“La memoria es una caja
que cuando está cerrada
se llama olvido”
En el número anterior citábamos una teoría filosófica oriental, realizada
por el fundador del taoísmo Lao Tse en torno al siglo VI a.C., que viene a
decir, más o menos, lo siguiente: “el ser está formado de ser
propiamente dicho y de no ser. Cuanto mayor sea el no ser, mayor
será el ser”. Para comprender mejor este galimatías, se cita el
siguiente ejemplo: una casa está formada por ser (paredes y techo) y de no
ser (el aire que contiene). Cuanto mayor sea el no ser (su espacio
interior), mayor será el ser (la casa en sí). Todo esto viene a poner en
palabras algo que está representado en el milenario símbolo del Ying-Yan[1],
donde es imposible variar el tamaño de una de las partes sin que cambie por
completo la globalidad de la figura. Además, cada parte de un color contiene
algo de su contraria, un pequeño círculo, que la contiene, la asimila, hace que
no exista el maniqueísmo, lo absoluto. Es la asimilación de la existencia del
bien y el mal como un todo, como partes integrantes y necesarias de la
naturaleza, que tienden hacia el equilibrio de forma lógica.
Por lo tanto, en el mundo confluyen de forma natural fuerzas de orden
inverso: el sonido y el silencio, la materia y el vacío, etc. En el campo de la
escultura dieron ejemplo de ello los grandes artistas del siglo XX: Gargallo,
Moore, Chillida… En sus obras, el vacío se define a través de la materia,
pasando a ser un material más, reconocible, aunque no sea tangible.
La relación de lo que hasta ahora hemos contado con el tema que nos
incumbe este mes es que no se puede hablar de olvido sin tener
necesariamente que apelar a la memoria. “El olvido está lleno de
memoria”, que dice Mario Benedetti. Son dos conceptos que van irremediablemente
unidos: el olvido es falta de memoria, la memoria al perderse se convierte en
olvido, etc. Es, por lo tanto, el olvido la pérdida o ausencia de recuerdos, ya
que son éstos los elementos que articulan y configuran la memoria. La
maldición del Escorpión de Jade (The curse of the Jade Scorpion,
2002) puede ser un ejemplo claro de ello.
Para empezar el análisis de esta película, habría que hablar sobre los
títulos de crédito de los filmes de Woody Allen. Todos son iguales desde su
primera película: letras blancas sobre fondo negro. Siempre se sucede la misma
cadencia en la aparición de los nombres de artistas y técnicos. Sólo una cosa
cambia: la música. Éste es el elemento que da el tono de la película, lo que
nos indica si estamos delante de una comedia o de un drama. Es decir, que el
contexto, la globalidad (imágenes + música) es lo que nos pone en situación
ante lo que nos vamos a encontrar a continuación[2].
Pronto encontramos las primeras referencias a la memoria: C.W. Briggs
(Woody Allen) encuentra que sus archivos (donde recopila todos sus casos, sus
recuerdos, su historial, aquello que le liga a su pasado profesional) han sido
trasladados (manipulados, transformados) por orden de la señorita Fitzgerald
(Helen Hunt), la nueva ejecutiva de la compañía de seguros en la que se
ambienta la historia. El encuentro entre ambos es como un choque de trenes.
Tienen dos estilos diametralmente opuestos, dos concepciones de entender el
mundo radicalmente diferentes. En un episodio evocado por Briggs, recuerda una
conversación con ella en el Rocky’s Bar, donde él expone su método (su
particular “orden desordenado”, donde sólo él sabe apreciar este particular
sistema), mientras que ella, con una mentalidad más moderna, sólo piensa en
optimizar el trabajo. Para ella, él pertenece a un mundo caduco, a punto de
extinguirse (él llama a la masculinidad “su religión”). Las mujeres se están
emancipando y se están equiparando al hombre. No por casualidad, la película se
ambienta en el año 1940 (aparece rotulado al principio de la historia), el inicio
de una década que cambiaría el mapa geopolítico del mundo a raíz del resultado
de la Segunda Guerra Mundial, conflicto en el que los EE.UU. estaban a punto de
implicarse. Pero C.W. apela a la intuición, al “olfato”, a todo aquello que
hasta ese momento ha sido su método de trabajo y le ha funcionado… pero no
logra convencerla. Las posiciones, de momento, parecen inamovibles.
Inmediatamente después, surge un nuevo conflicto en el argumento: la
señorita Fitzgerald está liada con el jefe. Nadie más lo sabe, por lo que el
espectador se convierte en un testigo privilegiado, comenzando a tener más
información que Briggs, el protagonista de la trama con el que nos
identificamos. Con ello, asistimos a una fiesta en homenaje a George Bond, un
empleado aficionado a la magia. Ya en la sala de fiestas, Briggs empieza a dar
adelantos de lo que será la trama de la película: “Me pongo en el lugar del
delincuente, intento adelantarme a sus actos y pensar como él… No quisiera ser
perseguido por mí”. En el escenario se va a realizar un número de hipnotismo.
Los elegidos para el experimento son Briggs y la señorita Fitzgerald, quienes
caen rendidos ante el poder del Escorpión de Jade y creen estar enamorados. Las
palabras clave de la hipnosis son para él Constantinopla (un nombre que hace
referencia a un mundo ya desaparecido, extinto) y para ella Madagascar (el
nombre de una isla, es decir, de un trozo de tierra rodeado de fría agua que la
aísla, situada en África, un continente relacionado con el exotismo[3]).
Mediante el hechizo que el mago no ha roto, Briggs roba en estado de
inconsciencia en una de las mansiones que su empresa asegura. Somos los únicos
que asistimos al discurrir de los acontecimientos, por lo que ahora nos
convertimos en los únicos portadores de esta información (con la salvedad del
propio hipnotizador). Comenzamos a ser los que manejamos información de ambas
partes (Briggs y la señorita Fitzgerald) que es desconocida por el resto,
advirtiéndose de inmediato la típica comedia de equívocos. Así, se articula un
discurso dejá vu, tópico, demasiado gastado. ¿Por qué la película está
llena de elementos ya vistos, que nos recuerdan a otras películas? La trama se
desarrolla en una agencia de seguros, como en una de las joyas del género noir:
Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944), un marco
inesperado para que sucedan estas aventuras (cualquiera que trabaje en estas
oficinas os lo podrá corroborar). Los personajes también son arquetípicos: el
aspecto de C.W. Briggs (son innumerables los calificativos de desprecio que
sobre él se vierten a lo largo de toda la película: zángano, dinosaurio,
mugriento detective privado, husmeador, rastreador, sabueso, etc.), la señorita
Fitzgerald (luchadora, con actitudes más propias de un hombre de la época:
bebe, fuma, etc.), el jefe Magruder (Dan Aykroyd, galán presuntuoso y
pusilánime que se aprovecha de su privilegiada situación de poder para hacer
sus conquistas), Laura Kensington (Charlize Theron, con una estética a lo Lana
Turner o a lo Verónica Lake), las voluptuosas secretarias de la oficina, etc.
El sentido de todo esto puede ser claro: hacernos apartar la vista de lo
intrascendente, de lo frívolo y trivial, de todo lo que nos suena que ya
hayamos podido ver, para que dejemos de prestar atención en esa dirección y
reconduzcamos nuestra curiosidad hacia otros aspectos.
Las pruebas recogidas por los detectives de la competencia empiezan a
apuntar a Briggs. Incluso cuando la señorita Fitzgerald encuentra en su casa
las joyas robadas, Briggs no se reconoce como el ladrón, aun teniendo ante sí
la prueba del delito, ya que en su mente (en su archivo personal) no hay nada
que le haga recordar cómo ha llegado allí el botín. Todos estos elementos nos
hacen rescatar en la memoria otra de las grandes películas de Woody Allen: Desmontando
a Harry (1997), que en su título original (Deconstructing Harry) nos
conduce hacia aquello que realmente nos interesa para apreciar la auténtica
dimensión de este misterio del Escorpión de Jade. La teoría de la deconstrucción
fue redactada por el recientemente fallecido filósofo francés Jacques Derrida.
En términos sociológicos, podemos decir que el hombre es un ser social y, como
tal, necesita del resto de sus congéneres para tener una visión más objetiva de
su entorno. Nuestro punto de vista no puede ser definitivo, por lo que
precisamos de otras perspectivas para completarlo. De ahí el gran valor de la
comunicación y de la comparación de opiniones. Por eso, Briggs no tiene más
criterios que los que puede manejar su memoria y pide el beneficio de la duda:
apela al corazón (donde hay sangre, caliente y en movimiento) y pide a la
señorita Fitzgerald que deje de lado el cerebro (donde hay células grises,
inmóviles). Ella comienza a apreciar el método intuitivo que utiliza Briggs, ya
que algo le dice que él no es el culpable. Empieza a apartar de sí la
racionalidad extrema para utilizar el procedimiento de la duda y de la
confianza: el pasado de Briggs con respecto a la compañía y a ella misma le
sirve como aval.
Briggs vuelve a ser hipnotizado por el mago. Al haberlo hecho delante de
la señorita Fitzgerald, también ha rescatado del olvido el amor inducido que en
el espectáculo sirvió como gracia, pero ahora, al no tener ella referencias de
por qué Briggs se comporta de esa manera tan extraña (como decíamos, el olvido
también es ausencia de recuerdos), lo interpreta como una vulgar táctica para
embaucarla. C.W. es detenido, pero escapa, buscando cobijo en casa de ella.
Pero el hipnotizador, no sabiendo que Briggs está libre (en este punto ya sabemos
más que cualquier personaje), ejerce sus poderes sobre la mujer, y los roles
amorosos se invierten. Sin embargo, todo lo acaecido esa noche es vuelto a
olvidar por la señorita Fitzgerald, por lo que el nuevo robo, cometido esta vez
por ella misma, es también imputado a Briggs, de quien ya no cree una sola
palabra.
Por fin, George Bond, el compañero de oficina aficionado a la magia,
descubre que el hechizo sigue ejerciendo su poder al pronunciar la palabra
mágica. Al deshacerlo, Briggs recupera todos los recuerdos perdidos (se abre la
caja, se libera la memoria, cautiva hasta entonces), relacionando el nombre del
ex convicto que sus confidentes le habían dado (Eddie Polgar) con el del
hipnotizador (el más exótico de Voltan Polgar, de quien Briggs dice “casi le
había enterrado en el olvido”). La acción se traslada a unos almacenes en
Chinatown, desde donde el mago urde sus golpes. Aparece Briggs para salvar a la
señorita Fitzgerald. En una de las frases del diálogo, el detective dice:
“Todos me subestiman. Me toman por incauto. Y eso facilita mi trabajo”, una
referencia a sí mismo como actor, ya que es lo que el propio Woody Allen hace,
aprovechando su imagen de fragilidad, de maniaco depresivo, para hacer más
verosímiles sus personajes (tanto es así que mucha gente piensa equivocadamente
que Woody Allen es en la vida real un adicto a la consulta del psiquiatra).
Al terminar todo el embrollo, George Bond da una clave: un hipnotizado
jamás haría nada que no pudiese hacer en su vida consciente. Es decir, que tanto
Briggs como la señorita Fitzgerald tienen dentro de sí un ladrón en potencia:
como en el Ying-Yan, todos llevamos en nuestro interior ambas caras de la
moneda (de Briggs ya hemos visto que dentro de sus métodos de trabajo está el
latrocinio). También podemos suponer que ambos se aman en la realidad, aunque
para enmascarar su amor manifiesten su recíproca aversión (¿alguien recuerda la
televisiva serie Luz de Luna?). Al final, la palabra “Madagascar”
adquiere el mismo significado para Briggs y la señorita Fitzgerald que “París”
tenía para ella y Magruder, el reflejo del hechizo del amor, de la “consciente
pérdida de conciencia” que resulta el enamoramiento. Esas palabras pierden su
contexto y adquieren un nuevo sentido, críptico para el resto de los que los
rodean (ya que no poseen el código para descodificar su significado). A este
respecto, hay que apuntar la gran cantidad de nombres exóticos y evocadores que
se mencionan a lo largo de la película: a los ya mencionados de París,
Constantinopla y Madagascar, habría que añadir Tánger, El Cairo, India, China,
Japón, Marruecos, Rusia y Venecia. El hecho de que el mago eligiese como
palabras clave dos nombres tan poco frecuentes está en el hecho de que creía
que, al ser poco utilizadas, no serían mencionadas y su plan estaría a salvo.
Pero, como hemos podido comprobar, todo es cuestión de suerte, la misma fortuna
con la que cuenta Briggs para resolver sus casos (dice un antiguo proverbio
chino que “más vale una cucharada de suerte que un barril de sabiduría”, idea
que comparte Magruder sobre los métodos del detective protagonista). Al fin y
al cabo, Voltan Polgar y C.W. Briggs son las dos caras de la moneda, uno que
hace el bien (trabajando para los demás) y otro que hace el mal (trabajando
delictivamente para su propio provecho), al igual que son también dos distintas
caras del mismo hecho George Bond (que realiza trucos para divertir a los
demás) y el mago (que hace magia para cometer crímenes). De hecho, podríamos
suponer que Voltan Polgar no es más que el remedo de un personaje como Hitler
(citado en uno de los diálogos), ya que utiliza el poder hipnótico de las
palabras como discurso que atrofia la memoria y rinde ante su voluntad mediante
un fetiche que utiliza para su propia codicia. A esto habría que resaltar
la condición de judío del propio Woody Allen, por lo que ese carácter de
“utilizado”, de “manipulado” y de posteriormente “encarcelado” de su personaje
adquiere unos tintes políticos difíciles de obviar.
(artículo aparecido en el nº. 127 de Versión Original —mayo de 2005— dedicado a "El olvido")
[1] Su representante fue Zou Yan que vivió en el siglo
IV a.C. Según la tradición, Ying es lo pasivo, oscuro, débil, femenino, es la
tierra y la muerte. Yan es el elemento activo, claro, fuerte, masculino, el
cielo y la vida. Estos dos conceptos juntos son el origen de todo y es necesario
que interactúen. Es evidente que hoy en día algunas de estas asociaciones
(femenino = débil; masculino = fuerte) las encontramos desfasadas en nuestra
cultura.
[2] De un modo un tanto tangencial, podríamos poner
esto en relación con las teorías del cineasta soviético Lev Kulechov, quien en
su “Laboratorio Experimental” realizó “filmes sin película”, con fotos fijas,
demostrando el poder creador del montaje con el famoso experimento en el que
conseguía infundir distintas cargas emocionales a un único primer plano
inexpresivo del actor Iván Mosjukin, según el contenido de los planos que le
yuxtaponía: un plato de sopa, un niño, una mujer…
[3] La misma palabra se relaciona con Afrodita, lo
afrodisíaco, lo erótico, la sexualidad tan aparentemente reprimida en ella que
la hace mantener en secreto sus relaciones con quien resulta ser a la vez su
jefe y un hombre casado, el colmo del masoquismo sentimental.
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