No podemos poner en duda que en
el cine existen dos tipos de espectadores, cada cual con una forma radicalmente
diferente de enfrentarse a un producto cinematográfico: la gran masa, todas
aquellas personas (mayoría) para las cuales una película es un mero
entretenimiento y que no tienen más pretensiones que la de disfrutar con una
historia y las emociones que de ella emanen (en pantalla grande o en TV, con o
sin palomitas, etc.); y el espectador interesado y crítico, aquel que, gracias
a su grado de sofisticación (prefiere la versión original, se mantiene
informado, acude a festivales, etc.), aprecia el cine, no como un producto
industrial enfocado al esparcimiento, sino como una herramienta artística de
comunicación, donde el mensaje está más allá de las meras palabras y para el
cual las imágenes se cargan de contenido.
Es este último tipo de espectador
el que ha generado un vuelco en la concepción de una parte del cine de los últimos
cuarenta años, ya que algunos de ellos decidieron un día salir de las
filmotecas, dejar de ser meros consumidores, y ponerse detrás de las cámaras
para dar su particular punto de vista, convirtiendo su cine en el reflejo de un
mundo globalizado que bebe de aquel compuesto por localismos aislados y
lejanos. Estos creadores (que se pueden denominar como independientes, outsiders
o rebeldes) son, en su mayoría, hombres de su tiempo que están en permanente
alerta para captar aquello que les rodea, cuyos límites se confunden hoy con
los del propio planeta.
Aquello que hasta hace un cierto
tiempo era ignorado o solamente conocido por una elite es hoy en día
algo más extendido gracias a ese inevitable efecto globalizador que antes
mencionábamos, debido fundamentalmente a las herramientas que a nuestra
disposición ha generado la llamada “sociedad de la información”, la más
importante de ellas materializada en Internet. La asimilación en nuestra
sociedad de elementos nuevos (recientes y diferentes) hace que se incorporen a
nuestra cultura formas, valores y códigos foráneos (a veces exóticos),
integrándose de tal manera que logramos hacerlos familiares y reconocibles, con
lo que esta incorporación supone que estos aspectos pasan a ser como
propios, contaminando (que no infectando) lo preexistente para formar nuevos
conceptos.
Estamos, por lo tanto, en la
posibilidad de afirmar que los géneros, como tales, definitivamente han muerto.
El cine contemporáneo marca para sus productos coetáneos unos límites
difusos que establezcan una compartimentación que permita adscribir una
obra a tal o cual naturaleza, de la forma como se podía hacer en el pasado.
Este encasillamiento ya no existe debido, precisamente, a todos esos elementos
ajenos absorbidos por la cultura, que han hecho poner en cuestión si de verdad
existen diferencias abismales entre lo propio y lo extraño más allá de lo
matizable.
Descartes estableció en el s.
XVII que “las ciencias se definen por el método, no por el contenido”. De la
misma manera, podríamos decir que una tipología se debería definir por aquellos
elementos significativos que le otorgan una esencia, no por el conjunto al que
pertenece. Por lo tanto, y para el tema que nos corresponde, podríamos decir
que un samurái no es todo aquel tipo vestido con kimono, armado con katana y
que vive en una casa con puertas de papel. De hecho, Jim Jarmusch lo imaginó de
una manera radicalmente diferente en Ghost Dog. El camino del samurái (Ghost og. The Way of the
Samurai, 1999).
Su protagonista es el samurái de
la historia del cine más alejado de cualquier convencionalismo sobre esta
tipología: de raza negra, corpulento, vestido con ropa deportiva y viviendo en
la azotea de un edificio de cualquier ciudad norteamericana. Las armas
tradicionales japonesas sólo son utilizadas para entrenar, prefiriendo las
pistolas con silenciador que él mismo construye [1] o los fusiles con
miras telescópicas para sus trabajos. Lo que realmente le define como un
samurái es su comportamiento, sustentado sobre la esencia que se desprende de
la lectura del Hagakure, cuyos párrafos nos son recitados por él mismo a lo
largo de toda la película, marcando a modo de capítulos episódicos la conexión
que existe entre las enseñanzas del libro y lo que le sucede a este personaje.
El propio Jarmusch reconoció la
gran influencia que para hacer esta película tuvo en él la obra de Jean-Pierre
Melville El silencio de un hombre (1967), titulada significativamente en
su versión original Le samouraï. Aparte de las similitudes entre ciertas
situaciones que comparten ambos personajes, lo que más les aproxima es su
situación vital, concretamente el sentido que tienen ante la vida y, por
consiguiente, ante la muerte. De hecho, no es gratuito que el primer texto
destacado del Hagakure (libro en el que se compendia el bushidō o
código ético de los bushi o samuráis) en Ghost Dog se refiera a
la que podríamos denominar como la máxima de un samurái, aquella que hace
referencia al dominio sobre la muerte: “El camino del samurái se encuentra en
la muerte. Se debe meditar sobre la muerte inevitable. Cada día, con el cuerpo
y la mente en paz, se debe pensar en ser despedazado por flechas, rifles,
lanzas y espadas, en ser arrastrado por rugientes olas, en ser arrojado al
corazón del fuego, en ser fulminado por un rayo, aplastado hasta la muerte por
un terremoto, en caer desde un acantilado de diez mil metros, en morir por
enfermedad o por cometer seppuku al morir tu maestro. Y cada día, sin
excepción, uno debe considerarse muerto. Ésta es la esencia del Camino del
Samurái”. Éste es el concepto más puro del bushidō, aquel que exige a
sus seguidores que miren al presente hacia atrás desde el momento de su propia
muerte, como si ya estuvieran efectivamente muertos, ya que en la mayoría de
las filosofías orientales hay un peso profundo en la vida sobre el concepto de
lo inevitable, de lo irremediable, de todo aquello que acaba por llegar y para
lo cual toda persona ha de estar preparada. Este sentir por la vida parece tener
toda su trascendencia en un viejo proverbio chino que, como todos los
pensamientos de aquella parte del mundo, transmite de una forma muy llana y
directa un concepto de gran profundidad: “Si tiene remedio, ¿por qué te quejas?
Si no tiene remedio, ¿por qué te quejas?”. De este sencillo aforismo se
desprende el sentido de capacidad que en Oriente tiene el hombre para poder
afrontar todo aquello que ante él se presente, siempre y cuando, como antes
dijimos, no sea de carácter irrevocable, ante lo cual solo queda sentarse a
esperar. Y, mientras tanto, contemplar.
Al contrario de lo que suele ser
usual en las películas de samuráis, ésta no transcurre en la antigüedad, en una
época en la que la espada era la única arma con la que se dirimían los
conflictos. Tampoco su acción nos traslada al campo, al medio rural habitado
por campesinos despechados por ladrones, asesinos o señores feudales sin
escrúpulos. Ghost Dog es una película actual, coetánea con nuestro
mundo, con lo que vivimos, y totalmente urbanita. Sin embargo, a pesar de
desarrollarse en un medio tan reconocible para el espectador como el mundo en
el que habita, sus personajes parecen estar trasplantados de otra época. Así,
uno de los mayores aciertos de Jarmusch es trasladar una serie de modelos históricos
y sociales a una época y un entorno que no son los suyos. Efectivamente, los
dos modelos que se enfrentan a lo largo del metraje, el samurái por una parte y
los mafiosos italo-americanos por la otra, surgen como fantasmas injertados de
otros géneros cinematográficos, sin perder un ápice de sus convencionalismos,
lo cual da pie para que el director dé cuenta de su grandeza o su ridiculez,
dependiendo de a quien se esté refiriendo en cada momento.
Así, Ghost Dog es un personaje
lleno de magnificencia, con unos valores arraigados en la Naturaleza,
profundamente religioso, disciplinado y respetuoso con todas formas de vida
ajenas a su propio trabajo de asesino. Vive aislado en una terraza con un
ejército de fieles palomas mensajeras, su ejército personal. Allí realiza sus
rituales ante un altar plagado de elementos referenciales a lo sintoísta
(velas, flores, frutas, incienso, etc.) y practica sus artes marciales como
ejercicio guerrero de lucha ante un enemigo invisible, sin rostro, una vacía
materialización del enemigo anónimo [2]. Por el contrario, el grupo
mafioso para el cual realiza sus trabajos nos es presentado con una mirada
lejana y desmitificadora, ajeno a cualquier elemento de dignidad, colocando a
sus miembros en situaciones ridículas que ellos mismos propician debido,
precisamente, a la idea que tienen de sí mismos y de su organización, concepto
heredado de la mítica cinematográfica. Tanto Ghost Dog como estos miembros del
crimen organizado están presos de sus propio mito y sus rituales, fagocitados
por un personaje que tienen que interpretar. Pero la gran diferencia entre
ellos es que mientras en el samurái hay una base filosófica, unos valores con
los que se identifica plenamente y que le mantienen en contacto con la realidad
(aunque ésta esté alejada de la que presenta el Hagakure, con
innumerables referencias a mundo que ya no existe, habitado por arqueros,
jinetes y espadachines), porque de su lectura crítica extrae enseñanzas que le
permiten adaptarse a su entorno y sus circunstancias, los miembros del clan
mafioso por su parte nos son presentados estereotipados formalmente y en un
inmovilismo conformista con su estructura política (basada en el chantaje y en
la extorsión), como si fueran los gerentes de una empresa cualquiera, con sus
gastos y beneficios, inmersa en una competitiva lucha por las áreas de
influencia. En su presencia no hay ningún atisbo de decoro ético, sino más bien
una suerte de ideología maquiavélica plagada de contradicciones y de
fundamentos racistas, una parábola sobre la propia sociedad norteamericana, que
ejerce una presión racial en contra de las minorías étnicas de aquel país,
fundamentalmente la comunidad afro-americana, pero que no puede dejar de
admirar la idiosincrasia propia de aquellas gentes a través de sus manifestaciones
sociales, ya que son condenados al puro espectáculo (exhibiciones deportivas,
mundo del espectáculo, etc.), relegados en líneas generales del poder, tanto
político como económico [3].
Hay en Ghost Dog, por lo
tanto, un encuentro con lo tribal (el clan, aquel grupo con signos de identidad
propios y reconocibles), con la comunidad a la que se pertenece, a través de la
identificación del grupo. Y estas señas de identidad están ejemplarmente
mostradas en cuanto al propio protagonista y su grupo racial conciernen. El
samurái pasea por las calles del suburbio en el que vive, y allí observa la
vida y sus protagonistas, confinados como él en un territorio en crisis
permanente, en un clima prebélico en el que la juventud tienen que convivir en
el desarraigo social, cantando y contando sus experiencias a ritmo de rap.
Cuando Ghost Dog se encuentra con estos miembros de la tribu urbana por
la calle hay una comunicación de ideas y valores que permiten la pertenencia a
una misma identidad a través de unos códigos culturales propios basados en una
serie de principios elementales (como los enunciados del Hagakure): “Sabiduría
con sabiduría”, “ Poder e Igualdad” o “Que lo veas todo, hermano” son
fundamentos que se transmiten entre los miembros de ese paisaje desolado
materialmente, que no ideológicamente.
Pero más allá de las palabras
está la comunicación a través de los sentimientos y la afinidad en lo
semejante. Sólo así se puede explicar la relación que Ghost Dog mantiene con un
heladero situado en plena calle, dentro de una furgoneta, y que sólo habla
francés. Pero esto no implica que el entendimiento se vea interrumpido, sino
todo lo contrario, ya que la diferencia entre los idiomas es salvada a través
de la comprensión de las actitudes, los gestos y las miradas: la afinidad entre
los diferentes. Porque en ese paisaje en el que se desarrolla la vida ante
nuestros ojos hay una heterogeneidad en los tipos humanos, pero es precisamente
eso lo que les une, ya que la diversidad es lo que enriquece el sentido. El
indio americano que acaricia una de las palomas de Ghost Dog, los raperos, el
hombre que construye un barco en los alto de un edificio y sólo habla español,
la niña con su maleta llena de libros, el heladero que habla francés y el
propio samurái conforman un panorama de elementos extraños pero afines,
marcados por un entorno devastado. Todos se reúnen en torno a un banco en el
parque, a un tablero de ajedrez o comiendo un helado de chocolate [4],
departiendo sobre la vida, la filosofía o la literatura, a medio camino entre
lo mundano y lo poético. Siempre en contraposición, los miembros de la mafia
permanecen estáticos en su guarida, en un limbo en el que el tiempo parece
estar tan congelado como sus emociones, donde la única fuente de contacto con
la realidad parece ser la visión perpetua de unos dibujos animados que enuncian
ante sus ojos una realidad deformada pero verídica y que les están mostrando lo
que a su alrededor pasa sin que ellos lleguen a percibirlo.
En el final de Ghost Dog
están representadas las claves de todo el argumento y de la peripecia vial de
este raro samurái. Después de acabar con todo el clan mafioso, ya nada queda
más que la liberación. Ghost Dog, como su propio nombre indica, es un “perro
fantasma”, es decir, un ser dependiente de su amo condenado a vagar por la
eternidad sin parar de matar, obedeciendo las órdenes de su dueño, como un
zombi sin descanso [5]. Por eso es lógico que el único ser que puede
darle la tan ansiada libertad sea aquel que le ha retenido prisionero después
de haberle salvado in extremis de las fauces de la muerte. Para ello, el
guerrero se ofrece en sacrificio a su maestro en una escena que también evoca
la mítica de otro género, esta vez la del western (género vinculado al
de samuráis a través del tamiz de Hollywood).
Antes de morir (de provocar su
propia muerte), Ghost Dog deja su legado: le entrega a la niña su ejemplar del Hagakure
(estableciendo un nuevo vínculo generacional, social y racial), quien comenzará
su lectura (oímos el párrafo escogido de su propia voz) alzando su vista hacia
una ventana (más allá de los límites que hasta ahora había conocido, bajo el
amparo y la protección de su madre y su familia) y en su mirada se cruza la
imagen del momento en el que conoció al guerrero samurái. “En la zona de
Kamigata tienen una cartera con compartimentos que usan sólo el día en el que
salen a ver flores. Cuando regresan, las tiran, pisoteándolas después. El final
siempre es importante”. Una metáfora del final del propio Ghost Dog, en quien
ve la belleza natural y la delicadeza de las flores, pero finalmente pisoteado,
mancillado por quien le recogió.
(artículo aparecido en el nº. 137
de Versión Original —abril de 2006— dedicado a "Samuráis")
[1]
A la manera de los jedi y sus espadas láser, con los que guarda
bastantes analogías, tanto formales como argumentales.
[2]
De hecho, el tai chi, ese arte marcial basado en técnicas milenarias de
China para la conservación de la salud, significa literalmente “lucha con
sombras”.
[3]
Recordar que las últimas incursiones de personas de raza negra en la política
norteamericana de la mano de la administración Bush (Jr.) han resultado ser
meras comparsas para acallar las voces críticas de dicha comunidad, maltratada
en términos generales, como lo demuestra el ostracismo con el que se trató a
los afro-americanos después de la catástrofe del huracán Katrina.
[4]
Una buena metáfora del propio Ghost Dog: oscuro, frío y dulce a un mismo
tiempo.
[5]
Ghost Dog se presenta entonces como el monstruo de Frankenstein (libro del que
habla con la niña lectora), ese ser sin voluntad propia creado a partir de un
individuo muerto.
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