domingo, 19 de mayo de 2013

REBOBINE, POR FAVOR


En muchas ocasiones aquellos que nos dedicamos a esta afición de escribir nos surge la tentación de rebuscar en los diccionarios el significado y el origen de ciertas palabras, tratando de encontrar una orientación que nos indique un cierto camino. Este afán significativo y etimológico resulta en la mayoría de las ocasiones un divertido juego que nos pone en comunicación con el sentido prístino de unos términos que, por el paso del tiempo y el cambio de las mentalidades, los utilizamos hoy en día de una forma muy diferente al de su más remoto origen. Incluso, a veces, de aquel más cercano. Con el concepto que estamos manejando este mes en Versión Original, por ejemplo, me he encontrado que María Moliner otorgaba la capacidad para generar crueldad tanto al ser humano como al resto de la fauna que puebla la Naturaleza. Que me perdone la insigne lingüista, pero no estoy de acuerdo: la crueldad es un acto consciente sólo aplicable al ser humano, y si cualquier acción de los animales nos puede parecer cruel es porque sus consecuencias nos perturban la mirada a través del sufrimiento que originan. El dolor en el mundo animal es algo connatural a la vida, una regla inmutable a través de la cual los ciclos se completan para crear más ciclos en un interminable devenir vital. Y esto es así hasta que la humanidad entra en juego para mancillar el equilibrio, pues desde la irrupción del ser humano en la escena de este planeta el padecimiento adquiere una nueva dimensión: la crueldad se convierte en algo tan refinado y sofisticado como para purificar y/o entretener. Y, si no, que se lo pregunten a miuras, vitorinos y demás astados.

Otro de los conceptos con los que me he encontrado es ese sentido etimológico al que antes hacía referencia. Corominas establece el origen de la crueldad en un término como crudo, es decir, algo sangrante. Es evidente que en nuestros días para ser cruel no es necesario que la sangre aparezca en escena. Puede ayudarnos a focalizar visual y externamente la maldad a través de esta manifestación física… aunque también puede distraernos de la verdadera crueldad, aquella psicológica que más hondo cala, más profunda penetra y más tiempo tarda en cicatrizar, pues nuestro cerebro no sólo es una de nuestras vísceras más delicadas —no sólo a nivel físico, y por ello tiene que estar bajo la coraza de nuestros cráneos—, sino la única que por sí misma puede recordar, y las laceraciones que sobre ella se cometen hay veces que nunca dejan de sangrar. A este nivel simbólico, por lo tanto, la crueldad sí está ligada a la sangre, pues los recuerdos hay veces que son como heridas permanentemente abiertas y repletas de sal, supurando un dolor que incluso se perpetúa más allá del necesario olvido.


El ser humano, cuando se lo propone, puede ser de lo más jodido a la hora de maquinar cómo ejercitar sus dotes de crueldad. ¿Cómo actúan y definen hoy en día las nuevas tecnologías nuestra relación con esa parte de nosotros que convive, se retroalimenta, cultiva y necesita de la crueldad? En ocasiones oigo a expertos debatir sobre el uso de los videojuegos en este sentido: unos afirman que la violencia virtual nos permite el desfogue de cierto sadismo que mantenemos reprimido, neutralizando la necesidad que tenemos de infringir daño, mientras otros afirman que la convivencia cotidiana con experiencias extremas nos hace moderar la percepción ética que la cultura nos ha imprimido sobre la crueldad, haciendo que sus límites sean cada vez más laxos. Yo estoy más de acuerdo con estos últimos, ya que creo que el salvajismo es como una droga que, una vez consumida, nos convierte en un híbrido entre Mr. Hyde y el Superhombre de Nietzsche: dominar al Otro a través del dolor nos hace poderosos, pues el padecimiento hace débiles a los demás y nos permite un control sobre su voluntad que difícilmente se podría conseguir de otra manera. Tan terrible como cierto: el cine nos lo muestra esporádicamente —con ejemplos como Tesis (Alejandro Amenábar, 1996), Hostel (Id., Eli Roth, 2005) o la saga de Saw—, pero lo que es cierto es que todos los días asistimos a algún telediario en el que tristemente un hombre a matado a su esposa tras años de fanática crueldad, en la que los celos y el concepto de propiedad privada han marcado a una mujer hasta convertirla en un guiñapo sin dignidad.

No hay duda de que las heridas abiertas por Auschwitz siguen muy presentes en nuestra sociedad [1]. Aquel lugar se convirtió en metáfora física y real, con nombre y apellidos, de la mayor crueldad ejercida por el ser humano de manera sistemática, despiadada e indiscriminada pues, como una piedra lanzada en medio de una charca, la onda expansiva recorrió rápidamente la vida de millones de personas —comunistas, socialistas, anarquistas, negros, gitanos, homosexuales…—, empezando y terminando en el pueblo judío, cordero sacrificial de esa religión pagana y esquizofrénica que fue el nacionalsocialismo.


Supongo que por nuestras raíces comunes, todos los europeos nos sentimos avergonzados y ciertamente culpables de aquello. ¿Cómo no estarlo? Bach, Goethe, Beethoven, Durero… conviviendo con el genocidio y la tortura a cielo descubierto, a la vista de todo el mundo. Durante mucho tiempo se nos trató de convencer de que el pueblo alemán no era consciente de lo que ocurría al otro lado de las alambradas, exculpándoles así de cualquier responsabilidad. Afortunadamente cada vez hay más voces que denuncian esta falacia: en el siempre infravalorado formato del comic se alzó hace poco tiempo una voz que se atrevió a contar lo que el mundo accidental consideraba como un tabú. Art Spiegelman, hijo de un superviviente de los campos de concentración, transcribió en boca de su padre la siguiente frase: «Sabíamos lo que se contaba, que nos gasearían y nos meterían en los hornos. Era 1944… Lo sabíamos todo. Y allí estábamos» [2]. Habría personas a las que el miedo les impediría reaccionar. Y no dudo de que a algunos les asaltara la impotencia de verse superados por una maquinaria creada por ellos mismos, pero con unas dimensiones tan colosales que se les había terminado por escapar de las manos. Pero no tengo ninguna duda de que otros, en máxima connivencia, asistieron congratulados al espectáculo de la desinfección. Ocultar esto tan sólo traería olvido, la peor herramienta para que algo parecido jamás vuelva a suceder [3].

El cine es uno de los peores enemigos de todos aquellos que pretenden olvidar. Que se lo digan a Fred Madison, el protagonista de Carretera perdida (Lost Highway, David Lynch, 1997), con su atroz pánico a las videocámaras: a él le gustaba recordar las cosas a su manera. Y es que la memoria a veces es muy selectiva. No es algo para echar en cara, ya que es perfectamente comprensible y natural: es un sistema más de autodefensa, y aquellos recuerdos que nos resultan molestos, pues ¡zas! les transformamos en algo más digerible. A veces pienso que nuestro cerebro es como el estómago de un rumiante, pues masticamos constantemente el pasado para triturarlo hasta hacerlo irreconocible.


También algo parecido le pasa al protagonista de Caché – Escondido (Caché, Michael Haneke, 2005), quien disfruta de la típica vida del burgués acomodado parisino —lo que en sociología se conoce como bobo: el bourgeois bohemian [4]—, presentando su propio programa de televisión y casado con una mujer que triunfa en el mundo editorial, con la que tiene un hijo adolescente. Y, sin embargo, esa idílica paz se ve perturbada cuando comienza a recibir una serie de cintas de vídeo que le muestran que alguien está vigilando su casa: son imágenes de plano fijo en los que se ve el exterior de la vivienda y cómo sus inquilinos entran y salen de ella. Si bien al principio para nosotros no tienen más importancia que cualquier imagen que podemos ver a diario al pasear por la ciudad, el contexto y la angustia de los protagonistas nos las harán ver de otra forma al empatizar con sus circunstancias vitales: una imagen no es sólo una imagen, pues a la vez es su forma y su fondo, su continente y su contenido, la realidad empírica que nos muestra y las emociones que le otorgamos y que le acaban por dar significado.

Lo mismo pasa con los dibujos que acompañan a las cintas y que representan a niños sangrando por la boca y gallinas con el cuello cortado. Volvemos a la reflexión anterior para preguntarnos por su significado: ¿qué son y qué quieren decir? ¿Para quién tienen sentido? ¿Cuál es su origen? ¿Qué pretende quien las dibuja y envía? Conocer las respuestas a estas preguntas llevará al protagonista a salir de su pequeña fortaleza para enfrentarse con su pasado, para lo cual tendrá que alejarse de ese centro urbano en el que vive y trabaja para enfrentarse con unos fantasmas que habitan en los arrabales parisinos —significativamente en la Avenida Lénine— y en el medio rural —la granja familiar donde aún vive su madre—. Pero su viaje, además de físico, será también sentimentalmente doloroso, pues una serie de sueños a modo de flashes interrumpirán su tranquilidad: un niño de origen magrebí sangra por la boca y en otra ocasión le corta el cuello a un gallo, ligando de esta manera los anónimos recibidos con una infancia que le acosa hasta el tormento.


Si bien ni siquiera con los títulos de crédito finales Haneke nos llega a dar una respuesta que satisfaga nuestra curiosidad sobre la verdad de los hechos, existen varios elementos de la puesta en escena que nos hacen dudar de la  “mediática” honorabilidad de este respetado citoyen, a saber:

1. tras denunciar en una comisaría de policía la llegada de los anónimos, está a punto de provocar un accidente a subsahariano que circula en bicicleta, al que insulta y reprocha su conducta cuando el único responsable parece ser él mismo;

2. trata de ocultar la verdad por todos los medios a su familia, sus amigos y sus compañeros de trabajo bajo el pretexto de su propia seguridad; cuando se atreva a contar lo que sabe, lo hará en la penumbra de su dormitorio, con su mujer como único testigo;

3. culpabiliza de la extorsión a Majid, un hombre que en su niñez estuvo a punto de ser adoptado por los padres del protagonista. Y he aquí el verdadero problema, pues este hombre es el mismo niño de los sueños que sangra por la boca y cercena el cuello del animal. Su penosa historia está íntimamente unida a la de la propia Francia, cuando en los años sesenta y bajo la presidencia de De Gaulle se reprimieron con dureza las ínfulas soberanistas e independentistas de los argelinos. Los padres de Majid, trabajadores de la explotación granjera de los padres del protagonista, murieron en los incidentes de París de aquellas fechas, y el huérfano se convirtió en una molestia para un pequeño que veía peligrar su status patrimonial y sentimental, logrando a través de sus mentiras que el pequeño argelino terminara en un orfanato, viéndose así truncada una vida de integración como ciudadano de pleno derecho.

¿A quién beneficia más el posterior suicidio de Majid? Haneke juega al despiste: en el último plano de la película vemos al hijo del argelino hablando a la salida del colegio con el hijo del protagonista. No oímos lo que le dice a éste, pero no parece haber entre ellos ninguna disputa. Podríamos entonces hablar sobre el conflicto entre padres e hijos, cómo para cada generación es difícil aceptar los errores cometidos por sus progenitores y cómo en algunos casos rehuimos su presencia, corriendo lejos de ellos —como el propio hijo del protagonista, que durante una parte del metraje huye de su casa sin dar noticias durante casi un día y sin dar explicaciones por ello—. Pero sin duda quien más gana al final es el propio protagonista, pues los errores de su pasado se borran, quedando él impune —incluso siendo observado como víctima por parte del resto de la sociedad—, despejándose su futuro de aquellos obstáculos de su pasado: el camino hacia el triunfo —personal y profesional— queda así allanado.


Esta película nos habla de un tipo de crueldad que late en las alcantarillas de nuestra sociedad, de la cual tenemos una percepción ciertamente sobrevalorada: brillante, opulenta y, sobre todo, tolerante. Siempre me he preguntado por qué se reivindica un término como la tolerancia, cuando tolerar es aceptar con desdén: te permito que estés ahí, pero sin que me molestes. Siempre he encontrado mayor sentido a integrar, que tiene la cualidad objetiva y positiva para sumar. De hecho, a veces creo que esa teoría por la cual desfogamos con los videojuegos nuestra violencia, nuestra crueldad y nuestras frustraciones tiene algo de cierto. Pero, claro está, para muchos es más divertido la realidad que la virtualidad. Sólo así se explicaría por qué algunos eligen a los inmigrantes para ser crueles. Efectivamente, Auschwitz sigue vivo.


(artículo aparecido en el nº. 178 de Versión Original —enero de 2010— dedicado a "La crueldad") 


[1] «Como dice Imre Kertész, Auschwitz no es la historia del triunfo del espíritu humano sobre la barbarie, sino un tajo profundo y oxidado sobre una civilización que tras esa apocalíptica danza de la muerte que supuso el Holocausto (la Shoah en términos hebreos), agoniza en sus supuestos triunfos de progreso, disimulada bajo el desarrollo tecnológico y científico, pero con una falta de espiritualidad y sentido de la piedad humana, que llega a ser vergonzosa» (CAGIGA, Nacho: “Auschwitz, la herida que no cicatriza”, perteneciente al dossier coordinado por Israel Paredes “Europa XXI”, Miradas de Cine —www.miradas.net—, nº. 62 —mayo de 2007—).

[2] SPIEGELMAN, Art, Maus, Círculo de Lectores, Barcelona, 2007, p. 159.

[3] «Un SS, al describir con una precisión infernal un estilo de vida y (ausencia) de pensamiento, respondió a la pregunta de Primo Levi con esta frase que se ha hecho célebre: ´Hier ist kein Warum´ (Aquí no existen porqués). Al día siguiente de esta noche profunda, Adorno se preguntaba si tras la caída (vergüenza más bien) de los porqués, sólo la culpabilidad era posible. ´Recordar es un deber moral´. Sin ninguna duda. El problema, en cambio, hoy como ayer, continúa siendo: ¿cómo?» (Sánchez-Biosca, V.: "Hier ist kein Warum. A propósito de la memoria y de la imagen de los campos de la muerte", en La memoria de los campos. El cine y los campos de concentración nazis (coord.: Arturo Lozano), Banda Aparte Imágenes 4, Valencia, 1999; citado en el artículo de Nacho Cagiga).

[4] Término acuñado en el año 2000 por el periodista David Brooks en su libro Bobos in Paradise: The New Upper Class And How They Got There, y que en Francia Pierre Merle acabó de definir al referirse peyorativamente a esa clase social económicamente emergente —heredera de los yuppies de los ochenta y principios de los noventa—, que simpatizan con lo políticamente correcto dentro de la tendencia política de la izquierda ecologista, feminista y nostálgica de mayo del 68.

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