No hay ninguna duda de que el
entorno que rodea al ser humano es eminentemente visual. Otras especies
animales tienen una percepción muy diferente del mundo en el que se
desenvuelven, debido fundamentalmente a sus necesidades, lo cual genera que
otros sentidos estén más desarrollados en ellos. Pero la humanidad está
indefectiblemente ligada a la imagen. Desde la ventaja de nuestra altura, un
privilegio que adquirimos al convertirnos en seres bípedos, oteamos todo
aquello que nos rodea, y convertimos aquellos datos que nuestros ojos envían al
cerebro en nuestra principal fuente de información sobre la realidad, transformando
nuestra mirada en verosimilitud.
Pero, ¿podemos desarrollar
nuestra vida más allá de la mirada, de lo que nuestros ojos nos muestran? Es
evidente que en nuestra sociedad carecer de visión no es, afortunadamente, un
impedimento como el que podía suponer en el pasado, donde una persona ciega se
equiparaba a un individuo inútil. Hoy en día un invidente no es una persona
incapaz, no es un minusválido, desterrándose tales términos de nuestro
vocabulario. Su discapacidad no es ningún impedimento para su desarrollo
autónomo, contrarrestando la anulación de su visión por la potenciación de los
otros sentidos, incluso yo diría que también de una forma inherente de la
inteligencia (¿alguien se ha percatado de la enorme capacidad para el sarcasmo
que despliega la mayoría de las personas ciegas?). Puede entonces que la mirada
a veces nos embobe, absorbiendo nuestra imaginación.
La mirada nos proporciona
experiencia. Más concretamente experiencias. Somos testigos de acontecimientos
a través de la vista, y si no asistimos en persona a un determinado suceso lo
desarrollamos en nuestra imaginación, reproduciendo los hechos como si de una
película se tratase. Nuestra capacidad para generar imágenes es irresistible,
inevitable, porque nuestro cerebro demanda este tipo de información. Tanto es
así que, cuando cerramos los ojos y nos abandonamos al sueño, nuestra mente
las sigue reproduciendo de una forma automática, denunciando con ello lo
prisioneros que estamos de lo visual.
En el sueño la imaginación se
desborda en imágenes. Soñamos con lo que queremos ser. A veces no nos
reconocemos en nuestras involuntarias fantasías porque en nuestra consciencia
tratamos de reprimir nuestro yo más auténtico. El sueño nos ayuda a reconocer
nuestra propia identidad porque nadie sueña de la misma manera. Tampoco creo
que los animales sueñen de la misma forma que los humanos. Ni otros seres.
Philip K. Dick también se interrogó sobre el tema con una cuestión
terriblemente paradójica: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968).
De esta pregunta surgió una de las más incontestables obras maestras del
cine: Blade Runner.
En este film la mirada es toda
una declaración de principios. El inserto de un gran primer plano de un ojo al
comienzo de la cinta así lo denota. Su superficie nos devuelve la imagen de una
ciudad de Los Angeles sacada del mismísimo libro del Infierno de La Divina
Comedia de Dante. Es el mes de Noviembre del (del cada vez menos lejano)
2019. Se nos presenta un mundo muy contaminado, no sólo en el aspecto atmosférico
(la ciudad está plagada de plataformas petrolíferas y no para de llover [1]),
sino además porque la endeble cultura norteamericana parece haber sido barrida
por lo japonés en un claro proceso de aculturación: grandes anuncios en las
fachadas de los rascacielos protagonizados por geishas, presencia abrumadora de
dragones, proliferación de puestos de comida oriental, letreros de neón con
grafía asiática, etc. Este ambiente oriental no es gratuito: Deckard (Harrison
Ford) es un personaje retirado de su actividad como cazador de replicantes (el
punto al que ha llegado la historia es explicado en una introducción previa) y
es reclamado para que vuelva a una nueva misión que parece final. Es, por lo
tanto, un mercenario, y su figura se podría comparar con la de un ronin,
debido a su marcado carácter solitario e independiente, un perseguidor
implacable que practica la autodisciplina (su código de conducta se podría
comparar al bushido) [2]. La película se convierte en un mare
mágnum de géneros y referencias cinematográficas: ciencia ficción, thriller,
policiaco (o noir), western o el ya citado cine de samuráis
se mezclan a partes iguales para crear un clima único e insólito hasta el
momento de su estreno en 1982 [3].
El metraje está lleno de
referencias a la mirada, desde la acumulación de planos en los que aparecen
ojos [4] hasta las repetitivas referencias a la reproducción artificial
de imágenes. Deteniéndonos en este punto, podríamos distinguir en esta película
dos tipos de ellas: las primeras serían las que se refieren a la monitorización
en pantallas de televisión, las cuales representan la deformación de la mirada
del ser humano debido a su carácter artificial, donde la vista es engañada por
la verosimilitud de lo representado y el espacio se convierte en una
virtualidad, una falsificación de lo real. Por ello las segundas, las
fotografías que tan celosamente guardan los replicantes, se contaminan de este
concepto. En esas imágenes basan su pasado en forma de recuerdos implantados
que adquieren su sentido a través de la negación de su condición como producto
prefabricado (replicante Rachael –Sean Young-) o del anhelo que tienen por
vivir, por encontrar respuestas al hecho de su corta longevidad (el resto de
los Nexus 6). Pero la película parece ir más allá, ya que para los androides
que han vuelto a la Tierra no parece tener importancia nada más que aquellos
momentos inmortalizados después de haber accedido al conocimiento de su propia
identidad de seres manufacturados. Cuando Deckard les roba una instantánea en
la que aparecen resguardados en la libertad de no sentirse observados, el
policía se convierte en un voyeur, escrutando su intimidad hasta llegar
a la imagen que más puede representar el abandono de un ser confiado: asistimos
al sueño de uno de ellos, Zhora (Joanna Cassidy). La imagen de su rostro sereno
será reproducido a su vez en otra fotografía que se convertirá en fetiche para
Deckard, ya que su gesto le equipara peligrosamente a la especie humana, por lo
que será la primera en caer abatida a manos del blade runner.
Pero sin duda lo más interesante
de todo el filme se desarrolla en su última parte, aquella que nos narra la
convergencia vital entre el protagonista humano y el líder de los replicantes
rebeldes. Antes de su encuentro, Roy realiza algo que se nos comenzó a mostrar
en las primeras imágenes de la película, aquellas en las que aparecía el ojo en
primer plano. Sobre su superficie se reflejaban llamas que rodeaban el punto
central del ojo, la pupila, que parecía marcar visualmente un objetivo: unos
enormes edificios en forma de pirámide truncada de los que emanaban unos
potentes haces de luz hacia el cielo. En el transcurso del metraje descubrimos
que son la sede de la Tyrell Co., la empresa que ha fabricado a los
replicantes. Así pues esta imagen se convierte en el objeto de deseo, el
propósito final de lo observado, allí donde reside el padre que les ha dado la
vida. Los edificios se convierten, por tanto, en un lugar sagrado [5],
vedado, prohibido, donde mora la divinidad, allá donde tendrán que acudir para
encontrar su propia identidad, su Yo, a través del asesinato del dios creador,
el sádico que ha inducido a sus criaturas a tener apetitos y aspiraciones
imposibles de satisfacer. Este gesto dará pleno sentido a su libertad. Y lo
hace aplastando el cráneo de su autor, aquella parte en la que él fue
confeccionado, y hundiendo sus ojos, un instrumento que estaba deformando la
realidad a través de sus enormes gafas. Con este acto se establece una dicotomía
transversal que agrupa a los dos grandes tipos de seres que aparecen en la
cinta: aquellos que atrapan la realidad con su mirada y en primera persona, de
forma activa, a los cuales podríamos denominar “los empíricos” (donde se
situarían los replicantes y Deckard); y aquellos que se dedican a generar, a
crear miradas desde una posición más pasiva, plenamente científica, “los
teóricos” (el primer entrevistador, Tyrell, J.F. Sebastian y el fabricante
oriental de ojos), los cuales acaban sucumbiendo ante el arrollo de aquellos
que han experimentado en directo con la realidad y, fundamentalmente, con la
muerte (la cual han ejercido personalmente), lo que les confiere un handicap
de superioridad por el empleo masivo de una violencia de la que han sido
obligados a ser testigos [6].
El duelo final entre Deckard y
Roy adquiere esos tintes que antes mencionábamos, a medio camino entre el cine
del oeste (western) y el del este (de samuráis), donde
ambos personajes mantienen una lucha personal y directa por la supervivencia.
El combate comienza con malas artes por parte del humano, disparando a traición
a su contrario, el cual se lo reprocha (“¿No eres el bueno?), poniendo en
entredicho el autoconcepto de bondad (basado en un código ético) de la especie
humana, representada en la figura del policía. Por el contrario, cuando Roy le
rompe a Deckard los dedos de su mano derecha, inutilizándola para manejar su
arma, le da noblemente ventaja ante su nueva superioridad, contando los
segundos como si de un juego del escondite se tratara. En este momento los
roles se han cambiado: la presa pasa a ser cazador y viceversa.
Hay un proceso de animalización
del replicante, desatando en su persona las fuerzas ocultas de la naturaleza:
con la sangre de su compañera Pris (Daryl Hannah) se pinta la cara, hace suya
la venganza por la muerte de su congénere a través de la persistencia en
su rostro del asesinato cometido por el cazador de replicantes. Desnuda su
pecho y comienza a aullar de dolor, por lo que todo ello remarca ese carácter
de personaje propio del cine del oeste: el indio que defiende un territorio y
una tribu que han sido esquilmadas por el hombre blanco, represor y
representante del poder establecido en nombre de la ciencia y la moral.
Parece que para Roy llega la hora
de la muerte. La parálisis de su mano denota este momento, pero a través del
dolor (se atraviesa la palma con un clavo [7]) encuentra su propia
humanidad, con lo que ambos personajes se sitúan frente a frente por la
equiparación de sus propias situaciones vitales (Deckard también tiene
inutilizada una mano por el dolor). Pero es el replicante quien más ansias por
vivir demuestra, ya que sus minutos están contados, y trata de llevar a su
terreno al humano para que termine por comprenderle a través del juego como
método de aprendizaje: con su cabeza (su parte consciente y pensante) quiebra
una pared que simula la cuadrícula de un tablero de ajedrez (juego en el que ha
demostrado su superioridad al vencer anteriormente a su propio creador/
maestro). Con ello rompe las normas del juego para hacerlas suyas y poder así
establecer sus propias reglas, aquellas que confluyan en su último propósito.
Roy se convierte en el nuevo maestro, el que posee el código de interpretación
del juego, convirtiendo al humano en su aprendiz, aquel que desconoce el
sentido de lo ignorado, de lo que queda por aprender. A través de sus palabras (“Muévete.
¡O tendré que matarte!”) establece la norma principal: la huída, que desemboca
en Deckard colgado de la azotea, a punto de caer al vacío, en el limbo que
separa la vida de la muerte. Se nos ofrece entonces la mirada del replicante,
que observa al policía en esa situación límite como si de un espejo se tratara,
observándose a sí mismo en la piel de otro (del Otro). Es entonces cuando explicita
el sentido de todo lo que está ocurriendo, cuando da a conocer su propósito:
“Es duro vivir con miedo, ¿verdad? En eso consiste ser esclavo”. A través de su
agonía, el humano conoce los verdaderos sentimientos de su creación, ha
realizado un itinerario por los infiernos de ese Otro desconocido, ignorado,
hasta que ha podido mimetizarlo con su propio Yo, adquiriendo una mirada
comprensiva, tolerante, lejana de la mirada anónima del mercenario, del asesino
implacable.
Por ello, la liberación del replicante
encuentra su sentido en la perpetuación que tendrán sus palabras en el propio
Deckard [8], quien asiste como observador privilegiado al relato de
belleza existencialista de Roy: “He visto cosas que vosotros no podrías creer.
Naves de ataque ardiendo más allá de Orion. He visto rayos-C brillando cerca de
la Puerta de Tannhaüser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como
lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”. El momento del fallecimiento se
ofrece a cámara lenta, como las del resto de los replicantes perseguidos,
esclavos en su miedo, lo cual da un pretérito sentido de dignidad a todas sus
muertes. Su cabeza cae en un gesto de abandono: la mirada ya está perdida, ya
no habrá más experiencias, todo lo vivido será pasto del olvido. De esta secuencia
surge el vuelo de una paloma que Roy tenía asida en su mano: su suelta se
convierte en la libertad final del replicante, quien con esta metáfora adquiere
su auténtica categoría humana a través del objeto simbólico que lo relaciona
con la dimensión espiritual en un ser prefabricado. Es el nacimiento de un
nuevo individuo, ya que las llamas en el ojo del principio y el pájaro
levantando el vuelo se unen conceptualmente en el mito del Ave Fénix, un ser
que era devorado por las llamas que emanaban del huevo que estaba incubando,
del cual nacía un ente idéntico a él, con fuerzas duplicadas, en un perpetuo
círculo de inmortalidad.
En este film ese nuevo ser es,
sin duda alguna, el amor entre Deckard y la replicante Rachael. De sus llamas
nace la esperanza, la superación del abismo que separa sus respectivas
condiciones, la unión entre dos supuestos enemigos, entre dos formas
aparentemente irreconciliables, pero que la mirada y su experiencia (lo vivido)
ha unido en perpetua armonía, más allá del espacio y el tiempo. El humano
decide compartir ese miedo de su compañera que les lleva a una huída final,
tomando sobre sus hombros parte de la fatal carga de vivir esclavos del miedo.
La mirada, por tanto, se convierte en Blade Runner en aquello que define
la comprensión hacia el Otro, la asimilación de experiencias ajenas más allá de
la individualidad del ser, de aquello que se puede compartir narrativamente
pero que no se puede hacer tangible. Una metáfora del propio cine, donde las
experiencias fílmicas constituyen un bagaje de imágenes y miradas que conforman
la personalidad intransferible de cada espectador, haciéndole partícipe de
otras formas de vivir que nunca podrá experimentar, pero que estará en mejor
disposición de entender.
(artículo aparecido en el nº. 136
de Versión Original —marzo de 2006— dedicado a "Miradas")
[1]
Hay quien se ha preguntado si el efecto invernadero podría ser en el futuro un
problema tal que llegase a deshelar los casquetes polares, por lo que la lluvia
podría llegar ser un elemento casi perpetuo.
[2]
Esta personalidad, esta dimensión de luchador samurái está remarcada por
dos detalles de producción, como son el que se incluya música tradicional
japonesa justo antes de su duelo a muerte con el replicante Roy Batty (Rutger
Hauer) o que en su casa haya un enorme cuadro de un guerrero samurái al
lado de la puerta.
[3]
Aunque en 1991 el director realizó un montaje alternativo, que es el que se ha
preferido para realizar este análisis. El principal cambio supuso la
eliminación de la voz en off del protagonista, con lo que el relato ganó
en momentos de reflexión existencial, frente a los comentarios explícitos de la
versión anterior.
[4]
El más peculiar se refiere a una de las secuencias en la que unos replicantes
visitan a un fabricante oriental de ojos artificiales. La fachada de su
negocio, llamado “Eye World”, está dominada por un enorme neón que representa
en forma de homenaje el ojo de HAL 9000, el ordenador asesino de 2001: Una
odisea del espacio, otro film en el que la mirada y la memoria artificial
dotada de sentimientos tienen un gran peso argumental.
[5]
Cuando Roy consigue acceder a Tyrell, éste está en una cama vieja, con dosel y
visillos, rodeado de velas: el espacio en el que sucede la secuencia parece un
altar, una iglesia, un santuario, donde las llamas de las velas también remiten
a las llamas reflejadas en el ojo.
[6]
Esta idea nos remite nuevamente a tratar el tema del fascismo, ya que Blade
Runner tiene más de una connotación con ejemplos literarios y cinematográficos
que trataron de denunciar la aberración del hombre como dios creador y
manipulador, entre ellos Frankenstein, El Golem o El Gabinete
del Dr. Caligari. Los replicantes, como las criaturas anteriormente
mencionadas, son generadoras de violencia como medio de adaptación y de
supervivencia, ya que son esclavos de unos amos embebidos en su locura por el
poder, una idea que enlaza con la filosofía nazi del superhombre. Para reforzar
esta idea nos encontramos con la estética eminentemente aria del replicante Roy
o que el test que se realiza para encontrar a los replicantes se llame Voight-Kampff,
un nombre de tremendas similitudes con la obra en la que Hitler desarrolló su
ideario fascista: Mein Kampf.
[7]
Lo que remarca ciertas connotaciones místicas del relato por las similitudes
entre el replicante y Cristo: Roy pertenece a una generación llamada Nexus, es
decir, que es un nexo entre el dios (Tyrell, el padre que le otorga sus
atributos, que le hace a su imagen y semejanza) y el hombre (al que imita y, a
la vez, supera), como Cristo también era un vínculo entre su humanidad (Jesús
de Nazareth, el profeta, el filósofo, el líder político) y su condición de
divinidad (Hijo de Dios). Ambos se sacrificarán en pos de una humanidad que ha
perdido su referente ético/ moral por su autosuficiencia científica. Y ambos
son conscientes de su caducidad, de la acotación de su vida en la Tierra, de la
inminencia de su muerte, para la que se preparan a través de la enseñanza de
sus discípulos, mediante los cuales su memoria permanecerá, trascenderá, como
ahora mostraremos que pasa con el replicante.
[8]
No es gratuito que detrás de Roy se inserte un gran anuncio de neón de TDK, una
empresa dedicada a la fabricación de medios de conservación y archivo de datos
sonoros y visuales que perpetúan testimonios en el espacio y en el tiempo.
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