En cierta ocasión, hace ya
bastantes años, vi en televisión una entrevista impagable al gran Umberto Eco.
Durante la misma, el escritor hizo un alarde de esa gran ciencia que domina
como pocos, la semiótica, para llegar a afirmar algo que me dejó profundamente
impresionado: don Quijote tiene una mayor entidad histórica que Napoleón, ya
que del personaje cervantino conocemos toda su biografía (sabemos que liberó a
tal doncella, que estuvo en las playas de Barcelona, etc.) y esto es inmutable,
ya nadie lo puede cambiar. Sin embargo, del insigne emperador francés sabemos
lo que sabemos, pero mañana algún historiador puede descubrir un dato
biográfico nuevo, como que no murió en Santa Elena, sino que logró escapar de
allí… lo cual hace que continuamente se reescriba la Historia, quedando sus
personajes difuminados. Es más, de don Quijote no sólo existen las crónicas de
sus andanzas y hazañas, sino que vemos su rostro reproducido en sellos, su
figura hecha escultura, exposiciones sobre su persona… igual que Napoleón
Bonaparte. ¿Quién puede, entonces, discutir que el Caballero de la Triste
Figura no existió? ¿Quién de todos nosotros se atreverá a negarle su existencia
real?
Pocas son las ocasiones en las
que, sin ayuda de lo mediático, nos podemos encontrar que el debut de un
director hace correr tal cantidad de ríos de tinta como con Albert Serra y su Honor
de caballería, una obra que, aunque parezca mentira a estas alturas de la
Historia y con todo sobre lo que se ha escrito en torno a El Quijote,
viene a completar en cierta manera el mito y la leyenda de los personajes
inmortalizados en la obra de Cervantes. Y es que el director catalán viene a
cubrir aquellas parcelas, a colarse por aquellos intersticios que el alcalaíno
universal dejó abiertos: los momentos de transición en los que Quijote y Sancho
aprenden a sobrellevar la pesadumbre del vacío entre aventura y aventura.
Albert Serra logra algo que no es
fácil de conseguir en estos tiempos que corren: lograr empatizar con sus
personajes a través de la insoportable presencia de un tiempo que se presenta
en toda su dimensión hiriente, ya que por cada minuto de pantalla parece que
vivimos más del doble. La lenta calma con la que se mueven los protagonistas,
los hombres y sus bestias y todo aquello que les rodea [1], parece
difícil de digerir en un primer momento, tornándose poco a poco en un fluir
embriagador que nos lleva paulatinamente a un dejarnos llevar por la corriente.
Es de hecho al rato de comenzada la cinta cuando esta metáfora se hace visible,
palpable, física: la llegada de nuestros héroes a un embalse de aguas límpidas.
La transparencia del remanso nos hace pensar en lo diáfano de sus almas,
traslúcidas a nuestros ojos por su bella inocencia. Allí juegan como un niño y
su perrillo, se divierten y chapotean, comulgando en su solaz esparcimiento. Es
allí también donde sus respectivas dimensiones hacen acto de presencia: don
Quijote bautiza a Sancho con un delicado gesto, estableciendo así un vínculo
sagrado que hará que el recorrido de estos dos personajes discurra en paralelo,
cogidos de la mano, a pesar de presentarse como dos seres antagónicos: uno es
viejo, el otro es joven; uno es de pelo cano, el otro moreno; uno es flaco, el
otro gordo; uno es el hermano mayor, el otro el pequeño; uno es el padre, el
otro el hijo; uno es el abuelo, el otro el nieto; uno es el jefe, el otro el
subordinado; uno es el maestro, el otro el aprendiz; uno crea, el otro copia;
uno es de largos parlamentos, el otro es de monosílabos; de uno es la palabra,
del otro el silencio…
De la misma manera que, como
hemos comentado en más de una ocasión, el vacío no tiene entidad propia, siendo
ausencia de materia y definiéndose en contraposición a ésta, apareciendo como
inseparables ambos conceptos (y lo mismo podríamos decir del silencio con
respecto al sonido), la inactividad define y da entidad definitiva a toda esa
acción aquí inexistente, pero que sabemos que ha existido o existirá por la
impregnación con la que la obra original nos está condicionando la mirada. Es a
través de todos los momentos de tránsito que aquí se nos ofrecen como nosotros,
espectadores, acompañamos a los personajes en su preparación para unas
aventuras que parecen no llegar jamás, esquivando a los héroes.
Es éste el retrato de dos seres
especiales, donde la persistencia de su dimensión histórica y trágica se
encuentra en su mirada, en su conjunto, en su lucha y comunión con los
elementos, imbuidos en un paisaje más allá de la naturaleza en la que se
integran: el agua de la poza donde se solazan, refrescante, terapéutica,
purificadora; el aire de ese viento con el que se enfrenta temerario don
Quijote, inconsistente, abrumador, golpeando ola tras ola, como si fueran los
zarpazos de ese Dios al que constantemente invoca; el fuego de las hogueras
nocturnas, acogedor, envolvente, hipnótico; la tierra que pisan los héroes y
sus monturas (aquellos animales que, como compañeros de viaje, parecen no
querer montar por respeto y camaradería), con la que se funden, completando un
paisaje hasta ese momento imperfecto…
Muchas de las acciones
transcurren en la madrugada o los atardeceres, alargando en el propio relato
ese carácter transicional de su periplo vital. En ellos Sancho parece
distraído, ajeno a los dictados de su maestro y amigo, como si no quisiera
participar de la aventura, sin estar para nada convencido de que aquello les
pueda reportar algo concreto. Toda la ilusión de la historia recae en la mirada
de Quijote, absorto en investirse con los elementos propios del caballero
andante: se auto-corona con laurel, se viste con sus atributos guerreros, otea
el horizonte (aquel límite de su fantasía, más allá de lo cual tan sólo existe
la realidad)…
Reprocha a su escudero que duerma
tanto: el sueño es el enemigo de la fantasía, porque al dormir la imaginación
no se controla. Quijote prefiere soñar despierto, crear su propio reino,
amasándolo a su antojo, a su gusto, a sus necesidades: para que algo se
convierta en realidad, primero hay que imaginarlo. Sancho tiene que superar su estado
larvario para conseguir soñar sin dormir, ya que dormir significa morir, matar
la relación entre el universo real y el fantástico, no dominar la fantasía
acorde como uno la vive y la siente, sino abandonarse a ser sometido por ella.
El maestro tiene necesidad de enseñarle ese camino, que es su camino: él mismo.
Su trayecto no está marcado, por eso se salen de las sendas y avanzan monte a
través, buscando otro camino. “Caminante no hay camino, se hace camino al
andar”, escupe la pantalla en nuestro rostro del siglo veintiuno. El camino se
convierte en un viaje iniciático para Sancho y para nosotros, convirtiéndose El
Quijote en una suerte de La isla del tesoro, donde junto al escudero
maduramos, crecemos, mutamos nuestra mirada para ver a través de los ojos del
loco.
Quijote implora a Dios para que
le dé fuerzas ante la amenaza, sin saber, chiflado como es, que el verdadero
peligro lo tiene en casa: será su pupilo/amigo/hermano quien, por nostalgia de
la vida que dejó tras de sí, temiendo perderla para siempre, entregue a su
maestro, aquel enemigo de lo convencional y lo cotidiano. “La vida es un camino
de tristeza. Dios me enseña el camino de la muerte. Estoy cansado, pero tú
seguirás mi camino. La caballería es la civilización. Da un premio a los que
dicen la verdad. Y castiga a los que dicen mentiras. La caballería es el
razonamiento de la acción”, le dice Quijote a su aprendiz justo antes de la
traición.
Quijote es apresado en la noche,
en su territorio: el hogar de los locos, aquellos que han desbordado los
límites de la sabiduría. La última imagen que de él tenemos es enjaulado, como
un pajarillo, obligado a la peor de las condenas: ver la libertad desde el otro
lado de los barrotes. Dentro de la jaula se desvanece don Quijote para dar
paso, por primera vez, a Alonso Quijano, que será quien realmente muera en su
lecho, liberando al héroe de su presidio carnal para hacerlo eterno, inmortal.
El siguiente plano clausura el camino: un horizonte plagado de montañas que,
con su dentada silueta, rasgan, cortan ese camino que Quijote ha intentado
enseñar a Sancho. Su testigo lo recogerá aquel que, más allá del plano
fotográfico, quiera ser su escudero: la fantasía desborda el marco para
integrarse en el espectador en el momento que, aceptada la derrota del maestro,
decida vengarlo asumiendo su camino.
Pero Albert Serra va mucho más
allá: el camino mostrado no es sólo el de Quijote y Sancho, sino también el de
dos actores que buscan a sus personajes. Es el periplo de dos caminantes sin
fraguar, actores improvisados que asumen sus roles como dos bloques de piedra
sin labrar, como dos piedras preciosas sin tallar. Su camino es la búsqueda de
la esencia de estos dos mitos, la comprensión de sus personalidades, qué es lo
que hacen y por qué lo hacen. Más allá de la representación la fantasía se
agota y aparece su destino: el pasado que acecha desde la realidad: “¿Qué
hacías antes?”, le pregunta el aparecido desconocido, ese pájaro de mal agüero que
precipita la traición; “Era albañil” [2]. Realidad y ficción se
imbrican, se entrelazan, denotándose la representación. Volver a la realidad
significa librarse de todas las ataduras que anclan al personaje a la fantasía
ficcional: dar preso a don Quijote es liberarse a sí mismo. Sancho tiene la
necesidad de ser un nuevo Judas para librarse del peso insoportable de una
misión no querida. Su recompensa no son monedas de oro, sino despojarse de una
mascarada que no comprende. El desconocido le pregunta “¿Serías Sancho si no
hubiera Quijote?”, y Sancho, noble y sincero, responde “Quién sabe”.Su vista no
está educada para ver enemigos de humo y teme por ello acabar encerrado en la
misma pantomima que mantiene preso a su señor: la traición le permite retornar a
su paraíso urbano.
*
* *
Cada vez que un artista se
enfrenta con un personaje histórico, ya sea real o fabulado, está obligado a
contar algo nuevo, a aportar una visión personal que incorpore nuevos elementos
más allá de lo ya se conoce. Y esto no gusta a los defensores de la ortodoxia
(sobre todo si el personaje está relacionado con la religión, y ejemplos hay
los suficientes: los Versos satánicos de Salman Rushdie, La última
tentación de Cristo de Martin Scorsese, etc., los cuales llegaron a generar
condenas de muerte por parte de los férreos defensores de la pureza). ¿Qué
pensarán los adalides de la patria, aquellos que se apropian del término
“nación” hasta desvirtuarlo con el abuso de la reiteración, de ese icono de la
cultura española hablando catalán? Albert Serra no es sólo valiente: es
temerario. En el mismo año de la devolución de ciertos documentos del Archivo
de Salamanca a sus legítimos propietarios y del polémico nuevo Estatut para
Catalunya (esas joyas argumentales para la derecha reaccionaria -¿hay otra que
no lo sea… al menos en España?- con las que han forjado el odio hacia las
periferias político-culturales), este joven realizador ha logrado hacer hablar
al gran mito español en un idioma mucho más cercano a lo que sería en su origen
[3]. Con ello estoy seguro que no trata de soliviantar a nadie, sino
todo lo contrario: trazar una línea recta que normalice de una vez por todas la
riqueza del conjunto que habitamos, universalizar el patrimonio hasta aquellos
recovecos que parecían vetados y excluidos, excavar en lo más profundo de
nuestra herencia, liberar aquellos fantasmas que nos mantienen prisioneros al
orgullo de poseer en exclusiva un tesoro…
Hace un par de años en el solemne
Parlamento francés se debatió si Tintín era de izquierdas o de derechas (parece
ser que ese día Francia no tenía problemas más importantes). Creo recordar que
hubo un tiempo en el que aquí alguien se hizo la misma pregunta con respecto a
don Quijote. Si algún día se atreviera a responder, seguramente nos diría: “Ni
de papá ni de mamá. Mi brazo es de Dulcinea”.
(artículo aparecido en el nº. 146
de Versión Original —febrero de 2007— dedicado al XIV Festival Solidario
de Cine Español)
[1]
Cabría destacar esa escena larguísima donde los dos protagonistas velan unas
cruces en la penumbra, donde se observa que la luna es lo único que se mueve,
convirtiéndose así este faro de la noche en un reloj que mide el lento
transcurrir de la Historia, remitiendo su concepto del tiempo a momentos más
atávicos y ancestrales del ser humano.
[2]
“… a Sancho no lo conocía de nada. Lo había visto por la calle, trabajaba en
una obra delante de mi casa, y cada día que pasaba lo veía”. Entrevista de
Daniel V. Villamediana a Albert Serra en Letras de cine nº 11, 2006.
[3] “P.: Una de las cosas que más me ha interesado ha sido el uso del
catalán. Me sonaba como a castellano antiguo.
R.: ¡Exacto! Es lo que dijeron los de Cannes, les sonaba como
alengua romance medieval, y además, como es muy cerrado, no es el catalán
convencional de la televisión… a los franceses les fascinó mucho esto, les daba
esa atmósfera…” (en la entrevista citada).
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