sábado, 18 de mayo de 2013

MEMENTO (O LA FINA LÍNEA QUE SEPARA EL BIEN DEL MAL)


“Una venganza pequeña es más humana que ninguna venganza”. De esta manera evidenciaba Nietzsche en Así habló Zarathustra la imposibilidad de huir de una pasión que en parte configura y define nuestra condición de seres humanos. Parece ser (o de tal manera me gusta pensar) que el nacimiento de nuestra especie estaría más vinculado a la asimilación de seres sensibles antes que a la de seres pensantes. De hecho, el resto de las especies animales con las que compartimos el ecosistema piensan de alguna manera, estando esta condición más o menos supeditada a los instintos. Sin embargo, no hay otra especie en todo el reino animal más allá de la humana que tenga el don de controlar su comportamiento en relación a sus sentimientos, otorgando a sus propios hechos una trascendencia y un significado y, una vez consumado el acto, justificando su conducta a través de un código determinado. El “Cogito ergo sum” cartesiano se transforma así en una constatación, no de la circunstancia pensante del ser humano, sino en la prueba de que el acto de pensar pasa inexorablemente por la voluntad de hacerlo, otorgando en última instancia la facultad del raciocinio a la capacidad de decisión que imprime el sentimiento, siendo nosotros a un mismo tiempo sus beneficiarios y sus víctimas.

Crecemos en la vida siendo enseñados a pensar que podemos controlar todo aquello que nos propongamos, que nuestra inteligencia puede dominar nuestra parte sensible a través de la voluntad, que las pasiones deben ser reprimidas en beneficio de nuestra cultura/civilización/religión/nación. Al desarrollarnos adquirimos autonomía y pensamiento crítico, y es entonces cuando nos damos cuenta de que sólo se intenta reprimir aquello que forma parte consustancial de nuestra naturaleza y que, por ello, resulta una auténtica amenaza.


No es nuestra tarea supeditar la capacidad intelectual que todos poseemos al hermoso poder de los sentimientos, pues nuestro discurso correría entonces desagradablemente paralelo al que realizaran los nazis en la primera mitad del siglo pasado. Pero sí podemos poner en tela de juicio la capacidad de absorción que ha llevado a cabo ese intento de racionalizar cualquier experiencia vital, que ha monopolizado el análisis en torno al empirismo, el utilitarismo y lo clasificatorio (quizás una mirada exacerbada, radical y mal entendida del materialismo) para dejar de lado otras formas de acercamiento más empáticas e intuitivas, aquellas que configuran en mayor medida nuestra verdadera dimensión humana.

Por eso, y teniendo en cuenta que el muy humano sentimiento de la venganza es curiosa e irónicamente deplorable desde el punto de vista humanístico, podemos tomar dos ejemplos que nos marquen el camino de lo que anteriormente hemos expuesto. En primer lugar podríamos iniciar nuestro discurso tomando el caso sucedido al personaje de Harmónica (Charles Bronson [1]) en la monumental obra de arte titulada Hasta que llegó su hora (C´era una volta il West, Sergio Leone, 1969). En ella, el empeño de un hombre por encontrar descanso a su dolor y su conciencia pasa por acosar desde la distancia a Frank (Henry Fonda [2]), el líder de una banda de malhechores que imponen la ley del más fuerte en un atemorizado pueblo en construcción de Arizona, por donde ha de pasar el ferrocarril que llegará hasta las costas del Pacífico. En este punto hay que destacar que es el western, sin ninguna duda, el género cinematográfico por excelencia en el que la venganza se ha instalado con más naturalidad. El paisaje fronterizo [3] y las consiguientes situaciones límite en las que se instalan sus personajes son el caldo de cultivo ideal para que en sus argumentos aparezcan todo tipo de conflictos, desagravios e insatisfacciones que han de ser resueltas a través compensaciones en forma de represalias, forjándose toda una mítica en torno a epopeyas en las que la virilidad y la violencia se instalan como método de supervivencia [4].


A parte de las múltiples lecturas que esta magna obra nos puede ofrecer (fundamentalmente políticas y económicas, las más interesantes), el desarrollo de la acción pasa inexcusablemente por el deseo de venganza del protagonista, ya que cada paso de su acción repercute en todos y cada uno de los demás personajes, orquestando un juego en el que las reglas las va imponiendo a cuentagotas, despistando con ello a todos sobre sus propósitos finales. Sin embargo, más allá del desarrollo argumental encauzado a través del puro sentimiento de la venganza, hemos de destacar cómo un elemento de la puesta en escena como es el de la harmónica se configura como el objeto que, no sólo da nombre y personalidad a un personaje misterioso que carece de ambas, sino que en su propia presencia parece albergar la memoria de un espacio y un tiempo que se deben perpetuar incansablemente para dar sentido al sacrificio, no sólo de su portador si llegase el caso, sino de las vidas de todos aquellos que, aunque sean víctimas inocentes, se interpongan en el infalible recorrido hasta su objetivo.

Tres décadas después, el mundo no es el mismo (aunque a veces se le parece: nuevamente aparece Nietzsche, ahora con su teoría sobre el eterno retorno). En los albores del siglo XXI, Christopher Nolan realizó una de las películas más desconcertantes y turbadoras de los últimos años (con la venia de David Lynch): Memento (id., 2000) [5], también con el tema de fondo de la venganza. En este caso encontramos a Leonard (Guy Pierce), un hombre que únicamente vive con el propósito de vengar el asesinato de su mujer. Sin embargo, aunque pudiera parecer que un argumento como éste estaría de lo más manido y sobado en el panorama cinematográfico, se introduce una característica tan especial que hace que esta historia sea un auténtico paradigma: el protagonista sufre una pérdida de memoria denominada amnesia anterógrada, donde los recuerdos no van más allá de durar algunos minutos (debido a este problema recurre a una serie de métodos para que su objetivo de la venganza llegue alguna vez a cumplirse: notas, tatuajes, fotografías…) y que es aprovechado por el realizador para contar la historia en sentido inverso al convencional, es decir, de delante hacia atrás, mostrándonos primero las consecuencias para llegar a las causas que las originaron.


Estas escuetas notas sobre el argumento nos bastan para comenzar a desarrollar una serie de preguntas que establezcan, por contraposición al anterior ejemplo de Hasta que llegó su hora, un discurso sobre la evolución del cine como reflejo de la evolución de la conciencia social del ser humano en estos últimos cuarenta años. Quizás lo primero y más evidente que hemos de destacar es el hecho de que el protagonista de Memento carezca de una cualidad como la de recordar a largo plazo y que esta condición es la que nos permite darnos respuestas a preguntas fundamentales como las de quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos, etc., es decir, saber nuestra propia esencia, nuestra personalidad, aquello que nos hace seres únicos, inconfundibles y diferentes al resto de nuestros congéneres. La memoria es, pues, aquello sobre lo que asentamos nuestra conducta, pues somos un cúmulo de experiencias, de códigos adquiridos y de sensaciones que a un mismo tiempo relativizan nuestras acciones y establecen un marco de comportamiento coherente con nuestras necesidades, con aquello que deseamos ser en la vida. Podríamos incluso establecer una fría fórmula matemática para lo dicho anteriormente: memoria= recuerdos+ tiempo. Pero, ¿realmente nos podemos fiar de nuestros recuerdos, de nuestra percepción personal e intransferible de aquello que acontece a nuestro alrededor sin dudar ni por un momento de su fiabilidad?

Como ya hemos destacado, Leonard se apoya en una serie de elementos para dar soporte a su volátil memoria. Como vamos descubriendo con el discurrir del relato, esta serie de referencias de caótica disposición se contradicen entre ellas. ¿Qué patrón sigue entonces el protagonista para discernir la realidad, lo verdadero de lo falso? Pues seguramente lo que cualquiera de nosotros hace en su vida normal: la capacidad que tienen ciertos datos de anular otros por el mero hecho de ser más recientes en el tiempo (lo actual tiende a solapar lo remoto) y su intuición, sus corazonadas, lo que dictan sus sentimientos. La falta de memoria impide el remordimiento, configurando a quien lo padece la dimensión de perfecta máquina de matar, de herramienta asesina al servicio de escabrosos motivos. Todo ello, con el avance de la cinta, va emergiendo como un tremendo error, y es cada vez más notable y palpable la distancia que separa los mundos en los que se gestaron esta película y aquel precedente realizado por Leone ya que, mientras en aquél era el objeto de la harmónica el que aguantaba la carga de albergar y activar la memoria (con todo el poder emocional que contiene en sí la música, precisamente por su carácter efímero), en Memento son las fotografías (al lado de los susodichos tatuajes) los que parecen dar soporte al sentido de una vida (pues su carácter es indudablemente más perenne) [6].


Es curioso cómo entre ambos ejemplos parecen ser las instantáneas tomadas con la polaroyd las que evidencian un mayor contacto con la realidad y, sin embargo, los hermanos Nolan nos abren los ojos y nos hacen mirar con desengaño hacia ese mal endémico que parece haberse instalado en nuestra sociedad como una nueva religión: el culto hacia lo fotográfico como representación de una inalterable verdad. Hoy en día tendemos de forma natural a asumir como verídico todas aquellas imágenes que nuestros ojos reciben en distintos formatos (fotografía, cine, televisión, Internet…), cuando es precisamente el poder de convicción y su cercanía con los modelos reales lo que hacen de lo audiovisual un auténtico peligro que nos puede hacer caer, como al propio Leonard, en el error de creer como cierto aquello que no es más que pura manipulación, ya que en muchas ocasiones se carece de la voluntad de contrastar el origen y el significado de aquello que se recibe. Como este personaje, todos nosotros desarticulamos en nuestra vida cotidiana el defensivo sentido de la prudencia, no por dejadez o malicia, sino impelidos a ello por la vorágine de tal cantidad de imágenes recibidas que arrasan nuestra capacidad de absorción, estando por ello a merced de mensajes que no siempre son tan verídicos como pretenden aparentar.

Nuestros recuerdos son un cúmulo de notas y fotografías mentales que desordenamos y confundimos, mezclándolas aleatoriamente para configurar una visión del mundo que nos satisfaga y nos convenga. La memoria es volátil y, como el protagonista de Memento, tendemos a practicar aquello que se ha definido como “la memoria de pez de acuario”, que no nos permite recordar más allá de los tenues cristales de nuestra pecera global. Dentro de este panorama no hay duda de que, a pesar de ser un sentimiento humano, quizás demasiado humano, la venganza no es más que un juego cuyas reglas no siempre están claras sobre quién y para qué propósito han sido dictadas.

(artículo aparecido en el nº. 158 de Versión Original —marzo 2008— dedicado a "Venganza")


[1] ¿Pesaría tanto este papel en el actor como para configurarle en el futuro como el modelo del vengador facha/reaganiano por excelencia?

[2] Golpe de efecto magistral haber contado para el soporte del malo de la película con el actor que el público americano (y mundial, en general) contemplaba como la imagen del bueno por excelencia, el indefectible “falso culpable”, el mismísimo rostro del presidente Lincoln.

[3] Auténticamente marciano en el caso que nos ocupa, configurándose un panorama vital y visual inusualmente bizarro, extraño, alejado de la dimensión espacio-temporal en la que vivimos, por lo que si no fuera por los referentes culturales que nos hacen instalar la acción en el lejano y salvaje oeste podríamos estar hablando de una de las mejores adaptaciones de las Crónicas marcianas de Ray Bradbury.

[4] Lo cual, por otra parte, ha permitido que esa elite política, económica, social, religiosa, cultural y racial que son los wasp (white anglo-saxon and protestant) haya conseguido en múltiples ocasiones y hasta la actualidad llevar a sus cowboys hasta la mismísima Casa “Blanca”. Sin embargo, al igual que en el propio western nos podemos encontrar con curiosos ejemplos de visión progresista que no cumplen con esa regla no escrita introducida en el texto (desde filmes abiertamente pro-nativos o filoindios como El gran combateCheyenne Autumn, John Ford, 1964-, antirracistas como El sargento negro -Sergeant Rutledge, John Ford, 1960- o de perspectivas femeninas como Johnny Guitaríd., Nicholas Ray, 1954-), en estos días los demócratas norteamericanos tienen la opción de escoger como su candidato a la presidencia de los EE.UU. entre un afroamericano y una mujer, una situación tan inaudita como esperanzadora.

[5] Basado en un relato llamado Memento Mori (en latín, "recuerda que eres mortal"), escrito por su hermano Jonathan.

[6] En este punto, y aprovechando la reciente salida al mercado del DVD de su Final Cut, hemos de destacar a modo de homenaje y reconocimiento una película como Blade Runner, ya que son demasiadas las referencias de este artículo que nos remiten a su argumento: la venganza como telón de fondo, lo efímero de la vida, la memoria perpetuada y sostenida por los recuerdos fotográficos, la calidad de “ser sensible” sobre la de “ser pensante” (aparece citada la máxima cartesiana del “Cogito ergo sum” en ese mismo sentido) e, incluso, el nombre de Bradbury (el complejo de apartamentos donde se refugian los replicantes).

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