miércoles, 15 de mayo de 2013

EXTRAÑO A MI PESAR


Dentro de los distintos significados que encontramos de la palabra “extraño” en el diccionario de la RAE, podríamos ubicar el término entre aquello que parece “raro” (Raro, singular / Extravagante) y aquello que resulta “ajeno” (De nación, familia o profesión distinta de la que se nombra o sobrentiende, en contraposición a propio / Dicho de una persona o de una cosa: Que es ajena a la naturaleza o condición de otra de la cual forma parte / Que no tiene parte en algo). A la hora de abordar una búsqueda filmográfica que pudiera encajar con alguno de estos sentidos me topé con la obra de un director español inclasificable, profundo, hermético, alejado por completo de lo convencional. En su cine habitan unos personajes (para los que el término extraño parece haber sido creado ex profeso) atormentados por un ambiente opresivo que les invita a encerrarse en sí mismos, autoexiliándose, alejándose del resto de la sociedad. Nos referimos, cómo no, al maestro Víctor Erice.

En 1973 aborda junto con el ya desaparecido guionista y crítico cinematográfico Ángel Fernández-Santos un proyecto narrativo ambientado en la posguerra española. A pesar de la endeble situación política del régimen franquista, estos dos progresistas tuvieron que idear un argumento que fuera lo suficientemente críptico para que no levantara sospechas. Así nace El espíritu de la colmena, el relato de la época más gris de la historia de España a través de los inocentes ojos de una niña de pueblo. Lo primero que sorprende al espectador es la incursión de dibujos infantiles en los títulos de crédito. Es evidente el carácter naïf que se le quiere dar al relato, remarcando la visión pura e infantil a través de la que vamos a asistir como espectadores. Pero vamos a detenernos en la última de las diapositivas, en aquella en la que se presenta el rótulo “Érase una vez…”. Para empezar, esta frase ya nos sitúa en un plano de representación, el del cuento infantil, que todo lo deforma y todo lo convierte en parábola. Esta frase a su vez está inscrita dentro de una pantalla de cine en la que se representa Frankenstein (ficción cinematográfica), dentro a su vez de lo dibujado por la niña (visión limpia, inocente, elemental de la infancia). Ya que estamos viendo nosotros mismos una película (sobre una pantalla, ya sea de cine o televisión), encontramos que sólo en esta imagen hay cuatro diferentes niveles de representación, remitiéndonos cada uno de ellos al siguiente, desarrollándose uno dentro de otro como si de un juego de matrioskas se tratara.




La imagen aludida en el dibujo de la proyección del clásico de James Whale El doctor Frankenstein se transmuta en realidad, y asistimos al descubrimiento por parte de Ana (Ana Torrent) al lado de su hermana mayor Isabel (Isabel Telleria) de los dos elementos que vertebran el desarrollo de la vida y que aparecen desgarradores en dicha película: el sexo y la muerte [1]. No descubrimos nada si destacamos la increíble habilidad que tiene Erice para el montaje, superponiendo a nuevas imágenes los sonidos de las anteriores como ecos o reminiscencias que los encadenan de forma significativa. Así, mientras todavía resuenan las palabras del presentador de la película, vemos que en vez de aparecer la anunciada imagen del monstruo lo hace Fernando (Fernando Fernán-Gómez), el padre de las niñas, con los atributos propios de su labor de apicultor, uniendo de forma simbólica a ambos personajes a través de su aspecto: el traje le otorga una mayor corpulencia, los guantes hacen doblar el tamaño de sus manos, el casco hace aparentar una cabeza cuadrada, los movimientos se vuelven lentos al manipular los panales, el humo le hace aparecer envuelto en una espesa niebla, etc. Pero a su vez se superpone una voz de mujer, Teresa (Teresa Gimpera) [2], su esposa, que lee una carta escrita a su amante en el exilio.

En su habitación Fernando ha instalado una colmena. Lo que en nosotros un acuario representa un  motivo decorativo más de nuestro entorno, para Fernando la contemplación de esos insectos supone un análisis de la sociedad en la que le ha tocado vivir: la vidriera de la ventana representa una retícula de celdas de colmena (simétricas, ordenadas, que encajan perfectamente) que deforman la realidad, tanto del interior (Fernando) al exterior (España franquista) como viceversa. En su auto encierro, en su exilio interior Fernando ve desde su atalaya cómo un país entero se pliega a una ideología que tiende a compartimentar, a gobernar con consignas predeterminadas a unos individuos dirigidos, sin libertad. Para el resto, Fernando es un bicho raro, una reminiscencia de una sociedad crítica y en conflicto [3]. Incomunicado, prisionero en una cárcel de paredes de cera y miel, el intelectual se convierte en un extraño para los demás y para sí mismo, condenado de por vida a la incomprensión (recíproca, dada su misantropía).






Por su parte, Ana sigue son su traumático aprendizaje. En la escuela, un muñeco llamado don José se convierte en el soporte para la recomposición del cuerpo humano, transformándose Ana en un trasunto de doctor Frankenstein. A ella toca ponerle los ojos, el elemento que nos conecta con la realidad, que nos permite aprehender el entorno y la vida que tal contiene, transformando su uso en conocimiento. Por lo tanto la mirada se convierte en una fuente fidedigna de aprendizaje: todo aquello que se pueda ver, existe, y con ello alimentamos nuestro cerebro, nuestro yo, convirtiendo múltiples miradas en experiencia. Así, su hermana Isabel, mayor que ella y, por lo tanto, con más experiencia, juega con su fantasía, haciéndole creer que una casa abandonada en el campo está habitada por un espíritu. La posterior fuga de un miliciano republicano hará que dicho espectro tome visibilidad, transmutando para Ana la ficción en realidad, prestándole atributos paternos: el abrigo, el reloj, etc. Tras el hallazgo y ejecución del evadido, Ana descubre en el lugar donde estuvo su espíritu una mancha de sangre, haciendo más constatable lo real de su encuentro, pero también aparece allí su propio padre, por lo que le da carácter de asesino de su secreto. Tras su precipitada huída [4], en medio de la noche, tendrá un encuentro con su propio inconsciente: al tocar la seta que su padre definió como “maldita” surge el coqueteo con la muerte a través del fuego, la tentación de lo prohibido y el ansia por descubrir a través de la experiencia. Su imagen reflejada en el arroyo se personifica en la figura del monstruo de Franco… digo de Frankenstein [5], que salta a la visión directa, a la fantasía hecha realidad, desbordándose la imaginación. Tras el choque, nunca volverá a ser la misma, convirtiéndose en una extraña para su propio entorno, presa como su padre en un mundo interior incomprensible para los demás, donde la libertad de pensamiento es su única salvación. De fondo, el traqueteo del tren hace persistente el recuerdo de la muerte, sonido que también nos remite al traqueteo del cinematógrafo, verdadero vehículo libertario de expresión estética [6].

Diez años después Erice decide adaptar un texto de la que fuera su entonces mujer, Adelaida García Morales: El Sur, una película que, a pesar de estar inacabada, se ha convertido por pleno derecho en una de las más bellas y poéticas de la historia del cine español. El director vuelve a mostrarnos la realidad a través de los ojos de una niña. Ese universo personal pasa por su padre, Agustín Arenas (Omero Antonutti), un personaje misterioso, introvertido, que busca con ahínco su aislacionismo. La acción se ubica en las afueras de una ciudad que remarca con numerosos elementos ese carácter de clausura: las sombras del atardecer nos muestran una silueta urbana sobre una colina, encerrada entre murallas e incomunicada por un río. Para remarcar aún más esta situación, al camino que une la casa con la ciudad es llamado por el padre La Frontera por su deseo de estar en tierra de nadie, aunque sus ansias de libertad, de escapar, de evadirse del ambiente opresivo personal que le ha tocado vivir se materializan en el nombre de la propia casa: La Gaviota.






En Agustín residen una serie de dualidades que lo abocan al inconformismo por una parte, y a ser visto como un extraño, con incomprensión, por los demás. En él confluyen el médico, el hombre de ciencia, racionalista, y el zahorí, el que busca agua con herramientas cercanas a la magia, a lo demiúrgico: la vara de agua, el péndulo, las monedas, etc., le otorgan casi carácter de chamán, de brujo. No por casualidad pone de nombre a su hija Estrella (Sonsoles Aranguren/ Icíar Bollaín), un nombre ligado con lo ancestral, con lo zodiacal y con lo mágico [7].

El filme será un viaje iniciático para Estrella, a la que veremos crecer física e intelectualmente. Poco a poco, a través de narraciones de terceras personas y de elementos como las postales, irá recreando de forma elíptica y a base de retazos el itinerario vital de su padre y por qué huyó de ese mítico Sur (lugar extraño –allí nunca nieva- al que perpetuamente apunta la gaviota de la veleta). Pero el secreto no se revela, sino todo lo contrario: cuanto más investiga su hija, más misterioso se vuelve el padre al destaparse secretos ocultos e incontables hasta el momento. Descubre, por ejemplo, el antiguo amor frustrado con una actriz de cine, Irene Ríos (nuevo referente al agua). Así, lo que en un principio apuntaba a un fuerte complejo de Electra [8], se transforma en un vano intento de acercamiento de un hija hacia un padre en progresivo deterioro (a su propia personalidad hay que añadir unas generosas dosis de alcohol). Como Fernando en El espíritu…, Agustín es un hombre que exterioriza su aislamiento interior en un encierro exterior, convirtiéndose en un extraño incluso para los suyos.





Considerada por muchas filmotecas del mundo como la mejor película de la década de los noventa, El sol del membrillo (1992) es un trabajo a caballo entre su explícito carecer documental y sutiles dosis de ficción narrativa. A lo largo del metraje exploramos los entresijos de la obra creativa de un talento como es el del pintor Antonio López, desde los primeros compases (la fabricación artesanal del soporte pictórico por parte del mismo artista) hasta la constatación de un fracaso anunciado: la tarea imposible de capturar un objetivo tan quimérico como el de plasmar con pigmentos la luz, una determinada luz.


Antonio López no está tan lejos de otros personajes de Erice como se pueda pensar: sobre una mesita, en su estudio, vemos un compás, un cartabón y una plomada, elementos que por su correspondencia con los símbolos de la masonería, con lo oculto, con la ciencia alquímica nos relacionan al artista con el Agustín de El Sur (es fundamental la relación péndulo – plomada), con lo que ese aspecto de outsider, de “bicho raro”, de desplazado, de autoexiliado, también estará presente en el nuevo personaje, ahora no ficcional, sino real, y así damos un salto cualitativo a la representación de la realidad, ya que Erice demuestra cómo sus personajes se basan en la vida, en lo vivo, en lo real, que existen más allá del límite de la pantalla cinematográfica (como el “monstruo” de El espíritu de la colmena). Como La Gaviota de la familia Arenas, la casa del pintor parece marcar una frontera con un espacio, con un mundo que ya no existe, a medio camino entre el campo y la ciudad, en unos arrabales alejados del caótico centro madrileño pero no del todo ajeno a él, con el trasegar de los trenes de cercanías, los bloques de viviendas que sitian su pequeña fortaleza de retiro reflexivo, que parecen querer fagocitar su membrillero, eje axial de su jardín, una pequeña porción de naturaleza que plantea todavía batalla contra el hormigón.

La vida fluye con su parsimonia de tranquilidad y normalidad en torno al artista, quien intenta una tarea titánica, una lucha contrarreloj contra el tiempo y la muerte… y nadie parece fijarse en ello, porque nadie lo necesita para seguir viviendo. El rito cotidiano de la televisión marca el ritmo vital de los urbanitas: “La gente ya no se va a la cama cuando se apaga el sol, sino cuando se apaga el televisor”, ha dicho el cineasta al respecto de los nuevos hábitos de la sociedad moderna. Que un loco intente dominar el tiempo, congelar la indefectible decrepitud de unos membrillos, lo hace extraño a los ojos de esos ávidos consumidores de lo prefabricado, de lo mil veces rumiado, del espectador pasivo que al llegar a su osera sólo quiere algo de vacío que alivie su existencia. El artista, en su sabio sadismo, nos recuerda que estamos vivos, rodeados de vida… y de muerte, las dos inalterables caras de la misma moneda. Las marcas de pintura que corrigen la posición del árbol en el lienzo marcan el irrefrenable paso del tiempo. Son las muescas vívidas del impaciente, inexorable devenir, que cuentan como los anillos de un árbol la descomunal tarea de congelar el tiempo y la muerte a través de la pulsión de la belleza que se transforma en decrepitud. Así, la memoria ejerce de nostálgica postal con su amigo Enrique Gran, otro personaje tan extraño como él [9], rememorando el día en que se conocieron, las frases maestras de algún profesor, los cafés que frecuentaron, etc.





La vida sigue, porque la vida transcurre en presente. Los membrillos cumplen su comestible función y son recolectados por las mujeres para hacer dulce. Los obreros rusos que trabajan en su casa, en un alarde compositivo de Erice, comen uno de los frutos en una estampa propia de Caravaggio, saltando los personajes del cuadro a la realidad y de allí a la pantalla de cine, haciéndose vívidos en nuestra experiencia, fuera del alcance del artista. Como dice el propio Antonio López a la artista china que le visita: “siempre hay que renunciar a algo”, hay que dejar escapar algo de belleza para que se lo quede la propia naturaleza.

Por último, el artista sirve de modelo a su mujer: se vuelve árbol, y sus recuerdos son sus frutos. El misterio de su pasión por captar la luz sobre el membrillero se desvela en el anhelo de recuperar los sentimientos de la niñez, la arcadia que nunca volverá. Su sueño es el sueño de su membrillo, orondo y dorado como un sol que ilumina su vida y su bagaje. Duerme como duerme el árbol al llegar el invierno, y en su despertar al calor de la luz los frutos podridos han abonado un nuevo renacimiento, completándose un nuevo ciclo de vida: nuevos brotes tentarán al pintor. En el último plano, como un aliento de despedida, asistimos al milagro de la luz, soporte final de la pintura, del cine, de la vida, y descubrimos parte de la pasión del artista, comprendemos su empeño, y el de Erice, y lo hacemos nuestro.


[1] Como bien se indica en el estudio que sobre el filme realizaron José Luis Castrillón e Ignacio Martín Jiménez en El cine de Víctor Erice (Ed. Caja España, Valadolid, 2000)
[2] En este punto podemos intuir otro nivel de representación: los actores y sus personajes se llaman de la misma manera, por lo que ficción y realidad tienden a confundirse, a entrelazarse mediante un vínculo metalingüístico que lleva al espectador a plantearse los límites de la fábula.
[3] Curiosamente Fernando Fernán-Gómez es pelirrojo, color de cabello que en la iconografía cristiana se relaciona con Judas, el traidor a Jesús (hombre) que precipita la llegada de Cristo (hijo de Dios). Por lo tanto, dentro de la (i)lógica del nacional-catolicismo, la existencia de la República supuso un mal menor al precipitar el reino de Cristo en al Tierra a través de esa “santa cruzada” que supuso la carnicería de la Guerra Civil.
[4] Haciendo gala de otra definición de “extraño”: Movimiento súbito, inesperado y sorprendente, hecho que en mayor o menor medida realizarán todos los personajes de Erice.
[5] La forzada errata no es gratuita: no sólo por el parecido entre ambos nombres, sino por el hecho de que el doctor Frankenstein se convierte en una aberración de la ciencia mal entendida (jugar a ser un dios), creando con sus delirios una monstruosidad. Franco se convierte por reflejo de aquel en otro loco que entiende mal términos como moralidad, civismo, sindicalismo, etc., estableciendo su orden y su visión de la realidad, confluyendo ambos personajes en la figura represora del padre, Fernando, un manipulador de la naturaleza con su colmena prefabricada: la apicultura se transforma por tanto en una metáfora del deux est machina de Frankenstein y Franco.
[6] La carta que oímos a Teresa escribir a su amante sobre el rostro de Fernando es introducida en el vagón correo de un tren que nos es presentado como el famoso plano de los Lumiérè, lo que nos remite a la “edad de la inocencia” del cine. Ese mismo tren es, por tanto, el que permite a la madre soñar con otra vida más libre, el que casi arrolla a Ana en un arrebato de desconcierto y el que trae a su “espíritu”, el miliciano fugado, con lo que se convierte en un elemento vertebral en el discurso y un vínculo de comunicación con lo elíptico, lo que está más allá del marco del fotograma.
[7] Al igual que la Ana de El espíritu de la colmena, en Estrella también convergen los cuatro elementos de la naturaleza: -aire: el viento que ulula sin cesar en la morada del espíritu en la primera película y el propio nombre de Estrella en El Sur; -tierra: los campos labrados a arañazos de la casa del espíritu y el apellido de Agustín; -agua: el arroyo donde aparece el espíritu y el río donde acabará suicidándose el padre de Estrella; -fuego: el que prende la mecha de la imaginación de Ana o donde quema las cartas de su amante su madre, y la quema del programa de cine o las velas de su 1ª comunión en Estrella. Estos elementos relacionan a ambas protagonistas con la heroína de Dies Irae (nuestro anterior análisis), fundamentalmente Ana, no sólo por compartir el mismo nombre, sino también por morar en un hogar donde el padre es ajeno a la infidelidad secreta de su esposa (también rubia, para más “inri”).
[8] El baile con su padre en su 1ª Comunión se transmuta en nupcial a través de la comparación de la niña con una novia por parte de Milagros (Rafaela Aparicio), la yaya de Agustín. En su encuentro final, el desencanto por su padre se visualiza en su aislamiento con la boda de la sala de al lado del hotel.
[9] Amigos desde la juventud, como bien dicen en sus conversaciones, este pintor tuvo hace pocos años una trágica y extraña muerte, al quemarse su estudio – taller con él dentro.

(artículo aparecido en el nº. 130 de Versión Original —septiembre de 2005— dedicado a "Extraños)

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