sábado, 18 de mayo de 2013

TE DOY UN BESO SI ME LLEVAS LEJOS DE AQUÍ


Dicen los que de esto saben (es decir, los antropólogos, como siempre) que utilizamos el beso como símbolo de amor porque es uno de los primeros gestos de supervivencia que utilizamos en nuestras vidas: cuando en nuestros primeros meses de vida tomamos alimento lo hacemos a golpe de beso, chupando del pezón de nuestra madre esa leche que nos resulta vital para la sobrevivir en este mundo. Así pues hay algo de este acto que se nos queda grabado en nuestro disco duro y que lo acabamos relacionando con el cariño, pues a cada gesto de avanzar los labios y provocar ese chasquido tan característico del beso estamos ligándonos a la vida. Y es curioso que con ello nos comprometamos con nuestra condición de mamíferos, pues nuestra situación de recién llegados (los 200 millones de años que llevamos sobre la Tierra son, en términos geológicos y biológicos, una miseria de tiempo) todavía pesa sobre nosotros, y ante la amenaza del pasado “reciente” de los grandes saurios nos ha quedado marcado que no sólo somos diferentes, sino que somos especiales, destinados (como así ha sucedido) a dominar el planeta con nuestra capacidad para la adaptación y para dar y recibir amor para y por los nuestros, lo cual nos hace verdaderamente fuertes frente a los demás. Cuando nos besamos también apelamos a esa memoria y a esa forma de ver la vida, pasada de generación en generación, de madre en madre, de pecho en pecho. Los besos no son tan efímeros como nos parecen: dentro de sí contienen una identidad de millones de años.

No hay duda que los besos son especiales, y que con ellos explicamos en muchas ocasiones nuestra esencia, no ya como especie, sino como sociedad. Ahí están todos esos besos de los cuentos. Con ellos nos hemos otorgado un código para poder explicar ese paso en nuestras vidas que es la pubertad. Nuestro pasado social manchado con la mirada machista ha hecho que nos lleguen hasta nosotros todas estas historias teñidas con un reparto de roles la mar de previsibles: es siempre el varón el que no sólo descubre en la doncella el final de la inocencia y el principio de la sexualidad, sino el que propicia, da permiso y visto bueno a la transformación en su eterno papel de protector y hacedor. También la Biblia, ese emérito conjunto de cuentos, relatos y fábulas que funcionan a nivel alegórico, nos ha legado una buena historia con un beso: evidentemente, no podría ser otra que la del beso de Judas a Cristo.

Al tratarse de historias tan simbólicas, de lenguaje tan figurado, muchos autores se han dedicado a fantasear con multitud de teorías sobre todo aquello que aparece en dicho magno libraco. Una de las teorías que más me ha impactado ha sido la que el genial Jorge Luis Borges trazó en su libro Ficciones (1944) en un relato titulado «Tres versiones de Judas». Recuerdo que lo leí hace bien poquito, y que las circunstancias de la lectura fueron muy especiales, mientras esperaba en el aeropuerto de Marsella a embarcar con mi mujer, Marta, en un avión que nos trajera a España tras unos maravillosos días en la ciudad francesa. Y también recuerdo que durante todo el tiempo que permanecí en el avión no me pude quitar de la cabeza la historia pergeñada por Borges, tan perturbadora me pareció su teoría: “Limitar lo que [Cristo] padeció a la agonía de una tarde en la cruz es blasfematorio. Afirmar que fue hombre y que fue incapaz de pecado encierra contradicción; los atributos de impeccabilitas y de humanitas no son compatibles. Kemnitz admite que el Redentor pudo sentir fatiga, frío, turbación, ham­bre y sed; también cabe admitir que pudo pecar y perderse. […] Dios totalmente se hizo hombre pero hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los destinos que traman la perpleja red de la histo­ria; pudo ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue Judas”. Según estas palabras se me ocurre una historia terrible, en la que Jesús, como en los mejores ejemplos del timo de la estampita, tiene que conseguir que un primo se haga pasar por él, pues tiene que asegurarse de que el objetivo (el sacrificio del Mesías por los pecados de la humanidad) se cumpla, y él, al no estar seguro de su fuerza de voluntad, se lo trata de endosar a otro, comiéndole previamente la cabeza, llenándosela de pájaros, fabricando un fanático, un kamikaze, un militante de Hamas forrado de cartuchos de dinamita a punto de inmolarse en el nombre de Yahveh. Así, el beso de Judas a Cristo no sería un gesto de denuncia, la entrega del maestro, una seña de un Edipo que se quiere redimir, sino la señal de agradecimiento de un líder hacia el más sumiso de sus alumnos, aquel que da permiso para ser el auténtico cordero para el sacrificio.


Sobre las perdiciones de un tipo tan misterioso y oscuro en sus datos biográficos como fue Jesús de Nazaret también especularon escritores como Nikos Kazantzakis y su celebérrima obra La última tentación de Cristo llevada al cine con pulso, eclecticismo y acostumbrados manierismos por Martin Scorsese (The last temptation of Christ, 1988). Para no estar a vueltas con su argumento, que creo que es de lo más conocido, supongo que lo más provechoso será ahondar en algunos aspectos que hacen de esta obra algo especial. Como por ejemplo, el uso que el realizador de origen italiano hizo de sus dos protagonistas principales, Willem Dafoe como Cristo y Harvey Keitel como Judas, ya que por una maravillosa simbiosis parece como si Scorsese hubiera leído el relato de Borges (no tenemos datos ni para afirmar esto ni para negarlo, por supuesto): sin que ambos hubieran dejado de hacer papeles de villano en su carrera como actores (camellos, yonkis, traficantes, atracadores, etc.) parece como si sus roles estuvieran invertidos, y que esos rasgos tan afilados de Willem Dafoe que presumen a un psicópata o a un sociópata fueran más propios para interpretar a Judas que a un personaje tan seráfico como Jesús. Y viceversa, pues a priori parece transmitir una mayor bondad en la mirada y en el gesto un tipo como Harvey Keitel como para merecer la condena de tener que interpretar a uno de los personajes más odiados de la cristiandad. Hay por lo tanto, y así de partida, una manipulación en la sugerencia, una reinterpretación de las apariencias que nos llevan a cuestionarnos si la Historia oficial (al menos la oficiosa, aquella que la Iglesia en su conjunto ha querido transmitir) es como verdaderamente sucedió (creo que somos todos lo suficientemente maduros y críticos como para saber que las cosas casi nunca son como nos las quieren hacer creer, ¿verdad?). Sólo así la dimensión de cada personaje se refuerza, y el maniqueísmo del relato original se acaba por diluir en un mar de incógnitas, pues el propio Cristo llega a pronunciar en la película una afirmación que resulta terrible en cuanto a la Historia Sagrada: “Dios me dio el trabajo más fácil: ser sacrificado”. Es de entender, pues, que aquel trabajo más difícil, el que conlleva más mortificación, es el de Judas, el del delator, el que entrega a su maestro, y puede que con esta lógica fuera el propio Jesús el que eligiera en algún momento el tomar para sí el peor de los personajes, pues con él conminaría al mundo a una purificación mayor con su propio ejemplo redentor.


Son esos mismos misterios los que envuelven la figura de Cristo, un individuo que habla con Dios durante una serie de ataques epilépticos y que acaba siendo él mismo (es decir, su destino, lo que tiene que ser) por intercesión del fanatismo de su compañero Judas, el baluarte de la ortodoxia, de la pureza, del dogmatismo, que necesita de un líder (y no a cualquier líder, sino de uno muy concreto) para la consecución de su obra, para adquirir su sentido en el mundo y en la Historia. Es así como empuja a Cristo a ser realmente Cristo, a fabricarse su propio adalid, ese Mesías enviado por Dios al que el propio Cristo desea crucificar. A él y a todos los que vengan detrás de él, pues lo considera una prueba de fuego impuesta por su dios para mortificarle y, de paso, purificarle [1]. Es por eso que acepta la misión que Judas le encomienda, no porque sea su cometido, sino porque es lo mejor para ambos, ya que se retroalimentan de sus propias necesidades materiales y espirituales. Así se forjan los mitos [2].

Por eso al final, en su delirio, ni siquiera Cristo puede dominar a su propio personaje, el cual se ha vuelto una pesadilla incluso para él. En su “fuga psicogénica” [3], hecho un venerable anciano padre de familia después de haber descendido de la cruz, tiene esta discusión con Saulo, el que será futuro San Pablo:

Pablo: “Mira alrededor tuyo. Mira a toda esa gente. Mira sus caras. ¿Ves cuán infelices son? ¿Ves cuanto están sufriendo? Su única esperanza es el Jesús resucitado. No me importa si tú eres Jesús o no. El Jesús resucitado salvará el mundo y eso es lo que importa.
Jesús: “Esas son mentiras. No puedes salvar al mundo con mentiras.
Pablo: “Yo creé la verdad de lo que la gente necesitaba y de lo que ellos creían. Si tengo que crucificarte para salvar el mundo, entonces lo haré. Y si tengo que resucitarte, entonces lo haré también.” –Para después rematar-: “Ves, tú no sabes cuánta gente necesita a Dios. No sabes cuán felices Él los puede hacer. Felices de hacer cualquier cosa. Él puede hacerlos felices de morir y ellos morirán. Todo por amor a Cristo. Jesús Cristo. Jesús de Nazaret. El Hijo de Dios. El Mesías. No por ti. No por amor a ti. Estoy contento de haberte encontrado. Porque ahora puedo olvidar todo de ti. Mi Jesús es mucho más importante y mucho más poderoso. Gracias. Fue bueno haberte encontrado.


Es al final esa idea y esa imagen que todos tienen de Cristo la que inunda de fe su confianza y su esperanza [4]. Es el icono exportado por todo el mundo, manipulado y moldeado para un fin en concreto: la dominación de las mentalidades, aunque su sentido más prístino y aquel que nos ha llegado hasta nosotros no tengan demasiado que ver. Y las primeras que hay que convencer son las de aquellos que son sus ministros, sus elegidos, los comerciantes que vender ilusión en la vida ultraterrena. Y yo me pregunto, ¿cómo verán realmente a Cristo las monjas? ¿Soñarán con él? ¿Qué tipo de sueños tendrán aquellas que dicen haberse “casado” con Él? Supongo que ellas verán a Cristo como un superhéroe, aquel que se interponía entre los linchadores y la pecadora. Un joven alto, guapo y rubio que cada noche viene a visitarlas a su celda, y las acaba poseyendo en un amor infinito lleno de gozo. Es como esa maravillosa escultura de Bernini que está en el Vaticano, donde Santa Teresa de Jesús es traspasada por un rayo de amor y misericordia, y su rostro relajado indica un clímax bestial, un orgasmo de tal brutalidad que es capaz de elevarla del suelo para transportarla con su querido amante, allá donde se encuentre. Es como en la película de Ray Loriga, Teresa, el cuerpo de Cristo (España- Reino Unido- Francia, 2007), con esa genial Cáceres como telón de fondo, en el que la santa es más carnal que nunca, pues los besos de verdad y las caricias piel contra piel no pueden sustituir a ninguna otra sensación que materialice el amor de mejor manera. Por eso sé que, si lo pienso mucho, mi vida siempre será una frustración, pues no sólo nunca podré sentir la sexualidad como la siente una mujer, sino que jamás la podré sentir como la siente una monja. Lo peor de todo es que ni siquiera ellas saben el gran don que poseen.

(artículo aparecido en el nº. 168 de Versión Original —febrero de 2009— dedicado a "Besos")


[1] Todo deviene de la discusión entre Cristo y Judas sobre las necesidades del rumbo de la revolución, ya que mientras el primero confía en el cambio de mentalidad en el espíritu (liberar al hombre de la esclavitud del odio), el segundo insta a la liberación material (la lucha de Israel contra los romanos). De la idea de este último parece ser Poncio Pilatos cuando le recrimina a Jesús “Una cosa es querer cambiar la manera en que vive la gente, pero tú quieres cambiar lo que piensan, lo que sienten”.

[2] “Los héroes se forjan con los tiempos”, frase que sirve como prólogo y leitmotiv al episodio octavo de la interesantísima serie de animación Clone Wars.

[3] Momento a la altura del mejor David Lynch.

[4] Otras dos frases que encabezan sendos episodios en la mencionada serie de la factoría de Georges Lucas que nos sirven en este momento: “Los grandes líderes inspiran la grandeza en sus semejantes” (ep. 1) y “La fe no es un asunto de elección, sino de convicción” (ep. 2).

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