miércoles, 15 de mayo de 2013

¿CÓMO ME LLAMO?


La evolución de la tecnología es imparable. El progreso avanza a un ritmo geométrico, a veces difícil de acaparar por su rapidez. Su desarrollo, sobre todo en estos últimos años (no olvidar que hemos pasado de la era nuclear a la era digital casi sin percatarnos de ello), produce vértigo con sólo repasar los adelantos que tenemos delante de nuestros ojos. Gracias a la telefonía móvil estamos localizados las veinticuatro horas del día, en la mayor parte del mundo, aunque esto suponga a veces una esclavitud en sí misma. Las comunicaciones nos hacen el mundo cada vez más pequeño (El mundo es uno reza el título de un extenso ensayo de Arthur C. Clark sobre la historia de las comunicaciones transatlánticas), pudiendo comunicarnos en tiempo real con una persona en la otra punta del mundo. Las antípodas ya no son tales, tomando el punto más alejado del planeta como cercano. La extrañeza que hace un par de décadas nos podía producir el ver por la calle a alguien de distinta raza o hablando un idioma extranjero nos resulta ahora un hecho cotidiano. El género humano está más comunicado que nunca, compartiendo ideas y formas de entender la vida, teniendo al alcance de su mano la tecnología más avanzada y, sin embargo, cada vez nos encerramos más en nosotros mismos. ¿Por qué? Quizás no sea éste el momento ni el lugar para tratar de dar soluciones o explicaciones a un problema del que, mucho me temo, sólo estamos observando su estadio embrionario. Puede que únicamente nos quede la alternativa de mantenernos al margen asumiendo nuestro rol de espectadores y observar a través de la mirada del cine las causas y las consecuencias de este grave problema.

Sin duda, una de las manifestaciones que para un director pueda resultar de las más atractivas sea la de la incomunicación en la pareja. No es algo novedoso o exclusivo de la sociedad moderna, pero si es un síntoma que se acrecienta y acentúa por la vertiginosa vorágine de nuestra sociedad, cada vez más solícita de rapidez (la fast food no es más que un reflejo de nuestra fast life). Las puertas de nuestros hogares encierran a seres que no exteriorizan sus problemas. Como una bola de nieve que rueda ladera abajo, la falta de diálogo se convierte en una acumulación de frustraciones, estallando violentamente en grandes titulares de prensa en algunas ocasiones. En Carretera perdida (Lost Highway, 1996) hay algo de esto.


Advierto de antemano que el lector ya haya visto esta película, más aún, que la tenga fresca en la memoria, ya que voy a obviar el hecho de contar el argumento, debido fundamentalmente a que la gran cantidad de detalles que se aprecian en ella, al ponerlos en su contexto discursivo, lastraría de tal manera este análisis que terminaría por resultar inabarcable en extensión. Así pues, nos centraremos en desarrollar una serie de teorías sobre su posible significado.

Para Andrés Hispano [1], “la secuencia correcta de los hechos, simple por fuerza, sería ésta: Fred es un hombre que sospecha de su mujer. Un día la sigue hasta un hotel (el Lost Highway Hotel) y la descubre con otro hombre (Dick Laurent). Espera a que ella se vaya y dispara contra él. Vuelve a casa y mata a su mujer. Al amanecer se da cuenta de lo que ha hecho, de que va a ser detenido, juzgado y quizás ejecutado. Fred imagina entonces cómo habrían sido las cosas en un mundo idealizado. Es en este momento en el que comienza a volverse loco, cuando Fred toma la carretera a ninguna parte a la que alude el título”. Apunta este análisis a la posibilidad de que la locura de Fred comience en el momento mismo en el que comienza la película, es decir, él sentado en la cama, al amanecer, fumando un cigarrillo después de haber matado a su esposa. El hecho de que el protagonista se encuentre ante un espejo [2] y que éste le devuelva una imagen reconocible, la suya, pero virtual al fin y al cabo, puede llevarnos sin duda a pensar así. Pero puede que Lynch haya incluso ido un poco más allá, ya que hay muchos elementos que pone a nuestra disposición para que todo converja en la última imagen que tenemos de Fred (Bill Pullman), aquella en la que es perseguido finalmente por la policía.


Ya apuntábamos en el análisis dedicado a Mulholland Drive (Versión Original nº 122, Diciembre 2004) la importancia que para Lynch adquieren los colores como significantes simbólicos. En Carretera Perdida los elementos cromáticos fundamentales son el rojo y el negro. Sobre todo es en la primera parte de la película, aquella que nos narra la (aburrida y poco comunicativa) vida conyugal de Fred y Renee (Patricia Arquette), donde aparecen insistentemente estos dos colores. Además del tono sombrío de toda la cinta (ambientada en su mayoría en la noche), el color negro se manifiesta profusamente en todas las prendas de vestir que portan la mayoría de los personajes, e incluso en la sábanas de la cama del matrimonio protagonista (algo que habla por sí sólo sobre sus relaciones sexuales), adquiriendo todo un aspecto tétrico, siniestro, como si la pantalla sólo estuviera habitada por sombras, espectros de aquellos que ya no están vivos sino en la imaginación de Fred.

Todos estos elementos negros se combinan casi a partes iguales con el color rojo. Como ya escribimos en el citado análisis de Mulholland Drive, éste es un color asociado a la pasión y, sobre todo, a la mentira, a la traición, por lo tanto a los celos, aquel sentimiento que Fred no puede controlar. Su rostro teñido por una intensa luz roja que le baña por completo mientras comprueba que su mujer no responde a su llamada sería uno de los mejores ejemplos. Pero uno de los elementos más turbadores que aparecen en la película es, sin duda, aquel que desencadena toda la complejidad a la hora de aprehender qué ocurre desde un determinado momento del metraje: la cortina roja. Este hallazgo simbólico surgió en la serie televisiva Twin Peaks [3] para constatar la separación de dos mundos, el consciente y el subconsciente, con una clara connotación teatral, y que aquí le sirve a Fred para crear un mundo de representación total que justifique de alguna manera el asesinato de su esposa. La aparición de este telón es brevísima, casi fugaz (aquel en el que después de la fiesta de Andy entra solo en la casa), pero marca de forma inexorable el paso de lo que podríamos definir como una “tensa clama” a la paranoia total, un trayecto iniciático por los oscuros pasillos de la casa que culmina en el desconcertante cambio de personalidad de la celda, lo que en términos psiquiátricos se denomina una fuga psicogénica [4].


Pero además de estos dos colores actúa otro en menor medida, pero no por ello menos importante. El azul aparece tan sólo en dos ocasiones de forma dominante. Ambas se refieren a las inmediaciones de la casa de Andy debido a la luz que emana de la piscina, tanto cuando el protagonista es Fred como cuando es Pete (Baltasar Getty), y en ambas las sospechas sobre el comportamiento disoluto de Renee/ Alice quedan constatadas, convirtiéndose este color, por tanto, en el reverso del rojo, vinculándose a la verdad (aunque sea una visión parcial, ya que es la verdad de Fred, “su verdad”). Esta dualidad de colores antagonistas tendrán su convergencia en aquella imagen que destacábamos unos párrafos atrás, la de Fred perseguido por la policía. Efectivamente, vemos su rostro desencajado como reflejo de la presión que de su propio yo está recibiendo. Detrás de él, como telón de fondo, las luces de la policía, rojas y azules, atormentándole. Delante del coche aparece el otro color recurrente, el negro, en la carretera que avanza hacia nosotros desde la profunda oscuridad, desde el negro infinito del vacío que no lleva a ninguna parte, imagen que nos devuelve a los títulos de crédito iniciales, formando esa estructura de espiral sin fin [5] que es la locura de Fred, lo que nos sugiere que esa imagen de la carretera por la que la cámara avanza es la única real de todo lo que vemos durante el metraje. Todo lo demás es locura, demencia, desesperación.

Pero centrándonos en el tema de la revista de este mes, los teléfonos tienen una presencia constante durante todo el largometraje. Desde la primera llamada por el interfono en la que se oye la frase “Dick Laurent está muerto” y que cerrará la película como si de un bucle se tratara, se pueden contar hasta diez llamadas de teléfono. Sin duda, la más significativa y la que da sentido al título de este análisis (además de la confusión de nombres y apariencias del personaje protagonista, aquel con el que nos sentimos identificados y que, a la vez, nos produce tal desconcierto) es la que hace Fred por el móvil que le da el Hombre Misterioso (Robert Blake). La aparición de este personaje resulta turbadora desde su primera manifestación en el mismo rostro de su esposa, tras contarle un sueño en el que, según sus palabras, “estabas en la cama, se te parecía, pero no eras tú”, aludiendo a las sospechas que comienza a tener sobre ella, una mujer con la que convive pero que parece no conocer. Es, pues, este Hombre Misterioso una proyección subconsciente de Fred, aquel que representa la pasión, los sentimientos más exacerbados, en definitiva una materialización visual de sus profundos celos. Al tenderle en dicha escena un móvil y comprobar que efectivamente también está en su casa (“Tú me invitaste. No tengo costumbre de ir allí donde no me llaman”), el teléfono pasa de ser un medio de comunicación con lo más profundo de su yo, desde el que acuden sus frustraciones y sus miedos más recónditos bajo la apariencia de un elemento físico incontestable por su carácter empírico, comprobable (como lo son las videocámaras, odiadas por Fred por reflejar la realidad tal como es y no como a él le gusta recordarlas).


Para terminar, nos remitiremos al psicoanálisis para centrarnos en la profundidad psicológica de los personajes que aparecen en esta obra. Fred, ante lo que ha cometido y que no puede soportar, reparte la responsabilidad, y lo hace en términos freudianos. Él mismo y su alter ego Pete [6] representarían el Yo, la parte de nuestra conciencia más cercana a la realidad objetiva. El Ello estaría encarnado por el Hombre Misterioso, representando aquella parte del inconsciente donde dominan libres los instintos. Para el Superyó (es decir, la instancia moral, la proyección idealizada del Yo creada para reprimir al Ello mediante una serie de códigos morales) Andrés Hispano recurre a los padres de Pete, argumentándolo de la siguiente manera: “Pete recibe una llamada del mismo [Hombre Misterioso] ante la presencia de sus padres, ineficaz Superyó elaborado a medida y parte fundamental del decorado idílico en el que vive. Tras cruzar unas palabras con él, sus progenitores desaparecen de la habitación borrados de un plumazo: el Superyó se derrumba del todo mientras el Ello impone su ley sobre un indefenso y frágil Yo”. No sólo esto no es descabellado, sino que tiene toda la lógica, ya que la forma moderna de vestir de los padres (jeans, cazadoras de cuero, gafas de sol) lleva a Fred a pensar que unos progenitores así serían más comprensivos con sus actos que no unos tutores represores. Sin embargo, yo me encamino a pensar en otra dirección: el Superyó estaría aquí mejor representado por el personaje de Dick Laurent/ Mr. Eddie (Robert Loggia), ya que cumple perfectamente el rol paternalista y demoníaco propio de la filmografía lynchiana. Su figura represora (insiste a Pete en el hecho de que no le sea infiel con su novia Alice, amedrentándole y amenazándole por teléfono) contendría esta dimensión moral para su comportamiento. De hecho, la circunstancia de que sea el Hombre Misterioso (el Ello) quien le alargue a Fred (el Ego) un cuchillo (elemento simbólico sexual masculino) para que mate a Dick Laurent justifica que el propio Fred adquiera el papel de ecuánime juez, reservando para sí la posesión del código moral al eliminar al personaje perverso causante de las infidelidades de su esposa. Es decir, el Yo y el Superyó convergen en la misma persona, el “justiciero” capaz de justificar el asesinato. Por eso es el propio Fred quien se da a sí mismo la noticia de la muerte de Dick Laurent justo en el momento en el que la luz de la mañana deja ver las huellas de su crimen. Sin embargo dentro de sí hay un gran conflicto, ya que mientras una parte de su Yo permanece sentada en su habitación, conviviendo con los restos de su masacre, la otra no se resigna a la realidad, perseverando en una huída infinita hacia ninguna parte a través de una carretera sin fin.



[1] Seguramente su libro David Lynch: Claroscuro americano (Ediciones Glénat, Barcelona, 1998) sea uno de los análisis más serios y fiables sobre la obra y el universo de este director.
[2] A vueltas con el personaje creado por Lewis Carroll, hay aquí también muchas referencias al mito de Alicia: así se llama la protagonista rubia; la acción se desarrolla en un mundo soñado, imaginado; hay una significativa aparición de espejos; etc.
[3] Aunque tenga a su vez un precedente en la cortina azul de los títulos de crédito de Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986).
[4] El cambio físico entre Fred y Pete se preludia precisamente de una apertura visual de la celda a modo de telón teatral, tras el cual se ve la famosa “implosión” de la casa del desierto donde se deshará de nuevo la conversión, debido al desenmascaramiento de la verdadera personalidad de Alice, trasunto de manipuladora, de actriz bajo el haz de luz de los focos del coche mientras realiza el fingido acto sexual.
[5] Son muchas las similitudes de esta obra con Vértigo: estructura de forma elíptica, sin salida; la pareja protagonista la encarnan un hombre-niño (impotente sexual) y una mujer-trampa (femme fatale); la duplicidad rubia/ morena; o la atracción sexual por la mujer muerta, entre otras.
[6] La disolución del yo es denominado en psiquiatría con el término de doppelgänger, literalmente “doble andante”, y que hace referencia a un supuesto “doble diabólico” que todos tenemos y cuya visión trae mala suerte, incluso llegando a augurar la muerte. David Lynch ya tocó este tema en Twin Peaks.



(artículo aparecido en el nº. 133 de Versión Original —diciembre de 2005— dedicado a "Teléfonos")

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