Dentro de
los distintos significados que encontramos de la palabra “extraño” en el
diccionario de la RAE, podríamos ubicar el término entre
aquello que parece “raro” (Raro, singular /
Extravagante) y aquello que resulta “ajeno” (De nación, familia o profesión
distinta de la que se nombra o sobrentiende, en contraposición a propio / Dicho
de una persona o de una cosa: Que es ajena a la naturaleza o condición de otra
de la cual forma parte / Que no tiene parte en algo). A la hora de abordar
una búsqueda filmográfica que pudiera encajar con alguno de estos sentidos me
topé con la obra de un director español inclasificable, profundo, hermético,
alejado por completo de lo convencional. En su cine habitan unos personajes
(para los que el término extraño parece
haber sido creado ex
profeso) atormentados por un ambiente opresivo que les invita a encerrarse
en sí mismos, autoexiliándose, alejándose del resto de la sociedad. Nos
referimos, cómo no, al maestro Víctor Erice.
En 1973 aborda junto con el ya desaparecido guionista y crítico cinematográfico
Ángel Fernández-Santos un proyecto narrativo ambientado en la posguerra
española. A pesar de la endeble situación política del régimen franquista,
estos dos progresistas tuvieron que idear un argumento que fuera lo
suficientemente críptico para que no levantara sospechas. Así nace El espíritu de la
colmena, el relato de la época más gris de la historia de España a través
de los inocentes ojos de una niña de pueblo. Lo primero que sorprende al
espectador es la incursión de dibujos infantiles en los títulos de crédito. Es
evidente el carácter naïf que se le
quiere dar al relato, remarcando la visión pura e infantil a través de la que
vamos a asistir como espectadores. Pero vamos a detenernos en la última de las diapositivas,
en aquella en la que se presenta el rótulo “Érase una vez…”. Para empezar, esta
frase ya nos sitúa en un plano de representación, el del cuento infantil, que
todo lo deforma y todo lo convierte en parábola. Esta frase a su vez está
inscrita dentro de una pantalla de cine en la que se representa Frankenstein
(ficción cinematográfica), dentro a su vez de lo dibujado por la niña (visión
limpia, inocente, elemental de la infancia). Ya que estamos viendo nosotros
mismos una película (sobre una pantalla, ya sea de cine o televisión),
encontramos que sólo en esta imagen hay cuatro diferentes niveles de
representación, remitiéndonos cada uno de ellos al siguiente, desarrollándose
uno dentro de otro como si de un juego de matrioskas se
tratara.
La imagen aludida en el dibujo de la proyección del clásico de James Whale El doctor
Frankenstein se transmuta en realidad, y asistimos al descubrimiento por
parte de Ana (Ana Torrent) al lado de su hermana mayor Isabel (Isabel Telleria)
de los dos elementos que vertebran el desarrollo de la vida y que aparecen
desgarradores en dicha película: el sexo y la muerte [1]. No descubrimos
nada si destacamos la increíble habilidad que tiene Erice para el montaje,
superponiendo a nuevas imágenes los sonidos de las anteriores como ecos o
reminiscencias que los encadenan de forma significativa. Así, mientras todavía
resuenan las palabras del presentador de la película, vemos que en vez de
aparecer la anunciada imagen del monstruo lo hace Fernando (Fernando
Fernán-Gómez), el padre de las niñas, con los atributos propios de su labor de
apicultor, uniendo de forma simbólica a ambos personajes a través de su
aspecto: el traje le otorga una mayor corpulencia, los guantes hacen doblar el
tamaño de sus manos, el casco hace aparentar una cabeza cuadrada, los
movimientos se vuelven lentos al manipular los panales, el humo le hace
aparecer envuelto en una espesa niebla, etc. Pero a su vez se superpone una voz
de mujer, Teresa (Teresa Gimpera) [2], su esposa, que lee una carta
escrita a su amante en el exilio.
En su habitación Fernando ha instalado una colmena. Lo que en nosotros un
acuario representa un motivo decorativo más de nuestro entorno, para
Fernando la contemplación de esos insectos supone un análisis de la sociedad en
la que le ha tocado vivir:
la vidriera de la ventana representa una retícula de celdas de colmena
(simétricas, ordenadas, que encajan perfectamente) que deforman la realidad,
tanto del interior (Fernando) al exterior (España franquista) como viceversa.
En su auto encierro, en su exilio interior Fernando ve desde su atalaya cómo un
país entero se pliega a una ideología que tiende a compartimentar, a gobernar
con consignas predeterminadas a unos individuos dirigidos, sin libertad. Para
el resto, Fernando es un bicho raro, una reminiscencia de una sociedad crítica
y en conflicto [3]. Incomunicado, prisionero en una cárcel de paredes de
cera y miel, el intelectual se convierte en un extraño para los demás y para sí
mismo, condenado de por vida a la incomprensión (recíproca, dada su
misantropía).
Por su
parte, Ana sigue son su traumático aprendizaje. En la escuela, un muñeco
llamado don José se convierte en el soporte para la recomposición del cuerpo
humano, transformándose Ana en un trasunto de doctor Frankenstein. A ella toca
ponerle los ojos, el elemento que nos conecta con la realidad, que nos permite
aprehender el entorno y la vida que tal contiene, transformando su uso en
conocimiento. Por lo tanto la mirada se convierte en una fuente fidedigna de
aprendizaje: todo aquello que se pueda ver, existe, y con ello alimentamos
nuestro cerebro, nuestro yo, convirtiendo múltiples miradas en experiencia.
Así, su hermana Isabel, mayor que ella y, por lo tanto, con más experiencia,
juega con su fantasía, haciéndole creer que una casa abandonada en el campo
está habitada por un espíritu. La posterior fuga de un miliciano republicano
hará que dicho espectro tome visibilidad, transmutando para Ana la ficción en
realidad, prestándole atributos paternos: el abrigo, el reloj, etc. Tras el
hallazgo y ejecución del evadido, Ana descubre en el lugar donde estuvo su
espíritu una mancha de sangre, haciendo más constatable lo real de su
encuentro, pero también aparece allí su propio padre, por lo que le da carácter
de asesino de su secreto. Tras su precipitada huída [4], en medio de la
noche, tendrá un encuentro con su propio inconsciente: al tocar la seta que su
padre definió como “maldita” surge el coqueteo con la muerte a través del
fuego, la tentación de lo prohibido y el ansia por descubrir a través de la
experiencia. Su imagen reflejada en el arroyo se personifica en la figura del
monstruo de Franco… digo de Frankenstein [5], que salta a la visión
directa, a la fantasía hecha realidad, desbordándose la imaginación. Tras el
choque, nunca volverá a ser la misma, convirtiéndose en una extraña para su
propio entorno, presa como su padre en un mundo interior incomprensible para
los demás, donde la libertad de pensamiento es su única salvación. De fondo, el
traqueteo del tren hace persistente el recuerdo de la muerte, sonido que
también nos remite al traqueteo del cinematógrafo, verdadero vehículo
libertario de expresión estética [6].
Diez
años después Erice decide adaptar un texto de la que fuera su entonces mujer,
Adelaida García Morales: El Sur, una
película que, a pesar de estar inacabada, se ha convertido por pleno derecho en
una de las más bellas y poéticas de la historia del cine español. El director
vuelve a mostrarnos la realidad a través de los ojos de una niña. Ese universo
personal pasa por su padre, Agustín Arenas (Omero Antonutti), un personaje
misterioso, introvertido, que busca con ahínco su aislacionismo. La acción se
ubica en las afueras de una ciudad que remarca con numerosos elementos ese
carácter de clausura: las sombras del atardecer nos muestran una silueta urbana
sobre una colina, encerrada entre murallas e incomunicada por un río. Para
remarcar aún más esta situación, al camino que une la casa con la ciudad es
llamado por el padre La Frontera por su deseo de estar en tierra de nadie,
aunque sus ansias de libertad, de escapar, de evadirse del ambiente opresivo
personal que le ha tocado vivir se materializan en el nombre de la propia casa:
La Gaviota.
En Agustín residen una
serie de dualidades que lo abocan al inconformismo por una parte, y a ser visto
como un extraño, con incomprensión, por los demás. En él confluyen el médico,
el hombre de ciencia, racionalista, y el zahorí, el que busca agua con
herramientas cercanas a la magia, a lo demiúrgico: la vara de agua, el péndulo,
las monedas, etc., le otorgan casi carácter de chamán, de brujo. No por
casualidad pone de nombre a su hija Estrella (Sonsoles Aranguren/ Icíar
Bollaín), un nombre ligado con lo ancestral, con lo zodiacal y con lo mágico [7].
El filme
será un viaje iniciático para Estrella, a la que veremos crecer física e
intelectualmente. Poco a poco, a través de narraciones de terceras personas y
de elementos como las postales, irá recreando de forma elíptica y a base de
retazos el itinerario vital de su padre y por qué huyó de ese mítico Sur (lugar
extraño –allí nunca nieva- al que perpetuamente apunta la gaviota de la
veleta). Pero el secreto no se revela, sino todo lo contrario: cuanto más
investiga su hija, más misterioso se vuelve el padre al destaparse secretos
ocultos e incontables hasta el momento. Descubre, por ejemplo, el antiguo amor
frustrado con una actriz de cine, Irene Ríos (nuevo referente al agua). Así, lo
que en un principio apuntaba a un fuerte complejo de Electra [8], se
transforma en un vano intento de acercamiento de un hija hacia un padre en
progresivo deterioro (a su propia personalidad hay que añadir unas generosas
dosis de alcohol). Como Fernando en El espíritu…,
Agustín es un hombre que exterioriza su aislamiento interior en un encierro
exterior, convirtiéndose en un extraño incluso para los suyos.
Considerada por muchas filmotecas del mundo como la mejor película de la década
de los noventa, El
sol del membrillo (1992) es un trabajo a caballo entre su explícito carecer
documental y sutiles dosis de ficción narrativa. A lo largo del metraje
exploramos los entresijos de la obra creativa de un talento como es el del
pintor Antonio López, desde los primeros compases (la fabricación artesanal del
soporte pictórico por parte del mismo artista) hasta la constatación de un
fracaso anunciado: la tarea imposible de capturar un objetivo tan quimérico
como el de plasmar con pigmentos la luz, una determinada luz.
Antonio
López no está tan lejos de otros personajes de Erice como se pueda pensar:
sobre una mesita, en su estudio, vemos un compás, un cartabón y una plomada,
elementos que por su correspondencia con los símbolos de la masonería, con lo
oculto, con la ciencia alquímica nos relacionan al artista con el Agustín de El Sur (es
fundamental la relación péndulo – plomada), con lo que ese aspecto de outsider, de
“bicho raro”, de desplazado, de autoexiliado, también estará presente en el
nuevo personaje, ahora no ficcional, sino real, y así damos un salto
cualitativo a la representación de la realidad, ya que Erice demuestra cómo sus
personajes se basan en la vida, en lo vivo, en lo real, que existen más allá
del límite de la pantalla cinematográfica (como el “monstruo” de El espíritu de la
colmena). Como La Gaviota de la familia Arenas, la casa del pintor parece
marcar una frontera con un espacio, con un mundo que ya no existe, a medio
camino entre el campo y la ciudad, en unos arrabales alejados del caótico
centro madrileño pero no del todo ajeno a él, con el trasegar de los trenes de
cercanías, los bloques de viviendas que sitian su pequeña fortaleza de retiro
reflexivo, que parecen querer fagocitar su membrillero, eje axial de su jardín,
una pequeña porción de naturaleza que plantea todavía batalla contra el
hormigón.
La vida
fluye con su parsimonia de tranquilidad y normalidad en torno al artista, quien
intenta una tarea titánica, una lucha contrarreloj contra el tiempo y la
muerte… y nadie parece fijarse en ello, porque nadie lo necesita para seguir
viviendo. El rito cotidiano de la televisión marca el ritmo vital de los
urbanitas: “La gente ya no se va a la cama cuando se apaga el sol, sino cuando
se apaga el televisor”, ha dicho el cineasta al respecto de los nuevos hábitos
de la sociedad moderna. Que un loco intente dominar el tiempo, congelar la
indefectible decrepitud de unos membrillos, lo hace extraño a los ojos de esos
ávidos consumidores de lo prefabricado, de lo mil veces rumiado, del espectador
pasivo que al llegar a su osera sólo quiere algo de vacío que alivie su
existencia. El artista, en su sabio sadismo, nos recuerda que estamos vivos,
rodeados de vida… y de muerte, las dos inalterables caras de la misma moneda.
Las marcas de pintura que corrigen la posición del árbol en el lienzo marcan el
irrefrenable paso del tiempo. Son las muescas vívidas del impaciente,
inexorable devenir, que cuentan como los anillos de un árbol la descomunal
tarea de congelar el tiempo y la muerte a través de la pulsión de la belleza
que se transforma en decrepitud. Así, la memoria ejerce de nostálgica postal
con su amigo Enrique Gran, otro personaje tan extraño como él [9],
rememorando el día en que se conocieron, las frases maestras de algún profesor,
los cafés que frecuentaron, etc.
La vida sigue, porque la vida transcurre en presente. Los membrillos cumplen su
comestible función y son recolectados por las mujeres para hacer dulce. Los
obreros rusos que trabajan en su casa, en un alarde compositivo de Erice, comen
uno de los frutos en una estampa propia de Caravaggio, saltando los personajes
del cuadro a la realidad y de allí a la pantalla de cine, haciéndose vívidos en
nuestra experiencia, fuera del alcance del artista. Como dice el propio Antonio
López a la artista china que le visita: “siempre hay que renunciar a algo”, hay
que dejar escapar algo de belleza para que se lo quede la propia naturaleza.
Por último, el artista sirve de modelo a su mujer: se vuelve árbol, y sus
recuerdos son sus frutos. El misterio de su pasión por captar la luz sobre el
membrillero se desvela en el anhelo de recuperar los sentimientos de la niñez,
la arcadia que nunca volverá. Su sueño es el sueño de su membrillo, orondo y
dorado como un sol que ilumina su vida y su bagaje. Duerme como duerme el árbol
al llegar el invierno, y en su despertar al calor de la luz los frutos podridos
han abonado un nuevo renacimiento, completándose un nuevo ciclo de vida: nuevos
brotes tentarán al pintor. En el último plano, como un aliento de despedida,
asistimos al milagro de la luz, soporte final de la pintura, del cine, de la
vida, y descubrimos parte de la pasión del artista, comprendemos su empeño, y
el de Erice, y lo hacemos nuestro.
[1] Como bien se indica en el estudio que sobre el filme
realizaron José Luis Castrillón e Ignacio Martín Jiménez en El cine de Víctor
Erice (Ed. Caja España, Valadolid, 2000)
[2] En este punto podemos intuir otro nivel de
representación: los actores y sus personajes se llaman de la misma manera, por
lo que ficción y realidad tienden a confundirse, a entrelazarse mediante un
vínculo metalingüístico que lleva al espectador a plantearse los límites de la
fábula.
[3] Curiosamente Fernando Fernán-Gómez es pelirrojo,
color de cabello que en la iconografía cristiana se relaciona con Judas, el
traidor a Jesús (hombre) que precipita la llegada de Cristo (hijo de Dios). Por
lo tanto, dentro de la (i)lógica del nacional-catolicismo, la existencia de la
República supuso un mal menor al precipitar el reino de Cristo en al Tierra a
través de esa “santa cruzada” que supuso la carnicería de la Guerra Civil.
[4] Haciendo gala de otra definición de “extraño”: Movimiento
súbito, inesperado y sorprendente, hecho que en mayor o menor medida
realizarán todos los personajes de Erice.
[5] La forzada errata no es gratuita: no sólo por el
parecido entre ambos nombres, sino por el hecho de que el doctor Frankenstein
se convierte en una aberración de la ciencia mal entendida (jugar a ser un
dios), creando con sus delirios una monstruosidad. Franco se convierte por reflejo
de aquel en otro loco que entiende mal términos como moralidad, civismo,
sindicalismo, etc., estableciendo su orden y su visión de la realidad,
confluyendo ambos personajes en la figura represora del padre, Fernando, un
manipulador de la naturaleza con su colmena prefabricada: la apicultura se
transforma por tanto en una metáfora del deux est machina de
Frankenstein y Franco.
[6] La carta que oímos a Teresa escribir a su amante
sobre el rostro de Fernando es introducida en el vagón correo de un tren que
nos es presentado como el famoso plano de los Lumiérè, lo que nos remite a la
“edad de la inocencia” del cine. Ese mismo tren es, por tanto, el que permite a
la madre soñar con otra vida más libre, el que casi arrolla a Ana en un
arrebato de desconcierto y el que trae a su “espíritu”, el miliciano fugado,
con lo que se convierte en un elemento vertebral en el discurso y un vínculo de
comunicación con lo elíptico, lo que está más allá del marco del fotograma.
[7] Al igual que la Ana de El espíritu de la colmena,
en Estrella también convergen los cuatro elementos de la naturaleza: -aire: el
viento que ulula sin cesar en la morada del espíritu en la primera película y
el propio nombre de Estrella en El Sur; -tierra: los campos labrados a
arañazos de la casa del espíritu y el apellido de Agustín; -agua: el arroyo
donde aparece el espíritu y el río donde acabará suicidándose el padre de
Estrella; -fuego: el que prende la mecha de la imaginación de Ana o donde quema
las cartas de su amante su madre, y la quema del programa de cine o las velas
de su 1ª comunión en Estrella. Estos elementos relacionan a ambas protagonistas
con la heroína de Dies Irae (nuestro anterior análisis),
fundamentalmente Ana, no sólo por compartir el mismo nombre, sino también por
morar en un hogar donde el padre es ajeno a la infidelidad secreta de su esposa
(también rubia, para más “inri”).
[8] El baile con su padre en su 1ª Comunión se transmuta
en nupcial a través de la comparación de la niña con una novia por parte de
Milagros (Rafaela Aparicio), la yaya de Agustín. En su encuentro final,
el desencanto por su padre se visualiza en su aislamiento con la boda de la
sala de al lado del hotel.
[9] Amigos desde la juventud, como bien dicen en sus
conversaciones, este pintor tuvo hace pocos años una trágica y extraña muerte,
al quemarse su estudio – taller con él dentro.
(artículo
aparecido en el nº. 130 de Versión Original —septiembre de 2005—
dedicado a "Extraños)
No hay comentarios:
Publicar un comentario