jueves, 16 de mayo de 2013

QUIJOTE SIN QUIJANO



En cierta ocasión, hace ya bastantes años, vi en televisión una entrevista impagable al gran Umberto Eco. Durante la misma, el escritor hizo un alarde de esa gran ciencia que domina como pocos, la semiótica, para llegar a afirmar algo que me dejó profundamente impresionado: don Quijote tiene una mayor entidad histórica que Napoleón, ya que del personaje cervantino conocemos toda su biografía (sabemos que liberó a tal doncella, que estuvo en las playas de Barcelona, etc.) y esto es inmutable, ya nadie lo puede cambiar. Sin embargo, del insigne emperador francés sabemos lo que sabemos, pero mañana algún historiador puede descubrir un dato biográfico nuevo, como que no murió en Santa Elena, sino que logró escapar de allí… lo cual hace que continuamente se reescriba la Historia, quedando sus personajes difuminados. Es más, de don Quijote no sólo existen las crónicas de sus andanzas y hazañas, sino que vemos su rostro reproducido en sellos, su figura hecha escultura, exposiciones sobre su persona… igual que Napoleón Bonaparte. ¿Quién puede, entonces, discutir que el Caballero de la Triste Figura no existió? ¿Quién de todos nosotros se atreverá a negarle su existencia real?

Pocas son las ocasiones en las que, sin ayuda de lo mediático, nos podemos encontrar que el debut de un director hace correr tal cantidad de ríos de tinta como con Albert Serra y su Honor de caballería, una obra que, aunque parezca mentira a estas alturas de la Historia y con todo sobre lo que se ha escrito en torno a El Quijote, viene a completar en cierta manera el mito y la leyenda de los personajes inmortalizados en la obra de Cervantes. Y es que el director catalán viene a cubrir aquellas parcelas, a colarse por aquellos intersticios que el alcalaíno universal dejó abiertos: los momentos de transición en los que Quijote y Sancho aprenden a sobrellevar la pesadumbre del vacío entre aventura y aventura.

Albert Serra logra algo que no es fácil de conseguir en estos tiempos que corren: lograr empatizar con sus personajes a través de la insoportable presencia de un tiempo que se presenta en toda su dimensión hiriente, ya que por cada minuto de pantalla parece que vivimos más del doble. La lenta calma con la que se mueven los protagonistas, los hombres y sus bestias y todo aquello que les rodea [1], parece difícil de digerir en un primer momento, tornándose poco a poco en un fluir embriagador que nos lleva paulatinamente a un dejarnos llevar por la corriente. Es de hecho al rato de comenzada la cinta cuando esta metáfora se hace visible, palpable, física: la llegada de nuestros héroes a un embalse de aguas límpidas. La transparencia del remanso nos hace pensar en lo diáfano de sus almas, traslúcidas a nuestros ojos por su bella inocencia. Allí juegan como un niño y su perrillo, se divierten y chapotean, comulgando en su solaz esparcimiento. Es allí también donde sus respectivas dimensiones hacen acto de presencia: don Quijote bautiza a Sancho con un delicado gesto, estableciendo así un vínculo sagrado que hará que el recorrido de estos dos personajes discurra en paralelo, cogidos de la mano, a pesar de presentarse como dos seres antagónicos: uno es viejo, el otro es joven; uno es de pelo cano, el otro moreno; uno es flaco, el otro gordo; uno es el hermano mayor, el otro el pequeño; uno es el padre, el otro el hijo; uno es el abuelo, el otro el nieto; uno es el jefe, el otro el subordinado; uno es el maestro, el otro el aprendiz; uno crea, el otro copia; uno es de largos parlamentos, el otro es de monosílabos; de uno es la palabra, del otro el silencio…



De la misma manera que, como hemos comentado en más de una ocasión, el vacío no tiene entidad propia, siendo ausencia de materia y definiéndose en contraposición a ésta, apareciendo como inseparables ambos conceptos (y lo mismo podríamos decir del silencio con respecto al sonido), la inactividad define y da entidad definitiva a toda esa acción aquí inexistente, pero que sabemos que ha existido o existirá por la impregnación con la que la obra original nos está condicionando la mirada. Es a través de todos los momentos de tránsito que aquí se nos ofrecen como nosotros, espectadores, acompañamos a los personajes en su preparación para unas aventuras que parecen no llegar jamás, esquivando a los héroes.

Es éste el retrato de dos seres especiales, donde la persistencia de su dimensión histórica y trágica se encuentra en su mirada, en su conjunto, en su lucha y comunión con los elementos, imbuidos en un paisaje más allá de la naturaleza en la que se integran: el agua de la poza donde se solazan, refrescante, terapéutica, purificadora; el aire de ese viento con el que se enfrenta temerario don Quijote, inconsistente, abrumador, golpeando ola tras ola, como si fueran los zarpazos de ese Dios al que constantemente invoca; el fuego de las hogueras nocturnas, acogedor, envolvente, hipnótico; la tierra que pisan los héroes y sus monturas (aquellos animales que, como compañeros de viaje, parecen no querer montar por respeto y camaradería), con la que se funden, completando un paisaje hasta ese momento imperfecto…




Muchas de las acciones transcurren en la madrugada o los atardeceres, alargando en el propio relato ese carácter transicional de su periplo vital. En ellos Sancho parece distraído, ajeno a los dictados de su maestro y amigo, como si no quisiera participar de la aventura, sin estar para nada convencido de que aquello les pueda reportar algo concreto. Toda la ilusión de la historia recae en la mirada de Quijote, absorto en investirse con los elementos propios del caballero andante: se auto-corona con laurel, se viste con sus atributos guerreros, otea el horizonte (aquel límite de su fantasía, más allá de lo cual tan sólo existe la realidad)…

Reprocha a su escudero que duerma tanto: el sueño es el enemigo de la fantasía, porque al dormir la imaginación no se controla. Quijote prefiere soñar despierto, crear su propio reino, amasándolo a su antojo, a su gusto, a sus necesidades: para que algo se convierta en realidad, primero hay que imaginarlo. Sancho tiene que superar su estado larvario para conseguir soñar sin dormir, ya que dormir significa morir, matar la relación entre el universo real y el fantástico, no dominar la fantasía acorde como uno la vive y la siente, sino abandonarse a ser sometido por ella. El maestro tiene necesidad de enseñarle ese camino, que es su camino: él mismo. Su trayecto no está marcado, por eso se salen de las sendas y avanzan monte a través, buscando otro camino. “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”, escupe la pantalla en nuestro rostro del siglo veintiuno. El camino se convierte en un viaje iniciático para Sancho y para nosotros, convirtiéndose El Quijote en una suerte de La isla del tesoro, donde junto al escudero maduramos, crecemos, mutamos nuestra mirada para ver a través de los ojos del loco.



Quijote implora a Dios para que le dé fuerzas ante la amenaza, sin saber, chiflado como es, que el verdadero peligro lo tiene en casa: será su pupilo/amigo/hermano quien, por nostalgia de la vida que dejó tras de sí, temiendo perderla para siempre, entregue a su maestro, aquel enemigo de lo convencional y lo cotidiano. “La vida es un camino de tristeza. Dios me enseña el camino de la muerte. Estoy cansado, pero tú seguirás mi camino. La caballería es la civilización. Da un premio a los que dicen la verdad. Y castiga a los que dicen mentiras. La caballería es el razonamiento de la acción”, le dice Quijote a su aprendiz justo antes de la traición.

Quijote es apresado en la noche, en su territorio: el hogar de los locos, aquellos que han desbordado los límites de la sabiduría. La última imagen que de él tenemos es enjaulado, como un pajarillo, obligado a la peor de las condenas: ver la libertad desde el otro lado de los barrotes. Dentro de la jaula se desvanece don Quijote para dar paso, por primera vez, a Alonso Quijano, que será quien realmente muera en su lecho, liberando al héroe de su presidio carnal para hacerlo eterno, inmortal. El siguiente plano clausura el camino: un horizonte plagado de montañas que, con su dentada silueta, rasgan, cortan ese camino que Quijote ha intentado enseñar a Sancho. Su testigo lo recogerá aquel que, más allá del plano fotográfico, quiera ser su escudero: la fantasía desborda el marco para integrarse en el espectador en el momento que, aceptada la derrota del maestro, decida vengarlo asumiendo su camino.




Pero Albert Serra va mucho más allá: el camino mostrado no es sólo el de Quijote y Sancho, sino también el de dos actores que buscan a sus personajes. Es el periplo de dos caminantes sin fraguar, actores improvisados que asumen sus roles como dos bloques de piedra sin labrar, como dos piedras preciosas sin tallar. Su camino es la búsqueda de la esencia de estos dos mitos, la comprensión de sus personalidades, qué es lo que hacen y por qué lo hacen. Más allá de la representación la fantasía se agota y aparece su destino: el pasado que acecha desde la realidad: “¿Qué hacías antes?”, le pregunta el aparecido desconocido, ese pájaro de mal agüero que precipita la traición; “Era albañil” [2]. Realidad y ficción se imbrican, se entrelazan, denotándose la representación. Volver a la realidad significa librarse de todas las ataduras que anclan al personaje a la fantasía ficcional: dar preso a don Quijote es liberarse a sí mismo. Sancho tiene la necesidad de ser un nuevo Judas para librarse del peso insoportable de una misión no querida. Su recompensa no son monedas de oro, sino despojarse de una mascarada que no comprende. El desconocido le pregunta “¿Serías Sancho si no hubiera Quijote?”, y Sancho, noble y sincero, responde “Quién sabe”.Su vista no está educada para ver enemigos de humo y teme por ello acabar encerrado en la misma pantomima que mantiene preso a su señor: la traición le permite retornar a su paraíso urbano.

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Cada vez que un artista se enfrenta con un personaje histórico, ya sea real o fabulado, está obligado a contar algo nuevo, a aportar una visión personal que incorpore nuevos elementos más allá de lo ya se conoce. Y esto no gusta a los defensores de la ortodoxia (sobre todo si el personaje está relacionado con la religión, y ejemplos hay los suficientes: los Versos satánicos de Salman Rushdie, La última tentación de Cristo de Martin Scorsese, etc., los cuales llegaron a generar condenas de muerte por parte de los férreos defensores de la pureza). ¿Qué pensarán los adalides de la patria, aquellos que se apropian del término “nación” hasta desvirtuarlo con el abuso de la reiteración, de ese icono de la cultura española hablando catalán? Albert Serra no es sólo valiente: es temerario. En el mismo año de la devolución de ciertos documentos del Archivo de Salamanca a sus legítimos propietarios y del polémico nuevo Estatut para Catalunya (esas joyas argumentales para la derecha reaccionaria -¿hay otra que no lo sea… al menos en España?- con las que han forjado el odio hacia las periferias político-culturales), este joven realizador ha logrado hacer hablar al gran mito español en un idioma mucho más cercano a lo que sería en su origen [3]. Con ello estoy seguro que no trata de soliviantar a nadie, sino todo lo contrario: trazar una línea recta que normalice de una vez por todas la riqueza del conjunto que habitamos, universalizar el patrimonio hasta aquellos recovecos que parecían vetados y excluidos, excavar en lo más profundo de nuestra herencia, liberar aquellos fantasmas que nos mantienen prisioneros al orgullo de poseer en exclusiva un tesoro…
Hace un par de años en el solemne Parlamento francés se debatió si Tintín era de izquierdas o de derechas (parece ser que ese día Francia no tenía problemas más importantes). Creo recordar que hubo un tiempo en el que aquí alguien se hizo la misma pregunta con respecto a don Quijote. Si algún día se atreviera a responder, seguramente nos diría: “Ni de papá ni de mamá. Mi brazo es de Dulcinea”.

(artículo aparecido en el nº. 146 de Versión Original —febrero de 2007— dedicado al XIV Festival Solidario de Cine Español)
 


[1] Cabría destacar esa escena larguísima donde los dos protagonistas velan unas cruces en la penumbra, donde se observa que la luna es lo único que se mueve, convirtiéndose así este faro de la noche en un reloj que mide el lento transcurrir de la Historia, remitiendo su concepto del tiempo a momentos más atávicos y ancestrales del ser humano.

[2] “… a Sancho no lo conocía de nada. Lo había visto por la calle, trabajaba en una obra delante de mi casa, y cada día que pasaba lo veía”. Entrevista de Daniel V. Villamediana a Albert Serra en Letras de cine nº 11, 2006.

[3] “P.: Una de las cosas que más me ha interesado ha sido el uso del catalán. Me sonaba como a castellano antiguo.
R.: ¡Exacto! Es lo que dijeron los de Cannes, les sonaba como alengua romance medieval, y además, como es muy cerrado, no es el catalán convencional de la televisión… a los franceses les fascinó mucho esto, les daba esa atmósfera…” (en la entrevista citada).

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