1. Eduardo Zaplana, después de
calentar la vida parlamentaria y las cabezas de millones de españoles durante
los cuatro años que ha durado su cargo como portavoz parlamentario de Partido
Popular, ha explicado a su nueva empresa que él no puede trabajar si no es a
una temperatura de 17 grados centígrados [1].
2. ¿Se ha preguntado alguien
alguna vez por qué el hombre se empeña en explorar el espacio exterior,
mandando sondas y robots a otros planetas, construyendo estaciones espaciales
que orbitan alrededor de la Tierra, cuando aquí ni siquiera conocemos todos los
misterios del fondo marino? ¿Y por qué perseguimos de una forma tan visceral y
tan llena de odio a las ratas, cuando por nuestras calles damos de comer a las
palomas, seres tan llenos de gérmenes, parásitos y enfermedades como los
citados roedores? Todo esto tiene su explicación en el poder simbólico de los
términos arriba y abajo.
Supongamos que en una sala de
juicios el condenado se dispusiera en un lugar más elevado que el del juez.
Éste seguiría teniendo el poder de condenarle o absolverle, pero perdería
totalmente su credibilidad. A pesar de que un juez está investido de una serie
de atributos en los que se reconoce su autoridad ética y/ o moral (la toga, la
gran mesa, la maza, los agentes del orden custodiándole…), no es más persona
que la que tiene delante de sí. Sin embargo, su status cualitativamente
superior está plenamente representado por su superioridad física en tanto en
cuanto situarse por encima de la cabeza de la persona a la que juzga supone una
inserción en un plano que remite a cualidades más “elevadas” (dignidad,
sabiduría, ecuanimidad, equilibrio, perspicacia, etc.), todas ellas que parecen
emanadas de un dios, de un ser “superior”, más allá del hombre y del bien y del
mal. Por lo tanto, si alguien se propusiera juzgar desde un plano inferior,
¿qué saldría?
En El infierno del odio (Tengoku
to jigoku, Akira Kurosawa, 1963) hay un particular acercamiento a lo
anteriormente expuesto. El filme se divide muy claramente en dos partes: en la
primera se nos presenta al Señor Gonzo (Toshiro Mifune), un empresario del
sector del calzado que está enfrentado con el resto de los socios capitalistas
de su empresa (Zapatos Nacional). Sin embargo, sin que ellos lo sepan, ha
planeado comprar la mayoría suficiente de la empresa para poder imponer sus
propios criterios. Se ha hecho con una importante suma de dinero con mucho
trabajo y sacrificios: ha llegado a embargar su propia casa. Justo después de
una acalorada discusión con estos socios, se produce un hecho dramático:
secuestran al hijo de su chofer, habiéndole confundido el secuestrador con el
hijo del propio Gonzo. El rescate son 30 millones de yenes, prácticamente la
cifra ahorrada por este empresario para llevar a cabo sus planes de futuro. A
este hombre se le plantea una gran duda moral: elegir entre sacrificar al hijo
de su empleado para conseguir sus sueños o entregar su fortuna para salvar a
ese niño, que no sólo es el mejor amigo de su hijo, sino que es un ser humano
desamparado que clama vivir. Al final, Gonzo elegirá pagar el rescate y salvar
al pequeño.
Ya en estos primeros momentos
empiezan a asomar distintos elementos que orbitarán sobre el argumento y las
imágenes de toda la cinta. Por ejemplo, los niños juegan en la casa a indios y
vaqueros, y en su primaria candidez intercambian sus disfraces (el elemento
permite que se desarrolle el drama del secuestro de alguien equivocado, ya que
la propia madre confunde a ambos niños) y, por lo tanto, sus roles (el bueno y
el malo, el perseguidor y el perseguido, el acosador y el acosado…) de una
manera natural.
Esta primera parte se desarrolla
por completo en el interior de la mansión de Gonzo. Se potencia sobremanera el
poder claustrofóbico de no salir de un mismo escenario durante buena parte del
metraje, acentuándose la impotencia que el personaje principal siente al no
poder hacer nada y estar él mismo secuestrado en su propia casa, ya que sus
movimientos están siendo vigilados muy de cerca por el secuestrador. También
comienza a vislumbrarse el otro elemento al que hacíamos referencia en la
presentación: hay un drama visible, público, a la vista (aunque parapetado del
resto de la ciudad por grandes ventanales que funcionan como un muro de
cristal) en el piso inferior, donde se desarrollan los negocios del
señor Gonzo, se exponen sus secretos planes para hacerse con la compañía,
juegan los niños, se suceden los primeros contactos con el secuestrador, las
primeras investigaciones de la policía, etc., y otro drama más íntimo, más
personal sucede en el espacio en off del piso superior, donde la
mujer se refugia para llorar, al que no podemos acceder por ser aquello más
sagrado e inviolable de todo hogar.
Tras el pago del secuestro
comienza la segunda parte de la película. Este eje está marcado por una imagen
que es la definición perfecta de toda la cinta: seguimos a dos policías en
busca de pesquisas cuando, andando por la orilla de un canal, la imagen se
detiene en la vista de la casa del Sr. Gonzo sobre una colina, dominando la
ciudad. La cámara se fija en la imagen distorsionada que se refleja en el agua,
mientras por delante de ella cruza una figura. Todo ello nos perturba, nos
inquieta, y sin que Kurosawa nos diga nada más, ya sabemos que nos encontramos
ante la imagen del secuestrador. El paradigma de la sencillez.
Este plano citado del exterior de
la casa es significativo del momento de la película en el que nos encontramos.
Hemos cambiado por completo de estar en el interior de la casa a verla desde su
exterior. Pasamos de ver la ciudad desde arriba, con una perspectiva despejada
y desde el interior del hogar del empresario, a ver el exterior de la casa
desde un plano inferior y desde los arrabales de la ciudad, entre los tejados
de las casas más humildes. Hemos cambiado lo cómodo, tranquilo, ordenado,
limpio y fresco del interior por lo caótico, sucio y caluroso del exterior (el
propio secuestrador le recuerda a Gonzo en una de sus comunicaciones que no es
más cómodo estar a 40º que con aire acondicionado). Hemos pasado del drama
interior, individual, privado, al drama exterior, general, público. De la clase
alta a la baja. Del empresario y su familia al trabajador y su soledad. Del que
está protegido por la policía al que está perseguido por ella. Del que se
muestra al que se esconde. Del que ama al que odia.
Más tarde veremos una imagen de
esta misma casa del protagonista desde la ventana del cuarto del secuestrador:
día tras día, mes tras mes, año tras año viendo cómo ese hombre triunfa y es
feliz. El odio que se genera en el interior de ese muchacho es brutal por su
acumulación. Es la impotencia de aquel que está atrapado por las
circunstancias, habiéndole obligado el destino a tener como único paisaje desde
su ventana aquello que comenzó a vertebrarse entre el deseo y el rencor, a
tener que convivir con la miseria, pero con la opulencia a la vista. La
frustración de ver cómo las distancias entre los dos vecinos se hacían cada vez
más insalvables: cada vez más rico, cada vez más alto, cada vez más lejos. Pero
la grandeza de Kurosawa no está en juzgar, sino en mostrar para que cada uno
saque sus propias conclusiones. No hay un solo plano en el que el espectador no
sea libre de pensar sobre lo que está viendo. El director no se entromete en el
proceso de comprender las inquietudes que han llevado a esa persona a cometer
esa fechoría. Los actos hablan por sí solos.
Esta segunda parte se convierte
por derecho propio en una de las cimas del género negro policiaco. La
investigación, las pistas, el seguimiento, la detención… todo ello resuelto con
la destreza propia de un gran maestro. Desde el mismo momento en que la cámara
sale al exterior con Gonzo y el resto de los policías y montan en un tren para
pagar el rescate (donde Kurosawa utiliza incluso imágenes tomadas con cámaras
tomavistas, remarcando el carácter de verosimilitud del documento) hasta la
localización del secuestrador en el hospital donde trabaja, pasando por esa
bajada a los infiernos que supone la visita a los bajos fondos de la ciudad
donde habitan los drogadictos y las prostitutas (momento que remite
explícitamente a El perro rabioso -Nora inu, 1949-, tanto visual
como ideológicamente, y un filme también marcado por la sofocante presencia del
calor), esta investigación policial engancha, inquieta y motiva, adquiriendo
tintes de cacería, donde policía y prensa llegan a trabajar en connivencia para
poder capturar al malhechor.
Pero el momento más importante
desde el punto de vista de nuestra teoría es cuando, por caminos separados, el
chofer del señor Gonzo y su hijo por un lado, y los policías por el otro,
encuentran el lugar donde el secuestrador tuvo retenido al niño. Es una
urbanización nueva, en un lugar elevado de la ciudad. No es casual: el
secuestrador busca un lugar en el que poder parecerse a aquel a quien tanto
odia, y busca para ello un lugar identificable con lo más odioso, lo más
representativo de su oponente: la altura. Pero mientras que la mansión de Gonzo
domina un paisaje urbano e industrial, el de la guarida del secuestrador es más
natural: desde allí se ve la puesta de sol sobre el mar, con una isla en la
postal. Existen, pues, dos filosofías enfrentadas: por un lado el zen, el
sintoísmo del secuestrador, un joven con valores tradicionales, y por el otro
el empresario agresivo y urbanita, un hombre maduro que mira hacia el futuro.
Las dicotomías conceptuales no
terminan aquí, ya que mientras que el señor Gonzo representa cierta opulencia
económica, a su figura se le relacionan elementos que nos remiten a lo
inferior, como son los zapatos que fabrica o como cuando corta el césped que
pisa con sus pies. Mientras, el secuestrador, perteneciente a una clase baja
con aspiraciones (es un estudiante de medicina, por lo que su estatus económico
y social es plausible de ser mejorado), pero está relacionado siempre con
escaleras que ascienden (ver el momento en el que le reconoce la policía en el
hospital o aquel que sucede con la prostituta drogadicta). Esto no es ninguna
contradicción, sino un auténtico ejercicio de puesta en escena de conceptos
relativos, ya que en la película nada es absoluto.
En el encuentro final en la
prisión, el cristal con la verja se convierte en un espejo en el que la imagen
de ambos hombres no es su propio reflejo, sino la proyección inversa del ser
que tienen enfrente, al modo de Alicia a través del espejo. El
secuestrador se enfrenta a sus propias contradicciones: estudia medicina, una
profesión en la que salva vidas y cura enfermos, pero él es capaz de contaminar
y matar por medio de las drogas (las mismas que salvan y curan), incluso a
personas que nada tienen que ver con su proyecto de extorsión. Odia a un hombre
que ni siquiera conoce, que no sabe cómo siente, cómo piensa, qué opina.
Simplemente tiene envidia por él, por lo que es y por lo que él cree que tiene,
ya que está engañado en cuanto a lo exterior, a lo superficial: la casa que
tanto envidia ni siquiera es de Gonzo, ya que la perdió al no poder hacer
frente a la hipoteca a causa del pago del rescate. El secuestrador es, por
tanto y sin saberlo, la causa de que la mansión de Gonzo, aquel objeto en el
que se empezó a cimentar su odio, no sea más que una imagen de humo. En un
último gesto, el secuestrador se pone en pie: mira a Gonzo desde esa altura y
comienza a gritar. La policía se lo lleva entre alaridos. Quizás en ese momento
comprendió que el punto de vista sea posiblemente algo relativo.
3. En su viva sabiduría, Kurosawa
tituló a esta película Cielo e infierno (traducción literal del
japonés), sabiendo no sólo que eso sería lo que el secuestrador sentiría al
comparar su vida con la de Gonzo, sino ahondando en el relativismo y lo azaroso
de la vida, ya que parece haber una delgada línea (no sabemos si roja o de otro
color) que separa, efectivamente, el cielo del infierno, el éxito del fracaso,
el placer del dolor, la felicidad de la desdicha.
Desde luego, si hay algo que
identifique visualmente al infierno eso es, sin ninguna duda, el calor. Y no
cualquier calor, sino el extremo, el insoportable por su crudeza, su intensidad
y su carácter eterno. En esta película, como en muchas otras [2],
aparece dicha sensación, y el comportamiento de uno de los personajes se ve tan
influido por él que se podría decir que todo lo que acontece en la película es
en parte producto de dicha incómoda sensación.
Y, sin embargo, puede haber otro
infierno que, al contrario de aquel que acabamos de detallar, incluya
precisamente la pérdida del calor: la falta de un hijo (aunque sea temporal)
implica una carencia de afectividad, de ese pegamento que se suele llamar el
“calor familiar”. Es por ello que el secuestrador, antes de hacer daño
directamente a su odiado Gonzo, decide privarle de aquello que sabe que más
daño le va a hacer, por encima de cualquier posesión material que pueda tener.
Un hijo es algo imposible de reponer, y por ello el despechado e iracundo
médico en prácticas golpea allí donde más puede doler, retirando de un hogar
aquel elemento que da calidez sin quemar y luz sin deslumbrar.
4 (y final). Así que, después de
tanto tiempo, seguimos igual, a vueltas con la lucha por el aire fresco. Los
tipos que antes se apellidaban Gonzo ahora se llaman Zaplana. Poco más parece
haber cambiado, pues somos muchos los que les observamos desde la lejanía con
la mirada llena de recelo, envidia y resentimiento. “Prefiero ser pobre que ser
como ese tiparraco”, decimos muchas veces. ¡Pero cuánto nos gustaría poder
trabajar a esos “inmorales” 17 grados en vez de pudrirnos junto con nuestras
miserias a más de 40! Qué maestría de la Kurosawa, qué capacidad para decirnos
que no merece la pena, que debemos ser mejores que ellos, que es preferible la
dignidad a todos esos lujos tan frívolos… Sí, don Akira, pero sólo hasta que a
todos de verdad se nos hinchen las pelotas, hasta que lleguemos al límite de
nuestra paciencia. Entonces…
(artículo aparecido en el nº. 162
de Versión Original —julio-agosto de 2008— dedicado a "Calor")
[1]
“El periodista Miguel Ángel Aguilar contó ayer en el comentario que dedica a
diario en la Ser que Eduardo Zaplana quería 17 grados en su despacho en
Telefónica (el edificio estaba a 22 grados), por lo que han tenido que hacer
obras en el exterior para colocarle su propio aparato”. Artículo titulado
“Zaplana necesita 17 grados en su despacho de Telefónica”, aparecido el viernes
6 de junio de 2008 en el alicantino diario Información.
[2]
A este respecto, recomendar la lectura del estudio que sobre este director
hicieron Antonio José Navarro y Tomás Fernández Valentí (Dirigido por…,
Nºs 272 y 273, Octubre y Noviembre de 1998), donde realizaron una
clasificación sobre la influencia de los efectos atmosféricos en los filmes de
Akira Kurosawa, incluyendo concretamente un apartado dedicado al calor (p. 75
del Nº 272).
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