En muchas ocasiones aquellos que
nos dedicamos a esta afición de escribir nos surge la tentación de rebuscar en
los diccionarios el significado y el origen de ciertas palabras, tratando de
encontrar una orientación que nos indique un cierto camino. Este afán
significativo y etimológico resulta en la mayoría de las ocasiones un divertido
juego que nos pone en comunicación con el sentido prístino de unos términos
que, por el paso del tiempo y el cambio de las mentalidades, los utilizamos hoy
en día de una forma muy diferente al de su más remoto origen. Incluso, a veces,
de aquel más cercano. Con el concepto que estamos manejando este mes en Versión
Original, por ejemplo, me he encontrado que María Moliner otorgaba la capacidad
para generar crueldad tanto al ser humano como al resto de la fauna que puebla
la Naturaleza. Que me perdone la insigne lingüista, pero no estoy de acuerdo:
la crueldad es un acto consciente sólo aplicable al ser humano, y si cualquier
acción de los animales nos puede parecer cruel es porque sus consecuencias nos
perturban la mirada a través del sufrimiento que originan. El dolor en el mundo
animal es algo connatural a la vida, una regla inmutable a través de la cual
los ciclos se completan para crear más ciclos en un interminable devenir vital.
Y esto es así hasta que la humanidad entra en juego para mancillar el
equilibrio, pues desde la irrupción del ser humano en la escena de este planeta
el padecimiento adquiere una nueva dimensión: la crueldad se convierte en algo
tan refinado y sofisticado como para purificar y/o entretener. Y, si no, que se
lo pregunten a miuras, vitorinos y demás astados.
Otro de los conceptos con los que
me he encontrado es ese sentido etimológico al que antes hacía referencia.
Corominas establece el origen de la crueldad en un término como crudo,
es decir, algo sangrante. Es evidente que en nuestros días para ser cruel no es
necesario que la sangre aparezca en escena. Puede ayudarnos a focalizar visual
y externamente la maldad a través de esta manifestación física… aunque también
puede distraernos de la verdadera crueldad, aquella psicológica que más hondo
cala, más profunda penetra y más tiempo tarda en cicatrizar, pues nuestro
cerebro no sólo es una de nuestras vísceras más delicadas —no sólo a nivel
físico, y por ello tiene que estar bajo la coraza de nuestros cráneos—, sino la
única que por sí misma puede recordar, y las laceraciones que sobre ella se cometen
hay veces que nunca dejan de sangrar. A este nivel simbólico, por lo tanto, la
crueldad sí está ligada a la sangre, pues los recuerdos hay veces que son como
heridas permanentemente abiertas y repletas de sal, supurando un dolor que
incluso se perpetúa más allá del necesario olvido.
El ser humano, cuando se lo
propone, puede ser de lo más jodido a la hora de maquinar cómo ejercitar sus
dotes de crueldad. ¿Cómo actúan y definen hoy en día las nuevas tecnologías
nuestra relación con esa parte de nosotros que convive, se retroalimenta,
cultiva y necesita de la crueldad? En ocasiones oigo a expertos debatir sobre
el uso de los videojuegos en este sentido: unos afirman que la violencia
virtual nos permite el desfogue de cierto sadismo que mantenemos reprimido,
neutralizando la necesidad que tenemos de infringir daño, mientras otros
afirman que la convivencia cotidiana con experiencias extremas nos hace moderar
la percepción ética que la cultura nos ha imprimido sobre la crueldad, haciendo
que sus límites sean cada vez más laxos. Yo estoy más de acuerdo con estos
últimos, ya que creo que el salvajismo es como una droga que, una vez
consumida, nos convierte en un híbrido entre Mr. Hyde y el Superhombre de
Nietzsche: dominar al Otro a través del dolor nos hace poderosos, pues el
padecimiento hace débiles a los demás y nos permite un control sobre su
voluntad que difícilmente se podría conseguir de otra manera. Tan terrible como
cierto: el cine nos lo muestra esporádicamente —con ejemplos como Tesis
(Alejandro Amenábar, 1996), Hostel (Id., Eli Roth, 2005) o la
saga de Saw—, pero lo que es cierto es que todos los días asistimos a
algún telediario en el que tristemente un hombre a matado a su esposa tras años
de fanática crueldad, en la que los celos y el concepto de propiedad privada
han marcado a una mujer hasta convertirla en un guiñapo sin dignidad.
No hay duda de que las heridas
abiertas por Auschwitz siguen muy presentes en nuestra sociedad [1]. Aquel
lugar se convirtió en metáfora física y real, con nombre y apellidos, de la
mayor crueldad ejercida por el ser humano de manera sistemática, despiadada e
indiscriminada pues, como una piedra lanzada en medio de una charca, la onda
expansiva recorrió rápidamente la vida de millones de personas —comunistas,
socialistas, anarquistas, negros, gitanos, homosexuales…—, empezando y
terminando en el pueblo judío, cordero sacrificial de esa religión pagana y
esquizofrénica que fue el nacionalsocialismo.
Supongo que por nuestras raíces
comunes, todos los europeos nos sentimos avergonzados y ciertamente culpables
de aquello. ¿Cómo no estarlo? Bach, Goethe, Beethoven, Durero… conviviendo con
el genocidio y la tortura a cielo descubierto, a la vista de todo el mundo.
Durante mucho tiempo se nos trató de convencer de que el pueblo alemán no era
consciente de lo que ocurría al otro lado de las alambradas, exculpándoles así
de cualquier responsabilidad. Afortunadamente cada vez hay más voces que
denuncian esta falacia: en el siempre infravalorado formato del comic se alzó
hace poco tiempo una voz que se atrevió a contar lo que el mundo accidental
consideraba como un tabú. Art Spiegelman, hijo de un superviviente de los
campos de concentración, transcribió en boca de su padre la siguiente frase: «Sabíamos
lo que se contaba, que nos gasearían y nos meterían en los hornos. Era 1944… Lo
sabíamos todo. Y allí estábamos» [2]. Habría personas a las que el
miedo les impediría reaccionar. Y no dudo de que a algunos les asaltara la
impotencia de verse superados por una maquinaria creada por ellos mismos, pero
con unas dimensiones tan colosales que se les había terminado por escapar de
las manos. Pero no tengo ninguna duda de que otros, en máxima connivencia,
asistieron congratulados al espectáculo de la desinfección. Ocultar esto tan
sólo traería olvido, la peor herramienta para que algo parecido jamás vuelva a
suceder [3].
El cine es uno de los peores
enemigos de todos aquellos que pretenden olvidar. Que se lo digan a Fred Madison,
el protagonista de Carretera perdida (Lost Highway, David Lynch,
1997), con su atroz pánico a las videocámaras: a él le gustaba recordar las
cosas a su manera. Y es que la memoria a veces es muy selectiva. No es algo
para echar en cara, ya que es perfectamente comprensible y natural: es un
sistema más de autodefensa, y aquellos recuerdos que nos resultan molestos,
pues ¡zas! les transformamos en algo más digerible. A veces pienso que nuestro
cerebro es como el estómago de un rumiante, pues masticamos constantemente el
pasado para triturarlo hasta hacerlo irreconocible.
También algo parecido le pasa al
protagonista de Caché – Escondido (Caché, Michael Haneke, 2005),
quien disfruta de la típica vida del burgués acomodado parisino —lo que en
sociología se conoce como bobo: el bourgeois bohemian [4]—,
presentando su propio programa de televisión y casado con una mujer que triunfa
en el mundo editorial, con la que tiene un hijo adolescente. Y, sin embargo,
esa idílica paz se ve perturbada cuando comienza a recibir una serie de cintas
de vídeo que le muestran que alguien está vigilando su casa: son imágenes de
plano fijo en los que se ve el exterior de la vivienda y cómo sus inquilinos
entran y salen de ella. Si bien al principio para nosotros no tienen más
importancia que cualquier imagen que podemos ver a diario al pasear por la
ciudad, el contexto y la angustia de los protagonistas nos las harán ver de
otra forma al empatizar con sus circunstancias vitales: una imagen no es sólo
una imagen, pues a la vez es su forma y su fondo, su continente y su contenido,
la realidad empírica que nos muestra y las emociones que le otorgamos y que le
acaban por dar significado.
Lo mismo pasa con los dibujos que
acompañan a las cintas y que representan a niños sangrando por la boca y
gallinas con el cuello cortado. Volvemos a la reflexión anterior para
preguntarnos por su significado: ¿qué son y qué quieren decir? ¿Para quién
tienen sentido? ¿Cuál es su origen? ¿Qué pretende quien las dibuja y envía? Conocer
las respuestas a estas preguntas llevará al protagonista a salir de su pequeña
fortaleza para enfrentarse con su pasado, para lo cual tendrá que alejarse de
ese centro urbano en el que vive y trabaja para enfrentarse con unos fantasmas
que habitan en los arrabales parisinos —significativamente en la Avenida
Lénine— y en el medio rural —la granja familiar donde aún vive su madre—. Pero
su viaje, además de físico, será también sentimentalmente doloroso, pues una
serie de sueños a modo de flashes interrumpirán su tranquilidad: un niño
de origen magrebí sangra por la boca y en otra ocasión le corta el cuello a un
gallo, ligando de esta manera los anónimos recibidos con una infancia que le
acosa hasta el tormento.
Si bien ni siquiera con los
títulos de crédito finales Haneke nos llega a dar una respuesta que satisfaga
nuestra curiosidad sobre la verdad de los hechos, existen varios elementos de
la puesta en escena que nos hacen dudar de la “mediática” honorabilidad
de este respetado citoyen, a saber:
1. tras denunciar en una
comisaría de policía la llegada de los anónimos, está a punto de provocar un
accidente a subsahariano que circula en bicicleta, al que insulta y reprocha su
conducta cuando el único responsable parece ser él mismo;
2. trata de ocultar la verdad por
todos los medios a su familia, sus amigos y sus compañeros de trabajo bajo el
pretexto de su propia seguridad; cuando se atreva a contar lo que sabe, lo hará
en la penumbra de su dormitorio, con su mujer como único testigo;
3. culpabiliza de la extorsión a
Majid, un hombre que en su niñez estuvo a punto de ser adoptado por los padres
del protagonista. Y he aquí el verdadero problema, pues este hombre es el mismo
niño de los sueños que sangra por la boca y cercena el cuello del animal. Su
penosa historia está íntimamente unida a la de la propia Francia, cuando en los
años sesenta y bajo la presidencia de De Gaulle se reprimieron con dureza las
ínfulas soberanistas e independentistas de los argelinos. Los padres de Majid,
trabajadores de la explotación granjera de los padres del protagonista,
murieron en los incidentes de París de aquellas fechas, y el huérfano se
convirtió en una molestia para un pequeño que veía peligrar su status
patrimonial y sentimental, logrando a través de sus mentiras que el pequeño
argelino terminara en un orfanato, viéndose así truncada una vida de
integración como ciudadano de pleno derecho.
¿A quién beneficia más el
posterior suicidio de Majid? Haneke juega al despiste: en el último plano de la
película vemos al hijo del argelino hablando a la salida del colegio con el
hijo del protagonista. No oímos lo que le dice a éste, pero no parece haber
entre ellos ninguna disputa. Podríamos entonces hablar sobre el conflicto entre
padres e hijos, cómo para cada generación es difícil aceptar los errores
cometidos por sus progenitores y cómo en algunos casos rehuimos su presencia,
corriendo lejos de ellos —como el propio hijo del protagonista, que durante una
parte del metraje huye de su casa sin dar noticias durante casi un día y sin
dar explicaciones por ello—. Pero sin duda quien más gana al final es el propio
protagonista, pues los errores de su pasado se borran, quedando él impune
—incluso siendo observado como víctima por parte del resto de la sociedad—,
despejándose su futuro de aquellos obstáculos de su pasado: el camino hacia el
triunfo —personal y profesional— queda así allanado.
Esta película nos habla de un
tipo de crueldad que late en las alcantarillas de nuestra sociedad, de la cual
tenemos una percepción ciertamente sobrevalorada: brillante, opulenta y, sobre
todo, tolerante. Siempre me he preguntado por qué se reivindica un término como
la tolerancia, cuando tolerar es aceptar con desdén: te permito que estés ahí,
pero sin que me molestes. Siempre he encontrado mayor sentido a integrar, que
tiene la cualidad objetiva y positiva para sumar. De hecho, a veces creo que
esa teoría por la cual desfogamos con los videojuegos nuestra violencia,
nuestra crueldad y nuestras frustraciones tiene algo de cierto. Pero, claro
está, para muchos es más divertido la realidad que la virtualidad. Sólo así se
explicaría por qué algunos eligen a los inmigrantes para ser crueles.
Efectivamente, Auschwitz sigue vivo.
(artículo aparecido en el nº. 178
de Versión Original —enero de 2010— dedicado a "La
crueldad")
[1]
«Como dice Imre Kertész, Auschwitz no es la historia del triunfo del
espíritu humano sobre la barbarie, sino un tajo profundo y oxidado sobre una
civilización que tras esa apocalíptica danza de la muerte que supuso el
Holocausto (la Shoah en términos hebreos), agoniza en sus supuestos
triunfos de progreso, disimulada bajo el desarrollo tecnológico y científico,
pero con una falta de espiritualidad y sentido de la piedad humana, que llega a
ser vergonzosa» (CAGIGA, Nacho: “Auschwitz, la herida que no cicatriza”, perteneciente
al dossier coordinado por Israel Paredes “Europa XXI”, Miradas de Cine
—www.miradas.net—, nº. 62 —mayo de 2007—).
[2]
SPIEGELMAN, Art, Maus, Círculo de Lectores, Barcelona, 2007, p. 159.
[3]
«Un SS, al describir con una precisión infernal un estilo de vida y
(ausencia) de pensamiento, respondió a la pregunta de Primo Levi con esta frase
que se ha hecho célebre: ´Hier ist kein Warum´ (Aquí no existen porqués). Al
día siguiente de esta noche profunda, Adorno se preguntaba si tras la caída
(vergüenza más bien) de los porqués, sólo la culpabilidad era posible.
´Recordar es un deber moral´. Sin ninguna duda. El problema, en cambio, hoy
como ayer, continúa siendo: ¿cómo?» (Sánchez-Biosca, V.: "Hier ist
kein Warum. A propósito de la memoria y de la imagen de los campos de la
muerte", en La memoria de los campos. El cine y los campos de
concentración nazis (coord.: Arturo Lozano), Banda Aparte Imágenes 4,
Valencia, 1999; citado en el artículo de Nacho Cagiga).
[4]
Término acuñado en el año 2000 por el periodista David Brooks en su libro Bobos
in Paradise: The New Upper Class And How They Got There, y que en Francia
Pierre Merle acabó de definir al referirse peyorativamente a esa clase social
económicamente emergente —heredera de los yuppies de los ochenta y
principios de los noventa—, que simpatizan con lo políticamente correcto dentro
de la tendencia política de la izquierda ecologista, feminista y nostálgica de
mayo del 68.
No hay comentarios:
Publicar un comentario