En 2005 nos sorprendió la
aparición de la primera película rodada íntegramente en euskara después de
trece años. Claro, después del rodillo ideológico y parlamentario del PP
acaudillado por Aznar los nacionalismos periféricos necesitaban recuperar sus
identidades más profundas, sobre todo las lingüísticas, más aún después de oír
absortos las confidencias del Presidente del Gobierno: Charlot (que Chaplin me
perdone) hablaba catalán en la intimidad. Suponemos, sin embargo, que no lo
aprendió en las Azores: allí más bien siguió practicando su acento tejano. Todo
pasa por la lengua, como vemos. Y es que casi siempre es preferible la versión
original para calibrar mejor las cosas que pasan a nuestro alrededor.
Con Aupa Etxebeste! Asier
Altuna y Telmo Esnal realizaron a cuatro manos una pequeña parábola a través de
una familia que decide pasar las vacaciones en su casa. Sin embargo, vista con
el paso del tiempo y con todo lo que nos está cayendo encima, parece hoy una
broma macabra: la imagen prototípica e impoluta que los protagonistas han
estado construyendo durante años de duro trabajo se viene abajo al arruinarse
su negocio, y ante las pretensiones del padre de familia de ser el próximo
alcalde del pueblo (bajo el lema que da título a la película) deciden que es
más importante el «qué dirán» que su propia integridad personal, haciendo ver a
todo el mundo que se van de vacaciones a Marbella en su flamante Mercedes
plateado, pero dando media vuelta nada más salir de su pueblo para meterse en
su propia casa con nocturnidad y alevosía, como si fueran unos vulgares cacos.
Desde los primeros minutos del
metraje vemos tres elementos que resultan más que curiosos:
1. la familia ha prosperado en el
pasado a través de una fábrica de txapelas, un negocio que hoy en día no
resulta rentable, por lo que ni siquiera aquellos que compartieron los momentos
más boyantes de su economía (léase, los financieros y banqueros) están
dispuestos ahora a dar un solo euro por una industria que parece obsoleta (su
imagen está ligada fundamentalmente con los jubilados y Josu Ternera);
2. no parece gratuito que decidan
irse de vacaciones a Marbella, paraíso del choriceo y de alcaldes corruptos; el
protagonista, ante sus reconocidas ínfulas de llegar a ser alcalde de sus
convecinos, no va a disfrutar de un merecido asueto junto con los suyos, sino
más bien se toma su veraniego viaje como si de unos «cursos de verano» se
tratara, intentando exportar un modelo político que le beneficie directamente
en su difícil situación empresarial [1];
y 3. la percepción de todos
aquellos que les rodean termina por hacerles esclavos de los convencionalismos
sociales: el hombre sin dinero es un cadáver andante, el que no tiene para irse
de vacaciones es un muerto de hambre, el que no tiene para sustentar a su
familia es un fracasado…; ante tal insulto deciden atrincherarse en su propio
hogar, iniciando la aventura de sobrevivir a base de los gatos y las palomas
que cazan el abuelo y el nieto, y recreando las condiciones climatológicas
exteriores a base de espejos debajo de los cuales toman el sol como si estuvieran
en la playa (Hawái, Bombay, son dos paraísos…).
Es a partir de entonces cuando,
detonada la primera mentira, aparecen todas las demás, pues parece ser que la
simulación de «no existir» (vacían la cisterna del baño cuando lo hace algún
otro vecino para disimular su ruido, tapan las ventanas con lonas para que no
se vean desde el exterior las luces y el fulgor del televisor, etc.) permite
que aparezcan como menores sus propios «pecadillos»: el hijo abandonó tres años
atrás sus estudios de empresariales porque quiere ser músico, el abuelo guarda
bajo el colchón un auténtico fortunón en una vieja maleta y, sobre todo y
verdaderamente significativo, el padre literalmente se desnuda al retirar de su
cabeza su molesto peluquín, eso que podríamos denominar como una «moderna
txapela» (o, al menos, cumpliendo sus mismas funciones, aunque con algún
sofisticado matiz). Y es curioso cómo entonces cada uno de ellos empieza a ser
verdaderamente libre, despojándose de sus respectivas ataduras, de aquello que
no les dejaba ser ellos mismos, sino su propia representación, aquello que los
demás les obligaban a ser, comenzando a colaborar y ayudarse mutuamente cuando
antes solo había desunión, comenzando a respetar las decisiones de los demás
cuando antes solo había imposición y comenzando a comprenderse cuando antes
solo había tolerante convivencia (materializado en el reencuentro sexual del
matrimonio protagonista).
Al ver las imágenes que esta
película propone me venían a la cabeza las de otra de tono más oscuro. Y es que
si de oscuridad se trata no hay nadie como Michael Haneke para pintarla. Con
todos sus filmes el director austríaco plasma un antes y un después en los
individuos que retrata, y las experiencias que éstos viven pueden ser tomadas
casi siempre como una «vacaciones extremas» que modifican su conducta y su
forma de ver la vida. Pero seguramente ninguna como El séptimo continente
(Der siebente Kontinent, 1989), donde encontramos unas cuantas imágenes
y situaciones que remiten directamente al filme vasco arriba propuesto, desde
los planos tomados desde el interior del coche dentro de un túnel de lavado
(alegoría de aquello que se abrillanta por fuera, enmascarando una situación
interior ajada por la presión) hasta el enclaustramiento en el hogar de una
familia al completo, abandonando todo contacto con el mundo exterior, creando
un grado de aislamiento mayor que el de la mismísima Antártida [2]. Y es
que las puertas de nuestras casas, con sus modernos sistemas de blindaje y sus
mirillas por las cuales otear las amenazas que provienen del rellano de la
escalera, no llegan tanto a protegernos de los demás como de nosotros mismos. “Georg
y Anna convierten su pluscuamperfecto hogar burgués en una especie de cueva,
embrutecida por los restos de una sociedad en descomposición pese a su aparente
asepsia”, decía Antonio José Navarro en un artículo sobre la obra del
director austriaco [3].
Pero más allá de que los
directores vascos propongan aquí una especie de homenaje a Haneke a través de
ciertas imágenes referenciales a una de sus obras más apocalípticas y cañeras
con nuestra forma de vida, creo más bien que lo que allí era derrota y
pesimismo (el final a través del suicidio colectivo frente al poster de
Australia, ese paraíso inalcanzable en el espacio, el tiempo y las
posibilidades económicas) aquí se convierte en puro didactismo por
contraposición. “Si El Séptimo Continente interesa, fascina, al
exponer con vivacidad e intensidad –pese a su gelidez- su escala de valores,
sus esquemas de clasificación, su huidizo sentido de la belleza, no es gracias
a su rigorismo filosófico, que excluye cualquier respiración humanística
compleja” [4]. La moraleja final de Aupa Etxebeste! surge de
su mirada positiva, de la capacidad transformadora que deviene de una situación
límite en la que unos personajes han sido despojados de sus circunstancias
bufonescas, sabiéndose reír de sí mismos y destapando la pantomima con ese
postrer guiño, en donde los actores saludan a cámara como mandan los cánones
del buen sainete.
Y yo me pregunto, ¿cuántos de
nosotros nos atrincheraremos este verano en nuestra casa, haciendo ver a
nuestros familiares y vecinos que estamos en el Caribe, Italia o Benidorm? Muy
recurrentemente oigo decir en bares y plazas que el gran drama de esta
temporada será que ese lujo burgués de irse de vacaciones se verá seriamente
mermado este año. Y lo oigo decir con mucha sorna, nombrando a los aludidos
como «los españolitos». Puede que, como comúnmente se denuncia, todos hayamos
vivido por encima de nuestras posibilidades, ocupando una burbuja que no sólo
era inmobiliaria, sino de mentalidad. Nuestras conciencias han estado mucho
tiempo llenas, por lo tanto, de aire, de una atmósfera muy viciada, repleta de
pretensiones, deformando aquellos seres que un día fuimos, cuando vivíamos en
pisos de sesenta metros cuadrados, con un radiador para toda la casa, los reyes
magos nos traían libros y ropa, y el viaje al lugar de vacaciones duraba casi
medio día enlatados en un cientoventisiete. Pero tampoco podemos olvidar
que esos momentos de merecido asueto son necesarios, incluso imprescindibles,
que trabajamos como robots (un término procedente del checo robota y que
significa, precisamente, «esclavo»: un tema que, por cierto, espero que dé
mucho juego en el próximo número de esta misma revista) para que en unos pocos
días de libertad podamos recargar las pilas y poder así soportar otra temporada
de explotación y de no ser nosotros mismos, sobre todo ahora que sabemos que el
sistema (eminentemente financiero) nos ha estado tomando el pelo, y ahora se
sorprende de que todos nos lo hayamos tomado tan mal. Y es que estamos viviendo
dentro de una comedia que, evidentemente, no tiene ni puta gracia.
Hoy puede que el drama para
muchos sea no poder ir a esquiar a los Alpes en Semana Santa o pegarse en
agosto un crucero a todo lujo por las islas griegas, pero siempre nos quedará
desempolvar la tienda de campaña para pasar unos efímeros días en algún modesto
camping lleno de encanto, al menos lejos de las asfixiantes y bochornosas
ciudades que nos agobian desde su rutina. Puede incluso que en la parcela de al
lado nos encontramos con esos vecinos del tercero derecha que, folleto en mano,
nos restregaron por las narices su esperado tour por la China milenaria.
Nada importa, siempre y cuando se grite sin complejos «¡Aúpa mi menda!».
(artículo aparecido en el nº. 173
de Versión Original —julio-agosto de 2009— dedicado a "Vacaciones")
[1]
Los autores de la cinta, con muy buen tino, no hacen ninguna referencia a la
filiación política de Patrizio Etxebeste, con lo que, para más inri ideológico,
parecen implícitamente situarlo en la esfera de los «independientes».
[2]
El continente antártico sería, en orden de (in)habitabilidad, el sexto
continente, un espacio que por sus extremas condiciones de gelidez es incapaz
de albergar ni alumbrar la vida, simbolizando todo aquello relacionado con la
muerte y la esterilidad. Ya que el título de la película de Haneke hace
referencia al hogar de clase media como un hipotético «séptimo continente»,
tendríamos que deducir que este último es un grado más (y, sin duda, final) en
la degradación de los ecosistemas aptos para que la vida se desarrolle de forma
natural.
[3]
“Apuntes sobre el cine de Michael Haneke”, Dirigido por…, nº. 362,
Diciembre de 2006 (p. 47).
[4]
Ib.
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