Este verano, entre la gran
cantidad de refritos —televisivos, por supuesto: ya me gustaría que hubiesen
sido de chiringuito de playa— y reposiciones, tuve la oportunidad —miento, no
me quedó más remedio: no había nada mejor en la tele a esa hora— de volver a
ver la película que de la serie Expediente X hicieron en su día: The
X Files, dirigida por Rob Bowman [1]. Su pareja protagonista, Mulder
y Scully —morbosos y libidinosos a partes iguales en la piel de David Duchovny
y Gillian Anderson—, se enfrentan en sus primeras secuencias a un acto
terrorista por el cual un edificio queda casi completamente destruido. Lo más
significativo es que todo era una tapadera para camuflar unos cadáveres que
para el gobierno de los Estados Unidos eran un tanto incómodos. Además de que
las imágenes del edificio destruido se me parecían mucho a aquellas de tres
años antes ocurridas en Oklahoma City —perpetrado por el ultraderechista
Timothy McVeigh, dando de esta manera un cariz ideológico muy determinado al
acto de la película por su carácter evocador—, me llamó la atención lo mucho
que todo se iba pareciendo a lo que los conspiranoicos —como yo, he de
reconocerlo— destaparon en su día como la gran mentira de los atentados del 11
de septiembre de 2001: todo había sido allí una —otra— tapadera para enmascarar
el verdadero asunto, que no era otro que hacer saltar por los aires a alguien
en un despacho muy profundo del Pentágono y que —como en la película de Expediente
X— también estaba siendo un grano en el culo para el gobierno federal. ¿Que
en el Pentágono se estrelló un avión? ¿Y dónde están sus restos, y los
cadáveres, y las imágenes de ese brutal alunizaje? Pero lo que más me
sobresaltó es que la película estaba realizada tres años antes de los ataques a
las Torres Gemelas: o alguien de su producción tenía una información privilegiada…
o alguien en el gobierno de George W. Bush le gustó la idea, tomando muy buena
nota de todo ello. ¿El arte imita a la vida? En algunos casos hay motivos más
que suficientes para afirmar todo lo contrario.
No hay duda de que un tipo como
Michael Moore produce resquemor a mucha gente. He de confesar que incluso a mí.
Tres son los motivos: primero, que la filiación con su mensaje me distraiga de
ser ecuánime a la hora de valorar correctamente su metodología, basada en la
inducción —siempre me pareció más seria, correcta y honesta la deducción
empleada por el cocainómano de Sherlock Holmes—; segundo, que la precipitación
y la casi nula contrastación de sus argumentos —basados fundamentalmente en
sospechas: a ver quién es el guapo que se mete en la boca del lobo para
conseguir los documentos que demuestren lo que afirma— les puede servir a su
vez a los poderosos para desacreditar su espíritu crítico y ponernos así en
evidencia a todos los que opinamos/sospechamos como él; y tercero, estar
escuchando lo que quiero oír, lo cual me puede hacer caer en una
autocomplacencia que me impida estar permanentemente alerta, dependiendo de que
otros como él me aporten unas reflexiones que yo mismo debería hacer.
Y, sin embargo, no me parece para
nada desdeñable este tipo de cine. A través de la exaltación del espectáculo
—¿o es que es otro su objetivo, mostrándonos un mundo que cada vez más parece
un circo?— trata de ser didáctico en su discurso —algo que en Europa podemos
considerar insultantemente paternalista, pero que si nos fijamos en el casi
nulo espíritu crítico de la mayoría de los habitantes del panorama USA no nos
tendría que extrañar tanto— para hacernos dudar de cualquier discurso oficial,
dejándonos una mosca detrás de la oreja que no para de decirnos —como a Mulder—
“La verdad está ahí fuera”. Y es cierto, porque solemos ver menos de lo que nos
muestran, y lo que nos muestran es siempre una infinitésima y mínima parte de
ese siniestro iceberg que es el poder, pues éste siempre cuenta con que la dispersión
de las partes no nos permitirá tener acceso al todo —como la leyenda que se
cuenta al principio de Elephant (Id., Gus Van Sant, 2003), una
peli que tiene mucho que ver con Michael Moore y su Bowling for Columbine
(Id., 2002), aunque en parte surgiera como contrarréplica a su
discurso—. Pero con lo que no cuenta el poder es con que existan personas con
la intuición tan acerada que acaben por dar sentido al caótico puzle en el que
se ha convertido la realidad —cada vez más virtual, cada vez más parecida al Matrix
de los Wachowsky—.
Uno de esos privilegiados es Noam
Chomsky. Sus libros y su pensamiento son más influyentes de lo que a algunos
les gustaría. Sus teorías sobre el mundo actual y su gestión son, más que una
certeza, toda una revelación sobre cómo su país y sus sucesivos gobiernos
llevan a cabo sus oscuros planes de dominación mundial, algo que todos sabemos
aunque muchas veces desconociendo el cómo, hasta dónde se permiten el lujo de
llegar para la consecución del poder absoluto. Y es indudable que Michael Moore
es uno de sus más destacados pupilos, pues ya en la mencionada Bowling for
Columbine nos advertía sobre la psicosis que en los Estados Unidos crean
los medios de comunicación a través de sus informativos, forjando una alerta
social generalizada que permita el control indefinido sobre una población que
se siente permanentemente atemorizada. Estamos, pues, ante una política de
terror institucionalizada: es el terrorismo de Estado contra sus propios
ciudadanos. Es la instauración del miedo al vecino, a lo desconocido, a lo
extraño, a lo que es diferente… al extranjero. En definitiva, el Walt Kowalsky
de la primera parte de Gran Torino (Id., Clint Eastwood, 2009) en
su máxima expresión de wasp amenazado en su propio territorio.
Pero lo más inquietante de todo
ello no sería la certidumbre de que hay unos tipos sentados en sus despachos y
que, como el Dr. Maligno de la saga de Austin Powers, quieren dominar el mundo.
Eso me parece previsible, bastante normal, porque el poder nunca se sacia y su
naturaleza es la de aglutinar en torno a sí la mayor cantidad de control
posible. Lo que me aterra es pensar que —efectivamente y como explicó el propio
Moore en su siguiente cinta, Fahrenheit 9/11 (Id., 2004)— el
mundo en el que vivimos —y que llamamos de forma equivocada “realidad”— esté
siendo configurado en torno al concepto del enemigo, y que este enemigo no sea
ya una creación artificial para justificar presupuestos militares y
armamentísticos en materia de defensa o para alegar invasiones que generan
cientos de miles de muertos —forma estadísticamente neutra de contabilizar
vidas humanas perdidas, que ya de por sí es bastante siniestro—, sino que el
sistema de propaganda y (des)información nos haga caer en una paranoica espiral
en la que creamos que son prescindibles aquellos valores y elementos que
configuran la —ya de por sí deficiente— democracia de la que disfrutamos,
vitoreando su desaparición para conseguir la tan ansiada seguridad, sin caer en
la cuenta de que mañana nosotros mismos podemos ser el enemigo de los que velan
por nuestros intereses.
Lo último que nos ha llegado de
Michael Moore es Sycko (Id., 2007), donde habla del tremendo
problema sanitario en los Estados Unidos, comparándolo con otras partes del
mundo. Sin embargo, hay algo en su cinta que nos concierne a todos: el gran
poder de la industria farmacéutica y sus monopolios. Y en estos meses que
estamos viviendo —y que nos quedan por vivir— en compañía de la Gripe A —que se
va a convertir en las fechas navideñas en uno más de la familia, jodiéndonos la
cena de fin de año, como si no tuviéramos suficiente con atragantarnos con las
putas uvas— hay motivos suficientes para sospechar que, como siempre, nos la
han vuelto a colar —mira tú que no aprendemos—.
El pasado 1 de septiembre Iñaki
Gabilondo, a su vuelta de las vacaciones, remataba su informativo con este
mismo y triste presagio. Seguramente a él también le llegaría la noticia de que
circulaba por la red un maravilloso cortometraje documental titulado Operación
Pandemia (Id., Julián Alterini, 2009) [2], en el que se nos
aportan datos suficientes para tomar el tinglado sobre la influencia porcina
como un camelo más para acojonarnos. Pero lo más demoledor del documento se
recogía en la parte en la que se habla sobre los efectos secundarios del
medicamento con el que nos quieren hacer combatir a esta gripe [3]:
entre ellos está la paranoia. Qué curioso: si no entras por el aro de la
influencia de los informativos alarmistas, te la inoculo por vía oral. Y nuestros
gobiernos, como bobos, colaborando con ello en vez de informarnos que este
virus no es más dañino que la gripe convencional de cada invierno —que, por
cierto, mata cada año de forma natural a miles de personas sin que esto ocupe
las portadas de ningún medio de comunicación—.
Al escribir este artículo tuve
una duda —que fue más una corazonada—: ¿cuántas entradas encontraría en la IMDB
con la palabra «virus»? Sorprendentemente encontré que en la última década y
media se han producido dos series de televisión, diez cortometrajes y un
largometraje —Virus (Id., John Bruno, 1999)— con ese título.
Entonces empecé a hacer memoria: Congo (Id., Frank Marshall,
1995), 28 días después… (28 Days Later..., Danny Boyle, 2002), 28
semanas después (28 Weeks Later, Juan Carlos Fresnadillo, 2007), Planet
Terror (Id., Robert Rodriguez, 2007), [Rec], (Id.,
Jaume Balagueró, y Paco Plaza, 2007), Soy leyenda (I Am Legend,
Francis Lawrence, 2007)… son sólo algunos ejemplos de los que más han
trascendido, de los que más han llamado la atención del público. A pesar de que
muchas de estas películas beben directamente de ese maravilloso género de
zombis —inaugurado, ampliado y nunca concluido por George A. Romero a partir de
finales de los sesenta [4]—, se nota que, cuanto más nos acercamos a
nuestro presente, mayor es la psicosis con respecto a un contagio producido por
el contacto directo con otras personas: la presencia en nuestro mundo de la
temible —entonces— gripe aviar no pasó desapercibida para el mundo del cine,
pues sólo hay que ver la gran cantidad de films producidos en el año 2007 con
este tema como eje central. ¿Triste reflejo… o dócil colaboración con la locura
generalizada?
Se nos está inoculando un virus
que no es real, que pasa por la fase previa del miedo —a lo extraño, a lo
diferente… al otro— a través de lo intangible de un enemigo invisible e
inaprensible, que se filtra entre nosotros como una fantasmagoría. Nuestra
sociedad está involucionando, y cada vez nos parecemos más a aquel mundo
medieval lleno de superstición que creía en un terrorífico final en esa bisagra
psicológica que fue el año mil. Tan sólo hay que recordar la alarma
generalizada a finales de la década/siglo pasado, cuando se nos advertía que
nuestros ordenadores se colapsarían al no reconocer el «doble cero» como una
fecha posterior al «doble nueve», creyendo nuestras computadoras que habíamos
viajado en el tiempo al 1900. El mundo estuvo a punto de ser un enorme rancho
de Waco, donde la inmolación fuera contemplada como el menor de los males. Hubo
un tipo en Japón que gaseó el metro con un virus mortal en plena hora punta. Y
el amianto desprendido por las Torres Gemelas al derrumbarse ya ha causado más
víctimas de las que hubo ese fatídico martes 11 de septiembre de 2001. ¿Estamos
siendo el blanco de una política de distracción, donde por comparación las
intervenciones militares nos son vendidas como el antídoto preventivo que nos
inmunice contra esa enfermedad llamada «terrorismo internacional», cuando en
realidad estamos siendo dirigidos por un poder que, por su metodología, ya es
de por sí la mayor amenaza terrorista?
“¿Tan difícil es entender qué
se esconde detrás de la influencia porcina? Actuemos activamente, pero nunca
perdamos la cordura. No entremos en un estado de paranoia ofuscador y
sofocador. Cuidémonos a nosotros y cuidemos a nuestras familias. Tengamos en
cuenta las medidas de prevención, pero también tengamos en claro que la
fórmula, en algún momento, va a tener que cambiar, porque están jugando con
nosotros, están negociando con su salud y con la salud de sus hijos”. Éstas
son las palabras con las que Julián Alterini remata su intenso cortometraje de
investigación. Puede que cuando se publique este artículo —dos meses después de
haber sido escrito— la pandemia nos haya mandado a todos al garete… y también
puede que no haya pasado nada. Siempre me ha parecido imprudente ejercer de
adivino, pero me temo que esto último es lo que pasará. Puede que los gobiernos
se apunten un exitoso tanto, vendiendo sus políticas preventivas como un
triunfo de gestión a favor de los ciudadanos. Pero ya se nos habrá administrado
la verdadera medicina que les interesa, aquella que les permita actuar cada vez
con mayor impunidad ante unas amenazas con las que se están forrando. Ante un
negocio así, ¿quién puede resistirse a acabar con él? La instauración
generalizada del terror siempre fue muy lucrativa. Y, si no, que se lo
pregunten a los inquilinos del Vaticano: el miedo, la paranoia y la
superstición nunca les han fallado.
(artículo aparecido en el nº. 176
de Versión Original —noviembre de 2009— dedicado a
"Terrorismo")
[1]
Aunque su verdadero creador es, sin duda, el gran Chris Carter, lo cual
demuestra hasta qué punto nombrar hoy en día al director como artífice del
invento no deja de ser algo bastante obsoleto… en algunos casos.
[2]
Disponible en http://www.youtube.com/watch?v=gKwk8Kq8QXA.
[3]
El famoso Tamiflú, producido por los laboratorios Gilead Sciencies, de
la cual fue presidente de su directorio Donald Rumsfeld antes de ser nombrado
Secretario de Defensa por George W. Bush: el mundo es un pañuelo —lleno de
mocos, que diría alguien—.
[4]
Donde esos seres a medio camino entre la vida y la muerte eran en su origen una
genial metáfora que señalaba tanto a los cientos de miles de damnificados por
la reconversión industrial americana como a los miles de soldados que volvían a
casa metidos en cajas de madera desde la lejana Vietnam.
No hay comentarios:
Publicar un comentario