El valor de una obra de arte es
relativo. Los parámetros que podemos utilizar para juzgarla, incluso aunque nos
puedan parecer objetivos y/o científicos, se modifican con el paso de tiempo y
de los gustos más allá de sus valores inherentes. Tan pronto un artista saborea
las mieles del éxito en vida como cae en el olvido rápidamente. Y viceversa.
Herman Melville nunca logró ver una buena crítica de su apoteósico Moby Dick,
Van Gogh sólo consiguió vender un cuadro en vida… Las fluctuaciones en cuanto a
los criterios para apreciar la grandeza de un maestro pueden ser tan variables
como lo fueron con la obra de El Greco, que pasó de ser pintor de la Corte de
Felipe II a caer en el olvido para ser rescatado posteriormente por el filtro
de los románticos. El tiempo se convierte, por lo tanto, en un componente más a
tener en cuenta a la hora de asimilar la grandeza de toda creación. Es la
distancia que se forja con el paso de los años, incluso de los siglos, la que
proporciona a la humanidad ese tamiz para discernir aquello que resulta vital,
que representa los valores de una cultura que le proporcionan su identidad.
El cine, como manifestación
artística que es, sufre los embates del devenir del mismo modo que cualquier
otro formato de expresión creativa. Lo que en su día fuera aplaudido hoy puede
estar más que olvidado. En 1980 concurrieron a los Oscar tres películas de muy
distinto signo creativo: Cabeza borradora (Eraserhead), la opera
prima de David Lynch; Toro salvaje (Raging Bull), una de las
mejores cintas de un Martin Scorsese en plena racha creativa; y Gente
corriente (Ordinary People), que también suponía el debut de su
director tras las cámaras (Robert Redford), en este caso tras una exitosa
carrera como actor de más de veinte años. Hoy en día las dos primeras
permanecen como obras cumbres del cine reciente, mientras que la última, a
pesar de obtener la “preciada estatuilla dorada”, no pasa de ser un mediocre
melodrama, hasta cierto punto olvidable.
Aunque el número de premios que
una película consiga no debería distraernos sobre sus verdaderas cualidades (y
menos aún si se trata de los que reparte la Academia de Hollywood), sí que
puede resultar un indicador de por dónde circulan los gustos de una determinada
época, sobre todo si la brecha de tiempo abierta se hace cada vez más abultada.
Por eso, por las mismas fechas por las que los directores arriba citados
lidiaban por conseguir el reconocimiento de su industria, uno de los
realizadores capitales para entender el cine norteamericano de los años setenta,
Francis Ford Coppola, abordaba un proyecto ambicioso y vanguardista que le
llevaría a uno de sus más estrepitosos batacazos económicos y artísticos. En
1982 se estrenaba Corazonada (One from the heart)… y las fieras
se desataron. Sin duda, si yo hubiera sido crítico hace veinticinco años, la
hubiera destrozado con la misma saña con la que crítica y público la
recibieron. De hecho, no ha sido sino hasta fechas recientes cuando esta
película ha empezado a ser reivindicada, en absoluto como una obra maestra,
sino como una película interesante que en su día no fue apreciada (más bien lo
contrario). Su barroca puesta en escena resultó ser demasiado abigarrada para
un público que, pretendiendo huir de los excesos psicóticos y alucinógenos de
la década recién dejada atrás, se estaba refugiando en la mesura de los
telefilmes (un dato que podría explicar la mayor aceptación de productos al
estilo de la mencionada Gente corriente, precisamente en el año
fundacional de la década de los ochenta), a lo que habría que añadir los nuevos
parámetros por los que se estaba moviendo un género como el musical desde la
década anterior, representado por el estilo marcado por Bob Fosse (Cabaret
–id., 1972-, Empieza el espectáculo -All that jazz, 1979-),
ya muy lejano de aquel espectáculo tan hermoso como artificioso que encontró su
apogeo con estrellas como Gene Kelly o Fred Astaire, y que ahora el maestro
nacido en Detroit pretendía retomar. ¿O quizás reinterpretar?
En un revelador artículo escrito
a tenor de la salida al mercado de esta película en DVD [1], Tomás
Fernández Valentí señalaba ciertas claves para entender por qué Coppola se
había embarcado en un proyecto como éste y lo había realizado de la manera en
que lo hizo. Según las palabras del propio director, lo que él trataba de
llevar a cabo era una auténtica revolución en el medio a través de lo que llamó
“el cine electrónico”, y que después de la revolución digital que nosotros
hemos vivido suena a cuento de las cavernas: supervisión a distancia del rodaje
desde un único centro de control mediante un circuito cerrado de cámaras;
novedosos equipos de edición; preproducción, producción y postproducción a un
mismo tiempo; etc. Todo un alarde de innovaciones para la época. Y todo ello en
unos decorados que reconstruían fielmente las calles de Las Vegas, como en los
viejos (y buenos) tiempos del gran musical.
Es quizás este aspecto de “cine
electrónico” lo que explique uno de los detalles de la puesta en escena que
encontramos al finalizar los títulos de crédito (una introducción a la película
plagada de elementos que nos remiten a esa representación forzada que luego se
potenciará con los decorados: el telón que se abre, la luna sobre las nubes,
los neones en medio de la oscuridad que parecen generar luz de manera
autónoma…): la cámara se introduce materialmente a través de la estructura de
uno de los anuncios de neón en un alarde de plano imposible, desapareciendo así
su dimensión física, anunciando de esta manera que las imágenes que reproducen
la historia parecen forjarse por sí mismas, por su intrínseca necesidad de ser
contadas. Los medios de producción parecen evaporarse, pasando a un último
plano, tomando auténtica importancia el desarrollo visual del argumento como
una proyección imaginaria, fantástica. Pero, ¿de quién, si el propio director
parece apartarse como demiurgo al negar su propia mirada, aquella que capta por
el objetivo de la cámara? ¿Quizás esté delegando en esa luna que tan
artificialmente se nos ha presentado, flotando entre las nubes, y que
inmediatamente después nos ofrece a vista de pájaro el escenario de las luces
de la ciudad entre las tinieblas del árido desierto (allí donde unos amantes
parecen haber caminado de la mano con sus pies desnudos sobre la arena, cuyas huellas
borra indefectiblemente el viento)?
Sin duda, como anuncian los
destellos en la noche de la gran ciudad, la luz se convierte en este filme en
un elemento maleable, tangible, plenamente físico. Su presencia se convierte en
una auténtica declaración de principios, tan presente dentro de su metraje como
que la primera imagen que nos encontramos es, precisamente, la de un foco
(elemento de producción cinematográfica que hace posible el registro) que
nos ilumina de forma directa (quizás como protagonistas en primera persona de
la dramatización), pasando su contorno de enmarcar los nombres del elenco a
confundirse con el perfil de esa luna que (suponemos) nos está sirviendo como
una narradora a distancia, pero que a su vez parece influir notablemente sobre
los personajes, a tenor de su extraño y sorprendente comportamiento (no olvidar
que la luna se relaciona tanto con lo romántico como con la locura).
Es la luz a través de su teatral
puesta en escena (las constantes mutaciones de color y perspectiva a la que la
fuerza Storaro) la que marca la situación de cada personaje dentro del
argumento, su personalidad y psicología, e incluso su propio devenir vital.
Así, y obviando como siempre el desarrollo argumental de la película (“un
clásico es aquella obra que no es necesario haber leído para conocer de qué
trata”, decía Victor Hugo), nos encontramos con la pareja protagonista, Franny
(Teri Garr) y Hank (Frederic Forrest) y el conflicto que en ellos se produce el
día de su quinto aniversario [2] a raíz de mostrar su inquietudes
vitales: ella le regala unos pasajes de avión para ir a Bora-Bora de vacaciones
y él le entrega a su vez las escrituras de la casa. O dicho de otro modo: ella
pretende un paraíso lleno de luz que evoca lo idílico en una imaginación saturada
como la suya, aludiendo a la vez al dinamismo del viaje, del cambio temporal de
residencia, mientras que él apuesta por el inmovilismo, por el sedentarismo,
por la estabilidad (quiere tener un hijo y le reprocha a ella que se ponga
diafragma en su relaciones sexuales), por el materialismo (apuntando a la
inversión de tener una propiedad, en contraposición con la espiritualidad de
Franny) y, por extensión, por resguardarse en las sombras que proyectan techo y
paredes [3].
Así, podríamos incluso vincular
la personalidad de cada personaje con su actividad laboral (ella en la agencia
de viajes, enviando a personas a paraísos; él en el desguace, recogiendo
aquello ya inútil en un desolado paisaje que más recuerda al infierno), donde
diversos elementos de puesta en escena empujan a cada uno de ellos a su
personal inquietud: ella rodeada de maquetas de aviones y paisajes exóticos, él
bajo un enorme neón en el que unas estrellas describen una órbita para,
indefectiblemente, terminar cayendo al suelo. Por ello resulta curioso que,
tras su ruptura, cada uno de ellos encuentre a aquel ser que echaba de menos en
el otro (ella se topa con Ray –Raúl Julia-, un prototipo latino –el propio
Frank le llega a llamar “Rodolfo Vasellino”-; él conoce a Leila
(Natassja Kinski), una chica de circo de origen centroeuropeo; ambos, por lo
tanto, recurren a estereotipos foráneos, exóticos en relación a su calidad
racial de anglosajones) y, sin embargo, recorren un camino en sentido contrario
al que en principio se habían marcado, ya que ella termina haciendo el amor con
Ray en el apartamento de éste (viaja hacia el inmovilismo de un hogar) y él
acaba en el desierto dentro de un coche (de nuevo un elemento que nos remite a
la movilidad) en una escena plagada de imaginación.
Al final, cada uno de ellos
terminará por darse cuenta de lo que ha perdido, y lo harán con la luz como
elemento referencial: él cantando en el aeropuerto de forma patética y
desesperada “You’re my sunshine” [4], ella volviendo al hogar que
abandonó, inundando con su luz las penumbras en las que Frank se había
refugiado, pareciendo que la luna, con su luz distorsionada (la claridad que
proyecta no deja de ser el reflejo de la luz del sol, la estrella que nos
ofrece con su resplandor la realidad más objetiva y tangible), les ha iluminado
el camino que había de tomar su corazón (como alude el título de la película).
Es pues, con la perspectiva de un
cuarto de siglo más tarde, cómo esta película nos revela unos datos
sociológicos que incluso llegan a nuestros días, hasta la globalizada sociedad
occidental del siglo XXI, donde las separaciones parecen ser la tónica
dominante ante las frustraciones provocadas por una vorágine vital en la que
los encuentros de la pareja durante el fin de semana (después de una semana
laboral en la que prácticamente no existen momentos para el contacto físico, y
que es el panorama que se presenta dentro del filme, al transcurrir la acción
durante el periodo que va desde el sábado por la noche al domingo por la tarde)
se tornan en una insoportable convivencia con alguien que ha pasado a ser
prácticamente desconocido (los reproches que Frank y Franny se hacen mutuamente
nos llevan a pensar que son dos desconocidos con respecto a los seres que
fueron cinco años atrás, allá cuando se conocieron). No nos debería pues
extrañar que el mayor número de divorcios y separaciones se produzca después
del verano, tras una época de convivencia forzada tras meses de distanciamiento
[5].
A pesar de todo esto, en Corazonada
hay lugar para la esperanza: su estructura en forma de cuento clásico permite
que el happy end final no resulte artificioso ni forzado, sino una
consecuencia lógica de la moraleja del propio relato. Como la Dorothy de El
mago de Oz (una referencia ya mencionada en las notas a pie de texto [6]),
tanto Frank como, fundamentalmente, Franny consiguen vencer sus tentaciones de
ensoñación, realizando un camino de regreso hacia la realidad cotidiana, hacia
aquello que se ha estado a punto de perder por el juego con un capricho. Todos
en esta vida cambiamos, pero el auténtico valor está en la aceptación del Otro
tal y como es para poder admitirnos tal y como somos, reconociendo ese Yo que a
veces permanece oculto por las conveniencias y el miedo a ser juzgados y
heridos.
Coppola parece querer saldar
deudas con un género como el musical, potente en su intención de subyugar al
espectador y mantenerle peligrosamente alejado de su realidad, en un lugar
donde las impecables calles de cartón piedra se presentan sin mácula y los
personajes viven sin aparentes contradicciones. Los soportes físicos con los
que cada uno de ellos se evade resultan, pues, unas proyecciones ideales más
que unos personajes de carne y hueso, unos estereotipos cuasi perfectos en su
capacidad para hacerles soñar con una vida imaginada, tal y como se nos ofrece
en el cine comercial norteamericano (y, más concretamente, en las películas del
género referido). Así, esa “reinvención” a la que hacíamos referencia unos
párrafos más arriba no resulta tan descabellada de afirmar: el genio
italo-americano sabe de los peligros de una pantomima bien representada y los
denuncia. Sus orígenes familiares, ligados a la península transalpina, hablan
de una herencia forjada en la ópera [7], un género al que, si observamos
con atención, nunca ha dejado de recurrir en su puesta en escena.
(artículo aparecido en el nº. 151
de Versión Original —julio-agosto de 2007— dedicado a
"Separaciones")
[1]
En Dirigido por…, nº 339 (Noviembre 2004), pp. 44-47.
[2]
Precisamente el 4 de Julio, una fecha en la que las noches de los EE.UU. se
tiñen de luz por efecto de los fuegos artificiales de las celebraciones de la
Independencia
[3]
Sólo así se explicaría que, momentos después, afirme ante su amigo Moe (Harry
Dean Stanton): “¿Sabes qué tiene de malo América? Las luces. No hay intimidad.
Todo resplandece hasta cegarte. Y nada es real”, frase esta última que
justificaría que su persona se relacione durante todo el metraje con la luz de
color azul (ligazón con la realidad), mientras que Franny aparezca
constantemente envuelta en vivos tonos rojos (más en consonancia con su
espíritu evasivo, no comprometido y fantasioso), resultando su sexy vestido
rojo un elemento de puesta en escena que, incluso, la logra vincular con el
viaje iniciático de la Dorothy de El mago de Oz (aquella con la
presencia de este color en sus zapatos), unas concomitancias que aquí tan sólo
apuntaremos para que el atento espectador pueda desarrollar el juego.
[4]
Aprovechando la mención de una canción, no puedo desperdiciar la oportunidad de
resaltar la maravillosa banda sonora de Corazonada, donde las letras de
las canciones (interpretadas por Tom Waits y Crystal Gayle) contrapuntean
magníficamente los pensamientos internos de los protagonistas, casi al modo de
una tragedia griega o, como esperaba obtener el mismo Coppola, reproduciendo
una moderna ópera filmada.
[5]
Como ejemplo, este titular del Diario Sur del 30 de octubre de 2006 en
su sección de psiquiatría: “Un tercio de las parejas que se separan lo hacen
justo después del verano”.
[6]
Asumiendo la impopularidad que supone la autocita, remito al lector al análisis
abordado en torno a esta película en el número 125 de esta misma revista (Marzo
de 2005).
[7]
Recordar que su padre, Carmine Coppola (quien tiene un breve cameo en Corazonada
junto a su esposa en el interior de un ascensor) fue compositor y director de
orquesta (también en Broadway, cuna del musical), elaborando piezas para
algunos de los mejores proyectos de su hijo (El Padrino II, Apocalyse
Now, el Napoleón de Abel Gance, etc.).
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