Tengo la sensación que hace poco
le oí decir a alguien (o quizás se lo leí) que aún no había encontrado
suficientes argumentos para considerar a Elephant (Id., Gus Van
Sant, 2003) como la obra maestra que muchos dicen que es. Recuerdo que tal
afirmación estaba teñida de reparos no hacia su calidad artística o visual,
sino a la incapacidad de encontrar una explicación a por qué los protagonistas
de la cinta hacen lo que hacen de la forma en que lo hacen. Y es que hay
ocasiones en las que se nos presentan ante nuestros ojos una serie de retos
intelectuales y emocionales que, por su ruptura con lo ya conocido, con
aquellas formas que teníamos asimiladas a través de su consumo cotidiano y
normalizado, nos producen un serio desconcierto, haciendo que se tambalee el
mundo tal y como lo teníamos asumido. Miramos entonces a nuestro alrededor y
todo ha mutado, descolocándonos ese nuevo paisaje. Y eso e puede que sea lo que
pasa con Elephant: que su ruptura con los referentes narrativos
convencionales (no sólo forjados por la estructura presentación-nudo-desenlace,
sino por el hecho de existir una moraleja que dé sentido y coherencia a todo el
relato y, por ende, a nuestras vidas) es tan radical aquí que la imposibilidad
de sacar conclusiones positivas nos arroja a un precipicio que, por carecer de
asideros emocionales, sabemos que conduce inexorablemente al vacío vital.
Ha sido alguien de la talla
intelectual de Santos Zunzunegui quien en un reciente artículo lo ha expresado
a la perfección: “El cineasta americano [Gus Van Sant], a la hora de
trasponer en términos ficcionales la tragedia de Columbine, eligió la fórmula
que resaltaba, sobre todo, la opacidad de unos hechos de los que tanto
sociólogos como cineastas (con Michael Moore a la cabeza) habían intentado
ofrecer una explicación tranquilizadora” [1]. Desde luego, y a pesar
de los enormes riesgos que esta apuesta pueda tener, siempre preferiré una
opción en la que cualquiera pueda disponer de su libertad y sacar sus propias
conclusiones sobre los hechos, desmarcándome lo más posible de todas aquellas
propuestas dominadas por el odioso paternalismo intelectual que, en nombre de
la Razón y la Verdad (así, con mayúsculas, ahí es nada), al fin y al cabo lo
que pretenden es imponer el orden burgués (no sólo diciéndonos qué es lo bueno
y qué es lo malo, sino estableciendo también quién lo merece y quién no a
través de la política meritocrática).
Puede que el problema realmente
sea la poca confianza con la que algunos miran a la sociedad y a su capacidad
crítica, pues al optar por medidas coercitivas sobre el control de la
información les embarga esa tranquilidad de que al despertar por la mañana tal
libro o tal película no hayan causado demasiados estragos en el comportamiento
colectivo. Pienso, por ejemplo, en la decisión llevada a cabo por Stanley
Kubrick, quien al saber de las consecuencias que estaba generando la visión de
su film La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971) entre una
juventud fascinada por Álex y sus drugos, decidió presionar a su
productora para, con una medida paradigmática, retirar de la cartelera el film
ante los extremos casos de violencia que se estaban generando en el Reino Unido
a manos de unos adolescentes que decían sentirse influidos por lo que veían en
la pantalla. Sin embargo, recuerdo yo que en los años 90 hubo en nuestro país
un individuo que aterrorizó a la ciudad de Granada, repartiendo sablazos
vestido de Tortuga Ninja (tal cual lo contamos), y a nadie entonces se le pasó
por la cabeza censurar esas películas (lo cual me lleva a pensar que la decisión
de Kubrick fue en realidad una de las mejores tretas de mitificación que
conozco: puede que la inversión financiera de la película quedase seriamente
tocada, pero este film ha estado planeando durante décadas sobre el
subconsciente colectivo como el fruto prohibido, cuya carne —todos lo sabemos—
es siempre la más dulce).
Y es que la sociedad del siglo XX
ha estado dominada, efectivamente (y aquí, por fin, ya entramos en el tema del
mes), por las obsesiones. La violencia ha sido, sin ningún género de dudas, una
de las más visibles. Los últimos años, influidos por el hecho de pertenecer a
otro siglo distinto (parece como si el año 2000 nos hubiera hecho hacer un
borrón y cuenta nueva con las barbaridades generadas a lo largo del siglo
pasado) nos han hecho mirar a todo fenómeno violento con otra mirada, distante,
ajena, asumiendo su presencia y su poder. La globalización audiovisual ha
permitido que tengamos acceso a un buen puñado de imágenes que, por la herida
con la que cada vez laceran nuestra mirada, sólo pueden ser calificadas como
pornográficas (más allá de su carácter tradicionalmente sexual): suicidios en
directo, electrocuciones, cuerpos segmentados en accidentes y otras lindezas
tengo que desayunarme cada mañana entre magdalena y magdalena al leer mi correo
electrónico, todo ello gracias a la “generosidad” de algunos amigos a los
cuales les debe parecer curioso compartir conmigo tales espectáculos. Hoy en
día no nos preocupamos de indagar en la génesis de aquello que nos rodea: tan
sólo asumimos que existe y ya está. Quizás de vez en cuando exclamamos una
frase del tipo “¡El mundo está loco!” que, a base de repetirla, se acaba
desgastando, aceptando la normalidad de una violencia que ha perdido cualquier
nexo con una explicación satisfactoria y (como denuncia Zunzunegui)
tranquilizadora. Y, sin embargo, la fascinación está siempre ahí, y en la
mayoría de los casos no podemos apartar la mirada de aquello que, pensándolo en
frío, consideramos como lacerante para nuestros ojos.
Los tiempos cambian incluso a
pesar de nuestras reticencias, y vivimos prisioneros de un mercado dominado por
la relación entre la oferta y la demanda, haciendo que algunas fórmulas
empleadas desde antaño y que habían configurado nuestra visión del mundo
(estableciéndose como válidas) queden irremediablemente obsoletas. Así, un
final como el de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), en el
que un psiquiatra enuncia la explicación del conflicto interior del
protagonista, hoy en día parece que es más propio de un documental para
escolares, rehuyendo algunas críticas modernas el tener que comentarlo,
ignorándolo por redundante e incluso por desarbolar esa “fascinación” que
desprendía la figura de Norman Bates, personaje seriamente tocado por una
obsesión hacia su madre hasta el punto de retenerla post mortem en su
habitación como si de un pútrido ambientador se tratara.
La historia del cine y de la
literatura nos ha ofrecido numerosos ejemplos de amor más allá de la vida y de
la muerte, donde los padres, los hijos y los amantes retienen el cuerpo inerte
que un día amaron con la esperanza de que más adelante éste recupere su antiguo
vigor. Hay en la historia del cine español un ejemplo doblemente paradigmático
por su autoría y su extrema resolución, ya que El gato montés (Rosario
Pi, 1935) no sólo supone la primera película dirigida en España por una mujer
(como no podía ser de otra manera, durante ese otro paradigma que fue la II
República), sino porque además el bandolero protagonista (que recibe el apodo
que da título a la película) rapta el cadáver de su amada para refugiarse con
ella en su cueva para encontrar allí él también la muerte, ofreciendo en
palabras de Román Gubern “un final necrófilo delirante” [2].
La evolución lógica del cine hace
que encontremos nuevamente en el llamado “maestro del suspense” nuevas formas
de resolver la pasión necrófila que envuelve al hombre. En Vértigo (De entre
los muertos) (Vertigo, 1958) encontramos a Scotty (James Stewart)
que rescata la imagen de su amada Maddie (Kim Novak) tal y como la recuerda en
el momento de su dramático accidente, en un intento de rememorar viejas
poluciones perdidas, configurando una brillante muestra de las fantasías
masculinas más innombrables (también presente en la ya mencionada Psicosis):
tener a su disposición un cuerpo inerte y sumiso (carente, por lo tanto, de
resistencia), acrítico (paradigma de la “rubia tonta”) y al que nunca le duele
la cabeza (de eterna disponibilidad sexual). Si no fuera porque la cinta va
firmada por Hitchcock diría que su autor se me antoja todo un pervertido…
En nuestros días existen otras
demandas de carácter menos lubricante (pues Internet parece satisfacer nuestra
cuota sexual a través de una pornografía que, por su fácil accesibilidad, llega
incluso a aburrir, lo cual promueve una reinvención constante a base del mayor
catálogo de perversiones y desviaciones de todo tipo jamás conocido) y la
obsesión necrófila ha retomado un cierto carácter romántico/sentimental que se
creía perdido. Con La habitación del hijo (La stanza del figlio,
2001) Nanni Moretti consiguió realizar una película donde su mayor virtud y
grandeza consiste en que no importa compartir las premisas vitales de sus
personajes para sentir el intenso dolor que ellos soportan ante la muerte de
uno de los miembros de la familia que componen, pues las situaciones, las
circunstancias, las miradas, las imágenes y las palabras hablan por sí mismas.
Tan sólo es necesario tener un mínimo de humanidad para emocionarse con las
situaciones descritas.
Impresiona observar la gran
maestría del director para cambiar el tono de la película pasados poco más de
treinta minutos de su metraje [3], pues su primera parte nos enseña cómo
los miembros de esa familia están todos vivos (no sólo a nivel orgánico, sino
también en su dimensión social, en sus relaciones entre ellos y con el resto de
la comunidad: los hijos practican deportes de grupo y flirtean con otros
jóvenes mientras los padres parecen vivir una idílica situación matrimonial)
para pasar a ser poco más que cadáveres andantes ante la trágica muerte del
hijo/hermano, incomprensible e inasumible en su dramático despliegue de azar,
pues en el mismo momento de que el joven zarpa con sus amigos en una pequeña
barca para practicar submarinismo (y que provocará el mortal accidente) vemos
cómo el resto de los miembros de su familia están (en menor o mayor medida)
corriendo riesgos incluso peores que los que él mismo toma (la hermana juega a
darse patadas con sus amigos mientras monta en motocicleta, la madre pasea por
un mercadillo plagado de ladronzuelos y el padre está a punto de invadir el
carril contrario en una carretera mientras lee el trozo de papel con la
dirección de su paciente). Parafraseando el título de una de las películas más
famosas de Edgar Neville, es como “la vida en un hilo”: la diosa casualidad
paseándose entre nosotros y dictando sus peculiares normas sin ley.
Pero más interesante me parece
aún cómo nos muestra la obsesión necrófila que tiñe a esa familia la
desaparición del hijo, guardando con impoluta inmovilidad su habitación como si
de un templo se tratara y en el que si se moviera uno solo de sus componentes
se pudiera interpretar como una traición a su memoria. Y es precisamente la
memoria la que más atormenta a todos los personajes, atiborrándoles de
recuerdos y sensaciones que jamás podrán llegar a recuperar y que lo único que
les procuran son más y más dolor. Sobre todo al padre de la familia que, por su
profesión de analista de los problemas de los demás, es incapaz de encontrar
cura a su mal, cayendo en sucesivas contradicciones hasta que se da cuenta de
que ya está incapacitado para ejercer su profesión. El momento que pudo
cambiarlo todo acude obsesivamente a su mente, transformando en su imaginación
lo que sucedió (tuvo que salir un domingo por la mañana para atender una
urgencia de uno de sus pacientes, apartando el compromiso que tenía con su hijo
de ir a correr, buscándose éste la fatal alternativa de practicar submarinismo
con sus amigos) en lo que debió suceder (una mayor obligación para con su
familia que hubiera evitado la tragedia), escuchando en la lejanía los
reproches de su mujer, quien trata de convencerlo de que lo suyo no es ni más
ni menos que el cargo de conciencia típico de quien, por su profesión, cree
tener las respuestas y las soluciones para todo. Desde luego, el final no deja
el menor resquicio para la esperanza: un último plano nos enseña a los miembros
de esa familia coja paseando por la playa, cada uno de ellos en una dirección
diferente, compartiendo el mismo espacio pero con un inmenso vacío entre ellos
que es la herida abierta por la tragedia, una brecha de la que sólo pueden
salir unas lágrimas que logren el resultado contrario al que persiguen
(conservarán el dolor antes de lavarlo) mientras cada uno de ellos tendrán que
soportar el drama en su soledad: el padre con sus fantasías redentoras, la
madre abriendo el armario del hijo muerto para oler sus ropas (el olfato es sin
duda el sentido más evocador) y la hermana desplazada de un amor paterno que
será absorbido de por vida por su desaparecido hermano.
Tanto Elephant como La
habitación del hijo nos enseñan que las nuevas formas narrativas y los
nuevos argumentos son un filtro para saber dónde está cada uno de nosotros: hay
quien vive lamentándose de aquello que amamos y que ya irremediablemente ha
desaparecido, obsesionado como los personajes de Marcel Proust con un tiempo
perdido que ya no volverá, pero que a través del recuerdo y la imaginación se
engrandecen para defenestrar a los hijos que aún nos quedan vivos. Puede que
las nuevas filmografías ya no hagan obras maestras como las de antes, pero ¿no
será el tiempo de cambiar la definición y la trascendencia del término “obra
maestra”? Quizás tan sólo debiera desaparecer.
(artículo aparecido en el nº. 175
de Versión Original —octubre de 2009— dedicado a "Obsesiones")
[1]
“Elefantes”, Cahiers de cinema. España, nº. 25 (Julio-Agosto 2009), p.
75.
[2]
El cine sonoro en la II República (1929-1936), Ed. Lumen, Barcelona,
1977, p. 174.
[3]
Es sobre todo destacable el uso de la música que acompaña a las imágenes, ya
que de un inicial tono de típica comedia italiana (muy presente en la
filmografía de Nanni Moretti) se pasa, con la misma partitura, a un tono más
sombrío que refleja el declinar emocional de los personajes.
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