sábado, 18 de mayo de 2013

EL CALOR NOS VUELVE LOCOS


1. Eduardo Zaplana, después de calentar la vida parlamentaria y las cabezas de millones de españoles durante los cuatro años que ha durado su cargo como portavoz parlamentario de Partido Popular, ha explicado a su nueva empresa que él no puede trabajar si no es a una temperatura de 17 grados centígrados [1].

2. ¿Se ha preguntado alguien alguna vez por qué el hombre se empeña en explorar el espacio exterior, mandando sondas y robots a otros planetas, construyendo estaciones espaciales que orbitan alrededor de la Tierra, cuando aquí ni siquiera conocemos todos los misterios del fondo marino? ¿Y por qué perseguimos de una forma tan visceral y tan llena de odio a las ratas, cuando por nuestras calles damos de comer a las palomas, seres tan llenos de gérmenes, parásitos y enfermedades como los citados roedores? Todo esto tiene su explicación en el poder simbólico de los términos arriba y abajo.

Supongamos que en una sala de juicios el condenado se dispusiera en un lugar más elevado que el del juez. Éste seguiría teniendo el poder de condenarle o absolverle, pero perdería totalmente su credibilidad. A pesar de que un juez está investido de una serie de atributos en los que se reconoce su autoridad ética y/ o moral (la toga, la gran mesa, la maza, los agentes del orden custodiándole…), no es más persona que la que tiene delante de sí. Sin embargo, su status cualitativamente superior está plenamente representado por su superioridad física en tanto en cuanto situarse por encima de la cabeza de la persona a la que juzga supone una inserción en un plano que remite a cualidades más “elevadas” (dignidad, sabiduría, ecuanimidad, equilibrio, perspicacia, etc.), todas ellas que parecen emanadas de un dios, de un ser “superior”, más allá del hombre y del bien y del mal. Por lo tanto, si alguien se propusiera juzgar desde un plano inferior, ¿qué saldría?


En El infierno del odio (Tengoku to jigoku, Akira Kurosawa, 1963) hay un particular acercamiento a lo anteriormente expuesto. El filme se divide muy claramente en dos partes: en la primera se nos presenta al Señor Gonzo (Toshiro Mifune), un empresario del sector del calzado que está enfrentado con el resto de los socios capitalistas de su empresa (Zapatos Nacional). Sin embargo, sin que ellos lo sepan, ha planeado comprar la mayoría suficiente de la empresa para poder imponer sus propios criterios. Se ha hecho con una importante suma de dinero con mucho trabajo y sacrificios: ha llegado a embargar su propia casa. Justo después de una acalorada discusión con estos socios, se produce un hecho dramático: secuestran al hijo de su chofer, habiéndole confundido el secuestrador con el hijo del propio Gonzo. El rescate son 30 millones de yenes, prácticamente la cifra ahorrada por este empresario para llevar a cabo sus planes de futuro. A este hombre se le plantea una gran duda moral: elegir entre sacrificar al hijo de su empleado para conseguir sus sueños o entregar su fortuna para salvar a ese niño, que no sólo es el mejor amigo de su hijo, sino que es un ser humano desamparado que clama vivir. Al final, Gonzo elegirá pagar el rescate y salvar al pequeño.

Ya en estos primeros momentos empiezan a asomar distintos elementos que orbitarán sobre el argumento y las imágenes de toda la cinta. Por ejemplo, los niños juegan en la casa a indios y vaqueros, y en su primaria candidez intercambian sus disfraces (el elemento permite que se desarrolle el drama del secuestro de alguien equivocado, ya que la propia madre confunde a ambos niños) y, por lo tanto, sus roles (el bueno y el malo, el perseguidor y el perseguido, el acosador y el acosado…) de una manera natural. 


Esta primera parte se desarrolla por completo en el interior de la mansión de Gonzo. Se potencia sobremanera el poder claustrofóbico de no salir de un mismo escenario durante buena parte del metraje, acentuándose la impotencia que el personaje principal siente al no poder hacer nada y estar él mismo secuestrado en su propia casa, ya que sus movimientos están siendo vigilados muy de cerca por el secuestrador. También comienza a vislumbrarse el otro elemento al que hacíamos referencia en la presentación: hay un drama visible, público, a la vista (aunque parapetado del resto de la ciudad por grandes ventanales que funcionan como un muro de cristal) en el piso inferior, donde se desarrollan los negocios del señor Gonzo, se exponen sus secretos planes para hacerse con la compañía, juegan los niños, se suceden los primeros contactos con el secuestrador, las primeras investigaciones de la policía, etc., y otro drama más íntimo, más personal sucede en el espacio en off del piso superior, donde la mujer se refugia para llorar, al que no podemos acceder por ser aquello más sagrado e inviolable de todo hogar.
       
Tras el pago del secuestro comienza la segunda parte de la película. Este eje está marcado por una imagen que es la definición perfecta de toda la cinta: seguimos a dos policías en busca de pesquisas cuando, andando por la orilla de un canal, la imagen se detiene en la vista de la casa del Sr. Gonzo sobre una colina, dominando la ciudad. La cámara se fija en la imagen distorsionada que se refleja en el agua, mientras por delante de ella cruza una figura. Todo ello nos perturba, nos inquieta, y sin que Kurosawa nos diga nada más, ya sabemos que nos encontramos ante la imagen del secuestrador. El paradigma de la sencillez.


Este plano citado del exterior de la casa es significativo del momento de la película en el que nos encontramos. Hemos cambiado por completo de estar en el interior de la casa a verla desde su exterior. Pasamos de ver la ciudad desde arriba, con una perspectiva despejada y desde el interior del hogar del empresario, a ver el exterior de la casa desde un plano inferior y desde los arrabales de la ciudad, entre los tejados de las casas más humildes. Hemos cambiado lo cómodo, tranquilo, ordenado, limpio y fresco del interior por lo caótico, sucio y caluroso del exterior (el propio secuestrador le recuerda a Gonzo en una de sus comunicaciones que no es más cómodo estar a 40º que con aire acondicionado). Hemos pasado del drama interior, individual, privado, al drama exterior, general, público. De la clase alta a la baja. Del empresario y su familia al trabajador y su soledad. Del que está protegido por la policía al que está perseguido por ella. Del que se muestra al que se esconde. Del que ama al que odia.

Más tarde veremos una imagen de esta misma casa del protagonista desde la ventana del cuarto del secuestrador: día tras día, mes tras mes, año tras año viendo cómo ese hombre triunfa y es feliz. El odio que se genera en el interior de ese muchacho es brutal por su acumulación. Es la impotencia de aquel que está atrapado por las circunstancias, habiéndole obligado el destino a tener como único paisaje desde su ventana aquello que comenzó a vertebrarse entre el deseo y el rencor, a tener que convivir con la miseria, pero con la opulencia a la vista. La frustración de ver cómo las distancias entre los dos vecinos se hacían cada vez más insalvables: cada vez más rico, cada vez más alto, cada vez más lejos. Pero la grandeza de Kurosawa no está en juzgar, sino en mostrar para que cada uno saque sus propias conclusiones. No hay un solo plano en el que el espectador no sea libre de pensar sobre lo que está viendo. El director no se entromete en el proceso de comprender las inquietudes que han llevado a esa persona a cometer esa fechoría. Los actos hablan por sí solos.


Esta segunda parte se convierte por derecho propio en una de las cimas del género negro policiaco. La investigación, las pistas, el seguimiento, la detención… todo ello resuelto con la destreza propia de un gran maestro. Desde el mismo momento en que la cámara sale al exterior con Gonzo y el resto de los policías y montan en un tren para pagar el rescate (donde Kurosawa utiliza incluso imágenes tomadas con cámaras tomavistas, remarcando el carácter de verosimilitud del documento) hasta la localización del secuestrador en el hospital donde trabaja, pasando por esa bajada a los infiernos que supone la visita a los bajos fondos de la ciudad donde habitan los drogadictos y las prostitutas (momento que remite explícitamente a El perro rabioso -Nora inu, 1949-, tanto visual como ideológicamente, y un filme también marcado por la sofocante presencia del calor), esta investigación policial engancha, inquieta y motiva, adquiriendo tintes de cacería, donde policía y prensa llegan a trabajar en connivencia para poder capturar al malhechor.

Pero el momento más importante desde el punto de vista de nuestra teoría es cuando, por caminos separados, el chofer del señor Gonzo y su hijo por un lado, y los policías por el otro, encuentran el lugar donde el secuestrador tuvo retenido al niño. Es una urbanización nueva, en un lugar elevado de la ciudad. No es casual: el secuestrador busca un lugar en el que poder parecerse a aquel a quien tanto odia, y busca para ello un lugar identificable con lo más odioso, lo más representativo de su oponente: la altura. Pero mientras que la mansión de Gonzo domina un paisaje urbano e industrial, el de la guarida del secuestrador es más natural: desde allí se ve la puesta de sol sobre el mar, con una isla en la postal. Existen, pues, dos filosofías enfrentadas: por un lado el zen, el sintoísmo del secuestrador, un joven con valores tradicionales, y por el otro el empresario agresivo y urbanita, un hombre maduro que mira hacia el futuro.


Las dicotomías conceptuales no terminan aquí, ya que mientras que el señor Gonzo representa cierta opulencia económica, a su figura se le relacionan elementos que nos remiten a lo inferior, como son los zapatos que fabrica o como cuando corta el césped que pisa con sus pies. Mientras, el secuestrador, perteneciente a una clase baja con aspiraciones (es un estudiante de medicina, por lo que su estatus económico y social es plausible de ser mejorado), pero está relacionado siempre con escaleras que ascienden (ver el momento en el que le reconoce la policía en el hospital o aquel que sucede con la prostituta drogadicta). Esto no es ninguna contradicción, sino un auténtico ejercicio de puesta en escena de conceptos relativos, ya que en la película nada es absoluto.

En el encuentro final en la prisión, el cristal con la verja se convierte en un espejo en el que la imagen de ambos hombres no es su propio reflejo, sino la proyección inversa del ser que tienen enfrente, al modo de Alicia a través del espejo. El secuestrador se enfrenta a sus propias contradicciones: estudia medicina, una profesión en la que salva vidas y cura enfermos, pero él es capaz de contaminar y matar por medio de las drogas (las mismas que salvan y curan), incluso a personas que nada tienen que ver con su proyecto de extorsión. Odia a un hombre que ni siquiera conoce, que no sabe cómo siente, cómo piensa, qué opina. Simplemente tiene envidia por él, por lo que es y por lo que él cree que tiene, ya que está engañado en cuanto a lo exterior, a lo superficial: la casa que tanto envidia ni siquiera es de Gonzo, ya que la perdió al no poder hacer frente a la hipoteca a causa del pago del rescate. El secuestrador es, por tanto y sin saberlo, la causa de que la mansión de Gonzo, aquel objeto en el que se empezó a cimentar su odio, no sea más que una imagen de humo. En un último gesto, el secuestrador se pone en pie: mira a Gonzo desde esa altura y comienza a gritar. La policía se lo lleva entre alaridos. Quizás en ese momento comprendió que el punto de vista sea posiblemente algo relativo.


3. En su viva sabiduría, Kurosawa tituló a esta película Cielo e infierno (traducción literal del japonés), sabiendo no sólo que eso sería lo que el secuestrador sentiría al comparar su vida con la de Gonzo, sino ahondando en el relativismo y lo azaroso de la vida, ya que parece haber una delgada línea (no sabemos si roja o de otro color) que separa, efectivamente, el cielo del infierno, el éxito del fracaso, el placer del dolor, la felicidad de la desdicha.
Desde luego, si hay algo que identifique visualmente al infierno eso es, sin ninguna duda, el calor. Y no cualquier calor, sino el extremo, el insoportable por su crudeza, su intensidad y su carácter eterno. En esta película, como en muchas otras [2], aparece dicha sensación, y el comportamiento de uno de los personajes se ve tan influido por él que se podría decir que todo lo que acontece en la película es en parte producto de dicha incómoda sensación.

Y, sin embargo, puede haber otro infierno que, al contrario de aquel que acabamos de detallar, incluya precisamente la pérdida del calor: la falta de un hijo (aunque sea temporal) implica una carencia de afectividad, de ese pegamento que se suele llamar el “calor familiar”. Es por ello que el secuestrador, antes de hacer daño directamente a su odiado Gonzo, decide privarle de aquello que sabe que más daño le va a hacer, por encima de cualquier posesión material que pueda tener. Un hijo es algo imposible de reponer, y por ello el despechado e iracundo médico en prácticas golpea allí donde más puede doler, retirando de un hogar aquel elemento que da calidez sin quemar y luz sin deslumbrar. 

4 (y final). Así que, después de tanto tiempo, seguimos igual, a vueltas con la lucha por el aire fresco. Los tipos que antes se apellidaban Gonzo ahora se llaman Zaplana. Poco más parece haber cambiado, pues somos muchos los que les observamos desde la lejanía con la mirada llena de recelo, envidia y resentimiento. “Prefiero ser pobre que ser como ese tiparraco”, decimos muchas veces. ¡Pero cuánto nos gustaría poder trabajar a esos “inmorales” 17 grados en vez de pudrirnos junto con nuestras miserias a más de 40! Qué maestría de la Kurosawa, qué capacidad para decirnos que no merece la pena, que debemos ser mejores que ellos, que es preferible la dignidad a todos esos lujos tan frívolos… Sí, don Akira, pero sólo hasta que a todos de verdad se nos hinchen las pelotas, hasta que lleguemos al límite de nuestra paciencia. Entonces…

(artículo aparecido en el nº. 162 de Versión Original —julio-agosto de 2008— dedicado a "Calor") 


[1] “El periodista Miguel Ángel Aguilar contó ayer en el comentario que dedica a diario en la Ser que Eduardo Zaplana quería 17 grados en su despacho en Telefónica (el edificio estaba a 22 grados), por lo que han tenido que hacer obras en el exterior para colocarle su propio aparato”. Artículo titulado “Zaplana necesita 17 grados en su despacho de Telefónica”, aparecido el viernes 6 de junio de 2008 en el alicantino diario Información.

[2] A este respecto, recomendar la lectura del estudio que sobre este director hicieron Antonio José Navarro y Tomás Fernández Valentí (Dirigido por…, Nºs 272 y 273, Octubre y Noviembre de 1998), donde realizaron una clasificación sobre la influencia de los efectos atmosféricos en los filmes de Akira Kurosawa, incluyendo concretamente un apartado dedicado al calor (p. 75 del Nº 272).

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