No hay mayor desafío para un ser
humano que traspasar el umbral de su cuerpo, que es el presidio que nos
encadena a nuestra materialidad, a nuestra finitud, a nuestra mortalidad, a
nuestra condición humana al fin y al cabo. La historia de la humanidad está
plagada de ejemplos que nos ilustran sobre estas ínfulas de grandeza, desde
relatos mitológicos (recordar la condición divina de los héroes de la religión
griega, que fueron considerados semidioses) hasta historias nacidas de la
imaginación de escritores y escritoras que nos han recordado nuestra condición
de mortales atados a lo que este cuerpo material nos puede ofrecer (como el
personaje del doctor Frankenstein inventado por Mary Shelley y su aciago final
al intentar ser dios creando vida, tomado parcialmente tanto de la tradición
grecolatina –el mito de Prometeo- como de la judía –el Golem-).
En El hombre que pudo reinar
(The man who would be king, 1975), John Huston abordó un relato de uno
de los más famosos escritores británicos que ha dado la India: Rudyard Kipling.
Toda la historia está teñida de principio a fin del espíritu del desafío al
estar ambientado en la época colonial en la que el Imperio británico (por obra
y gracia de su “divina” majestad) estaba acometiendo una empresa de conquista y
“anglización” (si se me permite el palabro) de aquella parte del planeta a la
que se era el primero en llegar. Era ésta una etapa de la humanidad marcada por
los desafíos, aquellos que se establecían entre determinadas potencias para
controlar, a toda costa, la mayor cantidad de territorio que se pudiera.
En la historia de Kipling son dos
individuos que pertenecieron al incontenible ejército de casacas rojas que
ocuparon estos territorios los que serán sus protagonistas. Son, por lo tanto,
dos seres curtidos en los desafíos, en las situaciones más adversas que uno se
pueda imaginar. Su itinerario vital viene marcado así desde antes incluso de su
incursión en la historia que de ellos se nos refleja, atisbándose un pasado
peligroso y aventurero, repleto de unas experiencias (no todas ellas dentro del
ámbito castrense, dato sugerido por su especial picardía [1]) que les
han engrandecido en el sentido de la vida, vista en toda su complejidad. Son,
por ello, dos supervivientes, acostumbrados a adaptarse e improvisar, marcando
su ritmo vital a todos aquellos encuentros que a su paso les salgan. Y así es
como deciden un buen día, amparados por la rúbrica de su propio autor como
testigo, llegar a ser reyes.
Su desafío era el mismo que aquel
que se propuso el propio Imperio británico al abordar el mapa del mundo
conocido y proponerse reinar sobre toda su extensión: atesorar el mayor número
de almas posible para su mayor gloria. El resto de potencias también lo
intentaron (sólo los franceses llegaron a hacerles sombra), pero por la mítica
desprendida por las tierras adquiridas (desde Egipto a la India, con todo el
aroma ancestral y ensoñador que emanan esos territorios) todo aquel despiece de
carnicero realizado con escuadra y cartabón fue teñido de un mayor drama
romántico (a pesar de que, al fin y al cabo, no fuera más que una funesta
invasión). Un marco inmejorable para que un hombre reoriente su vida y se
encuentre a sí mismo.
Porque eso es lo que al final
supone esta película: el encuentro de un hombre con su trascendencia a través
de un papel que la Historia reservaba para él. Los desafíos que Peachy (Michael
Caine) y Danny (Sean Connery) se encuentran por el camino no son más que el
fiel reflejo de aquello que antecede al propio encuentro. La clave está en
aquellos momentos en los que su propia vida está en juego, allí donde exponen
su integridad física echándole un órdago al destino, apostando, arriesgando y,
finalmente, ganando.
“La victoria favorece a los
valientes”, dijo en su momento Alejandro Magno, precisamente aquel con quien se
topan por arte del azar. Y el peso de su figura, el eco a través de los siglos
que sigue resonando en aquellas tierras perdidas a las que llegan, atrapan a
Danny, a quien creen el mismísimo hijo de dios Sikander (un nombre producto de
la transformación del original “Alexander”). Así, tratando de ser reyes, uno de
ellos consigue llegar a ser dios, invistiéndose con sus atributos (la toga, la
flecha en la mano y la corona en su cabeza remiten a la clásica imagen de Zeus)
y metiéndose de lleno en su nuevo papel hasta el punto de renegar de lo
material: aquel primer objetivo que se marcaron de ser ricos ya no le interesa,
porque ha encontrado algo mejor, más intenso, más pleno, el sueño de cualquier
mortal al alcance de la mano, repartiendo justicia (o una ancestral forma de
hacerlo, más propia de ese Salomón del que provienen las logias masónicas a las
que pertenecen nuestros protagonistas), disponiendo de la vida y la muerte,
estando más allá del bien y del mal.
Como con todos los personajes hustonianos,
ya se desarrolle su vida en una gran ciudad o en las selvas africanas, en el
pasado o en el presente, aquí nos volvemos a encontrar con una imagen
significativa: el tesoro desparramándose por las roturas de las alforjas y
cayendo ladera abajo hasta el fondo de un abismo tiene el mismo sentido que el
viento que barre el polvo de oro en la genial El tesoro de Sierra Madre
(The Treasure of the Sierra Madre, 1948). Es el relato de la gesta de
los eternos perdedores que rozaron sus sueños con la punta de sus dedos, que
tuvieron al alcance de la mano el premio a las constantes fatigas, obteniendo
así el merecido reconocimiento a su esfuerzo y su perseverancia tras años
esperando su oportunidad. Es la crónica del desafío, del viaje iniciático, del
triunfo y del fracaso. Si finalmente hubiesen sido reyes seguramente su reinado
hubiera sido mucho más gozoso. Pero uno de ellos se topó con la oportunidad de
ser un dios, y ese esplendor, a la fuerza, debía ser más efímero.
(artículo aparecido en el nº. 149
de Versión Original —mayo de 2007— dedicado a "Desafíos")
[1]
“Todo imperio tiene su épica y su sátira. El canto al heroísmo y la chanza de
las miserias guerreras. Como un negativo de la fotografía oficiosa, la
afilada navaja del humor corta por lo sano y expone las heridas cuarteadas que
toda conquista bélica lleva consigo. Rudyard Kipling escribió un relato de
tiernos perdedores entre las glorias pasadas del Imperio Británico. Él conocía
bien los motivos que llevaban a muchos tipos ingleses a enrolarse en el
ejército conquistador. Poco de patriotismo y mucho de hambre y aventura. No es
de extrañar que la fuga a parajes exóticos incluyera el sueño de una vida de
ensueño. Al poco tiempo, sin embargo, se imponía la realidad transmutada en
lucha y muerte”. Jordi Bernal: “El hombre que pudo reinar”, en Dirigido por…
nº 345 (Mayo 2005), pp. 56-57.
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