jueves, 16 de mayo de 2013

EL PAISAJE DEL MITO


No podemos poner en duda que en el cine existen dos tipos de espectadores, cada cual con una forma radicalmente diferente de enfrentarse a un producto cinematográfico: la gran masa, todas aquellas personas (mayoría) para las cuales una película es un mero entretenimiento y que no tienen más pretensiones que la de disfrutar con una historia y las emociones que de ella emanen (en pantalla grande o en TV, con o sin palomitas, etc.); y el espectador interesado y crítico, aquel que, gracias a su grado de sofisticación (prefiere la versión original, se mantiene informado, acude a festivales, etc.), aprecia el cine, no como un producto industrial enfocado al esparcimiento, sino como una herramienta artística de comunicación, donde el mensaje está más allá de las meras palabras y para el cual las imágenes se cargan de contenido.

Es este último tipo de espectador el que ha generado un vuelco en la concepción de una parte del cine de los últimos cuarenta años, ya que algunos de ellos decidieron un día salir de las filmotecas, dejar de ser meros consumidores, y ponerse detrás de las cámaras para dar su particular punto de vista, convirtiendo su cine en el reflejo de un mundo globalizado que bebe de aquel compuesto por localismos aislados y lejanos. Estos creadores (que se pueden denominar como independientes, outsiders o rebeldes) son, en su mayoría, hombres de su tiempo que están en permanente alerta para captar aquello que les rodea, cuyos límites se confunden hoy con los del propio planeta.

Aquello que hasta hace un cierto tiempo era ignorado o solamente conocido por una elite es hoy en día algo más extendido gracias a ese inevitable efecto globalizador que antes mencionábamos, debido fundamentalmente a las herramientas que a nuestra disposición ha generado la llamada “sociedad de la información”, la más importante de ellas materializada en Internet. La asimilación en nuestra sociedad de elementos nuevos (recientes y diferentes) hace que se incorporen a nuestra cultura formas, valores y códigos foráneos (a veces exóticos), integrándose de tal manera que logramos hacerlos familiares y reconocibles, con lo que esta incorporación supone que estos aspectos  pasan a ser como propios, contaminando (que no infectando) lo preexistente para formar nuevos conceptos.

Estamos, por lo tanto, en la posibilidad de afirmar que los géneros, como tales, definitivamente han muerto. El cine contemporáneo marca para sus productos coetáneos unos límites difusos  que establezcan una compartimentación que permita adscribir una obra a tal o cual naturaleza, de la forma como se podía hacer en el pasado. Este encasillamiento ya no existe debido, precisamente, a todos esos elementos ajenos absorbidos por la cultura, que han hecho poner en cuestión si de verdad existen diferencias abismales entre lo propio y lo extraño más allá de lo matizable.

Descartes estableció en el s. XVII que “las ciencias se definen por el método, no por el contenido”. De la misma manera, podríamos decir que una tipología se debería definir por aquellos elementos significativos que le otorgan una esencia, no por el conjunto al que pertenece. Por lo tanto, y para el tema que nos corresponde, podríamos decir que un samurái no es todo aquel tipo vestido con kimono, armado con katana y que vive en una casa con puertas de papel. De hecho, Jim Jarmusch lo imaginó de una manera radicalmente diferente en Ghost Dog. El camino del samurái (Ghost og. The Way of the Samurai, 1999).


Su protagonista es el samurái de la historia del cine más alejado de cualquier convencionalismo sobre esta tipología: de raza negra, corpulento, vestido con ropa deportiva y viviendo en la azotea de un edificio de cualquier ciudad norteamericana. Las armas tradicionales japonesas sólo son utilizadas para entrenar, prefiriendo las pistolas con silenciador que él mismo construye [1] o los fusiles con miras telescópicas para sus trabajos. Lo que realmente le define como un samurái es su comportamiento, sustentado sobre la esencia que se desprende de la lectura del Hagakure, cuyos párrafos nos son recitados por él mismo a lo largo de toda la película, marcando a modo de capítulos episódicos la conexión que existe entre las enseñanzas del libro y lo que le sucede a este personaje.

El propio Jarmusch reconoció la gran influencia que para hacer esta película tuvo en él la obra de Jean-Pierre Melville El silencio de un hombre (1967), titulada significativamente en su versión original Le samouraï. Aparte de las similitudes entre ciertas situaciones que comparten ambos personajes, lo que más les aproxima es su situación vital, concretamente el sentido que tienen ante la vida y, por consiguiente, ante la muerte. De hecho, no es gratuito que el primer texto destacado del Hagakure (libro en el que se compendia el bushidō o código ético de los bushi o samuráis) en Ghost Dog se refiera a la que podríamos denominar como la máxima de un samurái, aquella que hace referencia al dominio sobre la muerte: “El camino del samurái se encuentra en la muerte. Se debe meditar sobre la muerte inevitable. Cada día, con el cuerpo y la mente en paz, se debe pensar en ser despedazado por flechas, rifles, lanzas y espadas, en ser arrastrado por rugientes olas, en ser arrojado al corazón del fuego, en ser fulminado por un rayo, aplastado hasta la muerte por un terremoto, en caer desde un acantilado de diez mil metros, en morir por enfermedad o por cometer seppuku al morir tu maestro. Y cada día, sin excepción, uno debe considerarse muerto. Ésta es la esencia del Camino del Samurái”. Éste es el concepto más puro del bushidō, aquel que exige a sus seguidores que miren al presente hacia atrás desde el momento de su propia muerte, como si ya estuvieran efectivamente muertos, ya que en la mayoría de las filosofías orientales hay un peso profundo en la vida sobre el concepto de lo inevitable, de lo irremediable, de todo aquello que acaba por llegar y para lo cual toda persona ha de estar preparada. Este sentir por la vida parece tener toda su trascendencia en un viejo proverbio chino que, como todos los pensamientos de aquella parte del mundo, transmite de una forma muy llana y directa un concepto de gran profundidad: “Si tiene remedio, ¿por qué te quejas? Si no tiene remedio, ¿por qué te quejas?”. De este sencillo aforismo se desprende el sentido de capacidad que en Oriente tiene el hombre para poder afrontar todo aquello que ante él se presente, siempre y cuando, como antes dijimos, no sea de carácter irrevocable, ante lo cual solo queda sentarse a esperar. Y, mientras tanto, contemplar.

Al contrario de lo que suele ser usual en las películas de samuráis, ésta no transcurre en la antigüedad, en una época en la que la espada era la única arma con la que se dirimían los conflictos. Tampoco su acción nos traslada al campo, al medio rural habitado por campesinos despechados por ladrones, asesinos o señores feudales sin escrúpulos. Ghost Dog es una película actual, coetánea con nuestro mundo, con lo que vivimos, y totalmente urbanita. Sin embargo, a pesar de desarrollarse en un medio tan reconocible para el espectador como el mundo en el que habita, sus personajes parecen estar trasplantados de otra época. Así, uno de los mayores aciertos de Jarmusch es trasladar una serie de modelos históricos y sociales a una época y un entorno que no son los suyos. Efectivamente, los dos modelos que se enfrentan a lo largo del metraje, el samurái por una parte y los mafiosos italo-americanos por la otra, surgen como fantasmas injertados de otros géneros cinematográficos, sin perder un ápice de sus convencionalismos, lo cual da pie para que el director dé cuenta de su grandeza o su ridiculez, dependiendo de a quien se esté refiriendo en cada momento.


Así, Ghost Dog es un personaje lleno de magnificencia, con unos valores arraigados en la Naturaleza, profundamente religioso, disciplinado y respetuoso con todas formas de vida ajenas a su propio trabajo de asesino. Vive aislado en una terraza con un ejército de fieles palomas mensajeras, su ejército personal. Allí realiza sus rituales ante un altar plagado de elementos referenciales a lo sintoísta (velas, flores, frutas, incienso, etc.) y practica sus artes marciales como ejercicio guerrero de lucha ante un enemigo invisible, sin rostro, una vacía materialización del enemigo anónimo [2]. Por el contrario, el grupo mafioso para el cual realiza sus trabajos nos es presentado con una mirada lejana y desmitificadora, ajeno a cualquier elemento de dignidad, colocando a sus miembros en situaciones ridículas que ellos mismos propician debido, precisamente, a la idea que tienen de sí mismos y de su organización, concepto heredado de la mítica cinematográfica. Tanto Ghost Dog como estos miembros del crimen organizado están presos de sus propio mito y sus rituales, fagocitados por un personaje que tienen que interpretar. Pero la gran diferencia entre ellos es que mientras en el samurái hay una base filosófica, unos valores con los que se identifica plenamente y que le mantienen en contacto con la realidad (aunque ésta esté alejada de la que presenta el Hagakure, con innumerables referencias a mundo que ya no existe, habitado por arqueros, jinetes y espadachines), porque de su lectura crítica extrae enseñanzas que le permiten adaptarse a su entorno y sus circunstancias, los miembros del clan mafioso por su parte nos son presentados estereotipados formalmente y en un inmovilismo conformista con su estructura política (basada en el chantaje y en la extorsión), como si fueran los gerentes de una empresa cualquiera, con sus gastos y beneficios, inmersa en una competitiva lucha por las áreas de influencia. En su presencia no hay ningún atisbo de decoro ético, sino más bien una suerte de ideología maquiavélica plagada de contradicciones y de fundamentos racistas, una parábola sobre la propia sociedad norteamericana, que ejerce una presión racial en contra de las minorías étnicas de aquel país, fundamentalmente la comunidad afro-americana, pero que no puede dejar de admirar la idiosincrasia propia de aquellas gentes a través de sus manifestaciones sociales, ya que son condenados al puro espectáculo (exhibiciones deportivas, mundo del espectáculo, etc.), relegados en líneas generales del poder, tanto político como económico [3].

Hay en Ghost Dog, por lo tanto, un encuentro con lo tribal (el clan, aquel grupo con signos de identidad propios y reconocibles), con la comunidad a la que se pertenece, a través de la identificación del grupo. Y estas señas de identidad están ejemplarmente mostradas en cuanto al propio protagonista y su grupo racial conciernen. El samurái pasea por las calles del suburbio en el que vive, y allí observa la vida y sus protagonistas, confinados como él en un territorio en crisis permanente, en un clima prebélico en el que la juventud tienen que convivir en el desarraigo social, cantando y contando sus experiencias a ritmo de rap. Cuando Ghost Dog se encuentra con estos miembros de la tribu urbana por la calle hay una comunicación de ideas y valores que permiten la pertenencia a una misma identidad a través de unos códigos culturales propios basados en una serie de principios elementales (como los enunciados del Hagakure): “Sabiduría con sabiduría”, “ Poder e Igualdad” o “Que lo veas todo, hermano” son fundamentos que se transmiten entre los miembros de ese paisaje desolado materialmente, que no ideológicamente.


Pero más allá de las palabras está la comunicación a través de los sentimientos y la afinidad en lo semejante. Sólo así se puede explicar la relación que Ghost Dog mantiene con un heladero situado en plena calle, dentro de una furgoneta, y que sólo habla francés. Pero esto no implica que el entendimiento se vea interrumpido, sino todo lo contrario, ya que la diferencia entre los idiomas es salvada a través de la comprensión de las actitudes, los gestos y las miradas: la afinidad entre los diferentes. Porque en ese paisaje en el que se desarrolla la vida ante nuestros ojos hay una heterogeneidad en los tipos humanos, pero es precisamente eso lo que les une, ya que la diversidad es lo que enriquece el sentido. El indio americano que acaricia una de las palomas de Ghost Dog, los raperos, el hombre que construye un barco en los alto de un edificio y sólo habla español, la niña con su maleta llena de libros, el heladero que habla francés y el propio samurái conforman un panorama de elementos extraños pero afines, marcados por un entorno devastado. Todos se reúnen en torno a un banco en el parque, a un tablero de ajedrez o comiendo un helado de chocolate [4], departiendo sobre la vida, la filosofía o la literatura, a medio camino entre lo mundano y lo poético. Siempre en contraposición, los miembros de la mafia permanecen estáticos en su guarida, en un limbo en el que el tiempo parece estar tan congelado como sus emociones, donde la única fuente de contacto con la realidad parece ser la visión perpetua de unos dibujos animados que enuncian ante sus ojos una realidad deformada pero verídica y que les están mostrando lo que a su alrededor pasa sin que ellos lleguen a percibirlo.

En el final de Ghost Dog están representadas las claves de todo el argumento y de la peripecia vial de este raro samurái. Después de acabar con todo el clan mafioso, ya nada queda más que la liberación. Ghost Dog, como su propio nombre indica, es un “perro fantasma”, es decir, un ser dependiente de su amo condenado a vagar por la eternidad sin parar de matar, obedeciendo las órdenes de su dueño, como un zombi sin descanso [5]. Por eso es lógico que el único ser que puede darle la tan ansiada libertad sea aquel que le ha retenido prisionero después de haberle salvado in extremis de las fauces de la muerte. Para ello, el guerrero se ofrece en sacrificio a su maestro en una escena que también evoca la mítica de otro género, esta vez la del western (género vinculado al de samuráis a través del tamiz de Hollywood).

Antes de morir (de provocar su propia muerte), Ghost Dog deja su legado: le entrega a la niña su ejemplar del Hagakure (estableciendo un nuevo vínculo generacional, social y racial), quien comenzará su lectura (oímos el párrafo escogido de su propia voz) alzando su vista hacia una ventana (más allá de los límites que hasta ahora había conocido, bajo el amparo y la protección de su madre y su familia) y en su mirada se cruza la imagen del momento en el que conoció al guerrero samurái. “En la zona de Kamigata tienen una cartera con compartimentos que usan sólo el día en el que salen a ver flores. Cuando regresan, las tiran, pisoteándolas después. El final siempre es importante”. Una metáfora del final del propio Ghost Dog, en quien ve la belleza natural y la delicadeza de las flores, pero finalmente pisoteado, mancillado por quien le recogió.

(artículo aparecido en el nº. 137 de Versión Original —abril de 2006— dedicado a "Samuráis")


[1] A la manera de los jedi y sus espadas láser, con los que guarda bastantes analogías, tanto formales como argumentales.

[2] De hecho, el tai chi, ese arte marcial basado en técnicas milenarias de China para la conservación de la salud, significa literalmente “lucha con sombras”.

[3] Recordar que las últimas incursiones de personas de raza negra en la política norteamericana de la mano de la administración Bush (Jr.) han resultado ser meras comparsas para acallar las voces críticas de dicha comunidad, maltratada en términos generales, como lo demuestra el ostracismo con el que se trató a los afro-americanos después de la catástrofe del huracán Katrina.

[4] Una buena metáfora del propio Ghost Dog: oscuro, frío y dulce a un mismo tiempo.

[5] Ghost Dog se presenta entonces como el monstruo de Frankenstein (libro del que habla con la niña lectora), ese ser sin voluntad propia creado a partir de un individuo muerto.

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