“Una venganza pequeña es más
humana que ninguna venganza”. De esta manera evidenciaba Nietzsche en Así
habló Zarathustra la imposibilidad de huir de una pasión que en parte
configura y define nuestra condición de seres humanos. Parece ser (o de tal
manera me gusta pensar) que el nacimiento de nuestra especie estaría más
vinculado a la asimilación de seres sensibles antes que a la de seres
pensantes. De hecho, el resto de las especies animales con las que compartimos
el ecosistema piensan de alguna manera, estando esta condición más o menos
supeditada a los instintos. Sin embargo, no hay otra especie en todo el reino
animal más allá de la humana que tenga el don de controlar su comportamiento en
relación a sus sentimientos, otorgando a sus propios hechos una trascendencia y
un significado y, una vez consumado el acto, justificando su conducta a través
de un código determinado. El “Cogito ergo sum” cartesiano se transforma así en
una constatación, no de la circunstancia pensante del ser humano, sino en la
prueba de que el acto de pensar pasa inexorablemente por la voluntad de
hacerlo, otorgando en última instancia la facultad del raciocinio a la
capacidad de decisión que imprime el sentimiento, siendo nosotros a un mismo
tiempo sus beneficiarios y sus víctimas.
Crecemos en la vida siendo
enseñados a pensar que podemos controlar todo aquello que nos propongamos, que
nuestra inteligencia puede dominar nuestra parte sensible a través de la
voluntad, que las pasiones deben ser reprimidas en beneficio de nuestra cultura/civilización/religión/nación.
Al desarrollarnos adquirimos autonomía y pensamiento crítico, y es entonces
cuando nos damos cuenta de que sólo se intenta reprimir aquello que forma parte
consustancial de nuestra naturaleza y que, por ello, resulta una auténtica
amenaza.
No es nuestra tarea supeditar la
capacidad intelectual que todos poseemos al hermoso poder de los sentimientos,
pues nuestro discurso correría entonces desagradablemente paralelo al que
realizaran los nazis en la primera mitad del siglo pasado. Pero sí podemos
poner en tela de juicio la capacidad de absorción que ha llevado a cabo ese
intento de racionalizar cualquier experiencia vital, que ha monopolizado el
análisis en torno al empirismo, el utilitarismo y lo clasificatorio (quizás una
mirada exacerbada, radical y mal entendida del materialismo) para dejar de lado
otras formas de acercamiento más empáticas e intuitivas, aquellas que
configuran en mayor medida nuestra verdadera dimensión humana.
Por eso, y teniendo en cuenta que
el muy humano sentimiento de la venganza es curiosa e irónicamente deplorable
desde el punto de vista humanístico, podemos tomar dos ejemplos que nos marquen
el camino de lo que anteriormente hemos expuesto. En primer lugar podríamos
iniciar nuestro discurso tomando el caso sucedido al personaje de Harmónica
(Charles Bronson [1]) en la monumental obra de arte titulada Hasta
que llegó su hora (C´era una volta il West, Sergio Leone, 1969). En
ella, el empeño de un hombre por encontrar descanso a su dolor y su conciencia
pasa por acosar desde la distancia a Frank (Henry Fonda [2]), el líder
de una banda de malhechores que imponen la ley del más fuerte en un atemorizado
pueblo en construcción de Arizona, por donde ha de pasar el ferrocarril que
llegará hasta las costas del Pacífico. En este punto hay que destacar que es el
western, sin ninguna duda, el género cinematográfico por excelencia en el que
la venganza se ha instalado con más naturalidad. El paisaje fronterizo [3]
y las consiguientes situaciones límite en las que se instalan sus personajes
son el caldo de cultivo ideal para que en sus argumentos aparezcan todo tipo de
conflictos, desagravios e insatisfacciones que han de ser resueltas a través
compensaciones en forma de represalias, forjándose toda una mítica en torno a
epopeyas en las que la virilidad y la violencia se instalan como método de
supervivencia [4].
A parte de las múltiples lecturas
que esta magna obra nos puede ofrecer (fundamentalmente políticas y económicas,
las más interesantes), el desarrollo de la acción pasa inexcusablemente por el
deseo de venganza del protagonista, ya que cada paso de su acción repercute en
todos y cada uno de los demás personajes, orquestando un juego en el que las
reglas las va imponiendo a cuentagotas, despistando con ello a todos sobre sus
propósitos finales. Sin embargo, más allá del desarrollo argumental encauzado a
través del puro sentimiento de la venganza, hemos de destacar cómo un elemento
de la puesta en escena como es el de la harmónica se configura como el objeto
que, no sólo da nombre y personalidad a un personaje misterioso que carece de
ambas, sino que en su propia presencia parece albergar la memoria de un espacio
y un tiempo que se deben perpetuar incansablemente para dar sentido al
sacrificio, no sólo de su portador si llegase el caso, sino de las vidas de
todos aquellos que, aunque sean víctimas inocentes, se interpongan en el
infalible recorrido hasta su objetivo.
Tres décadas después, el mundo no
es el mismo (aunque a veces se le parece: nuevamente aparece Nietzsche, ahora
con su teoría sobre el eterno retorno). En los albores del siglo XXI,
Christopher Nolan realizó una de las películas más desconcertantes y turbadoras
de los últimos años (con la venia de David Lynch): Memento (id., 2000) [5], también con el tema de fondo
de la venganza. En este caso encontramos a Leonard (Guy Pierce), un hombre que
únicamente vive con el propósito de vengar el asesinato de su mujer. Sin
embargo, aunque pudiera parecer que un argumento como éste estaría de lo más
manido y sobado en el panorama cinematográfico, se introduce una característica
tan especial que hace que esta historia sea un auténtico paradigma: el
protagonista sufre una pérdida de memoria denominada amnesia anterógrada, donde
los recuerdos no van más allá de durar algunos minutos (debido a este problema
recurre a una serie de métodos para que su objetivo de la venganza llegue
alguna vez a cumplirse: notas, tatuajes, fotografías…) y que es aprovechado por
el realizador para contar la historia en sentido inverso al convencional, es
decir, de delante hacia atrás, mostrándonos primero las consecuencias para
llegar a las causas que las originaron.
Estas escuetas notas sobre el
argumento nos bastan para comenzar a desarrollar una serie de preguntas que
establezcan, por contraposición al anterior ejemplo de Hasta que llegó su
hora, un discurso sobre la evolución del cine como reflejo de la evolución
de la conciencia social del ser humano en estos últimos cuarenta años. Quizás
lo primero y más evidente que hemos de destacar es el hecho de que el
protagonista de Memento carezca de una cualidad como la de recordar a
largo plazo y que esta condición es la que nos permite darnos respuestas a
preguntas fundamentales como las de quiénes somos, de dónde venimos, a dónde
vamos, etc., es decir, saber nuestra propia esencia, nuestra personalidad, aquello
que nos hace seres únicos, inconfundibles y diferentes al resto de nuestros
congéneres. La memoria es, pues, aquello sobre lo que asentamos nuestra
conducta, pues somos un cúmulo de experiencias, de códigos adquiridos y de
sensaciones que a un mismo tiempo relativizan nuestras acciones y establecen un
marco de comportamiento coherente con nuestras necesidades, con aquello que
deseamos ser en la vida. Podríamos incluso establecer una fría fórmula
matemática para lo dicho anteriormente: memoria= recuerdos+ tiempo. Pero,
¿realmente nos podemos fiar de nuestros recuerdos, de nuestra percepción
personal e intransferible de aquello que acontece a nuestro alrededor sin dudar
ni por un momento de su fiabilidad?
Como ya hemos destacado, Leonard
se apoya en una serie de elementos para dar soporte a su volátil memoria. Como
vamos descubriendo con el discurrir del relato, esta serie de referencias de
caótica disposición se contradicen entre ellas. ¿Qué patrón sigue entonces el
protagonista para discernir la realidad, lo verdadero de lo falso? Pues
seguramente lo que cualquiera de nosotros hace en su vida normal: la capacidad
que tienen ciertos datos de anular otros por el mero hecho de ser más recientes
en el tiempo (lo actual tiende a solapar lo remoto) y su intuición, sus
corazonadas, lo que dictan sus sentimientos. La falta de memoria impide el
remordimiento, configurando a quien lo padece la dimensión de perfecta máquina
de matar, de herramienta asesina al servicio de escabrosos motivos. Todo ello,
con el avance de la cinta, va emergiendo como un tremendo error, y es cada vez
más notable y palpable la distancia que separa los mundos en los que se
gestaron esta película y aquel precedente realizado por Leone ya que, mientras
en aquél era el objeto de la harmónica el que aguantaba la carga de albergar y
activar la memoria (con todo el poder emocional que contiene en sí la música,
precisamente por su carácter efímero), en Memento son las fotografías
(al lado de los susodichos tatuajes) los que parecen dar soporte al sentido de
una vida (pues su carácter es indudablemente más perenne) [6].
Es curioso cómo entre ambos
ejemplos parecen ser las instantáneas tomadas con la polaroyd las que
evidencian un mayor contacto con la realidad y, sin embargo, los hermanos Nolan
nos abren los ojos y nos hacen mirar con desengaño hacia ese mal endémico que
parece haberse instalado en nuestra sociedad como una nueva religión: el culto
hacia lo fotográfico como representación de una inalterable verdad. Hoy en día
tendemos de forma natural a asumir como verídico todas aquellas imágenes que
nuestros ojos reciben en distintos formatos (fotografía, cine, televisión,
Internet…), cuando es precisamente el poder de convicción y su cercanía con los
modelos reales lo que hacen de lo audiovisual un auténtico peligro que nos
puede hacer caer, como al propio Leonard, en el error de creer como cierto
aquello que no es más que pura manipulación, ya que en muchas ocasiones se
carece de la voluntad de contrastar el origen y el significado de aquello que
se recibe. Como este personaje, todos nosotros desarticulamos en nuestra vida
cotidiana el defensivo sentido de la prudencia, no por dejadez o malicia, sino
impelidos a ello por la vorágine de tal cantidad de imágenes recibidas que
arrasan nuestra capacidad de absorción, estando por ello a merced de mensajes
que no siempre son tan verídicos como pretenden aparentar.
Nuestros recuerdos son un cúmulo
de notas y fotografías mentales que desordenamos y confundimos, mezclándolas
aleatoriamente para configurar una visión del mundo que nos satisfaga y nos
convenga. La memoria es volátil y, como el protagonista de Memento,
tendemos a practicar aquello que se ha definido como “la memoria de pez de
acuario”, que no nos permite recordar más allá de los tenues cristales de
nuestra pecera global. Dentro de este panorama no hay duda de que, a pesar de
ser un sentimiento humano, quizás demasiado humano, la venganza no es más que
un juego cuyas reglas no siempre están claras sobre quién y para qué propósito
han sido dictadas.
(artículo aparecido en el nº. 158
de Versión Original —marzo 2008— dedicado a "Venganza")
[1]
¿Pesaría tanto este papel en el actor como para configurarle en el futuro como
el modelo del vengador facha/reaganiano por excelencia?
[2]
Golpe de efecto magistral haber contado para el soporte del malo de la película
con el actor que el público americano (y mundial, en general) contemplaba como
la imagen del bueno por excelencia, el indefectible “falso culpable”, el
mismísimo rostro del presidente Lincoln.
[3]
Auténticamente marciano en el caso que nos ocupa, configurándose un panorama
vital y visual inusualmente bizarro, extraño, alejado de la dimensión
espacio-temporal en la que vivimos, por lo que si no fuera por los referentes
culturales que nos hacen instalar la acción en el lejano y salvaje oeste
podríamos estar hablando de una de las mejores adaptaciones de las Crónicas
marcianas de Ray Bradbury.
[4]
Lo cual, por otra parte, ha permitido que esa elite política, económica,
social, religiosa, cultural y racial que son los wasp (white anglo-saxon
and protestant) haya conseguido en múltiples ocasiones y hasta la actualidad
llevar a sus cowboys hasta la mismísima Casa “Blanca”. Sin embargo, al
igual que en el propio western nos podemos encontrar con curiosos
ejemplos de visión progresista que no cumplen con esa regla no escrita
introducida en el texto (desde filmes abiertamente pro-nativos o filoindios
como El gran combate –Cheyenne Autumn, John Ford, 1964-,
antirracistas como El sargento negro -Sergeant Rutledge, John
Ford, 1960- o de perspectivas femeninas como Johnny Guitar –íd.,
Nicholas Ray, 1954-), en estos días los demócratas norteamericanos tienen la
opción de escoger como su candidato a la presidencia de los EE.UU. entre un
afroamericano y una mujer, una situación tan inaudita como esperanzadora.
[5]
Basado en un relato llamado Memento Mori (en latín, "recuerda que
eres mortal"), escrito por su hermano Jonathan.
[6]
En este punto, y aprovechando la reciente salida al mercado del DVD de su Final
Cut, hemos de destacar a modo de homenaje y reconocimiento una película
como Blade Runner, ya que son demasiadas las referencias de este
artículo que nos remiten a su argumento: la venganza como telón de fondo, lo
efímero de la vida, la memoria perpetuada y sostenida por los recuerdos
fotográficos, la calidad de “ser sensible” sobre la de “ser pensante” (aparece
citada la máxima cartesiana del “Cogito ergo sum” en ese mismo sentido) e,
incluso, el nombre de Bradbury (el complejo de apartamentos donde se refugian
los replicantes).
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