La evolución de la tecnología es
imparable. El progreso avanza a un ritmo geométrico, a veces difícil de
acaparar por su rapidez. Su desarrollo, sobre todo en estos últimos años (no
olvidar que hemos pasado de la era nuclear a la era digital casi
sin percatarnos de ello), produce vértigo con sólo repasar los adelantos que
tenemos delante de nuestros ojos. Gracias a la telefonía móvil estamos
localizados las veinticuatro horas del día, en la mayor parte del mundo, aunque
esto suponga a veces una esclavitud en sí misma. Las comunicaciones nos hacen
el mundo cada vez más pequeño (El mundo es uno
reza el título de un extenso ensayo de Arthur C. Clark sobre la historia de las
comunicaciones transatlánticas), pudiendo comunicarnos en tiempo real con una
persona en la otra punta del mundo. Las antípodas ya no
son tales, tomando el punto más alejado del planeta como cercano. La extrañeza
que hace un par de décadas nos podía producir el ver por la calle a alguien de
distinta raza o hablando un idioma extranjero nos resulta ahora un hecho
cotidiano. El género humano está más comunicado que nunca, compartiendo ideas y
formas de entender la vida, teniendo al alcance de su mano la tecnología más
avanzada y, sin embargo, cada vez nos encerramos más en nosotros mismos. ¿Por
qué? Quizás no sea éste el momento ni el lugar para tratar de dar soluciones o
explicaciones a un problema del que, mucho me temo, sólo estamos observando su
estadio embrionario. Puede que únicamente nos quede la alternativa de
mantenernos al margen asumiendo nuestro rol de espectadores y observar a través
de la mirada del cine las causas y las consecuencias de este grave problema.
Sin
duda, una de las manifestaciones que para un director pueda resultar de las más
atractivas sea la de la incomunicación en la pareja. No es algo novedoso o
exclusivo de la sociedad moderna, pero si es un síntoma que se acrecienta y
acentúa por la vertiginosa vorágine de nuestra sociedad, cada vez más solícita
de rapidez (la fast
food no es más que un reflejo de nuestra fast life). Las
puertas de nuestros hogares encierran a seres que no exteriorizan sus
problemas. Como una bola de nieve que rueda ladera abajo, la falta de diálogo
se convierte en una acumulación de frustraciones, estallando violentamente en
grandes titulares de prensa en algunas ocasiones. En Carretera perdida
(Lost Highway,
1996) hay algo de esto.
Advierto
de antemano que el lector ya haya visto esta película, más aún, que la tenga
fresca en la memoria, ya que voy a obviar el hecho de contar el argumento,
debido fundamentalmente a que la gran cantidad de detalles que se aprecian en
ella, al ponerlos en su contexto discursivo, lastraría de tal manera este
análisis que terminaría por resultar inabarcable en extensión. Así pues, nos
centraremos en desarrollar una serie de teorías sobre su posible significado.
Para
Andrés Hispano [1], “la secuencia correcta de los hechos, simple por
fuerza, sería ésta: Fred es un hombre que sospecha de su mujer. Un día la sigue
hasta un hotel (el Lost Highway Hotel) y la descubre con otro hombre (Dick
Laurent). Espera a que ella se vaya y dispara contra él. Vuelve a casa y mata a
su mujer. Al amanecer se da cuenta de lo que ha hecho, de que va a ser
detenido, juzgado y quizás ejecutado. Fred imagina entonces cómo habrían sido
las cosas en un mundo idealizado. Es en este momento en el que comienza a
volverse loco, cuando Fred toma la carretera a ninguna parte a la que alude el
título”. Apunta este análisis a la posibilidad de que la locura de Fred
comience en el momento mismo en el que comienza la película, es decir, él
sentado en la cama, al amanecer, fumando un cigarrillo después de haber matado
a su esposa. El hecho de que el protagonista se encuentre ante un espejo [2]
y que éste le devuelva una imagen reconocible, la suya, pero virtual al fin y
al cabo, puede llevarnos sin duda a pensar así. Pero puede que Lynch haya
incluso ido un poco más allá, ya que hay muchos elementos que pone a nuestra
disposición para que todo converja en la última imagen que tenemos de Fred
(Bill Pullman), aquella en la que es perseguido finalmente por la policía.
Ya
apuntábamos en el análisis dedicado a Mulholland Drive
(Versión Original nº 122, Diciembre 2004) la importancia que para Lynch
adquieren los colores como significantes simbólicos. En Carretera Perdida
los elementos cromáticos fundamentales son el rojo y el negro. Sobre todo es en
la primera parte de la película, aquella que nos narra la (aburrida y poco
comunicativa) vida conyugal de Fred y Renee (Patricia Arquette), donde aparecen
insistentemente estos dos colores. Además del tono sombrío de toda la cinta
(ambientada en su mayoría en la noche), el color negro se manifiesta
profusamente en todas las prendas de vestir que portan la mayoría de los
personajes, e incluso en la sábanas de la cama del matrimonio protagonista
(algo que habla por sí sólo sobre sus relaciones sexuales), adquiriendo todo un aspecto tétrico, siniestro, como si la
pantalla sólo estuviera habitada por sombras, espectros de aquellos que ya no
están vivos sino en la imaginación de Fred.
Pero
además de estos dos colores actúa otro en menor medida, pero no por ello menos
importante. El azul aparece tan sólo en dos ocasiones de forma dominante. Ambas
se refieren a las inmediaciones de la casa de Andy debido a la luz que emana de
la piscina, tanto cuando el protagonista es Fred como cuando es Pete (Baltasar
Getty), y en ambas las sospechas sobre el comportamiento disoluto de Renee/
Alice quedan constatadas, convirtiéndose este color, por tanto, en el reverso
del rojo, vinculándose a la verdad (aunque sea una visión parcial, ya que es la
verdad de Fred, “su verdad”). Esta dualidad de colores antagonistas tendrán su
convergencia en aquella imagen que destacábamos unos párrafos atrás, la de Fred
perseguido por la policía. Efectivamente, vemos su rostro desencajado como
reflejo de la presión que de su propio yo está recibiendo. Detrás de él, como
telón de fondo, las luces de la policía, rojas y azules, atormentándole.
Delante del coche aparece el otro color recurrente, el negro, en la carretera
que avanza hacia nosotros desde la profunda oscuridad, desde el negro infinito
del vacío que no lleva a ninguna parte, imagen que nos devuelve a los títulos
de crédito iniciales, formando esa estructura de espiral sin fin [5] que
es la locura de Fred, lo que nos sugiere que esa imagen de la carretera por la
que la cámara avanza es la única real de todo lo que vemos durante el metraje.
Todo lo demás es locura, demencia, desesperación.
Pero
centrándonos en el tema de la revista de este mes, los teléfonos tienen una
presencia constante durante todo el largometraje. Desde la primera llamada por
el interfono en la que se oye la frase “Dick Laurent está muerto” y que cerrará
la película como si de un bucle se tratara, se pueden contar hasta diez
llamadas de teléfono. Sin duda, la más significativa y la que da sentido al
título de este análisis (además de la confusión de nombres y apariencias del
personaje protagonista, aquel con el que nos sentimos identificados y que, a la
vez, nos produce tal desconcierto) es la que hace Fred por el móvil que le da
el Hombre Misterioso (Robert Blake). La aparición de este personaje resulta
turbadora desde su primera manifestación en el mismo rostro de su esposa, tras
contarle un sueño en el que, según sus palabras, “estabas en la cama, se te
parecía, pero no eras tú”, aludiendo a las sospechas que comienza a tener sobre
ella, una mujer con la que convive pero que parece no conocer. Es, pues, este
Hombre Misterioso una proyección subconsciente de Fred, aquel que representa la
pasión, los sentimientos más exacerbados, en definitiva una materialización
visual de sus profundos celos. Al tenderle en dicha escena un móvil y comprobar
que efectivamente también está en su casa (“Tú me invitaste. No tengo costumbre
de ir allí donde no me llaman”), el teléfono
pasa de ser un medio de comunicación con lo más profundo de su yo, desde el que
acuden sus frustraciones y sus miedos más recónditos bajo la apariencia
de un elemento físico incontestable por su carácter empírico, comprobable (como
lo son las videocámaras, odiadas por Fred por reflejar la realidad tal como es
y no como a él le gusta recordarlas).
Para
terminar, nos remitiremos al psicoanálisis para centrarnos en la profundidad
psicológica de los personajes que aparecen en esta obra. Fred, ante lo que ha
cometido y que no puede soportar, reparte la responsabilidad, y lo hace en
términos freudianos. Él mismo y su alter ego Pete [6]
representarían el Yo,
la parte de nuestra conciencia más cercana a la realidad objetiva. El Ello estaría encarnado
por el Hombre Misterioso, representando aquella parte del inconsciente donde
dominan libres los instintos. Para el Superyó (es
decir, la instancia moral, la proyección idealizada del Yo creada para
reprimir al Ello
mediante una serie de códigos morales) Andrés Hispano recurre a los padres de
Pete, argumentándolo de la siguiente manera: “Pete recibe una llamada del mismo
[Hombre Misterioso] ante la presencia de sus padres, ineficaz Superyó elaborado
a medida y parte fundamental del decorado idílico en el que vive. Tras cruzar
unas palabras con él, sus progenitores desaparecen de la habitación borrados de
un plumazo: el Superyó
se derrumba del todo mientras el Ello impone su
ley sobre un indefenso y frágil Yo”. No sólo esto
no es descabellado, sino que tiene toda la lógica, ya que la forma moderna de vestir
de los padres (jeans,
cazadoras de cuero, gafas de sol) lleva a Fred a pensar que unos progenitores
así serían más comprensivos con sus actos que no unos tutores represores. Sin
embargo, yo me encamino a pensar en otra dirección: el Superyó estaría
aquí mejor representado por el personaje de Dick Laurent/ Mr. Eddie (Robert
Loggia), ya que cumple perfectamente el rol paternalista y demoníaco propio de
la filmografía lynchiana. Su figura represora (insiste a Pete en el hecho de
que no le sea infiel con su novia Alice, amedrentándole y amenazándole por
teléfono) contendría esta dimensión moral para su comportamiento. De hecho, la
circunstancia de que sea el Hombre Misterioso (el Ello) quien le
alargue a Fred (el Ego)
un cuchillo (elemento simbólico sexual masculino) para que mate a Dick Laurent
justifica que el propio Fred adquiera el papel de ecuánime juez, reservando
para sí la posesión del código moral al eliminar al personaje perverso causante
de las infidelidades de su esposa. Es decir, el Yo y el Superyó convergen
en la misma persona, el “justiciero” capaz de justificar el asesinato. Por eso
es el propio Fred quien se da a sí mismo la noticia de la muerte de Dick
Laurent justo en el momento en el que la luz de la mañana deja ver las huellas
de su crimen. Sin embargo dentro de sí hay un gran conflicto, ya que mientras
una parte de su Yo
permanece sentada en su habitación, conviviendo con los restos de su masacre,
la otra no se resigna a la realidad, perseverando en una huída infinita hacia
ninguna parte a través de una carretera sin fin.
[1] Seguramente su libro David Lynch: Claroscuro
americano (Ediciones Glénat, Barcelona, 1998) sea uno de los análisis más
serios y fiables sobre la obra y el universo de este director.
[2] A vueltas con el personaje creado por Lewis Carroll, hay
aquí también muchas referencias al mito de Alicia: así se llama la protagonista
rubia; la acción se desarrolla en un mundo soñado, imaginado; hay una
significativa aparición de espejos; etc.
[3] Aunque tenga a su vez un precedente en la cortina azul
de los títulos de crédito de Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986).
[4] El cambio físico entre Fred y Pete se preludia
precisamente de una apertura visual de la celda a modo de telón teatral, tras
el cual se ve la famosa “implosión” de la casa del desierto donde se deshará de
nuevo la conversión, debido al desenmascaramiento de la verdadera personalidad
de Alice, trasunto de manipuladora, de actriz bajo el haz de luz de los focos
del coche mientras realiza el fingido acto sexual.
[5] Son muchas las similitudes de esta obra con Vértigo:
estructura de forma elíptica, sin salida; la pareja protagonista la encarnan un
hombre-niño (impotente sexual) y una mujer-trampa (femme fatale); la
duplicidad rubia/ morena; o la atracción sexual por la mujer muerta, entre
otras.
[6] La disolución del yo es denominado en psiquiatría con el
término de doppelgänger, literalmente “doble andante”, y que hace
referencia a un supuesto “doble diabólico” que todos tenemos y cuya visión trae
mala suerte, incluso llegando a augurar la muerte. David Lynch ya tocó este
tema en Twin Peaks.
(artículo aparecido en el nº. 133 de Versión Original —diciembre
de 2005— dedicado a "Teléfonos")
No hay comentarios:
Publicar un comentario