sábado, 18 de mayo de 2013

DONDE LOS DIOSES ENCUENTRAN MEDIDA


Una antigua leyenda africana cuenta la historia de un hombre que, en su inquietud, quiso saber qué había más allá del mar, lanzándose al agua y comenzando a nadar frenéticamente para encontrar la otra orilla. Al llegar allí se dio cuenta de que el mar había desteñido su piel. Fue entonces cuando nació el hombre blanco.

Esta historia nos sirve para comprobar dos cosas: primero, que desde fuera del continente africano tenemos una perspectiva homogenizadora sobre lo que significa África, ya que yo mismo no soy capaz de recordar a qué país pertenece tal mito, aludiendo por ello en su origen a todo un territorio en el que hay tal cantidad de países, idiomas, culturas, razas, etnias, clanes y tribus que hablar en general de lo africano tan sólo demuestra nuestra incompetencia para poder distinguir entre tal diversidad. Y segundo, que aquello que este tipo de antiguas historias relatan es algo que muchos siglos después la ciencia ha venido a corroborar con sus estudios antropológicos (fundamentalmente a través de las investigaciones del famoso clan familiar de los Leakey a partir de los años cincuenta), estableciendo el origen de la diversidad racial del hombre moderno en el corazón de dicho continente. Estamos, pues, hablando del germen de nuestra especie, de un territorio que ha servido como placenta para aquello que el ser humano es en la actualidad. Y no es por tanto descabellado pensar que incluso en el propio nombre de África encontremos reminiscencias que nos remitan a esta dimensión germinadora a través de las concomitancias que lo ligan con Afrodita, la diosa del amor y la belleza en la mitología clásica, un nombre que a través de términos como lo afrodisíaco une desde la antigüedad a este basto territorio con el erotismo, la sexualidad y la fecundidad.


Es pues su exuberancia lo que atrajo desde tiempos remotos (pero fundamentalmente en el siglo XIX) a toda una serie de países situados al norte del Mediterráneo a su ocupación y posterior saqueo en un afán netamente imperialista, estableciendo de forma vergonzosa la preponderancia de la raza blanca frente a otras de piel más oscura como un derecho intrínseco emanado de la propia divinidad. Fruto de esta mentalidad, el cine (ese fiel reflejo de lo que ha sido, es y será el ser humano) ha retratado al continente africano desde muchas perspectivas, sin tener sus propios habitantes la oportunidad de dar su visión de las cosas hasta fechas excesiva y tristemente recientes (al menos en cuanto a su difusión internacional) [1].

Así, siempre nos hemos encontrado con historias en celuloide procedentes del Hollywood clásico que repetían los mismos patrones culturales de la sociedad occidental, donde el varón parecía dar rienda suelta a su virilidad más visceral, estando la mujer en un plano meramente decorativo, cuando no en una molesta situación de sumisión ante las expectativas sexuales del explorador moscardón o bajo el amable paraguas proteccionista y paternalista de ese macho alfa (más cercano a los mandriles que a la especie humana) que no cejaba durante todo el metraje de recordar a la mujer los impedimentos de sobrevivir en un ecosistema tan adverso debido a su inferioridad física, intelectual y emocional. Desde King Kong (id., Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933) a Las minas del rey Salomón (King Solomon's Mines, Compton Bennett y Andrew Marton, 1950) o Mogambo (id., John Ford, 1953), pasando por la saga de Tarzán, esta visión en torno a las relaciones entre hombres y mujeres en unos parajes tan bellos como extremos ha predominado en su carácter de perpetuación de una supuesta superioridad del macho sobre la hembra, encontrándonos incluso ante la paradoja de toparnos con ejemplos en los que, a pesar de aparecer en pantalla mujeres vitales, vigorosas e independientes (como en el citado caso de Mogambo), a éstas no les quedaba más remedio que caer rendidas en los brazos del apuesto galán (reforzando su actitud a través de su actividad de cazador), rescatando para el público masculino occidental sus ya casi olvidados tiempos de poluciones adolescentes.


Sin embargo, y como casi siempre, encontramos paradigmas que nos hacen repensar (sobre todo a los hombres de finales del siglo XX y principios del XXI) sobre esta arcaica concepción en cuanto al reparto de los roles sexuales. En 1951 John Huston (junto con James Agee) adaptó para la pantalla la novela de C. S. Forester La reina de África (The African Queen), donde dos personas en el otoño de su madurez se acaban enamorando a pesar de sus diferencias existenciales (él, Charlie Allnut –un maravilloso Humphrey Bogart al que su actuación le valió su único Oscar-, un descreído y borrachín  canadiense que se dedica a transportar mercancías en una embarcación que da nombre a la película; ella, Rose Sayer –Katherine Hepburn-, la hermana de un reverendo misionero que acaba de fallecer), dando un nuevo rumbo a sus vidas al tratar de hundir un barco de guerra alemán con la insignificante tartana sobre la que navegan río abajo. La continua cercanía con la muerte (atraviesan rápidos, aguas infestadas de cocodrilos, hipopótamos, sanguijuelas, mosquitos y balas procedentes de un fortín ocupado por los germanos, ciénagas impracticables para la navegación que les quitan hasta el aire para respirar, etc.) les acabará uniendo en su propósito común, descubriendo cada uno de ellos en el otro aquello que habían negado durante toda su vida, estableciendo una relación en la que incluso es ella la que parece arrastrar en su ímpetu aventurero y batallador a un hombre que en principio se nos presenta como mucho más prudente y conservador en su comportamiento.

Sin embargo fue Clint Eastwood, casi cuarenta años después, quien con su película Cazador blanco, corazón negro (White hunter, black heart, 1990) dio una nueva dimensión al film citado anteriormente, al retratar las peripecias de su director a la hora de afrontar aquella película. A través de la novela del mismo título de Peter Viertel (quien estuvo al lado del propio Huston como guionista no acreditado) asistimos al retrato vitalista y desenfadado de un director sobre el que se nos dan demasiadas pistas como para obviar de quién se trata. En efecto, el pendenciero, irreverente, escéptico, bebedor y aventurero John Huston (John Wilson en la cinta) se convierte en el núcleo central de una obra que sobrepasa con mucho el tan manido formato del biopic (que ya abordara Eastwood un par de años antes con Charlie Parker en su obra maestra Birdid., 1988-). Durante el metraje encontramos a un hombre que ejerce su labor como creador cinematográfico como excusa para dar rienda suelta a su pasión como cazador, renegando de su condición de engranaje de la industria hollywoodiense, a la vez que sus propias contradicciones son capaces de hacerle atacar impetuosa e insolentemente a todo aquel que se atreve a afrentarle con desprecios sobre un mundo del que no puede dejar de ser una parte consustancial, haciéndonos ver la complejidad de un ser humano que fue capaz de dar algunas de las mejores obras maestras que el cine nos ha ofrecido hasta la fecha (a pesar de ser éste un aspecto muy discutido por una parte importante de la crítica).
  

A pesar de encontrar en esta película notas interesantes por sí mismas, como el concepto que sobre el creador artístico se nos ofrece o las fluctuaciones que en cuanto a las relaciones personales aparecen a lo largo del rodaje de una película (donde los productores no dejan de ser unos seres mediocres que creen que por el hecho de disponer del capital que hace posible una película tienen derecho sobre aspectos como la libertad o la dignidad), nosotros nos centraremos en el análisis sobre lo que significa África dentro de su argumento, donde pasa de ser un objetivo elíptico por su lejanía (podríamos decir que en su primera parte domina lo administrativo, al ser una exposición sobre los pormenores de los preparativos tanto del futuro rodaje como de las tan ansiadas partidas de caza) a aparecer con todo su esplendor ante los ojos de los protagonistas, oscilando esta mirada entre lo bello (la Naturaleza en su máxima expresión, las posibilidades de un territorio virgen, la generosidad intrínseca de los nativos, etc.) y lo terrible (la muerte, el racismo, la impotencia, la frustración…).

Esta película se convierte así en la crónica de un hombre en busca de su autoafirmación: para John Wilson cazar un gran elefante macho se torna en una cuestión de orgullo personal, alcanzando con el acto del sacrificio ese peldaño que le convierte por derecho propio en un dios, una divinidad real que no se limita a configurar el mundo a través de la pantomima (la labor del director de cine), sino que gestiona con su propia mano la vida y la muerte. Siempre a su lado, su guionista Pete Verrill (Jeff  Fahey encarnando al propio Peter Viertel) actúa como la voz de la conciencia civilizadora, estableciendo una serie de pautas morales (por lo que en términos freudianos actuaría como el SuperYo del propio Wilson) que le hagan ver la aberración de su acto criminal. 


No es, por lo tanto, difícil encontrar en la propia obra de La Reina de África todos estos elementos que configuraron la peripecia de su creación: el objetivo del protagonista de matar a un elefante y convertirse así en un dios termina en fracaso y con la muerte de un leal rastreador nativo, de la misma manera que en la película la imposibilidad de evangelizar en un territorio tan ajeno al cristianismo (por su propia configuración religiosa basada en el animismo y el culto a la Madre Naturaleza) es mostrada a través de la desincronía en los rezos de los evangelizados con respecto a los evangelizadores, donde los primeros serán expulsados de su hogar y los segundos acabarán muertos o desarraigados con la irrupción de las tropas imperiales del káiser Guillermo II, comenzando para la única superviviente una odisea vital a través de la resistencia por unos parajes hostiles al lado de un hombre al que acabará arrastrando hacia sus presupuestos ideológicos. Los elementos simbólicos están totalmente definidos en la película de 1951: el reverendo, hermano de Rose, es ese gran elefante majestuoso que es abatido por unos cazadores que en nombre del imperialismo aplican al paisaje y a los seres humanos que la habitan los nocivos efectos de la colonización (aculturación, exilio, muerte); Rose adquiere los roles de esa persona que acompaña al propio Huston/Wilson, su guionista, un ser que antepone su ética a sus frívolas necesidades vitales y que arrastra al escéptico y díscolo capitán de la nave (el trasunto del director de la obra, quien dirige los designios de la embarcación) hacia fines más nobles, haciéndole ver su auténtica dimensión en relación a aquello que les rodea, estableciendo en el hecho en sí del coqueteo con la muerte el único refugio donde la vida adquiere su verdadero sentido. 
 

La muerte de Kivu, su rastreador, hace ver a John Wilson que, efectivamente, las consecuencias de disparar por el objetivo de su escopeta no son las mismas que hacerlo por el de la cámara. Es quizás un toque de atención hacia la frivolidad que se genera en nuestras mentes a través de la contemplación de la muerte virtual en el propio medio cinematográfico, donde se puede jugar a ser dios sin complejos de ningún tipo, pero nunca dejando de olvidar lo que significa la responsabilidad ética del creador: las consecuencias de sus actos pueden tener efectos desastrosos, incluso irreparables, en aquellos sobre las que se ejercen, siendo víctimas inocentes de sus arrebatos y sus caprichos. África se convierte así en el único tablero posible sobre el que se desarrolle esta partida con la vida, ya que enfrenta al ser humano con su propia esencia al desarrollarse los acontecimientos en contacto con esa matriz que propició los primeros pasos de nuestra especie sobre la tierra. La Naturaleza en su máxima expresión reconcilia a la humanidad con sus orígenes, reflejando su auténtica dimensión. El rostro final que aporta Clint Eastwood a su personaje es el del hombre que ha visto el funesto resultado de una pasión desmedida e incontrolada y que ha asistido en vivo y en directo a la acción defensiva de la Naturaleza cuando es atacada, que aplica con injusta sabiduría sus propias leyes. Al final, su escepticismo se transforma en profunda pesadumbre al comprobar los efectos de jugar a ser dios o, más concretamente, a querer equipararse con un dios, precisamente en un territorio en el que la propia Naturaleza parece ser la verdadera divinidad, donde sus leyes permiten un equilibrio que hace muchos siglos comenzó a ser vulnerado. 

(artículo aparecido en el nº. 159 de Versión Original —abril de 2008— dedicado a "África")


[1] Para profundizar en lo que significa la situación actual del cine africano, remitimos al lector al artículo “Globalización, localismo y transnacionalidad. El nuevo mapa de la producción”, escrito por Eulàlia Iglesias para la revista Cahiers de cinéma. España (Nº 10, Marzo 2008).

No hay comentarios:

Publicar un comentario