El pasado 19 de abril en el programa
de Iker Jiménez Cuarto Milenio hablaron sobre robots y de cómo su actual
uso por esos benefactores de la humanidad llamados militares (¿no hablamos ya
de ellos algunos colaboradores de esta revista en el número dedicado a los
«cobardes»?) ha mandado a la mierda las leyes impresas por Asimov sobre la
robótica (al cual siempre me le he imaginado bajando de su particular montaña,
cual Moisés, con sus mandamientos escritos en sendos portátiles debajo de cada
brazo). En la noticia, un grupo de veintitantos talibanes fueron asesinados por
la voluntad de un engendro militar con forma de gran pepino, con el cual
Occidente sigue jodiendo al mundo islámico. El mundo futuro representado en Terminator
(The Terminator, James Cameron, 1984) cada vez está más cerca.
En el cine y la literatura sci-fi
hay, sin embargo, ejemplos en los que los robots muestran su previsible faceta
benéfica, pues en su génesis está la función primordial de hacer al hombre (su
creador) la vida más fácil. Pero incluso cuando su aparición en la pantalla
está condicionada por el bien siempre suele haber otra manifestación homóloga
que contrarresta esta tendencia positiva. Estoy pensando, sin ir más lejos, en
la saga de Star Wars, donde a la presencia de C3PO y R2D2 siempre hay
una contrarréplica imperial. Al fin y al cabo, los robots (casi siempre)
responden a la voluntad de sus amos, de los cuales asumen su ética, mostrándose
así como reflejo de nuestra dualidad moral.
Es por esa condición de
servidumbre (devenida por la etimología del término eslavo robota) que
estas máquinas pueden llegar a ser una herramienta perfecta para los intereses
espurios al servicio del poder. Sobre ello reflexionaron los guionistas Edward
Neumeier y Michael Miner al elaborar el argumento de RoboCop (Id.,
Paul Verhoeven, 1987). Y parece ser que todo partió de otro proyecto que, a la
larga, se convertiría por derecho propio en uno de los mayores hitos del cine
moderno: Blade Runner (Id., Ridley Scott, 1982). Su argumento
pasó por las manos del propio Neumeier cuando, siendo un veinteañero, trabajaba
como lector de guiones para la Warner Brothers: “Esta es una película [Blade
Runner] sobre robots que quieren ser personas. ¿Pero qué ocurriría si todo
estuviera planteado desde el punto de vista de un robot que, además, fuera un
poli? Mi primera idea era que se tratara de un robot que se enfrentara contra
toda la gente que intentara joderle (sic). Una pura inteligencia
artificial contrapuesta a la inteligencia corrompida de los seres humanos” [1].
Más allá de su argumento y su
sentido último, aquel que expone cómo un hombre literalmente «resucitado»
expresa su deseo de encontrar sus raíces, su memoria, sus recuerdos, en
definitiva, su humanidad perdida (perdida entre ese montón de circuitos y
microchips que pueblan su regenerado cuerpo y su cerebro, y que remite más
directa que indirectamente al mito de Frankenstein), hay un aspecto realmente
interesante desde el punto de vista ideológico. A saber (y como apuntábamos al
principio del párrafo) la propensión del sistema (ese concepto a veces tan
denostado, pero que no por ello deja de rodearnos como una atmósfera
intangible) a perpetuar su poder a través de aquellas herramientas que escapan
al control del común de los mortales. Y es que la empresa que tiene bajo su
dominio la gestión del cuerpo de policía de la futurible (por poco futurista)
ciudad de Detroit (y que responde a la siglas OCP, configurando a través del
juego de las letras que conforman la palabra cop su «reverso tenebroso»,
por aludir nuevamente a la fábula inserta en Star Wars) se transforma
por sí misma en una denuncia ante la amenaza que ciertas políticas
deslocalizadoras de la administración pública se producen con más frecuencia de
la que a muchos nos gustaría, pues la privatización de ciertos servicios de interés
general acaban degenerando en multitud de aspectos que, aunque convertidos en
alegoría en el film de Verhoeven, resultan dramáticamente ciertos en nuestra
vida cotidiana: los seres humanos nos convertimos en peones sustituibles,
prescindibles, capaces (como los policías de ese Detroit saturado de
delincuencia) de llegar al extremo de la huelga para reivindicar su dignidad
(un derecho tan legítimo como molesto para el poder).
La crítica se extrapola
fácilmente, pues, al contexto en el que se produce la película: la política
ultraconservadora de la administración Reagan, la imposición de la clase yuppie
como nuevos administradores de los recursos comunes y la desarticulación de lo
público a través de demostrar su supuesta ineficacia. En el film el poder
trabaja en connivencia con unos criminales cuyas acciones son controladas para
permitir el advenimiento de aquello que, durante el Regeneracionismo, Joaquín
Costa tildó como el «cirujano de hierro». Y yo me pregunto, ¿cuánto tardará en
verse algún robocop por la floreciente (y cada vez más privatizada)
geografía de la Comunidad de Madrid? Y algo que nos afecta a todos como
cinéfilos e internautas, ¿cuánto tiempo tardará el nuevo equipo del Ministerio
de Cultura en aplicar la política del policía virtual para controlarnos a todos
nosotros, potenciales delincuentes on-line? (NOTA BENE: delincuentes a
través de nuestras descargas, a pesar de subsanar nuestros delitos para con
nuestras víctimas a través de ese impuesto revolucionario llamado «canon
digital», y a pesar de atribuirnos los delitos a priori, puesto que
nadie puede asegurar que la totalidad de los productos digitales que se
consumen y utilizan tengan una finalidad “delictiva”: alguien se perdió la
clase en la que analizaron Minority Report —Id., Steven
Spielberg, 2002—).
Y es que, como decía Marcel
Duchamp (uno de los padres del dadaísmo, el único movimiento artístico
verdaderamente rupturista y revolucionario del siglo XX), “el sistema es capaz
de fagocitar incluso aquello que lucha contra él”. Así, encontramos que en el
film de Verhoeven “RoboCop no ha nacido de una intención beneficiosa para la
humanidad, sino que en realidad es el resultado de una conspiración llevada a
cabo en el seno de la OCP […] con vistas a convertirse en un instrumento
de coacción al servicio de los poderosos”, a pesar de que ya en su final se
atisbe una cierta nota de esperanza, pues “El resquicio de humanidad que
todavía late en Murphy es lo que impide que RoboCop acabe siendo, tal y como
hubiesen deseado sus creadores, esa perfecta máquina represora y parafascista
con la que soñaban” [2].
Y, sin embargo, en un número
dedicado a los «robots» aún no hemos hablado de ellos, ya que por un lado los
citados R2D2 y C3PO no dejan de ser androides (pues su aspecto nos remite a las
características morfológicas del ser humano) y por otro RoboCop pertenece al
grupo de los cyborgs, seres que, aun conservando partes de tejido
humano, están compuestos por piezas mecánicas y electrónicas. Y es en la propia
Star Wars donde encontramos a uno de los más famosos cyborgs de
la historia del cine, Darth Vader, quien comparte con el personaje llevado a la
pantalla por Verhoeven varios aspectos visuales y circunstanciales la mar de
interesantes. Por poner un par de ejemplos: ambos son manipulados por un poder
siniestro que quiere hacerse con el poder absoluto; a ambos, antes de
convertirse en ese híbrido entre ser humano y máquina, les amputan
dramáticamente su mano derecha (algún aficionado al psicoanálisis lo ligaría
con la superación de la fase onanística y la entrada en una edad madura
condicionada por conocimientos de índole superior); y RoboCop, para certificar
la búsqueda de su humanidad y librarse de su tormento identitario, se retira su
casco, dejando al descubierto su rostro, de la misma manera que Darth Vader se
quita el suyo (ese capuchón en forma de glande que remata su fálica presencia
—siniestro cipote sideral revestido con una estética a medio camino entre lo queer
y lo sado-nazi—), haciendo que “resucite” ese Anakin Skywalker que se creía
irremediablemente perdido.
“Todo lo que no es copia es
plagio”, decía irónicamente Eugenio d’Ors, trastabillando uno de los más
famosos adagios gestados en la Real Academia de la Lengua Española (“Todo lo
que no es copia es tradición”). Al final, todo está inventado. Y es curioso que
los referentes de ambas películas los encontremos en otra magna obra del cine
universal, aquella que se presupone como génesis del género futurista, pues Metrópolis
(Metropolis, Fritz Lang, 1927) puede ser considerada, por méritos
propios, como uno de los antecedentes de eso que, muy posteriormente, ha
recibido el apelativo de cyber-punk: “El término, aplicado
generalmente a la obra literaria de William Gibson o Bruce Sterling, a grandes
rasgos designa aquellas ficciones que presentan la tecnología en todas sus
variantes posibles no como algo maligno, sino que reflexionan sobre las
cuestiones éticas y filosóficas que su aplicación plantea, el poder que genera
su manipulación interesada por parte de políticos y grupos de poder, sobre la
creación de una nueva “realidad”, sobre la inserción de la humanidad, de lo
“humano”, en el seno de un mundo hipertecnificado” [3]. Curioso,
además, no sólo por el hecho de que en sus fotogramas aparezca el androide
precursor (en lo visual) del C3PO de George Lucas (hablamos de Maria II) o por
la circunstancia de que el malo de la película, el inventor Rotwang
(precedente a su vez del estereotipado modelo del mad doctor tan profuso
en la sci-fi), tenga una mano biónica (la derecha, para más inri),
sino porque la guionista (y, a la sazón, esposa de Lang) Thea von Harbou se
basó en dos obras de H.G. Wells para desarrollar su libreto, siendo una de
ellas «Cuando el durmiente despierta» («When the Sleeper Awakes», 1897) (la
otra sería «La máquina del tiempo» —«The Time Machine», 1895—), novela “en
la que los descendientes de los capitalistas gozan en la superficie de una vida
de lujo frente a la laboriosa y subterránea existencia de los trabajadores, que
también son una especie de cyborgs” [4]. Así, por lo tanto,
es como nos encontramos con los verdaderos protagonistas del tema propuesto
para este número por la redacción de Versión Original, pues al final los
verdaderos robots, los únicos que pueden recibir para sí mismos este término
con conocimiento de causa, no son nadie más que nosotros mismos.
¿Pueden las cosas cambiar? ¿Hay
motivos o argumentos para la esperanza? En una reciente entrevista aparecida en
el diario Público [5], el irreverente, necesario y siempre
polémico filósofo Alain Badiou (uno de los popes del mayo del 68
parisino) decía lo siguiente: “Actualmente en Francia hay mucha tensión [alude
al secuestro de empresarios en sus propias fábricas por parte de obreros
encolerizados, acciones que incluso han sido aprobadas por la clase ejecutiva
en algunos sondeos]. Y quizá estamos, y digo quizá, en una situación
preAcontecimiento. El Acontecimiento es algo que no se puede prever. […] Tomemos
el ejemplo de los obreros de origen extranjero perseguidos por los estados
ricos de forma generalizada. Esos obreros se están organizando, y eso sí es un
Acontecimiento. El sujeto fiel es el que contribuye de una forma u otra a su
lucha. El sujeto reactivo es el que encontrará justificaciones para no
incorporarse al movimiento. […] Los individuos sólo pueden superar su
estado de dispersión y su egoísmo por mediación de la Idea, que hace que uno
exceda a sí mismo. La Idea es la única manera de superar el estado normal del
individuo, el de sobrevivir, aprovecharse de todo lo posible y servir sus
intereses propios. El capitalismo y su orden, al fin y al cabo, están
enteramente basados en el principio de que los individuos permanecen en el
estado de individuos y se rigen por sus propios intereses. La Idea es
absolutamente todo lo que permite conducir a otra Humanidad y a que los
individuos se incorporen en algo más importante que los límites de su interés
propio”. La Idea… el Acontecimiento… el Momento. ¿Cuál sería la receta para
el “nuevo mundo”? “El amor es una insurrección que te arranca de tu
condición de existencia ordinaria y te saca de la experiencia individual,
porque ves el mundo a dos, en lugar de a uno. Es salir del individuo. Es el
primer paso que un individuo puede hacer más allá del límite de su interés
egoísta”, remataba el filósofo. ¿Era esto lo que Lang y Von Harbou nos
proponían en el final de su película… o era más bien la asunción de la sumisión
como herramienta para la tan ansiada «paz social»? Pues ahora que nuevamente
estamos en época de «vacas flacas» y se nos dice que nos apretemos el cinturón,
escandaliza el hecho de ver el inmoral reparto de beneficios de los grandes
bancos o que éstos presten sin pudor cifras mareantes para promover los
fichajes de futbolistas/modelos/hombres anuncio (léase Kaká y Cristiano
Ronaldo, por citar los más sonados de este verano —al menos hasta la
finalización de este artículo—) al mismo tiempo que niegan créditos a las
familias trabajadoras. ¿Es así como se desea apaciguar a una población saturada
de hartazgo en la perpetua espera de saber lo que significa verdaderamente
participar de la riqueza de su propia fuerza de trabajo? ¿Será todo tan fácil
como esperar a ese «mediador» que una en comunión las manos con el cerebro?
¿Seremos nosotros capaces de ser ad aeternum las manos sin cerebro y que
los poderosos vivan cómodamente como cerebros sin manos? Sí, puede que estemos
cerca de ver el Momento.
(artículo aparecido en el nº. 174
de Versión Original —septiembre de 2009— dedicado a "Robots")
[1] Citado por Rob van Scheers en Paul Verhoeven, Faber&Faber
Limited, London-Boston, 1997, p. 186; citado a su vez en la obra de Tomás
Fernández Valentí Paul Verhoeven. Sangre y carne, Ediciones Glénat,
Barcelona, 2001, p. 176.
[2]
Ambas frases sacadas de la op. cit. de Fernández Valentí (pp. 203 y 206,
respectivamente).
[3]
Antonio José Navarro en su artículo “RoboCop. El policía del futuro” aparecido
en Imágenes de Actualidad, n.º 175 (noviembre 1998), sección “Cult
Movie”, p. 50; citado por Valentí en la p.178 de su op. cit.
[4]
Según se dice en el artículo de Javier Hernández Ruiz “Las escenografías de Lang
en el cine alemán de entreguerras”, Dirigido por, nº. 367, mayo 2007, p.
70.
[5]
En la sección “Culturas” del lunes 20 de abril de 2009.
No hay comentarios:
Publicar un comentario