Dicen los que de esto saben (es
decir, los antropólogos, como siempre) que utilizamos el beso como símbolo de
amor porque es uno de los primeros gestos de supervivencia que utilizamos en
nuestras vidas: cuando en nuestros primeros meses de vida tomamos alimento lo
hacemos a golpe de beso, chupando del pezón de nuestra madre esa leche que nos
resulta vital para la sobrevivir en este mundo. Así pues hay algo de este acto
que se nos queda grabado en nuestro disco duro y que lo acabamos relacionando
con el cariño, pues a cada gesto de avanzar los labios y provocar ese chasquido
tan característico del beso estamos ligándonos a la vida. Y es curioso que con
ello nos comprometamos con nuestra condición de mamíferos, pues nuestra
situación de recién llegados (los 200 millones de años que llevamos sobre la
Tierra son, en términos geológicos y biológicos, una miseria de tiempo) todavía
pesa sobre nosotros, y ante la amenaza del pasado “reciente” de los grandes
saurios nos ha quedado marcado que no sólo somos diferentes, sino que somos
especiales, destinados (como así ha sucedido) a dominar el planeta con nuestra
capacidad para la adaptación y para dar y recibir amor para y por los nuestros,
lo cual nos hace verdaderamente fuertes frente a los demás. Cuando nos besamos
también apelamos a esa memoria y a esa forma de ver la vida, pasada de
generación en generación, de madre en madre, de pecho en pecho. Los besos no
son tan efímeros como nos parecen: dentro de sí contienen una identidad de
millones de años.
No hay duda que los besos son
especiales, y que con ellos explicamos en muchas ocasiones nuestra esencia, no
ya como especie, sino como sociedad. Ahí están todos esos besos de los cuentos.
Con ellos nos hemos otorgado un código para poder explicar ese paso en nuestras
vidas que es la pubertad. Nuestro pasado social manchado con la mirada machista
ha hecho que nos lleguen hasta nosotros todas estas historias teñidas con un
reparto de roles la mar de previsibles: es siempre el varón el que no sólo
descubre en la doncella el final de la inocencia y el principio de la
sexualidad, sino el que propicia, da permiso y visto bueno a la transformación
en su eterno papel de protector y hacedor. También la Biblia, ese emérito
conjunto de cuentos, relatos y fábulas que funcionan a nivel alegórico, nos ha
legado una buena historia con un beso: evidentemente, no podría ser otra que la
del beso de Judas a Cristo.
Al tratarse de historias tan
simbólicas, de lenguaje tan figurado, muchos autores se han dedicado a
fantasear con multitud de teorías sobre todo aquello que aparece en dicho magno
libraco. Una de las teorías que más me ha impactado ha sido la que el genial
Jorge Luis Borges trazó en su libro Ficciones (1944) en un relato
titulado «Tres versiones de Judas». Recuerdo que lo leí hace bien poquito, y
que las circunstancias de la lectura fueron muy especiales, mientras esperaba
en el aeropuerto de Marsella a embarcar con mi mujer, Marta, en un avión que
nos trajera a España tras unos maravillosos días en la ciudad francesa. Y
también recuerdo que durante todo el tiempo que permanecí en el avión no me
pude quitar de la cabeza la historia pergeñada por Borges, tan perturbadora me
pareció su teoría: “Limitar lo que [Cristo] padeció a la agonía de
una tarde en la cruz es blasfematorio. Afirmar que fue hombre y que fue incapaz
de pecado encierra contradicción; los atributos de impeccabilitas y de humanitas
no son compatibles. Kemnitz admite que el Redentor pudo sentir fatiga, frío,
turbación, hambre y sed; también cabe admitir que pudo pecar y perderse. […]
Dios totalmente se hizo hombre pero hombre hasta la infamia, hombre hasta la
reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los destinos
que traman la perpleja red de la historia; pudo ser Alejandro o Pitágoras o
Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue Judas”. Según estas palabras
se me ocurre una historia terrible, en la que Jesús, como en los mejores
ejemplos del timo de la estampita, tiene que conseguir que un primo se haga
pasar por él, pues tiene que asegurarse de que el objetivo (el sacrificio del
Mesías por los pecados de la humanidad) se cumpla, y él, al no estar seguro de
su fuerza de voluntad, se lo trata de endosar a otro, comiéndole previamente la
cabeza, llenándosela de pájaros, fabricando un fanático, un kamikaze, un
militante de Hamas forrado de cartuchos de dinamita a punto de inmolarse en el
nombre de Yahveh. Así, el beso de Judas a Cristo no sería un gesto de denuncia,
la entrega del maestro, una seña de un Edipo que se quiere redimir, sino la
señal de agradecimiento de un líder hacia el más sumiso de sus alumnos, aquel
que da permiso para ser el auténtico cordero para el sacrificio.
Sobre las perdiciones de un tipo
tan misterioso y oscuro en sus datos biográficos como fue Jesús de Nazaret
también especularon escritores como Nikos Kazantzakis y su celebérrima obra La
última tentación de Cristo llevada al cine con pulso, eclecticismo y
acostumbrados manierismos por Martin Scorsese (The last temptation of Christ,
1988). Para no estar a vueltas con su argumento, que creo que es de lo más
conocido, supongo que lo más provechoso será ahondar en algunos aspectos que
hacen de esta obra algo especial. Como por ejemplo, el uso que el realizador de
origen italiano hizo de sus dos protagonistas principales, Willem Dafoe como
Cristo y Harvey Keitel como Judas, ya que por una maravillosa simbiosis parece
como si Scorsese hubiera leído el relato de Borges (no tenemos datos ni para
afirmar esto ni para negarlo, por supuesto): sin que ambos hubieran dejado de
hacer papeles de villano en su carrera como actores (camellos, yonkis,
traficantes, atracadores, etc.) parece como si sus roles estuvieran invertidos,
y que esos rasgos tan afilados de Willem Dafoe que presumen a un psicópata o a
un sociópata fueran más propios para interpretar a Judas que a un personaje tan
seráfico como Jesús. Y viceversa, pues a priori parece transmitir una
mayor bondad en la mirada y en el gesto un tipo como Harvey Keitel como para
merecer la condena de tener que interpretar a uno de los personajes más odiados
de la cristiandad. Hay por lo tanto, y así de partida, una manipulación en la
sugerencia, una reinterpretación de las apariencias que nos llevan a
cuestionarnos si la Historia oficial (al menos la oficiosa, aquella que la
Iglesia en su conjunto ha querido transmitir) es como verdaderamente sucedió
(creo que somos todos lo suficientemente maduros y críticos como para saber que
las cosas casi nunca son como nos las quieren hacer creer, ¿verdad?). Sólo así
la dimensión de cada personaje se refuerza, y el maniqueísmo del relato
original se acaba por diluir en un mar de incógnitas, pues el propio Cristo
llega a pronunciar en la película una afirmación que resulta terrible en cuanto
a la Historia Sagrada: “Dios me dio el trabajo más fácil: ser sacrificado”.
Es de entender, pues, que aquel trabajo más difícil, el que conlleva más
mortificación, es el de Judas, el del delator, el que entrega a su maestro, y
puede que con esta lógica fuera el propio Jesús el que eligiera en algún
momento el tomar para sí el peor de los personajes, pues con él conminaría al
mundo a una purificación mayor con su propio ejemplo redentor.
Son esos mismos misterios los que
envuelven la figura de Cristo, un individuo que habla con Dios durante una
serie de ataques epilépticos y que acaba siendo él mismo (es decir, su destino,
lo que tiene que ser) por intercesión del fanatismo de su compañero Judas, el
baluarte de la ortodoxia, de la pureza, del dogmatismo, que necesita de un
líder (y no a cualquier líder, sino de uno muy concreto) para la consecución de
su obra, para adquirir su sentido en el mundo y en la Historia. Es así como
empuja a Cristo a ser realmente Cristo, a fabricarse su propio adalid, ese
Mesías enviado por Dios al que el propio Cristo desea crucificar. A él y a
todos los que vengan detrás de él, pues lo considera una prueba de fuego
impuesta por su dios para mortificarle y, de paso, purificarle [1]. Es
por eso que acepta la misión que Judas le encomienda, no porque sea su
cometido, sino porque es lo mejor para ambos, ya que se retroalimentan de sus
propias necesidades materiales y espirituales. Así se forjan los mitos [2].
Por eso al final, en su delirio,
ni siquiera Cristo puede dominar a su propio personaje, el cual se ha vuelto
una pesadilla incluso para él. En su “fuga psicogénica” [3], hecho un
venerable anciano padre de familia después de haber descendido de la cruz,
tiene esta discusión con Saulo, el que será futuro San Pablo:
Pablo: “Mira alrededor tuyo.
Mira a toda esa gente. Mira sus caras. ¿Ves cuán infelices son? ¿Ves cuanto
están sufriendo? Su única esperanza es el Jesús resucitado. No me importa si tú
eres Jesús o no. El Jesús resucitado salvará el mundo y eso es lo que importa.”
Jesús: “Esas son mentiras. No
puedes salvar al mundo con mentiras.”
Pablo: “Yo creé la verdad de
lo que la gente necesitaba y de lo que ellos creían. Si tengo que crucificarte
para salvar el mundo, entonces lo haré. Y si tengo que resucitarte, entonces lo
haré también.” –Para después rematar-: “Ves, tú no sabes cuánta gente
necesita a Dios. No sabes cuán felices Él los puede hacer. Felices de hacer
cualquier cosa. Él puede hacerlos felices de morir y ellos morirán. Todo por
amor a Cristo. Jesús Cristo. Jesús de Nazaret. El Hijo de Dios. El Mesías. No
por ti. No por amor a ti. Estoy contento de haberte encontrado. Porque ahora
puedo olvidar todo de ti. Mi Jesús es mucho más importante y mucho más
poderoso. Gracias. Fue bueno haberte encontrado.”
Es al final esa idea y esa imagen
que todos tienen de Cristo la que inunda de fe su confianza y su esperanza [4].
Es el icono exportado por todo el mundo, manipulado y moldeado para un fin en
concreto: la dominación de las mentalidades, aunque su sentido más prístino y
aquel que nos ha llegado hasta nosotros no tengan demasiado que ver. Y las
primeras que hay que convencer son las de aquellos que son sus ministros, sus
elegidos, los comerciantes que vender ilusión en la vida ultraterrena. Y yo me
pregunto, ¿cómo verán realmente a Cristo las monjas? ¿Soñarán con él? ¿Qué tipo
de sueños tendrán aquellas que dicen haberse “casado” con Él? Supongo que ellas
verán a Cristo como un superhéroe, aquel que se interponía entre los
linchadores y la pecadora. Un joven alto, guapo y rubio que cada noche viene a
visitarlas a su celda, y las acaba poseyendo en un amor infinito lleno de gozo.
Es como esa maravillosa escultura de Bernini que está en el Vaticano, donde
Santa Teresa de Jesús es traspasada por un rayo de amor y misericordia, y su
rostro relajado indica un clímax bestial, un orgasmo de tal brutalidad que es
capaz de elevarla del suelo para transportarla con su querido amante, allá
donde se encuentre. Es como en la película de Ray Loriga, Teresa, el cuerpo
de Cristo (España- Reino Unido- Francia, 2007), con esa genial Cáceres como
telón de fondo, en el que la santa es más carnal que nunca, pues los besos de
verdad y las caricias piel contra piel no pueden sustituir a ninguna otra
sensación que materialice el amor de mejor manera. Por eso sé que, si lo pienso
mucho, mi vida siempre será una frustración, pues no sólo nunca podré sentir la
sexualidad como la siente una mujer, sino que jamás la podré sentir como la
siente una monja. Lo peor de todo es que ni siquiera ellas saben el gran don
que poseen.
(artículo aparecido en el nº. 168
de Versión Original —febrero de 2009— dedicado a "Besos")
[1]
Todo deviene de la discusión entre Cristo y Judas sobre las necesidades del
rumbo de la revolución, ya que mientras el primero confía en el cambio de
mentalidad en el espíritu (liberar al hombre de la esclavitud del odio), el
segundo insta a la liberación material (la lucha de Israel contra los romanos).
De la idea de este último parece ser Poncio Pilatos cuando le recrimina a Jesús
“Una cosa es querer cambiar la manera en que vive la gente, pero tú quieres
cambiar lo que piensan, lo que sienten”.
[2]
“Los héroes se forjan con los tiempos”, frase que sirve como prólogo y leitmotiv
al episodio octavo de la interesantísima serie de animación Clone Wars.
[3] Momento a la altura del mejor David Lynch.
[4]
Otras dos frases que encabezan sendos episodios en la mencionada serie de la
factoría de Georges Lucas que nos sirven en este momento: “Los grandes líderes
inspiran la grandeza en sus semejantes” (ep. 1) y “La fe no es un asunto de
elección, sino de convicción” (ep. 2).
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