En la pasada década la editorial Planeta tuvo la brillante idea de
sacar a la calle una serie de libros titulada “Diccionarios de autor”, en la
cual reconocidos profesionales hablaban sobre sus respectivos campos de una
manera muy lúdica y obviamente subjetiva, lo cual otorgaba al conjunto una
referencia parcial pero tremendamente efectiva y amena. Con sus contenidos se
podía estar más o menos de acuerdo, igual que con cualquier opinión a la que
nos podamos enfrentar. El sentido final no era el de sentar cátedra ni el de
ser una referencia académica, sino el de servir de soporte al interesado en los
ámbitos intelectuales del ser humano, inspirando al lector a que tomara ejemplo
e hiciera una criba con sus propios gustos y criterios. En concreto, en el
dedicado al cine, Fernando Trueba [1] desplegaba un abanico con el que
era imposible quedarse impasible, venerando a ciertos cineastas que nos
pudieran parecer mediocres y maldiciendo de ciertas películas y profesionales
que convencionalmente los tomamos como intocables. Pero los comentarios que más
me sirvieron y de los que guardo un mejor recuerdo son los que el director
español dedicó a Jacques Tati, sin el cual el cine estaría cojo. De él, de su
más famoso personaje (Mr. Hulot, su alter ego) y de
su obra maestra Mi
tío (Mon Oncle,
1958) hablaremos a continuación.
Para empezar, como siempre, un vistazo a los
títulos de crédito. Bajo una original puesta en escena se nos presentan los
nombres de los profesionales que han hecho posible la película con unas obras
de fondo, es decir, que se asimila el proceso de creación de un filme con una
construcción física, como si los que en ella participan fueran realmente unos
obreros y cada fotograma supusiera un ladrillo que, al final, hiciese visible
el hermoso edificio que supone la película en sí, en la que no todos participan
de la misma manera, sino que cada uno está encargado de una parte de la que es
especialista: unos ponen los ladrillos, otros enyesan, otros ponen ventanas,
etc., dando cada uno lo mejor de sí en plano colectivo, social, incluso
podríamos decir que socialista, una visión verdaderamente progresista de Tati
en un mundo cada vez más deshumanizado debido, precisamente, a la colisión de
dos formas de entender la vida que chocan como incompatibles, como nos mostrará
en el resto de la cinta.
Pero lo más interesante no está en estos primeros
fotogramas de las obras, sino en el plano inmediatamente posterior, aquel en el
que se nos introduce el nombre del film, y es que de una forma brillante e
inteligente Tati comienza a implantar su método de ver y de contar: el
contraste por oposición. Si nos fijamos, a unos nombres sobre unos carteles
impersonales se oponen las palabras escritas con tiza por un niño sobre una
vieja pared. Mientras que en los primeros planos la única banda sonora que
escuchamos es la de los ruidos de la obra, en una incongruente sinfonía de
taladradoras y golpes, el fundido encadenado nos introduce en unas notas
musicales dominadas por la alegría, el bucolismo y cierto sentimiento de
nostalgia por el recurso de elementos musicales clásicos como el xilófono o el
acordeón, instrumentos ligados indefectiblemente con el viejo y bohemio París y
la Francia romántica. Y las paradojas continúan y se despliegan por doquier: al
desorden de las obras lo ya construido; al lustre de lo nuevo el encanto de lo
viejo; a lo limpio lo sucio; a lo desangelado de vida, las hierbas y
enredaderas incrustadas por doquier; frente a los hombres esclavos trabajando, la
libertad de los perros corriendo por las calles, comiendo en cualquier parte,
orinando en cualquier parte; frente a las escavadoras monstruosas, un hombre
sobre un carro tirado por un caballo, quien nos traslada de esa parte vieja de
la ciudad a la nueva: un plano que contiene ambos universos, un tránsito de lo
que se muere y de lo que se lo fagocita. Una verja derruida no puede contener
el avance del hormigón, pero los perros no conocen de fronteras e invaden la
nueva y aséptica urbe, haciendo caso omiso de los semáforos y las señales,
hechos sólo para que los hombres se entiendan y no se invadan unos a otros. De
entre ellos, uno destaca por lo antinatural de ir ataviado con un jersey a
cuadros escoceses. Se integra con todos ellos, pero pertenece a otro mundo,
exclusivo, lo que provoca una injusticia: él sí puede compartir el espacio de
los otros, pero no al contrario. Así nos introduce a través del jardín (donde
se ve obligado a respetar el camino trazado) en la casa donde va a suceder
todo.
Durante la primera parte del
filme, Tati nos enseña las diferencias existentes entre los dos mundos: parecen
dos ciudades distintas antes que dos partes de la misma ciudad. Continúa con el
mismo sistema que antes hemos enunciado: elementos contrapuestos que nos permiten
comparar por oposición los mismos comportamientos y las mismas actitudes en
ambos universos. De un mundo hermético, compartimentado (quizás la más
significativa sea la imagen de la plaza de aparcamiento del cuñado de Hulot,
que lo aísla por completo por los cuatro costados) pasamos a un entorno
irregular, podríamos decir que anárquico. Pero realmente donde incide Tati a la
hora de distanciar ambos mundos es en cómo nos muestra las casas donde
respectivamente viven Monsieur Hulot y la familia de su hermana. Mientras que
en el caso del primero vemos un edificio lleno de irregularidades, tanto así
que parece hecho de retazos, y en el que el protagonista tiene que realizar un
periplo laberíntico para llegar a su humilde habitación (la atalaya de un castillo
que resiste las embestidas de los monstruos de acero), la casa del barrio nuevo
es aséptica, pulcra, pero impersonal, carente de vida, de elementos
identificables con sus dueños. La automatización esclaviza a sus habitantes,
los cuales llegan a caer físicamente prisioneros de ella [2].
Pero lo más destacable y lo que mejor habla del
espíritu que domina a la sociedad moderna es, sin duda, el jardín, un espacio
falsificado, donde lo artificial domina sobre lo natural y esto último es
llevado al plano de lo abstracto. Los caminos no llevan a ninguna parte, y su
enrevesamiento, lejos de ser algo que se tiene que soportar como en el edificio
en el que vive Hulot, es una proeza de la nada, un artificio sin sentido, una
sofisticación extrema y mal entendida. En torno a este espacio, y sobre todo a
la monstruosa figura del “pez-fuente”, auténtico hallazgo de lo freak, se
establecen una serie de relaciones sociales significativas, sobre todo si lo
comparamos con el modus
vivendi de los habitantes del barrio viejo, mostrado al modo de una postal
impresionista. Mientras que allí todo bulle en un magma de camaradería,
cordialidad y diálogo, aquí las relaciones humanas están presas de las
conveniencias y lo que hoy llamaríamos “lo políticamente correcto”, forzando la
apariencia de la vida perfecta de la perfecta familia. El episodio de la garden party se
convierte así en una pantomima, en una representación debido a la escenografía
forzada del espacio regulado por la estética y no por el pragmatismo, donde los
personajes pasan a ser un elemento decorativo más al estar condicionados por la
distribución espacial. La casa y sus aledaños se convierte en el auténtico
dominador de sus habitantes, llegando incluso a adquirir personalidad propia y
atributos humanos [3].
Los únicos seres que parecen ajenos al maléfico influjo de la casa son
aquellos que, por su inocencia, disfrutan de un espíritu libre y una visión de
la vida más sencilla. Monsieur Hulot, el niño y el perro escapan de los
convencionalismos y no se pliegan a la disciplina de la apariencia. Pero la
figura autoritaria del padre intenta amoldarlo todo a su imagen y semejanza: el
perro lleva un chaleco con la misma tela que su batín; el niño es presionado
para que sea disciplinado y que algún día llegue a ser un “tiburón” de la
industria como su padre; y Hulot es considerado como un paria vagabundo y es
llevado a la fábrica de mangueras para que se haga un hombre de provecho. Pero
aquel no será su sitio y creará situaciones hilarantes, aunque ajenas a su
voluntad. De hecho, durante toda la película, a Monsieur Hulot se le atribuirán
cosas que él no ha cometido, desde los tomates en el suelo que una niña tira en
el mercado hasta los silbidos que provocan los choques contra las farolas,
pasando por las pisadas en la oficina de la secretaria o el adormecimiento que
le provoca un escape de gas y que conlleva que la manguera se convierta en una
rastra de salchichas. Hay en ello una clara intencionalidad: las circunstancias
hacen a Hulot una víctima de un devenir que él no controla, aparentar lo que no
es o hacer parecer que hace cosas que realmente él no ha hecho, haciéndonos
dudar de los conceptos predeterminados, y de que nuestras ideas y nuestra
percepción de lo que nos rodea pueden estar prejuiciadas, equivocándonos en la
valoración que podemos hacer de los demás, sin buscar el lado humano, el acercamiento
que puede tener una cámara de cine como representante de la mirada del cineasta
y que nos permite ser testigos de la realidad, de los factores que alteran la
relación causa/ efecto.
Sin duda toda la película se articula en torno a la visión del niño,
pudiendo suponer que es un alter ego del
propio Tati y que toda la historia es una nota biográfica sobre su propia vida.
La visión naïf
ya está dada en los propios títulos de crédito a través del título de la
película escrito con tiza por un niño sobre una pared, como antes mencionamos.
Por eso uno de los objetivos del filme está en la secuencia final, aquella en
la que se escenifica el (re)encuentro entre padre e hijo, precisamente en el
que la personalidad hermética del progenitor se desvanece al provocar
inintencionadamente un accidente mediante la misma broma que los niños gastaban
en los arrabales. El padre descubre junto a su hijo el placer de circular en
contra de la dirección que marcan las flechas, eligiendo con libre albedrío su
propio destino, emancipado de ataduras. Al desaparecer la figura rebelde del
tío el padre se ve zafado de su amenaza, de aquel que muy ilustrativamente
estacionaba la bicicleta en su plaza de aparcamiento. Pero algo queda de su
espíritu libertario: la música de jazz con la que le despedimos y que nos sirve
como preludio a su próxima estación [4] da paso a las mismas notas
románticas con las que comenzaba la película. Con el sonido del avión que
despega sale del mismo aeropuerto un nuevo grupo de perros, desbocados en su
correr, ácratas en su esparcimiento, contaminando la ciudad con la enfermedad
de la libertad [5]. La alegre y vital filosofía del viejo mundo que se
extingue y al que pertenece el tío ha calado en el nuevo, reciclándose
mutuamente [6]. A través de una ventana del barrio viejo, una cortina
cae como una especie de traslúcido telón, manteniendo en nuestras retinas por
unos momentos aquello que hemos visto y que se niega a desaparecer de nuestros
ojos, habiéndonos contaminado también nuestra mirada.
[1] TRUEBA, Fernando: Diccionario de cine. Ed.
Planeta, Barcelona, 1998.
[2] Como en el episodio en el que el matrimonio queda atrapado
en la cochera tras la instalación de la puerta automática debido al concurso de
dos seres inocentes, ajenos al poder de la tecnología: el perro y la sirvienta.
De hecho Tati, a través de su personaje, siempre está rodeado de estos seres
ingenuos al modo de un flautista de Hamelin, como el pájaro enjaulado al que
ofrece el reflejo de su ventana para que cante y que establece el tipo de
relación con su sobrino, siendo Hulot el rayo de luz y alegría en su vida
dentro de la jaula familiar.
[3] De noche, las ventanas parecen unos ojos que todo lo
observan, adquiriendo el resto de los elementos su propio significado corporal:
las puertas de entrada se convertirían en fauces que fagocitan a todos aquellos
que por ellas entran, siendo contenidos en esa especie de aparato digestivo que
es el jardín. En nuestra mitología podríamos enlazar esta imagen con el
episodio bíblico de Jonás y la ballena, por lo que esta esclavitud que impone
la casa supondría la penitencia que todos tenemos que soportar en tanto en cuanto
la tecnología nos acaba dominando e impide el correcto establecimiento de
nuestras relaciones personales, como lo demuestra la secuencia en la que el
ruido que provocan los electrodomésticos no deja que se oiga la conversación
del matrimonio.
[4] PlayTime (1966), su siguiente filme, en donde se
enfrentará plenamente y como un estadio evolutivo a la vorágine de lo moderno,
y hacia donde es arrastrado por el resto de los viajeros del aeropuerto que
circulan al ritmo loco de esas notas musicales.
[5] De hecho es así como se llega a considerar en la casa de
la familia de Hulot: tras llegar a casa tarde y sucios el tío y el sobrino, la
madre aparece como una enfermera que tenga que recuperar a su hijo, pareciendo
la cocina un quirófano. Ante la apatía del hijo por su vuelta a casa tras una
tarde de juego y libertad, la madre le pregunta si está enfermo.
[6] En los primeros fotogramas veíamos un carro que llevaba
chatarra a la factoría del cuñado de Hulot, haciendo presente la máxima “La
energía ni se crea ni se destruye, se transforma”: dentro de lo nuevo hay algo
de lo viejo porque se nutre de ello, y lo que hoy es nuevo algún día será
viejo. El devenir es indefectible, aunque pueda más en nuestro corazón la
melancólica nostalgia por lo pasado, por lo perdido. Así, al final del filme,
en su partida, la niña que vive en la portería se ha convertido en mujer, y el
gesto de tocar la punta de su nariz pasa a la anciana, al mundo que se agota y
que irremediablemente desaparece, como desaparece el propio Hulot y su forma de
ver la vida.
(artículo
aparecido en el nº. 131 de Versión Original —octubre de 2005— dedicado a
"Jardines")
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