miércoles, 15 de mayo de 2013

ELOGIO DEL CUENTO



“No hay cosa más hermosa que la noche. Dicen que el culto a la noche, a la luna, es un culto materno. El sol y el día es un mito viril, por tanto, paterno. El misterio, la grandiosidad de la noche, han sido siempre para mí el ilimitado reino de los héroes y, por tanto, el de la razón. […] Soy un enigma, y quiero seguir siéndolo siempre. Para los demás y para mí”. Con estas palabras cerraba su aparición en pantalla Luis II de Baviera en el biopic que Luchino Visconti dedicó en 1972 a este fascinante personaje [1]. Había en la mirada del realizador italiano un halo profundamente romántico, un espíritu que enfundaba a su personaje en una situación más allá del bien y del mal donde nadie alcanza a juzgar reprobatoriamente  los anhelos de ensueño y libertad que aquel monarca persiguió de manera enfermiza. No era de extrañar que Ludwig se identificara tan pasionalmente con la noche, el territorio de los soñadores, el imperio de los locos, el reino de los ilusos, la república de los idealistas, el eterno refugio de los diferentes, de aquellos que perennemente huyen de las inquisitivas miradas de la moralidad y de los convencionalismos excluyentes. Los habitantes de la noche son todos aquellos que encuentran tras sus oscuras cortinas la protección que necesitan para poder ser ellos mismos.

El culto a la noche no es nada nuevo. Desde los tiempos prehistóricos el hombre se ha dejado seducir por su magia, por su carácter indómito, por sus enigmas. Quizás haya sido el hombre moderno quien, a raíz de ese auge del gusto por lo misterioso que supuso el Romanticismo, haya encontrado en la noche un significado especial. Qué hablar de esa bohemia parisina de principios de siglo, aquella que impuso un canon de comportamiento en la nocturnidad, un paisaje habitado por el lumpen de todos aquellos que se escondían de la reprobación de una sociedad burguesa tan fácilmente escandalizable. Sin embargo, hoy en día, la cosa es bien distinta, y la noche urbanita es un espacio peligroso, nada que ver con esos otros tiempos pasados de noctámbulos profesionales que iban cerrando cafés de última hora y que tan tiernamente ha reflejado siempre el cine. Ahora la noche suele ser una oscura e inevitable prolongación del día, en la que el turno de los que entran a trabajar se encuentra con el que sale de las fábricas, y en poco tiempo ya encontraremos igual ajetreo comercial en la medianoche que al mediodía [2].
 

Por eso, siempre es interesante asistir a una mirada en la que la noche sigue conteniendo ese poder hipnótico y embriagador que nos atenazó en nuestra época cavernaria. Quizás Tropical Malady (íd., Apichatpong Weerasethakul, 2004) no sea el ejemplo perfecto de ese género que podríamos denominar con el término de “cine nocturno”. Sin embargo, la noche es un elemento tan importante en su composición que podemos tomar este film para poder hilar un discurso que nos reconcilie con ese momento del día en el que las sombras nos abrazan de una forma inevitablemente especial.

Como todas las películas de este reputado director tailandés, la película se configura como un colage de imágenes, sonidos y elementos impropios de la narratividad cinematográfica, apareciendo en pantalla rótulos y dibujos superpuestos a la propia imagen fílmica que denuncian la calidad ficcional de la obra, contrapunteando el carácter naturalista de su argumento. Así, como si de una película de la época silente se tratara, hay una cita del escritor japonés Ton Nakajima que abre la película: “Todos nosotros somos, por naturaleza, bestias salvajes. Nuestro deber como seres humanos es convertirnos en amaestradores que mantienen a sus animales bajo control e incluso a enseñarles a realizar tareas ajenas a su bestialidad”. Hay, pues, una declaración de principios, una nota introductoria que nos pone sobre aviso de aquello que momentos después nos encontraremos.


La primera parte de la película está narrada en ese tono naturalista al que antes aludíamos. En ella se cuenta una sencilla historia de amor entre dos hombres, un militar y un muchacho de una aldea rural cercana a la selva. Sus encuentros y sus ritos de acercamiento, tratados por la cámara como un dulce coqueteo, son en la mayoría de las ocasiones a plena luz del día, compartiendo sus respectivas caricias en lugares tan comunes como las cabañas del poblado o un cine de la capital. Nada de especial hasta que hay una fractura brutal en el relato: yendo en moto, los dos jóvenes paran en medio de la carretera y uno de ellos, Tong, el chico de pueblo, se aleja, adentrándose en las sombras de la noche, siendo engullido por su oscuridad, en busca quizás de su propia identidad.

A partir de aquí hay un cambio trascendental en la cinta, y la realidad parece convertirse en cuento, en una fábula de carácter arcaico, ancestral, propio de los brujos en torno a la hoguera en el interior de una cueva repleta de pinturas rupestres [3]. Los rótulos intercalan sobre las imágenes una historia antigua: la de un chamán que se convirtió en tigre. Mientras, vemos cómo Keng, el soldado, vaga por la selva con la misión de encontrar precisamente a un tigre que está atemorizando al poblado. Sigue sus huellas, pero la irrealidad del momento le lleva a pensar que es el otro muchacho quien, al llegar la noche, se transforma en el felino.


Desde luego, esta segunda parte del film funciona como un espejo de la primera, como un reflejo tenebroso e irreal donde todo puede suceder [4]. De la corporeidad del principio, de la fisicidad de los cuerpos, pasamos a un mundo que no parece propio de este planeta, donde la espiritualidad lo envuelve todo, y los animales logran comunicarse con los seres humanos, advirtiéndoles de los peligros que les esperan en la profunda noche de la jungla. Es “el territorio de las pasiones, de los instintos”, como bien definió mi amigo y tocayo Israel Diego Aragón [5].

Toda la película en sí misma es un cúmulo de referencias sutiles, de elementos transversales y simbólicos que aparecen una y otra vez, deformados en cada aparición por el espejo de la noche. Así, por ejemplo, las músicas que los dos jóvenes oyen en la ciudad se transforman en la selva en una partitura natural, repleta de sonidos y cantos que ponen al ser humano en comunicación consigo mismo, con su verdadera naturaleza, despertando ese espíritu animal que contenemos en nuestro interior, bajo la suave cobertura de nuestra dulce carne. El ser humano vive, por lo tanto, vinculado a su presencia y su imagen en esa otra jungla que es la ciudad, y por eso Tong recurre a disfrazarse de militar para poder encontrar trabajo, mientras que en la selva su piel cubre su cuerpo desnudo a través de una maraña de líneas que parecen enjaular su verdadero espíritu animal [6], esa bestia libre que tendrá que ser abatida por un miembro del ejército (para mayor desgracia, su propio enamorado), por lo que sospechamos que esa escena inicial que abre la película (la de unos soldados con un hombre muerto con el que se fotografían como si acabasen de darle caza) es una nota introductoria que nos habla de la represión que existe hacia la libertad del individuo, hacia nuestro estado natural de comunión con el medio salvaje, con el que sólo podemos comunicarnos a través del alma liberada (y ahí es donde encuentra sentido el hombre desnudo que vaga por la sabana siguiendo a los soldados que portan su inerte cuerpo).


Si unimos todo lo dicho anteriormente con las palabras que escuchábamos de boca de un maravilloso Helmut Berger dando soporte físico al monarca de Baviera, estamos en condiciones de afirmar que, efectivamente, esa liberación que nos propone la noche está en mayor consonancia con el espíritu femenino que con el mundo masculino. Es algo que AW parece haber entendido y asumido al realizar su película, pues sólo en el momento en el que uno de los dos amantes se enfunda en su guerrera y comienza su labor de cazador la relación entre ambos jóvenes se vuelve destructiva (pues la caza es la herencia del hombre, así como la agricultura lo es de la mujer, marcando unas respectivas pautas entre la destrucción y la creación), y la vuelta al seno de la Madre Naturaleza se configura como la única solución para el amor verdadero, aquel que es capaz de ver incluso en las penumbras de la noche, ya que es entonces cuando surge una mirada que limpia de impurezas tanto el cuerpo como el espíritu.

La noche se convierte entonces en el territorio del encuentro con lo fantástico, en un paisaje dominado por el ensueño, por la confusión de las formas, donde las máscaras caen transmutadas en disfraces alegóricos. El encuentro de Keng cara a cara con el tigre encoge su corazón. “Odiaría morir sin haber amado”, le dice a Tong en la primera parte de la película. Y ahora puede alcanzar el clímax de cualquier relación amorosa: ser devorado por el amado, incorporarse a su organismo, ser asimilado como una parte consustancial e inseparable de su ser en un ritual de connotaciones sexuales. Por eso no es difícil encontrar comentarios tan certeros como éste: “El duelo final entre Keng y el espíritu con cuerpo de tigre puede considerarse la cumbre expresiva de la poética del director tailandés: elegía por el final de la inocencia, festejo por la comunión de los espíritus, celebración del amor como expresión de la auténtica forma del alma, ni humana ni animal, sino mágica, eterna como el cuento, la leyenda, la fábula popular” [7].



Es, pues, que una historia de este tipo sólo se puede contar a través del maravilloso y fantástico universo que propone el cuento, allí donde todo puede suceder, donde los anhelos del día se confunden con los sueños de la noche, donde contemplamos esa prístina esencia que nos pone en comunicación con aquellos seres que un día salieron de la selva para fundar las primeras ciudades, en donde con el paso del tiempo tuvimos que acudir a la mágica noche de las salas oscuras para recrear más y más cuentos a veinticuatro fotogramas por segundo.


(artículo publicado en el nº. 160 de Versión Original —mayo de 2008— dedicado a "La noche")


[1] Y del cual ya hablamos en las páginas de esta misma publicación en el número dedicado al tema de los reyes (Nº 154, Noviembre 2007).

[2] Como ya podemos ir haciéndonos una idea al leer noticias como la aparecida en El País el pasado 5 de abril: “Carrefour estudia abrir sus centros por la noche”.

[3] “Me siento fascinado por la simplicidad de los cuentos folklóricos y las leyendas. Muchas leyendas son tan simples que funcionan como conceptos. Así que he construido Tropical Malady como un cuento: descubrimientos, mínimos momentos dramáticos reservados para el final. Este acercamiento me produce un sentimiento de nostalgia” (en el pressbook de Cannes).

[4] “Penetrar en la selva es como un espejo, cruzar hacia otro mundo para encontrar no sólo a esa otra persona sino también su memoria. Tristemente para nosotros, al ser humano lo que le construye la identidad es la memoria, así que en la selva se tiene que librar de la memoria y abandonar su yo físico, por eso se entrega al tigre. Pero claro, el tigre es a la vez él mismo…”. Entrevista realizada a Apichatpong Weerasethakul por Manuel Yánez Murillo en la revista Letras de Cine (Nº 9, 2005, pp. 66-69).
[5] En la op. cit. (p. 54).

[6] A este respecto, podríamos asimilar iconográficamente a este personaje con la imagen de Michael Scofield, el protagonista de la televisiva Prision break, también encerrado en sendas prisiones (ya que los propios Estados Unidos no dejan de ser una prolongación natural de la cárcel en la que está encerrado junto con su hermano), la primera de ellas ese cuerpo tatuado con los planos de la prisión. Desde luego, tenemos en cuenta que el creador de cada producto no tiene por qué conocer la obra del otro, pero es curioso que hayan coincidido en el tiempo dos imágenes tan parecidas, por lo que nos podemos preguntar si no estaremos en una época en la que vemos nuestro cuerpo como una cárcel, sea cual sea nuestra condición o nuestra nacionalidad.

[7] Manuel Yánez Murillo: “Tropical Malady. Formas para el misterio”. En la op. cit. (pp. 59-61).

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