1. Hace unos quince años, Manuel
Vázquez Montalbán escribía en el diario El País que en el futuro las
guerras serían por el control del agua. Pues bien, década y media después
estamos viviendo un fraticida enfrentamiento entre comunidades autónomas de
distinto signo político, donde se mezclan a partes iguales intereses generales
y particulares a través de la defensa del patrimonio económico, cultural y
ecológico y esas señas de identidad nacionalistas y/o regionalistas que
actualmente definen ese extraño modelo político de la “monarquía federal”.
Muchos nos preguntamos, ¿qué habrá detrás de todo esto?
2. En el año 2005 salió a la luz
un documental que mostraba las miserias morales y materiales que tienen que
soportar los habitantes de esa decadente superpotencia que son los Estados
Unidos de América. La cinta en cuestión se titulaba Enron: los tipos que
estafaron a América (Enron: the smartest guys in the room, Alex Gibney),
y en ella se mostraba la impunidad con la que los poderes económicos llegan a
aliarse con los políticos (en concreto, la deleznable familia Bush) para poder
pillar tajada de unos indefensos y pasivos contribuyentes a base de generar
demanda a través del control de un producto de consumo básico como es el de la
energía eléctrica. Las conclusiones finales de la cinta son capaces de ponernos
a todos los pelos de punta, interrogándonos de hasta qué punto los ciudadanos
hemos perdido el control sobre nuestras vidas al delegar el poder en manos de
unos tipos a los que interesamos una mierda, siendo todos nosotros las víctimas
de una flagrante especulación sobre unos recursos que máxima necesidad, los
cuales nos llegan en un pésimo estado mientras se nos intenta convencer de que
el abuso es un chollo con el que ellos (no sé exactamente hacia quién o dónde
apuntar el dedo) llegan incluso a perder dinero.
3. En el pasado mes de mayo de
este mismo año se nos anunciaba a los españoles un incremento que podría ser de
hasta el 20% en la tarifa eléctrica porque prácticamente se nos estaba
regalando la electricidad, mientras teníamos aún reciente en la memoria el dato
de que Manuel Pizarro se había embolsado cerca de 20 millones de euros por su
gestión en la OPA de Endesa, siendo recompensado por su trabajo sucio en contra
del tan cuestionado gobierno de Zapatero con su inclusión en las listas
electorales del PP (un fichaje estrella que, por otra parte, pronto se
convirtió en agua de borrajas: su careto, ciertamente, provoca más inquietud
que sosiego). Si a esto añadimos los numerosos problemas generados meses atrás
en Barcelona debido a la precariedad de su sistema eléctrico y los frecuentes
cortes de energía por saturación que todos los años tienen que padecer los
habitantes de las regiones más cálidas de la España meridional durante los
meses de julio y agosto (algo que, sospechosamente, parece dar argumentos a los
que anuncian este tipo de subidas en las tarifas), ¿quiénes son “los
tipos que estafan a España”? Parece que en todas partes cuecen habas.
*
* *
En 1974 Roman Polanski abordó de
manera implacable el tema de la corrupción en su magistral Chinatown (id.).
A través de la mirada de un detective privado (personaje que representa la
quintaesencia del relato negro, pues es quien nos sirve de guía para
decodificar un ambiente que nos es ajeno, pero del cual él posee los códigos
para su interpretación) asistimos a un panorama dominado por la lucha sobre el
control de un elemento tan primordial para la vida como es el agua. La acción
transcurre en la California de los años 30, un paisaje dominado por el
crecimiento urbanístico de unas grandes ciudades que succionan los recursos
naturales a los grandes latifundios de frutales y los pastores, los cuales
tratan de sobrevivir en medio del árido ecosistema que los circunda. Ante tales
condiciones, ¿puede contenerse el desmedido apetito de los ambiciosos?
El investigador encarnado por
Jack Nicholson es, desde la primera secuencia, una víctima más de un complot
urdido desde los poderes ocultos en las sombras, estando curiosamente la acción
ubicada en una de las regiones más soleadas de los Estados Unidos. Encontramos
en este aspecto, por lo tanto, aquella pauta que marcará todo el metraje:
detrás del brillo, del esplendor y de la abundancia (incluso se podría decir
que de la opulencia) se esconden una serie de prácticas fraudulentas, mafiosas
y corruptas, lo cual nos pone tras el pensamiento establecido a principios de
siglo por Walter Benjamín, para el cual “los pilares de toda civilización se
asientan sobre los cimientos de la barbarie”. O, como en este caso diría mi
abuelo Hilario de forma más prosaica, “nadie se hace rico siendo honrado”, pues
parece ser que en las bases del capitalismo está la máxima según la cual el
beneficio de la comunidad está condicionado de manera irrevocable al
enriquecimiento desmesurado de sus promotores. Así pues, en un sistema en el
que decisiones de todo tipo se dejan en manos de la iniciativa privada,
¿alguien con los suficientes recursos económicos se molestaría en realizar la
titánica tarea de abastecer de agua a una basta región en la que conviven
personas de intereses enfrentados, como son los habitantes de la ciudad y los
sacrificados agricultores? ¿Es, como muchas veces se nos quiere vender, el
prestigio social el máximo de los acicates para acometer obras de este tipo?
El periplo que inicia el
investigador se va jalonando paulatinamente de sospechas y elementos extraños
(ya que, como hemos dicho, nada es lo que parece, todos parecen fingir y, por
lo tanto, nadie dice la verdad). Así, una mujer visita las oficinas del
detective Jake Gittes para investigar las supuestas infidelidades de su marido,
Holis Mulwray, el ingeniero jefe encargado de las aguas públicas del condado.
Pero pronto se descubre que aquella mujer no era más que una falsificación, ya
que la verdadera esposa se presenta ante el investigador para pedirle cuentas
por el escándalo en el que ha sumergido a su marido. El orgullo personal de
Gittes al haber sido engañado le llevan a bucear en las oscuras aguas que una
mano aún más oscura parece querer que sean lo más turbias posibles para cegar
del todo a aquel que quiera seguir su siniestro rastro. Los posteriores sucesos
confirman la espiral de mentiras y prevaricaciones en las que está sumergida
esa parte de la sociedad que parece haber recogido el testigo de los intereses
públicos en nombre del bien de la comunidad: el suicidio del ingeniero no es
tal, sino un asesinato; los agricultores no son la causa del mal, sino su
víctima más débil; el venerable patriarca de la más influyente familia resulta
ser un ambicioso “padrino” que manipula cargos y recursos a su antojo,
reflejándose su corrupción social en la máxima expresión de la podredumbre
moral: el incesto.
A través de los distintos
diálogos podemos imaginar la vida pasada del detective: Jake Gittes creía haber
dejado atrás sus tiempos de agente de policía destinado a Chinatown, allí donde
la corrupción se explicita a la vista, a plena luz del día como desafío a la
autoridad de un poder que allí parece no tener sentido. Aquel hombre de la ley
salió de ese infierno, espantado por las dimensiones de un monstruo que
salpicaba con su hedor al mismísimo cuerpo al que él pertenecía. El desencanto
por una institución a la que él supuestamente debía considerar ejemplo de la
rectitud y del honor parecía haberse desvanecido, y puede que fuera por esa
causa que decidiera un buen día establecerse por su cuenta, ser su propio jefe,
no tener que rendir cuentas a nadie más que él, ser él mismo su juez y, si
fuese necesario, su verdugo. Al apartarse del estercolero, de esa fuente del
mal, e irse a esa ciudad resplandeciente y limpia creía haberse desvinculado
por completo de su pasado. Sin embargo, Chinatown surge en los compases finales
del filme como un “retorno al pasado”, como aquello que una y otra vez vuelve
como una pesadilla para espantarnos al recordarnos lo que hemos sido, lo que
somos y lo que nunca podremos dejar de ser: personas sin control sobre nuestras
vidas, víctimas de un aleatorio oleaje producido por una mano negra en unas
aguas sucias. Nada de lo que suceda tiene importancia en unas calles en las que
la ley y la justicia brillan por su ausencia, y a nadie importa si en medio de
un tiroteo una mujer muere intentando salvar a su hija del monstruo que conoció
en su propia cama. Todo acaba en la mirada perdida y derrotada al final de un
callejón sin salida. Víctimas. Sólo víctimas.
*
* *
4 (y final). A pesar de que la película
es de hace tres décadas y de que su argumento se establece en los años 30,
parece que no hubiera grandes diferencias entre nuestro momento y aquéllos,
pues los intereses particulares de unos pocos y los generales de la mayoría
parecen ser los mismos ahora que antes: es decir, siempre antagónicos. Pues
incluso cuando un político favorece con sus opiniones y argumentos a una
determinada zona geográfica, siempre planea sobre nuestras conciencias si
realmente no estará asegurándose la lealtad de su granero de votos. España se
parece a la soleada California más de lo que pueda parecer: los regantes claman
por una ración de agua que por derecho les pertenece, pero ellos no son el
negocio. Un ambicioso proyecto formado por decenas de nuevos campos de golf y
de macrourbanizaciones (con sus cientos de jardines, piscinas… y más campos de
golf) hace tiempo que se instaló en el horizonte de nuestras comunidades
levantinas. Si bien es lícito conformar como propias aquellas perspectivas de
crecimiento que más convengan a cada cual, ¿es ético hacerlo por encima de los
propios recursos disponibles? Valencianos y murcianos parecen estar viviendo en
las entrañas de un monstruo que no se sacia de pedir más y más agua. Extiende
todo un arsenal de tentáculos olisqueando cualquier indicio de humedad,
depositando en aquellos lugares sus esperanzas, sus mejores expectativas de
progreso (económico, por supuesto; “¿Es que hay otro?”, por allí se preguntan
algunos). Y, mientras tanto, el monstruo busca culpables a su sed, apuntando
sus ojos hacia fuera, sin darse cuenta de que el problema está dentro de sí.
¿Cuándo se dará cuenta el ser humano de que “el todo vale” a la larga “sale
caro”? Incluso “El Innombrable” pareció darse cuenta de ello y un buen día le
tomó desmesurada afición a inaugurar pantanos. “Contra Franco se vivía mejor”,
que decía el profesor Aranguren. “Otro vendrá que bueno te hará”, que dice mi
madre. Puede que el problema principal sea que cada político tiene su
“chinatown” particular al cual no quiere regresar. Y, en medio, nosotros.
Víctimas. Sólo víctimas.
A mis murcianos
favoritos
Ramón Monedero y
José Antonio Planes:
para que el agua sea
tan abundante
como vuestro
espíritu crítico
(artículo aparecido en el nº. 161
de Versión Original —junio de 2008— dedicado a "Corrupción")
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