jueves, 16 de mayo de 2013

EL HOMBRE QUE PUDO SER DIOS


No hay mayor desafío para un ser humano que traspasar el umbral de su cuerpo, que es el presidio que nos encadena a nuestra materialidad, a nuestra finitud, a nuestra mortalidad, a nuestra condición humana al fin y al cabo. La historia de la humanidad está plagada de ejemplos que nos ilustran sobre estas ínfulas de grandeza, desde relatos mitológicos (recordar la condición divina de los héroes de la religión griega, que fueron considerados semidioses) hasta historias nacidas de la imaginación de escritores y escritoras que nos han recordado nuestra condición de mortales atados a lo que este cuerpo material nos puede ofrecer (como el personaje del doctor Frankenstein inventado por Mary Shelley y su aciago final al intentar ser dios creando vida, tomado parcialmente tanto de la tradición grecolatina –el mito de Prometeo- como de la judía –el Golem-).

En El hombre que pudo reinar (The man who would be king, 1975), John Huston abordó un relato de uno de los más famosos escritores británicos que ha dado la India: Rudyard Kipling. Toda la historia está teñida de principio a fin del espíritu del desafío al estar ambientado en la época colonial en la que el Imperio británico (por obra y gracia de su “divina” majestad) estaba acometiendo una empresa de conquista y “anglización” (si se me permite el palabro) de aquella parte del planeta a la que se era el primero en llegar. Era ésta una etapa de la humanidad marcada por los desafíos, aquellos que se establecían entre determinadas potencias para controlar, a toda costa, la mayor cantidad de territorio que se pudiera.


En la historia de Kipling son dos individuos que pertenecieron al incontenible ejército de casacas rojas que ocuparon estos territorios los que serán sus protagonistas. Son, por lo tanto, dos seres curtidos en los desafíos, en las situaciones más adversas que uno se pueda imaginar. Su itinerario vital viene marcado así desde antes incluso de su incursión en la historia que de ellos se nos refleja, atisbándose un pasado peligroso y aventurero, repleto de unas experiencias (no todas ellas dentro del ámbito castrense, dato sugerido por su especial picardía [1]) que les han engrandecido en el sentido de la vida, vista en toda su complejidad. Son, por ello, dos supervivientes, acostumbrados a adaptarse e improvisar, marcando su ritmo vital a todos aquellos encuentros que a su paso les salgan. Y así es como deciden un buen día, amparados por la rúbrica de su propio autor como testigo, llegar a ser reyes.

Su desafío era el mismo que aquel que se propuso el propio Imperio británico al abordar el mapa del mundo conocido y proponerse reinar sobre toda su extensión: atesorar el mayor número de almas posible para su mayor gloria. El resto de potencias también lo intentaron (sólo los franceses llegaron a hacerles sombra), pero por la mítica desprendida por las tierras adquiridas (desde Egipto a la India, con todo el aroma ancestral y ensoñador que emanan esos territorios) todo aquel despiece de carnicero realizado con escuadra y cartabón fue teñido de un mayor drama romántico (a pesar de que, al fin y al cabo, no fuera más que una funesta invasión). Un marco inmejorable para que un hombre reoriente su vida y se encuentre a sí mismo.

Porque eso es lo que al final supone esta película: el encuentro de un hombre con su trascendencia a través de un papel que la Historia reservaba para él. Los desafíos que Peachy (Michael Caine) y Danny (Sean Connery) se encuentran por el camino no son más que el fiel reflejo de aquello que antecede al propio encuentro. La clave está en aquellos momentos en los que su propia vida está en juego, allí donde exponen su integridad física echándole un órdago al destino, apostando, arriesgando y, finalmente, ganando.


“La victoria favorece a los valientes”, dijo en su momento Alejandro Magno, precisamente aquel con quien se topan por arte del azar. Y el peso de su figura, el eco a través de los siglos que sigue resonando en aquellas tierras perdidas a las que llegan, atrapan a Danny, a quien creen el mismísimo hijo de dios Sikander (un nombre producto de la transformación del original “Alexander”). Así, tratando de ser reyes, uno de ellos consigue llegar a ser dios, invistiéndose con sus atributos (la toga, la flecha en la mano y la corona en su cabeza remiten a la clásica imagen de Zeus) y metiéndose de lleno en su nuevo papel hasta el punto de renegar de lo material: aquel primer objetivo que se marcaron de ser ricos ya no le interesa, porque ha encontrado algo mejor, más intenso, más pleno, el sueño de cualquier mortal al alcance de la mano, repartiendo justicia (o una ancestral forma de hacerlo, más propia de ese Salomón del que provienen las logias masónicas a las que pertenecen nuestros protagonistas), disponiendo de la vida y la muerte, estando más allá del bien y del mal.

Como con todos los personajes hustonianos, ya se desarrolle su vida en una gran ciudad o en las selvas africanas, en el pasado o en el presente, aquí nos volvemos a encontrar con una imagen significativa: el tesoro desparramándose por las roturas de las alforjas y cayendo ladera abajo hasta el fondo de un abismo tiene el mismo sentido que el viento que barre el polvo de oro en la genial El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, 1948). Es el relato de la gesta de los eternos perdedores que rozaron sus sueños con la punta de sus dedos, que tuvieron al alcance de la mano el premio a las constantes fatigas, obteniendo así el merecido reconocimiento a su esfuerzo y su perseverancia tras años esperando su oportunidad. Es la crónica del desafío, del viaje iniciático, del triunfo y del fracaso. Si finalmente hubiesen sido reyes seguramente su reinado hubiera sido mucho más gozoso. Pero uno de ellos se topó con la oportunidad de ser un dios, y ese esplendor, a la fuerza, debía ser más efímero.

(artículo aparecido en el nº. 149 de Versión Original —mayo de 2007— dedicado a "Desafíos")


[1] “Todo imperio tiene su épica y su sátira. El canto al heroísmo y la chanza de las miserias guerreras. Como un negativo  de la fotografía oficiosa, la afilada navaja del humor corta por lo sano y expone las heridas cuarteadas que toda conquista bélica lleva consigo. Rudyard Kipling escribió un relato de tiernos perdedores entre las glorias pasadas del Imperio Británico. Él conocía bien los motivos que llevaban a muchos tipos ingleses a enrolarse en el ejército conquistador. Poco de patriotismo y mucho de hambre y aventura. No es de extrañar que la fuga a parajes exóticos incluyera el sueño de una vida de ensueño. Al poco tiempo, sin embargo, se imponía la realidad transmutada en lucha y muerte”. Jordi Bernal: “El hombre que pudo reinar”, en Dirigido por… nº 345 (Mayo 2005), pp. 56-57.

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