“No hay cosa más hermosa que la noche. Dicen que el culto a
la noche, a la luna, es un culto materno. El sol y el día es un mito viril, por
tanto, paterno. El misterio, la grandiosidad de la noche, han sido siempre para
mí el ilimitado reino de los héroes y, por tanto, el de la razón. […] Soy un enigma,
y quiero seguir siéndolo siempre. Para los demás y para mí”. Con estas palabras
cerraba su aparición en pantalla Luis II de Baviera en el biopic que
Luchino Visconti dedicó en 1972 a este fascinante personaje [1]. Había
en la mirada del realizador italiano un halo profundamente romántico, un
espíritu que enfundaba a su personaje en una situación más allá del bien y del
mal donde nadie alcanza a juzgar reprobatoriamente los anhelos de ensueño
y libertad que aquel monarca persiguió de manera enfermiza. No era de extrañar
que Ludwig se identificara tan pasionalmente con la noche, el territorio de los
soñadores, el imperio de los locos, el reino de los ilusos, la república de los
idealistas, el eterno refugio de los diferentes, de aquellos que perennemente huyen
de las inquisitivas miradas de la moralidad y de los convencionalismos
excluyentes. Los habitantes de la noche son todos aquellos que encuentran tras
sus oscuras cortinas la protección que necesitan para poder ser ellos mismos.
El culto a la noche no es nada nuevo. Desde los tiempos
prehistóricos el hombre se ha dejado seducir por su magia, por su carácter
indómito, por sus enigmas. Quizás haya sido el hombre moderno quien, a raíz de
ese auge del gusto por lo misterioso que supuso el Romanticismo, haya
encontrado en la noche un significado especial. Qué hablar de esa bohemia
parisina de principios de siglo, aquella que impuso un canon de comportamiento
en la nocturnidad, un paisaje habitado por el lumpen de todos aquellos que se
escondían de la reprobación de una sociedad burguesa tan fácilmente
escandalizable. Sin embargo, hoy en día, la cosa es bien distinta, y la noche
urbanita es un espacio peligroso, nada que ver con esos otros tiempos pasados
de noctámbulos profesionales que iban cerrando cafés de última hora y que tan
tiernamente ha reflejado siempre el cine. Ahora la noche suele ser una oscura e
inevitable prolongación del día, en la que el turno de los que entran a
trabajar se encuentra con el que sale de las fábricas, y en poco tiempo ya encontraremos
igual ajetreo comercial en la medianoche que al mediodía [2].
Por eso, siempre es interesante asistir a una mirada en la
que la noche sigue conteniendo ese poder hipnótico y embriagador que nos
atenazó en nuestra época cavernaria. Quizás Tropical Malady (íd.,
Apichatpong Weerasethakul, 2004) no sea el ejemplo perfecto de ese género que
podríamos denominar con el término de “cine nocturno”. Sin embargo, la noche es
un elemento tan importante en su composición que podemos tomar este film para
poder hilar un discurso que nos reconcilie con ese momento del día en el que
las sombras nos abrazan de una forma inevitablemente especial.
Como todas las películas de este reputado director
tailandés, la película se configura como un colage de imágenes, sonidos y
elementos impropios de la narratividad cinematográfica, apareciendo en pantalla
rótulos y dibujos superpuestos a la propia imagen fílmica que denuncian la
calidad ficcional de la obra, contrapunteando el carácter naturalista de su
argumento. Así, como si de una película de la época silente se tratara, hay una
cita del escritor japonés Ton Nakajima que abre la película: “Todos nosotros
somos, por naturaleza, bestias salvajes. Nuestro deber como seres humanos es
convertirnos en amaestradores que mantienen a sus animales bajo control e
incluso a enseñarles a realizar tareas ajenas a su bestialidad”. Hay, pues, una
declaración de principios, una nota introductoria que nos pone sobre aviso de
aquello que momentos después nos encontraremos.
La primera parte de la película está narrada en ese tono
naturalista al que antes aludíamos. En ella se cuenta una sencilla historia de
amor entre dos hombres, un militar y un muchacho de una aldea rural cercana a
la selva. Sus encuentros y sus ritos de acercamiento, tratados por la cámara
como un dulce coqueteo, son en la mayoría de las ocasiones a plena luz del día,
compartiendo sus respectivas caricias en lugares tan comunes como las cabañas
del poblado o un cine de la capital. Nada de especial hasta que hay una
fractura brutal en el relato: yendo en moto, los dos jóvenes paran en medio de
la carretera y uno de ellos, Tong, el chico de pueblo, se aleja, adentrándose
en las sombras de la noche, siendo engullido por su oscuridad, en busca quizás
de su propia identidad.
A partir de aquí hay un cambio trascendental en la cinta, y
la realidad parece convertirse en cuento, en una fábula de carácter arcaico,
ancestral, propio de los brujos en torno a la hoguera en el interior de una
cueva repleta de pinturas rupestres [3]. Los rótulos intercalan sobre
las imágenes una historia antigua: la de un chamán que se convirtió en tigre.
Mientras, vemos cómo Keng, el soldado, vaga por la selva con la misión de
encontrar precisamente a un tigre que está atemorizando al poblado. Sigue sus
huellas, pero la irrealidad del momento le lleva a pensar que es el otro
muchacho quien, al llegar la noche, se transforma en el felino.
Desde luego, esta segunda parte del film funciona como un
espejo de la primera, como un reflejo tenebroso e irreal donde todo puede
suceder [4]. De la corporeidad del principio, de la fisicidad de los
cuerpos, pasamos a un mundo que no parece propio de este planeta, donde la
espiritualidad lo envuelve todo, y los animales logran comunicarse con los
seres humanos, advirtiéndoles de los peligros que les esperan en la profunda
noche de la jungla. Es “el territorio de las pasiones, de los instintos”, como
bien definió mi amigo y tocayo Israel Diego Aragón [5].
Toda la película en sí misma es un cúmulo de referencias
sutiles, de elementos transversales y simbólicos que aparecen una y otra vez,
deformados en cada aparición por el espejo de la noche. Así, por ejemplo, las
músicas que los dos jóvenes oyen en la ciudad se transforman en la selva en una
partitura natural, repleta de sonidos y cantos que ponen al ser humano en
comunicación consigo mismo, con su verdadera naturaleza, despertando ese
espíritu animal que contenemos en nuestro interior, bajo la suave cobertura de
nuestra dulce carne. El ser humano vive, por lo tanto, vinculado a su presencia
y su imagen en esa otra jungla que es la ciudad, y por eso Tong recurre a
disfrazarse de militar para poder encontrar trabajo, mientras que en la selva
su piel cubre su cuerpo desnudo a través de una maraña de líneas que parecen
enjaular su verdadero espíritu animal [6], esa bestia libre que tendrá
que ser abatida por un miembro del ejército (para mayor desgracia, su propio
enamorado), por lo que sospechamos que esa escena inicial que abre la película
(la de unos soldados con un hombre muerto con el que se fotografían como si
acabasen de darle caza) es una nota introductoria que nos habla de la represión
que existe hacia la libertad del individuo, hacia nuestro estado natural de
comunión con el medio salvaje, con el que sólo podemos comunicarnos a través
del alma liberada (y ahí es donde encuentra sentido el hombre desnudo que vaga
por la sabana siguiendo a los soldados que portan su inerte cuerpo).
Si unimos todo lo dicho anteriormente con las palabras que
escuchábamos de boca de un maravilloso Helmut Berger dando soporte físico al
monarca de Baviera, estamos en condiciones de afirmar que, efectivamente, esa
liberación que nos propone la noche está en mayor consonancia con el espíritu
femenino que con el mundo masculino. Es algo que AW parece haber entendido y
asumido al realizar su película, pues sólo en el momento en el que uno de los
dos amantes se enfunda en su guerrera y comienza su labor de cazador la
relación entre ambos jóvenes se vuelve destructiva (pues la caza es la herencia
del hombre, así como la agricultura lo es de la mujer, marcando unas
respectivas pautas entre la destrucción y la creación), y la vuelta al seno de
la Madre Naturaleza se configura como la única solución para el amor verdadero,
aquel que es capaz de ver incluso en las penumbras de la noche, ya que es
entonces cuando surge una mirada que limpia de impurezas tanto el cuerpo como
el espíritu.
La noche se convierte entonces en el territorio del
encuentro con lo fantástico, en un paisaje dominado por el ensueño, por la
confusión de las formas, donde las máscaras caen transmutadas en disfraces
alegóricos. El encuentro de Keng cara a cara con el tigre encoge su corazón.
“Odiaría morir sin haber amado”, le dice a Tong en la primera parte de la
película. Y ahora puede alcanzar el clímax de cualquier relación amorosa: ser
devorado por el amado, incorporarse a su organismo, ser asimilado como una
parte consustancial e inseparable de su ser en un ritual de connotaciones
sexuales. Por eso no es difícil encontrar comentarios tan certeros como éste:
“El duelo final entre Keng y el espíritu con cuerpo de tigre puede considerarse
la cumbre expresiva de la poética del director tailandés: elegía por el final
de la inocencia, festejo por la comunión de los espíritus, celebración del amor
como expresión de la auténtica forma del alma, ni humana ni animal, sino
mágica, eterna como el cuento, la leyenda, la fábula popular” [7].
Es, pues, que una historia de este tipo sólo se puede contar
a través del maravilloso y fantástico universo que propone el cuento, allí
donde todo puede suceder, donde los anhelos del día se confunden con los sueños
de la noche, donde contemplamos esa prístina esencia que nos pone en
comunicación con aquellos seres que un día salieron de la selva para fundar las
primeras ciudades, en donde con el paso del tiempo tuvimos que acudir a la
mágica noche de las salas oscuras para recrear más y más cuentos a veinticuatro
fotogramas por segundo.
(artículo publicado en el nº. 160 de Versión
Original —mayo de 2008— dedicado a "La noche")
[1] Y del cual ya hablamos en las
páginas de esta misma publicación en el número dedicado al tema de los reyes
(Nº 154, Noviembre 2007).
[2] Como ya podemos ir haciéndonos una
idea al leer noticias como la aparecida en El País el pasado 5 de abril:
“Carrefour estudia abrir sus centros por la noche”.
[3] “Me siento fascinado por la
simplicidad de los cuentos folklóricos y las leyendas. Muchas leyendas son tan
simples que funcionan como conceptos. Así que he construido Tropical Malady
como un cuento: descubrimientos, mínimos momentos dramáticos reservados para el
final. Este acercamiento me produce un sentimiento de nostalgia” (en el pressbook
de Cannes).
[4] “Penetrar en la selva es como un
espejo, cruzar hacia otro mundo para encontrar no sólo a esa otra persona sino
también su memoria. Tristemente para nosotros, al ser humano lo que le
construye la identidad es la memoria, así que en la selva se tiene que librar
de la memoria y abandonar su yo físico, por eso se entrega al tigre. Pero
claro, el tigre es a la vez él mismo…”. Entrevista realizada a Apichatpong
Weerasethakul por Manuel Yánez Murillo en la revista Letras de Cine (Nº
9, 2005, pp. 66-69).
[5] En la op. cit. (p. 54).
[6] A este respecto, podríamos asimilar
iconográficamente a este personaje con la imagen de Michael Scofield, el
protagonista de la televisiva Prision break, también encerrado en sendas
prisiones (ya que los propios Estados Unidos no dejan de ser una prolongación
natural de la cárcel en la que está encerrado junto con su hermano), la primera
de ellas ese cuerpo tatuado con los planos de la prisión. Desde luego, tenemos
en cuenta que el creador de cada producto no tiene por qué conocer la obra del
otro, pero es curioso que hayan coincidido en el tiempo dos imágenes tan
parecidas, por lo que nos podemos preguntar si no estaremos en una época en la
que vemos nuestro cuerpo como una cárcel, sea cual sea nuestra condición o
nuestra nacionalidad.
[7] Manuel Yánez Murillo: “Tropical
Malady. Formas para el misterio”. En la op. cit. (pp. 59-61).
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