Una antigua leyenda africana
cuenta la historia de un hombre que, en su inquietud, quiso saber qué había más
allá del mar, lanzándose al agua y comenzando a nadar frenéticamente para
encontrar la otra orilla. Al llegar allí se dio cuenta de que el mar había
desteñido su piel. Fue entonces cuando nació el hombre blanco.
Esta historia nos sirve para
comprobar dos cosas: primero, que desde fuera del continente africano tenemos
una perspectiva homogenizadora sobre lo que significa África, ya que yo mismo
no soy capaz de recordar a qué país pertenece tal mito, aludiendo por ello en
su origen a todo un territorio en el que hay tal cantidad de países, idiomas,
culturas, razas, etnias, clanes y tribus que hablar en general de lo africano
tan sólo demuestra nuestra incompetencia para poder distinguir entre tal
diversidad. Y segundo, que aquello que este tipo de antiguas historias relatan
es algo que muchos siglos después la ciencia ha venido a corroborar con sus
estudios antropológicos (fundamentalmente a través de las investigaciones del
famoso clan familiar de los Leakey a partir de los años cincuenta),
estableciendo el origen de la diversidad racial del hombre moderno en el
corazón de dicho continente. Estamos, pues, hablando del germen de nuestra
especie, de un territorio que ha servido como placenta para aquello que el ser
humano es en la actualidad. Y no es por tanto descabellado pensar que incluso
en el propio nombre de África encontremos reminiscencias que nos remitan a esta
dimensión germinadora a través de las concomitancias que lo ligan con Afrodita,
la diosa del amor y la belleza en la mitología clásica, un nombre que a través
de términos como lo afrodisíaco une desde la antigüedad a este basto territorio
con el erotismo, la sexualidad y la fecundidad.
Es pues su exuberancia lo que
atrajo desde tiempos remotos (pero fundamentalmente en el siglo XIX) a toda una
serie de países situados al norte del Mediterráneo a su ocupación y posterior
saqueo en un afán netamente imperialista, estableciendo de forma vergonzosa la
preponderancia de la raza blanca frente a otras de piel más oscura como un
derecho intrínseco emanado de la propia divinidad. Fruto de esta mentalidad, el
cine (ese fiel reflejo de lo que ha sido, es y será el ser humano) ha retratado
al continente africano desde muchas perspectivas, sin tener sus propios
habitantes la oportunidad de dar su visión de las cosas hasta fechas excesiva y
tristemente recientes (al menos en cuanto a su difusión internacional) [1].
Así, siempre nos hemos encontrado
con historias en celuloide procedentes del Hollywood clásico que repetían los
mismos patrones culturales de la sociedad occidental, donde el varón parecía
dar rienda suelta a su virilidad más visceral, estando la mujer en un plano
meramente decorativo, cuando no en una molesta situación de sumisión ante las
expectativas sexuales del explorador moscardón o bajo el amable paraguas
proteccionista y paternalista de ese macho alfa (más cercano a los mandriles
que a la especie humana) que no cejaba durante todo el metraje de recordar a la
mujer los impedimentos de sobrevivir en un ecosistema tan adverso debido a su
inferioridad física, intelectual y emocional. Desde King Kong (id.,
Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933) a Las minas del rey Salomón
(King Solomon's Mines, Compton Bennett y Andrew Marton, 1950) o Mogambo
(id., John Ford, 1953), pasando por la saga de Tarzán, esta visión en
torno a las relaciones entre hombres y mujeres en unos parajes tan bellos como
extremos ha predominado en su carácter de perpetuación de una supuesta
superioridad del macho sobre la hembra, encontrándonos incluso ante la paradoja
de toparnos con ejemplos en los que, a pesar de aparecer en pantalla mujeres
vitales, vigorosas e independientes (como en el citado caso de Mogambo),
a éstas no les quedaba más remedio que caer rendidas en los brazos del apuesto
galán (reforzando su actitud a través de su actividad de cazador), rescatando
para el público masculino occidental sus ya casi olvidados tiempos de
poluciones adolescentes.
Sin embargo, y como casi siempre,
encontramos paradigmas que nos hacen repensar (sobre todo a los hombres de
finales del siglo XX y principios del XXI) sobre esta arcaica concepción en
cuanto al reparto de los roles sexuales. En 1951 John Huston (junto con James
Agee) adaptó para la pantalla la novela de C. S. Forester La reina de África
(The African Queen), donde dos personas en el otoño de su madurez se
acaban enamorando a pesar de sus diferencias existenciales (él, Charlie Allnut
–un maravilloso Humphrey Bogart al que su actuación le valió su único Oscar-,
un descreído y borrachín canadiense que se dedica a transportar
mercancías en una embarcación que da nombre a la película; ella, Rose Sayer
–Katherine Hepburn-, la hermana de un reverendo misionero que acaba de
fallecer), dando un nuevo rumbo a sus vidas al tratar de hundir un barco de
guerra alemán con la insignificante tartana sobre la que navegan río abajo. La
continua cercanía con la muerte (atraviesan rápidos, aguas infestadas de
cocodrilos, hipopótamos, sanguijuelas, mosquitos y balas procedentes de un
fortín ocupado por los germanos, ciénagas impracticables para la navegación que
les quitan hasta el aire para respirar, etc.) les acabará uniendo en su
propósito común, descubriendo cada uno de ellos en el otro aquello que habían
negado durante toda su vida, estableciendo una relación en la que incluso es
ella la que parece arrastrar en su ímpetu aventurero y batallador a un hombre
que en principio se nos presenta como mucho más prudente y conservador en su
comportamiento.
Sin embargo fue Clint Eastwood,
casi cuarenta años después, quien con su película Cazador blanco, corazón
negro (White hunter, black heart, 1990) dio una nueva dimensión al
film citado anteriormente, al retratar las peripecias de su director a la hora
de afrontar aquella película. A través de la novela del mismo título de Peter
Viertel (quien estuvo al lado del propio Huston como guionista no acreditado)
asistimos al retrato vitalista y desenfadado de un director sobre el que se nos
dan demasiadas pistas como para obviar de quién se trata. En efecto, el
pendenciero, irreverente, escéptico, bebedor y aventurero John Huston (John
Wilson en la cinta) se convierte en el núcleo central de una obra que sobrepasa
con mucho el tan manido formato del biopic (que ya abordara Eastwood un par de
años antes con Charlie Parker en su obra maestra Bird –id.,
1988-). Durante el metraje encontramos a un hombre que ejerce su labor como
creador cinematográfico como excusa para dar rienda suelta a su pasión como
cazador, renegando de su condición de engranaje de la industria hollywoodiense,
a la vez que sus propias contradicciones son capaces de hacerle atacar
impetuosa e insolentemente a todo aquel que se atreve a afrentarle con
desprecios sobre un mundo del que no puede dejar de ser una parte
consustancial, haciéndonos ver la complejidad de un ser humano que fue capaz de
dar algunas de las mejores obras maestras que el cine nos ha ofrecido hasta la
fecha (a pesar de ser éste un aspecto muy discutido por una parte importante de
la crítica).
A pesar de encontrar en esta
película notas interesantes por sí mismas, como el concepto que sobre el
creador artístico se nos ofrece o las fluctuaciones que en cuanto a las
relaciones personales aparecen a lo largo del rodaje de una película (donde los
productores no dejan de ser unos seres mediocres que creen que por el hecho de
disponer del capital que hace posible una película tienen derecho sobre
aspectos como la libertad o la dignidad), nosotros nos centraremos en el
análisis sobre lo que significa África dentro de su argumento, donde pasa de
ser un objetivo elíptico por su lejanía (podríamos decir que en su primera
parte domina lo administrativo, al ser una exposición sobre los pormenores de
los preparativos tanto del futuro rodaje como de las tan ansiadas partidas de
caza) a aparecer con todo su esplendor ante los ojos de los protagonistas,
oscilando esta mirada entre lo bello (la Naturaleza en su máxima expresión, las
posibilidades de un territorio virgen, la generosidad intrínseca de los
nativos, etc.) y lo terrible (la muerte, el racismo, la impotencia, la frustración…).
Esta película se convierte así en
la crónica de un hombre en busca de su autoafirmación: para John Wilson cazar
un gran elefante macho se torna en una cuestión de orgullo personal, alcanzando
con el acto del sacrificio ese peldaño que le convierte por derecho propio en
un dios, una divinidad real que no se limita a configurar el mundo a través de
la pantomima (la labor del director de cine), sino que gestiona con su propia
mano la vida y la muerte. Siempre a su lado, su guionista Pete Verrill
(Jeff Fahey encarnando al propio Peter Viertel) actúa como la voz de la
conciencia civilizadora, estableciendo una serie de pautas morales (por lo que
en términos freudianos actuaría como el SuperYo del propio Wilson) que le hagan
ver la aberración de su acto criminal.
No es, por lo tanto, difícil
encontrar en la propia obra de La Reina de África todos estos elementos
que configuraron la peripecia de su creación: el objetivo del protagonista de
matar a un elefante y convertirse así en un dios termina en fracaso y con la
muerte de un leal rastreador nativo, de la misma manera que en la película la
imposibilidad de evangelizar en un territorio tan ajeno al cristianismo (por su
propia configuración religiosa basada en el animismo y el culto a la Madre Naturaleza)
es mostrada a través de la desincronía en los rezos de los evangelizados con
respecto a los evangelizadores, donde los primeros serán expulsados de su hogar
y los segundos acabarán muertos o desarraigados con la irrupción de las tropas
imperiales del káiser Guillermo II, comenzando para la única superviviente una
odisea vital a través de la resistencia por unos parajes hostiles al lado de un
hombre al que acabará arrastrando hacia sus presupuestos ideológicos. Los
elementos simbólicos están totalmente definidos en la película de 1951: el
reverendo, hermano de Rose, es ese gran elefante majestuoso que es abatido por
unos cazadores que en nombre del imperialismo aplican al paisaje y a los seres
humanos que la habitan los nocivos efectos de la colonización (aculturación,
exilio, muerte); Rose adquiere los roles de esa persona que acompaña al propio
Huston/Wilson, su guionista, un ser que antepone su ética a sus frívolas
necesidades vitales y que arrastra al escéptico y díscolo capitán de la nave
(el trasunto del director de la obra, quien dirige los designios de la
embarcación) hacia fines más nobles, haciéndole ver su auténtica dimensión en
relación a aquello que les rodea, estableciendo en el hecho en sí del coqueteo
con la muerte el único refugio donde la vida adquiere su verdadero
sentido.
La muerte de Kivu, su rastreador,
hace ver a John Wilson que, efectivamente, las consecuencias de disparar por el
objetivo de su escopeta no son las mismas que hacerlo por el de la cámara. Es
quizás un toque de atención hacia la frivolidad que se genera en nuestras
mentes a través de la contemplación de la muerte virtual en el propio medio
cinematográfico, donde se puede jugar a ser dios sin complejos de ningún tipo,
pero nunca dejando de olvidar lo que significa la responsabilidad ética del
creador: las consecuencias de sus actos pueden tener efectos desastrosos,
incluso irreparables, en aquellos sobre las que se ejercen, siendo víctimas
inocentes de sus arrebatos y sus caprichos. África se convierte así en el único
tablero posible sobre el que se desarrolle esta partida con la vida, ya que
enfrenta al ser humano con su propia esencia al desarrollarse los
acontecimientos en contacto con esa matriz que propició los primeros pasos de
nuestra especie sobre la tierra. La Naturaleza en su máxima expresión
reconcilia a la humanidad con sus orígenes, reflejando su auténtica dimensión.
El rostro final que aporta Clint Eastwood a su personaje es el del hombre que
ha visto el funesto resultado de una pasión desmedida e incontrolada y que ha
asistido en vivo y en directo a la acción defensiva de la Naturaleza cuando es
atacada, que aplica con injusta sabiduría sus propias leyes. Al final, su
escepticismo se transforma en profunda pesadumbre al comprobar los efectos de
jugar a ser dios o, más concretamente, a querer equipararse con un dios,
precisamente en un territorio en el que la propia Naturaleza parece ser la
verdadera divinidad, donde sus leyes permiten un equilibrio que hace muchos
siglos comenzó a ser vulnerado.
(artículo aparecido en el nº. 159
de Versión Original —abril de 2008— dedicado a "África")
[1]
Para profundizar en lo que significa la situación actual del cine africano,
remitimos al lector al artículo “Globalización, localismo y transnacionalidad.
El nuevo mapa de la producción”, escrito por Eulàlia Iglesias para la revista Cahiers
de cinéma. España (Nº 10, Marzo 2008).
No hay comentarios:
Publicar un comentario