseñanza de sus discípulos, mediante los cuales su memoria permanecerá, trascenderá, como ahora mostraremos que pasa con el replicante.

[8] No es gratuito que detrás de Roy se inserte un gran anuncio de neón de TDK, una empresa dedicada a la fabricación de medios de conservación y archivo de datos sonoros y visuales que perpetúan testimonios en el espacio y en el tiempo.

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