jueves, 16 de mayo de 2013

CORAZONADA O LA CRISIS DE LA PAREJA MODERNA


El valor de una obra de arte es relativo. Los parámetros que podemos utilizar para juzgarla, incluso aunque nos puedan parecer objetivos y/o científicos, se modifican con el paso de tiempo y de los gustos más allá de sus valores inherentes. Tan pronto un artista saborea las mieles del éxito en vida como cae en el olvido rápidamente. Y viceversa. Herman Melville nunca logró ver una buena crítica de su apoteósico Moby Dick, Van Gogh sólo consiguió vender un cuadro en vida… Las fluctuaciones en cuanto a los criterios para apreciar la grandeza de un maestro pueden ser tan variables como lo fueron con la obra de El Greco, que pasó de ser pintor de la Corte de Felipe II a caer en el olvido para ser rescatado posteriormente por el filtro de los románticos. El tiempo se convierte, por lo tanto, en un componente más a tener en cuenta a la hora de asimilar la grandeza de toda creación. Es la distancia que se forja con el paso de los años, incluso de los siglos, la que proporciona a la humanidad ese tamiz para discernir aquello que resulta vital, que representa los valores de una cultura que le proporcionan su identidad.

El cine, como manifestación artística que es, sufre los embates del devenir del mismo modo que cualquier otro formato de expresión creativa. Lo que en su día fuera aplaudido hoy puede estar más que olvidado. En 1980 concurrieron a los Oscar tres películas de muy distinto signo creativo: Cabeza borradora (Eraserhead), la opera prima de David Lynch; Toro salvaje (Raging Bull), una de las mejores cintas de un Martin Scorsese en plena racha creativa; y Gente corriente (Ordinary People), que también suponía el debut de su director tras las cámaras (Robert Redford), en este caso tras una exitosa carrera como actor de más de veinte años. Hoy en día las dos primeras permanecen como obras cumbres del cine reciente, mientras que la última, a pesar de obtener la “preciada estatuilla dorada”, no pasa de ser un mediocre melodrama, hasta cierto punto olvidable.

Aunque el número de premios que una película consiga no debería distraernos sobre sus verdaderas cualidades (y menos aún si se trata de los que reparte la Academia de Hollywood), sí que puede resultar un indicador de por dónde circulan los gustos de una determinada época, sobre todo si la brecha de tiempo abierta se hace cada vez más abultada. Por eso, por las mismas fechas por las que los directores arriba citados lidiaban por conseguir el reconocimiento de su industria, uno de los realizadores capitales para entender el cine norteamericano de los años setenta, Francis Ford Coppola, abordaba un proyecto ambicioso y vanguardista que le llevaría a uno de sus más estrepitosos batacazos económicos y artísticos. En 1982 se estrenaba Corazonada (One from the heart)… y las fieras se desataron. Sin duda, si yo hubiera sido crítico hace veinticinco años, la hubiera destrozado con la misma saña con la que crítica y público la recibieron. De hecho, no ha sido sino hasta fechas recientes cuando esta película ha empezado a ser reivindicada, en absoluto como una obra maestra, sino como una película interesante que en su día no fue apreciada (más bien lo contrario). Su barroca puesta en escena resultó ser demasiado abigarrada para un público que, pretendiendo huir de los excesos psicóticos y alucinógenos de la década recién dejada atrás, se estaba refugiando en la mesura de los telefilmes (un dato que podría explicar la mayor aceptación de productos al estilo de la mencionada Gente corriente, precisamente en el año fundacional de la década de los ochenta), a lo que habría que añadir los nuevos parámetros por los que se estaba moviendo un género como el musical desde la década anterior, representado por el estilo marcado por Bob Fosse (Cabaretid., 1972-,  Empieza el espectáculo -All that jazz, 1979-), ya muy lejano de aquel espectáculo tan hermoso como artificioso que encontró su apogeo con estrellas como Gene Kelly o Fred Astaire, y que ahora el maestro nacido en Detroit pretendía retomar. ¿O quizás reinterpretar?


En un revelador artículo escrito a tenor de la salida al mercado de esta película en DVD [1], Tomás Fernández Valentí señalaba ciertas claves para entender por qué Coppola se había embarcado en un proyecto como éste y lo había realizado de la manera en que lo hizo. Según las palabras del propio director, lo que él trataba de llevar a cabo era una auténtica revolución en el medio a través de lo que llamó “el cine electrónico”, y que después de la revolución digital que nosotros hemos vivido suena a cuento de las cavernas: supervisión a distancia del rodaje desde un único centro de control mediante un circuito cerrado de cámaras; novedosos equipos de edición; preproducción, producción y postproducción a un mismo tiempo; etc. Todo un alarde de innovaciones para la época. Y todo ello en unos decorados que reconstruían fielmente las calles de Las Vegas, como en los viejos (y buenos) tiempos del gran musical.

Es quizás este aspecto de “cine electrónico” lo que explique uno de los detalles de la puesta en escena que encontramos al finalizar los títulos de crédito (una introducción a la película plagada de elementos que nos remiten a esa representación forzada que luego se potenciará con los decorados: el telón que se abre, la luna sobre las nubes, los neones en medio de la oscuridad que parecen generar luz de manera autónoma…): la cámara se introduce materialmente a través de la estructura de uno de los anuncios de neón en un alarde de plano imposible, desapareciendo así su dimensión física, anunciando de esta manera que las imágenes que reproducen la historia parecen forjarse por sí mismas, por su intrínseca necesidad de ser contadas. Los medios de producción parecen evaporarse, pasando a un último plano, tomando auténtica importancia el desarrollo visual del argumento como una proyección imaginaria, fantástica. Pero, ¿de quién, si el propio director parece apartarse como demiurgo al negar su propia mirada, aquella que capta por el objetivo de la cámara? ¿Quizás esté delegando en esa luna que tan artificialmente se nos ha presentado, flotando entre las nubes, y que inmediatamente después nos ofrece a vista de pájaro el escenario de las luces de la ciudad entre las tinieblas del árido desierto (allí donde unos amantes parecen haber caminado de la mano con sus pies desnudos sobre la arena, cuyas huellas borra indefectiblemente el viento)?


Sin duda, como anuncian los destellos en la noche de la gran ciudad, la luz se convierte en este filme en un elemento maleable, tangible, plenamente físico. Su presencia se convierte en una auténtica declaración de principios, tan presente dentro de su metraje como que la primera imagen que nos encontramos es, precisamente, la de un foco  (elemento de producción cinematográfica que hace posible el registro) que nos ilumina de forma directa (quizás como protagonistas en primera persona de la dramatización), pasando su contorno de enmarcar los nombres del elenco a confundirse con el perfil de esa luna que (suponemos) nos está sirviendo como una narradora a distancia, pero que a su vez parece influir notablemente sobre los personajes, a tenor de su extraño y sorprendente comportamiento (no olvidar que la luna se relaciona tanto con lo romántico como con la locura).

Es la luz a través de su teatral puesta en escena (las constantes mutaciones de color y perspectiva a la que la fuerza Storaro) la que marca la situación de cada personaje dentro del argumento, su personalidad y psicología, e incluso su propio devenir vital. Así, y obviando como siempre el desarrollo argumental de la película (“un clásico es aquella obra que no es necesario haber leído para conocer de qué trata”, decía Victor Hugo), nos encontramos con la pareja protagonista, Franny (Teri Garr) y Hank (Frederic Forrest) y el conflicto que en ellos se produce el día de su quinto aniversario [2] a raíz de mostrar su inquietudes vitales: ella le regala unos pasajes de avión para ir a Bora-Bora de vacaciones y él le entrega a su vez las escrituras de la casa. O dicho de otro modo: ella pretende un paraíso lleno de luz que evoca lo idílico en una imaginación saturada como la suya, aludiendo a la vez al dinamismo del viaje, del cambio temporal de residencia, mientras que él apuesta por el inmovilismo, por el sedentarismo, por la estabilidad (quiere tener un hijo y le reprocha a ella que se ponga diafragma en su relaciones sexuales), por el materialismo (apuntando a la inversión de tener una propiedad, en contraposición con la espiritualidad de Franny) y, por extensión, por resguardarse en las sombras que proyectan techo y paredes [3].


Así, podríamos incluso vincular la personalidad de cada personaje con su actividad laboral (ella en la agencia de viajes, enviando a personas a paraísos; él en el desguace, recogiendo aquello ya inútil en un desolado paisaje que más recuerda al infierno), donde diversos elementos de puesta en escena empujan a cada uno de ellos a su personal inquietud: ella rodeada de maquetas de aviones y paisajes exóticos, él bajo un enorme neón en el que unas estrellas describen una órbita para, indefectiblemente, terminar cayendo al suelo. Por ello resulta curioso que, tras su ruptura, cada uno de ellos encuentre a aquel ser que echaba de menos en el otro (ella se topa con Ray –Raúl Julia-, un prototipo latino –el propio Frank le llega a llamar “Rodolfo Vasellino”-; él conoce a Leila (Natassja Kinski), una chica de circo de origen centroeuropeo; ambos, por lo tanto, recurren a estereotipos foráneos, exóticos en relación a su calidad racial de anglosajones) y, sin embargo, recorren un camino en sentido contrario al que en principio se habían marcado, ya que ella termina haciendo el amor con Ray en el apartamento de éste (viaja hacia el inmovilismo de un hogar) y él acaba en el desierto dentro de un coche (de nuevo un elemento que nos remite a la movilidad) en una escena plagada de imaginación.

Al final, cada uno de ellos terminará por darse cuenta de lo que ha perdido, y lo harán con la luz como elemento referencial: él cantando en el aeropuerto de forma patética y desesperada “You’re my sunshine” [4], ella volviendo al hogar que abandonó, inundando con su luz las penumbras en las que Frank se había refugiado, pareciendo que la luna, con su luz distorsionada (la claridad que proyecta no deja de ser el reflejo de la luz del sol, la estrella que nos ofrece con su resplandor la realidad más objetiva y tangible), les ha iluminado el camino que había de tomar su corazón (como alude el título de la película).


Es pues, con la perspectiva de un cuarto de siglo más tarde, cómo esta película nos revela unos datos sociológicos que incluso llegan a nuestros días, hasta la globalizada sociedad occidental del siglo XXI, donde las separaciones parecen ser la tónica dominante ante las frustraciones provocadas por una vorágine vital en la que los encuentros de la pareja durante el fin de semana (después de una semana laboral en la que prácticamente no existen momentos para el contacto físico, y que es el panorama que se presenta dentro del filme, al transcurrir la acción durante el periodo que va desde el sábado por la noche al domingo por la tarde) se tornan en una insoportable convivencia con alguien que ha pasado a ser prácticamente desconocido (los reproches que Frank y Franny se hacen mutuamente nos llevan a pensar que son dos desconocidos con respecto a los seres que fueron cinco años atrás, allá cuando se conocieron). No nos debería pues extrañar que el mayor número de divorcios y separaciones se produzca después del verano, tras una época de convivencia forzada tras meses de distanciamiento [5].

A pesar de todo esto, en Corazonada hay lugar para la esperanza: su estructura en forma de cuento clásico permite que el happy end final no resulte artificioso ni forzado, sino una consecuencia lógica de la moraleja del propio relato. Como la Dorothy de El mago de Oz (una referencia ya mencionada en las notas a pie de texto [6]), tanto Frank como, fundamentalmente, Franny consiguen vencer sus tentaciones de ensoñación, realizando un camino de regreso hacia la realidad cotidiana, hacia aquello que se ha estado a punto de perder por el juego con un capricho. Todos en esta vida cambiamos, pero el auténtico valor está en la aceptación del Otro tal y como es para poder admitirnos tal y como somos, reconociendo ese Yo que a veces permanece oculto por las conveniencias y el miedo a ser juzgados y heridos.


Coppola parece querer saldar deudas con un género como el musical, potente en su intención de subyugar al espectador y mantenerle peligrosamente alejado de su realidad, en un lugar donde las impecables calles de cartón piedra se presentan sin mácula y los personajes viven sin aparentes contradicciones. Los soportes físicos con los que cada uno de ellos se evade resultan, pues, unas proyecciones ideales más que unos personajes de carne y hueso, unos estereotipos cuasi perfectos en su capacidad para hacerles soñar con una vida imaginada, tal y como se nos ofrece en el cine comercial norteamericano (y, más concretamente, en las películas del género referido). Así, esa “reinvención” a la que hacíamos referencia unos párrafos más arriba no resulta tan descabellada de afirmar: el genio italo-americano sabe de los peligros de una pantomima bien representada y los denuncia. Sus orígenes familiares, ligados a la península transalpina, hablan de una herencia forjada en la ópera [7], un género al que, si observamos con atención, nunca ha dejado de recurrir en su puesta en escena.

(artículo aparecido en el nº. 151 de Versión Original —julio-agosto de 2007— dedicado a "Separaciones")


[1] En Dirigido por…, nº 339 (Noviembre 2004), pp. 44-47.

[2] Precisamente el 4 de Julio, una fecha en la que las noches de los EE.UU. se tiñen de luz por efecto de los fuegos artificiales de las celebraciones de la Independencia

[3] Sólo así se explicaría que, momentos después, afirme ante su amigo Moe (Harry Dean Stanton): “¿Sabes qué tiene de malo América? Las luces. No hay intimidad. Todo resplandece hasta cegarte. Y nada es real”, frase esta última que justificaría que su persona se relacione durante todo el metraje con la luz de color azul (ligazón con la realidad), mientras que Franny aparezca constantemente envuelta en vivos tonos rojos (más en consonancia con su espíritu evasivo, no comprometido y fantasioso), resultando su sexy vestido rojo un elemento de puesta en escena que, incluso, la logra vincular con el viaje iniciático de la Dorothy de El mago de Oz (aquella con la presencia de este color en sus zapatos), unas concomitancias que aquí tan sólo apuntaremos para que el atento espectador pueda desarrollar el juego.

[4] Aprovechando la mención de una canción, no puedo desperdiciar la oportunidad de resaltar la maravillosa banda sonora de Corazonada, donde las letras de las canciones (interpretadas por Tom Waits y Crystal Gayle) contrapuntean magníficamente los pensamientos internos de los protagonistas, casi al modo de una tragedia griega o, como esperaba obtener el mismo Coppola, reproduciendo una moderna ópera filmada.

[5] Como ejemplo, este titular del Diario Sur del 30 de octubre de 2006 en su sección de psiquiatría: “Un tercio de las parejas que se separan lo hacen justo después del verano”.

[6] Asumiendo la impopularidad que supone la autocita, remito al lector al análisis abordado en torno a esta película en el número 125 de esta misma revista (Marzo de 2005).

[7] Recordar que su padre, Carmine Coppola (quien tiene un breve cameo en Corazonada junto a su esposa en el interior de un ascensor) fue compositor y director de orquesta (también en Broadway, cuna del musical), elaborando piezas para algunos de los mejores proyectos de su hijo (El Padrino II, Apocalyse Now, el Napoleón de Abel Gance, etc.).

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