No sé si sería digno de un
estudio, pero alguien debería tratar de averiguar algún día cuantos cinéfilos
lo son gracias a que un día comenzaron a hacerse preguntas al ver una película
de Alfred Hitchcock. No sólo digo esto porque es algo que a mí me pasara, sino
porque a muchas de las personas con las que he tenido el gusto de charlar desde
que la poderosa magia del cine se apoderó de mí también les sucedió algo
parecido. Hacer una lista de todo aquello por lo que las películas del llamado
“maestro del suspense” es tan aplaudido resultaría inabarcable e impropio de
estas líneas. Sin embargo, poniéndome en la piel de aquel adolescente que una
vez fui, trato de evocar los recuerdos y sensaciones al ver por primera vez
aquellos filmes firmados por él: subyugación, embriaguez, arrebato, magnetismo,
confusión, tortuosidad… son calificativos que permanecen en el remanente de mi
memoria y que, en parte, seguramente modificaran y condicionasen mis gustos
desde entonces hasta ser los que hoy en día son.
Que el famoso libro Hitchcock/Truffaut
[1], esa obra considerada por la gran mayoría como “la Biblia del
Cine”, cayese en algún momento en nuestras manos y lo devorásemos con avidez
sólo sirvió para que la pasión obsesiva que sentíamos por este director se
acrecentase hasta límites enfermizos. Con los años el fervor se desvanece y
poco a poco aquel que un día nos aportó tanto comienza a pasar a un segundo
plano por haber sido superado. Su figura forma parte de la Historia del Cine y
ahora toca pasar página y enfrentarse a nuevos retos, nuevos creadores, con
estilos quizá más radicales, que nos hagan tener una visión más directa del
mundo en el que nos encontramos. Sin embargo es un gusto volverse a encontrar
de vez en cuando con alguien tan conocido que uno mismo le llega a reconocer
como si fuera de la familia, casi como un padre. Y en el fondo puede que lo
sea, de todos nosotros, porque él fue el primero en hacernos advertir a muchos
de nosotros que detrás de la imagen había alguien asomando de una manera como
nunca antes habíamos caído en ello. Cada vez que me enfrento a una película de
Hitchcock me transformo en aquel chaval que un día fui y trato, a veces con
éxito, la mayoría de las ocasiones sin conseguirlo, de volver a sentir las
mismas emociones que entonces pudiera tener. Y quizás con una de las obras con
las que mejor lo consiga sea con una de las aventuras más sorprendentes jamás
contadas: Con la muerte en los talones (North by Northwest,
1959).
Antes de hablar sobre su
argumento o de referirnos a elementos ya analizados en los innumerables
estudios que sobre esta obra en concreto y sobre la filmografía de Hitchcock en
general se han dicho, trataremos de hacer prestar atención sobre un detalle que
nos llevará por derroteros bien diferentes a los que hasta ahora estábamos
acostumbrados al enfrentarnos con esta película. En el libro citado
anteriormente, tanto Truffaut como Hitchcock estaban de acuerdo en catalogar
este filme como uno de los que mejor resumían la etapa americana del autor, así
como 39 escalones (The Thirty-nine Steps, 1935) lo hacía con
respecto a su etapa británica, estando de por medio Sabotaje (Sabotear,
1942), una de sus primeras obras en América y, en cierto modo, precedente de Con
la muerte en los talones por parecer ésta un remake de aquella. Toda
esta puesta en situación histórico-artística del realizador de origen británico
nos sirve para poder afirmar algo: es sin duda este filme, por su carácter de
aglutinador de las constantes del director, aquel que pone en escena de una
forma explícita el mayor número de obsesiones del propio Hitchcock.
Siempre se había tendido a pensar
que pudiera ser quizás Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo,
1958) aquella película que, por su trasfondo extremadamente perturbador y
malsano, podría sacar a la luz aquellas pasiones reprimidas que más
profundamente habitaban en su autor. Y lo es, sin duda, aunque fue en su
siguiente obra, en esta que ahora nos incumbe y que rodó tan sólo un año
después, donde dio un salto mortal con doble tirabuzón al tratar de poner en
escena ni más ni menos que un sueño o, mejor dicho, una pesadilla, donde todos
sus temas recurrentes no sólo están presentes, sino que lo atacan a sí mismo.
Para empezar, como siempre un
vistazo concienzudo a los títulos de crédito que nos abren la película. El
primer elemento extraño que nos choca nada más empezar la proyección es el
logotipo de la productora, la Metro-Goldwin-Mayer, sobre un fondo verde, color
que persistirá en la mayor parte de estos títulos iniciales. Rebuscando por
Internet encontramos una definición sobre este color que, no por más que nos dé
la razón, deja de ser menos cierta: “VERDE: vegetación, frescura, relajación;
es un color tranquilizador, refrescante. Es el símbolo de la esperanza, DE LOS
SUEÑOS,... Ningún color ha sufrido tantos cambios a lo largo de la historia. En
un principio fue el símbolo de la vida, la creación, pero luego pasó en el
romanticismo a ser el SÍMBOLO DE LO ONÍRICO, DE LA IMAGINACIÓN (GRACIAS A SU
RELACIÓN CON LA ABSENTA), SENTIDO QUE ADOPTAN LOS SIMBOLISTAS” [2]. He
aquí la primera referencia a ese aspecto surreal que hemos apuntado desde el
principio. Pero hay más, ya que antes de que aparezca el elenco y el título de
la película se traza una cuadrícula en la pantalla, pero ciertamente deformada,
que posteriormente nos anunciará que se trataba de las líneas formadas por las
ventanas de la fachada de un edificio, sobre el cual se refleja el bullicio de
una calle cualquiera de Nueva York. He aquí, por lo tanto, el segundo y el
tercer elemento que invitan a pensar en lo irreal: el punto de vista deformado
del edificio (el plano fotográfico elegido es un picado muy forzado y
ligeramente ladeado) y el reflejo que en él vemos de la realidad (formándose en
el interior de los cristales un espacio virtual y, por ello, irreal). No
contento con todo esto Hitchcock titula a su obra North by Northwest,
una expresión no sólo intraducible al castellano por su complejidad, sino una
frase de significado tan absurdo que no podemos dejar de pensar que ése era
precisamente su cometido, el de crear una atmósfera de tal sentido de
irrealidad.
Desde este punto de vista
podríamos incluso llegar a afirmar que toda la película es un gran Mcguffin,
ya que esas líneas cruzándose en los títulos de crédito iniciales nos llevan a
pensar en un gran damero en el que se escenifica el juego político que se
estaba viviendo en esos momentos: la Guerra Fría. Es por lo tanto la trama de
la película uno de esos juegos de despiste que tanto gustaban a Hitchcock, al
que realmente interesó proponer un escenario claustrofóbico (esas mismas líneas
cruzándose en un espacio monocromo, sin dimensiones, irreal, también tiene
cierto aspecto de jaula o prisión) repleto de imágenes sorprendentes y
amenazantes. Varios de los elementos antes expuestos refuerzan ese contexto
político al que nos referíamos y que, por otra parte, justificarían el hablar
sobre esta película en este número dedicado a las conspiraciones, como son la
propia elección del título (que nos remite a una brújula loca que apunta a un
punto cardinal irreal [3]) y la aparición del verde en los títulos de
crédito (un color que es el contrario o complementario al rojo en el círculo
cromático, teniendo este último las consabidas connotaciones políticas que
dentro del contexto de la Guerra Fría nos hacen pensar en la Unión Soviética,
el enemigo político de los Estados Unidos). El anonimato del personaje
principal, Roger Thornhill (Cary Grant), enunciado en los primeros fotogramas
de la cinta al parecer querer escoger el director su drama personal de entre la
multitud que se agolpa en las bocas del Metro o que baja atropelladamente las
escaleras de los grandes rascacielos newyorkinos, da pleno sentido a ese
tablero sobre el que se disponen las piezas de este macabro ajedrez, donde se
ejecuta un juego sin reglas (o con reglas al margen de las reglas [4])
que conducirá a un publicista de monótona vida de ser un mero peón movido por
manos ajenas a convertirse en el rey de la jugada, en la pieza clave de toda la
partida, tomando conciencia a través de las dos pulsiones enunciadas por el
psicoanálisis y tan queridas por Hitchcock: el sexo (a raíz de su encuentro con
Eve Kendall –Eva Marie-Saint-) y la muerte (un proceso que le hace desprenderse
de su antiguo Yo para adquirir por pleno derecho la misteriosa personalidad de
George Kaplan, el espía que nunca existió [5]).
Sin embargo habíamos apuntado que
aquello que más interés nos podía suscitar, aquello que más nos había llamado
la atención había sido el carácter surreal de toda la cinta, no sólo por la
consecución de situaciones difíciles de tomar como reales si lo comparamos con
las monótonas vidas de la gente normal y corriente (como puede ser el propio
Roger Thornhill, con quien por este carácter nos familiarizamos casi de
inmediato con él), sino por la aparición de una serie de elementos de carácter
onírico que nos empujan a pensar en otra dirección que la meramente argumental.
Así, nos detendremos en dos imágenes que, además de su carácter de iconos de la
Historia del Cine, suponen dos ejemplos perfectos de lo que tratamos de
demostrar: el ataque de la avioneta en los sembrados de maíz y la secuencia en
el Monte Rushmore con las efigies de los presidentes de los Estados Unidos como
telón de fondo.
En este momento del análisis
debemos hacer un inciso, desviándonos tangencialmente para aportar una serie de
datos reveladores. Una de las pasiones de Sigmund Freud que le acompañó durante
toda su vida fue el estudio de la biografía de Leonardo da Vinci y cómo su
complejo de Edipo le había acompañado durante toda su vida, condicionando parte
de su obra. Contaba el genio renacentista que en su niñez soñaba que un gran
pájaro se posaba sobre el cabecero de su cuna y le introducía en la boca la
punta de su ala. El padre del psicoanálisis interpretó esto como una amenaza
del padre ausente, del padre que Leonardo nunca conoció, temiendo durante su
niñez que un día volviese y tuviese que compartir con él el amor de una madre
que hasta el momento tenía para él solo, en exclusividad. Así, Freud logró
encontrar en el cuadro titulado Santa Ana, la Virgen y el Niño
(actualmente expuesto en el parisino Museo del Louvre) una forma simulada en
los ropajes de la Virgen María que perfilaba la silueta de un gran pájaro que
tocaba con la punta de una de sus alas la boca del Niño Jesús, exactamente
igual que en el sueño de la niñez de su autor. Esta teoría del complejo de
Edipo de Leonardo la amplió Freud con otros datos en esta pintura, como la
curiosa cercanía de edad entre madre y abuela.
Con estos datos podemos comenzar
a desarrollar otra teoría paralela dentro de la película que estamos abordando,
empezando por la ya citada escena de la avioneta asesina. La gran ventaja de
utilizar una ciencia como el psicoanálisis es que no es necesario saber a
ciencia cierta si, en este caso, Hitchcock conocía verdaderamente el
significado sobre el color verde o la historia que antes hemos contado sobre
los sueños del niño Leonardo, ya que los elementos oníricos, al estar
compuestos por símbolos, se refieren a constantes universales que tienen su
aparición con distintas formas, pero siempre con el mismo sentido y
significado. Así, aquí la avioneta que atenta contra la vida del protagonista
funciona como un elemento de amenaza que viene desde el aire, es decir, desde
una posición más alta, que es el punto de vista desde donde el padre mira,
censura y recrimina al hijo, siempre en un plano de inferioridad (tanto físico
como en cuanto a la autoridad). Si a esto le añadimos que la madre del personaje
principal está interpretado por una actriz (Jessie Royce Landis) que tan sólo
era un año mayor que Cary Grant durante el rodaje de este filme, y que este
dato parece no querer disimularse dentro de la puesta en escena, tenemos que lo
que se enunciaba durante las primeras escenas de la película, donde una madre
aparentemente joven censuraba por enésima vez la conducta pendenciera de su
hijo, estando la figura paterna ausente, es reafirmado a través de la escena
con la avioneta de manera taxativa, ya que el protagonista se dispone en un
contexto dominado por lo femenino (recordar que la tierra está relacionada con
la fertilidad y lo matriarcal), pero en un páramo yermo y sin apenas
protecciones, denunciando el desamparo que sufre de parte de su madre, quien en
ningún momento cree en la historia que le cuenta su propio hijo (una peripecia
en la que aparece ese elemento del alcohol que se destacaba en la definición
del color verde). Esa amenaza que surge desde la altura aprovecha esa situación
de abandono para consumar, precisamente, la muerte que llega desde esa forma de
amplia envergadura y sin rostro, anónimo como el padre omiso [6].
Sin embargo, la otra escena que
hemos destacado parece poseer unos códigos radicalmente diferentes, incluso
contrarios a lo antes dicho, pero de extremada coherencia: el protagonista,
tras haber aceptado la farsa de ser asesinado, muere realmente como Roger
Thornhill (es decir, se desprende de su personalidad, de su Yo y, por lo tanto,
de su apellido, aquello que le liga a sus progenitores) para suplantar la
figura de un “super-hombre”, diametralmente diferente al hombre que hasta ese
momento había sido [7]. Es aquí donde la figura del padre aparece en su
imagen más amenazante, con esos enormes rostro de los presidentes de los
Estados Unidos (recordar que son los llamados “padres” de la patria [8])
que vigilan con mirada censora antes que con talante benévolo. Es en este
escenario donde por última vez se enfrenta a la muerte, la suya propia y la de
su amada, y de su triunfo nace esa escandalosa escena para los censores de la
época en la que, con unas claras connotaciones sexuales, el tren se introduce
en un túnel mientras la pareja, libre ya de sus respectivas ataduras (él de sus
represoras figuras paternas, ella de la prostitución impuesta para obtener
información como espía) se disponen a consumar su amor.
La película funciona, por lo
tanto, como un sueño con talante de ser una terapia, un tratamiento de choque
contra una serie de complejos puestos en escena para ser superados. Es por
ello, y lo podemos afirmar sin temor a equivocarnos, que el filme supone la
necesidad del propio Hitchcock de poner en la pantalla a aquel héroe que él
quisiera haber sido, a aquel hombre triunfador en la vida y en el amor que
tiene en Cary Grant a su máximo exponente, aquel que con un poderoso imán
compuesto de belleza, elegancia, donaire y un punto canalla salía victorioso de
todas las peripecias vividas en sus existencias de celuloide. De la misma manera
que el actor interpretaba aquí a un hombre en busca de su personaje, Hitchcock
buscaba detrás de la cámara a aquel actor que encarnase todo aquello que a él
mismo le gustaría ser (fundamentalmente su pasión por las fammes fatales
de cabello rubio), poniendo en imágenes sus fantasías más privadas para
consolarse en el placer de la contemplación. Por eso ningún autocameo más
coherente que el protagonizado en esta película: su oronda figura perdiendo un
autobús, quedando atrapado en un espacio lleno de inverosimilitud que él mismo
ha creado, mientras con la mirada sigue al transporte hasta los límites del
fotograma, donde más allá de su demarcación se encuentra ese lugar tan ansiado
por él detrás del visor de la cámara. Por eso el director decidió perder ese tren
a propósito, para acompañar esta vez a su héroe en el marco de la
representación, sintiendo con él el placer por vivir otras vidas, saboreando en
último término las mieles del éxito.
(artículo aparecido en el nº. 147
de Versión Original —marzo de 2007— dedicado a
"Conspiraciones")
[1]
Titulada originalmente Le cinéma selon Hitchcock (Editores Robert
Laffont, París, 1966), este compendio de entrevistas y conversaciones
realizadas por François Truffaut al realizador británico fue editada con este
nuevo título en 1984 con un capítulo añadido.
[3]
“Es una fantasía. Todo el filme está representado por su título. En una
brújula, no existe un norte en el noroeste. El libre uso de la fantasía es el
camino por el que nos aproximamos por medios cinematográficos a lo abstracto, y
es con esa clase de material cinematográfico con el que yo trabajo”, en The
Hitchcock Romance. Love and Irony in Hitchcock’s Films
de Lesley Brill. Princeton Paperbacks.
[4]
Recordar una de las frases del personaje llamado El Profesor (Leo G.
Carroll) en el aeropuerto para explicar todo el entramado: “FBI, CIA… todos
estamos en la misma sopa de letras”, remarcando ese carácter de juego sobre una
cuadrícula, donde las distintas siglas encubren el mismo sistema de espionaje
al margen de la legalidad.
[5]
Aquí toma cierto sentido la escena en la que Roger Thornhill se prueba uno de
los trajes de Kaplan, comprobando que le queda pequeño. Sin embargo, podemos
pensar al revés: es a Kaplan a quien le queda grande el traje de Thornhill, ya
que está a punto de ser suplantado (o interpretado) por un personaje cuyo lema
viene dado por sus iniciales: R.O.T. (“rapidez, osadía y tenacidad” en la
traducción al castellano).
[6]
Algo que se reafirmará años más tarde con Los pájaros (The Birds,
1963), donde el director dará exclusividad argumental a esta teoría, donde los
pájaros aparecen como auténticos “violadores” de un espacio dominado por lo
femenino.
[7]
Como demuestra la conversación con su amada escapando de sus asesinos, donde
reconoce que había sido abandonado por sus dos esposas “por llevar una vida
excesivamente monótona”.
[8]
Este “jaque mate” final se precipita precisamente sobre uno de los símbolos de
los EE.UU. (los gigantescos rostros tallados en piedra de los presidentes
Washington, Jefferson, Roosevelt y Lincoln), de la misma manera que la conjura
en Sabotaje, aquella obra de la que es deudora, se frustraba sobre la
Estatua de la Libertad, el otro gran icono norteamericano. En ambos casos las
connotaciones represivas no sólo están representadas por las proporciones
colosales (los unos aludiendo al padre y la otra a la madre), sino que la
dureza de sus respectivos materiales (el granito y el acero) aportan un perfil
inflexible e impermeable a sus inexpresivos rostros.
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