No son buenos tiempos para ser un
anciano. Si incluso para los jóvenes este mundo nos parece a veces demasiado
rápido, acelerado, incluso frenético, no quiero ni pensar cómo lo tienen que
ver nuestros mayores. No hace falta más que verles la cara: despistados,
perplejos, incrédulos ante todo lo que desfila por delante de sus ojos. El
planeta que ellos conocieron hace algún tiempo que desapareció, y lo hizo a la
velocidad del rayo. No ha habido una etapa de transición tecnológica, ni
cultural, ni social para que hayan podido adaptarse. Todo lo nuevo ha llegado
de golpe, casi sin anunciarse, como un torrente imparable que ha terminado por
engullirles, rematando su desconcierto.
Nuestra sociedad está llena de
contradicciones. Una muestra de ello es un celebrado pensamiento que (mucho me
temo… y por desgracia) todos nosotros hemos utilizado en alguna que otra
ocasión, ya que la comunidad gitana parece ser que “SÓLO” tiene una
virtud: la de cuidar de sus mayores [1]. Y eso parece darnos mucha
envidia. Aparentemente, claro, porque la cifra de ancianos abandonados o
maltratados (cuando no las dos cosas a la vez) son escalofriantes. Es decir:
que los gitanos son unos cracks aguantando la peste que emana sus
viejos, y si no fuera porque son una comunidad “machista, vengativa,
delincuente, caradura y un largo etcétera” (tópicos de los que, parece ser, no
puede escapar ni uno de ellos) los aceptaríamos de mil amores. Sin embargo,
nosotros tenemos ese “pequeño defectillo” (mira tú) de que nos resulta
desagradable el tufo de los viejos, de que nos divierte darles de ostias y de
que hemos convertido las gasolineras de nuestra “santa geografía” en
improvisados basureros humanos. Porque sigue habiendo cafres que se consuelan
pensando que “su vieja” prefiere vivir sola, sin ataduras, sin molestar a la
familia… o al menos es lo que recuerda de la última conversación con ella… diez
años atrás.
Los ancianos siempre tienen las
de perder ante sus generaciones posteriores, pues irremediablemente sus hijos y
nietos tienen la capacidad “a toro pasado” de juzgar aquello que sus mayores
hicieron o dejaron de hacer. Por eso, antes que como a víctimas, a las personas
que tuvieron que vivir épocas pretéritas mucho más duras que las que ahora
disfrutamos se las suele ver como actores participativos, como si todo aquello
que pasó lo hubieran propiciado con su voluntad (o, en el mejor de los casos,
con esa pasividad de “el que calla otorga”). Y, sin embargo, yo soy de los que
están convencidos que en la mayoría de los sistemas políticos habidos y por
haber, sea cual sea su signo, nosotros poco pintamos. Quiero decir que (y
aunque suene a un arcaísmo del que algunos ya estaban celebrando su defunción:
perdón, seguimos aquí) eso que ha venido en llamarse las «superestructuras» no
nos dejan a los individuos demasiado margen de maniobra. Es decir, que nos
guste o no nos guste, esto es lo que hay, y con ello parece que tenemos que
tragar. Por eso me parece muy injusto cuando a un anciano se le achaca parte de
los pecados del pasado, de la misma forma que no soporto que a un gitano se le
eche en cara pertenecer a una comunidad como la suya pues, desde mi punto de
vista, sus virtudes (ya he dejado claro que para mí son bastantes más que esa a
la que siempre se alude) y sus defectos (que los tendrá, como toda sociedad)
forman parte a un mismo tiempo de un acervo, de una forma de ser hasta cierto
punto “autoimpuesta” y que arrastran desde hace siglos, sin que sus miembros no
puedan escapar de ello si no es con el peligro de perder su identidad racial y cultural
(que en la comunidad gitana caminan a una muy corta distancia).
Afortunadamente, las cosas cambian, y ni ellos ni nosotros somos los mismos que
los de hace un par de décadas. Aunque, por supuesto, siempre nos quedan cosas
que mejorar… a todos.
Mi madre aún no es anciana, pero
llegará el día en el que lo será. Yo muchas veces me pregunto cómo será
entonces nuestra relación y sobre todo si, en ese momento en el que tanto ella
como mi padre me necesiten, yo sabré estar a la altura y ser fiel a todo lo que
ahora mismo pienso sobre la dignidad de los que tanto nos han dado (para
empezar, la propia existencia). Saco a colación aquí a mi madre porque en
cierta ocasión, hace unos cuantos años, hice con ella una apuesta: después de
preguntarla si ella me quería, si nunca me haría daño y si daría su vida por
mí, y responder ella siempre afirmativamente a mis preguntas, yo la dije que
siempre podría haber alguna situación vital en la que ella llegara a matarme
con inmenso alivio por su parte. Ella, supongo que por el desconcierto de lo
que le estaba diciendo, no supo qué contexto podría ser ese. “Imagínate”, le
dije, “que unos hombres vienen a por mí, que me van a llevar con ellos y que me
van a torturar hasta que la extenuación acabe con mi vida. Ahora imagínate que
tienes delante un arma y que tienes el tiempo justo para evitarme tal tormento…
¿Qué harías entonces?”. Supongo que sus enrojecidos ojos, sus lágrimas y el
fuerte abrazo que me dio respondieron positivamente al reto que la planteé…
aunque cada vez que me mira desde entonces tengo la sensación de que ve en mí a
un irredento sádico.
Puede que el escritor japonés
Shichirô Fukazawa se plantease la escritura de su novela Narayama como
el retrato de la odisea de unos campesinos japoneses por sobrevivir, pero yo
también pienso que hasta cierto punto podría haber sido un reto que alguien le
lanzó: “¿quién y cómo podría alguien matar a su propio padre de buena gana, con
una sonrisa en los labios?”. La propuesta es a priori dura de asumir,
por lo que aquél que abordara el proyecto de transcribir este argumento en
imágenes (a un medio tan popular y difusor de formas de ser, vivir y pensar
como es el cine) tendría que ser, cuanto menos, un tipo de ideas peculiares. A
pesar de que de dicha novela ya se hiciera una primera (y casi olvidada)
versión cinematográfica en 1958 por Keisuke Kinoshita, el honor de hacerla
verdaderamente famosa correspondió al maestro Shohei Imamura en La balada de
Narayama (Narayama bushiko, 1983) [2].
Desde luego éste es un ejemplo en
el que, a pesar de ser una película coral donde se cuenta la historia de todo
un pueblo, el peso principal lo lleva sobre sus espaldas la anciana Orin
(literalmente, ya que esta misma imagen se repite innumerables veces a lo largo
de la cinta). Ella resulta ser la más veterana habitante de la Casa del Árbol,
donde vive con sus hijos: Tatsué, Késa y Risuké. Está a punto de cumplir los
setenta años y llega el momento de “ir a la montaña”. ¿Será esa viaje como el
que nuestros mayores hacen tan frecuentemente a Benidorm? ¿Será ese un lugar en
el que disfrutar de un apacible y merecido retiro? Las duras condiciones en el
que tiene que (sobre)vivir esa pequeña y humilde comunidad nos hacen
respondernos muy pronto en sentido negativo.
El film es, sin duda, un retrato
sobre lo que significa el equilibrio y las funestas consecuencias que puede
suponer su ruptura, algo muy del gusto “oriental” [3]. En un ecosistema
tan delicado como el que viven encajonados (por valles y montañas) los seres
que comparten ese mismo paisaje (hombres y animales, ya sean éstos salvajes o
domésticos) no puede permitirse que el ciclo vital natural se rompa en ningún
momento: si un eslabón se suelta, la “cadena natural” (término muy ilustrativo
con el que nos enseñaron este concepto en el colegio) se romperá. Parece una
perogrullada, pero todo al fin y al cabo es tan simple y tan fundamental como
esto, pues si esa serpiente que vemos hibernando al principio de la cinta no
sirviese de comida para las ratas en invierno, los mismos roedores no podrían
alimentar a otras serpientes antes de que éstas den a luz a sus culebrillas. Y
el ciclo de la Naturaleza vuelve así a empezar.
Al estar el ser humano tan
inmerso en los condicionamientos que la Naturaleza acaba por imponer, no podría
ser retratado de otra forma que como un ser vivo más, arrastrando las mismas
miserias materiales y teniendo que someterse a las rigurosas leyes naturales
para no perecer en la carrera por la conservación. Así, ese “deber” que empuja
a los protagonistas de la historia resulta ser el motor que genera el
movimiento de la acción: la madre, a pesar de poder ser aún una productiva
trabajadora, “debe” apartarse de la comunidad, pues su presencia supone el
estancamiento de su familia al taponar la posibilidad de la llegada de otros
miembros que la puedan enriquecer (así de débil es ese “equilibrio” al que
antes hacíamos mención) [4]. Y ella, por pertenecer desde hace más
tiempo a esa cultura del “deber”, lo acepta de mejor grado (de hecho provoca
físicamente su marcha al partirse adrede los dientes ya que, según su cultura,
aquel que no tiene dientes no puede mantenerse por sí mismo) y se enfrenta con
entereza y parsimonia a su indefectible futuro (qué diferencia entre esta
anciana y los de nuestro tiempo y sociedad, a los que parece que
permanentemente se les está acabando el tiempo: ¡hasta ese punto les
contagiamos nuestra esquizofrenia por la dictadura del reloj!). Sin embargo, su
primogénito Tatsué se ve lastrado en el compromiso vital que tiene
culturalmente con su madre por un incidente del pasado: su padre no se atrevió
en su día a llevar a su progenitora a la montaña, trauma que será para él un
acicate para llevar a cabo su misión [5].
Es, por lo tanto, el peso de la
tradición aquello que “en primera instancia” (ya que en última no deja de ser
el sentido materialista de la supervivencia) vehicula el comportamiento de
estos individuos, pues a nivel cultural únicamente pueden aferrarse a sus ritos
y mitos para contextualizar su reducido universo. La extensión de sus referencias
espaciales es tan escasa que el comerciante de sal es el único contacto con el
mundo exterior, el único nexo con otros pueblos, el cordón umbilical (podríamos
decir, con bastante mala leche, después de ver cómo son recibidos en dicho
pueblo aquellos infantes que no han sido llamados) que une a distintas familias
entre sí (es, de hecho, aquel que lleva las noticias de una mujer casadera para
el hijo de la anciana Orin). Si atendemos a los primeros planos que abren la
película observaremos la magnitud de lo dicho anteriormente: la silueta de esas
montañas tan altas garantizan el aislamiento (mucho más en un invierno tan
riguroso como el que se muestra). Los habitantes de un ecosistema como éste
tienen que estar, a la fuerza, condicionados por él, tanto a nivel físico
(incomunicación, autismo cultural, endogamia, prácticas sexuales perversas
–zoofilia, gerontofilia e incesto-, etc.) como espiritual, pues las altas
cumbres les ponen en contacto con lo divino, mientras que los remotos valles
les acercan con el Averno, lo cual explicaría (aunque seguiría sin justificar)
esa violencia que parece habitar intrínsecamente en las actitudes de esos
individuos [6], pues esos hombres y mujeres parecen vivir en un limbo,
en un eterno purgatorio donde no hay prosperidad ni tampoco merecido descanso.
Al final, el primogénito Tatsué
(aquel sobre el que recae la responsabilidad de liderar a su casa, la «Casa del
Árbol» [7], “armado” de poder a través de un atributo como es el de
portar durante la caza del conejo el único fusil que se ve en toda la película)
esboza una sonrisa, pues ha comprendido que su misión iba más allá de un rito o
una tradición, pues su acción perpetúa en el tiempo la supervivencia de toda
una comunidad (y su peculiar cultura). Si no fuera por el sacrificio de los
ancianos el valle no se regeneraría con savia nueva, esa que hace brotar el
arroz estación tras estación, año tras año, generación tras generación. Y la
dureza de la prueba (transportar físicamente al padre o a la madre para
depositarlos en un silo de historia escrito con los huesos pelados de sus
antepasados) indica el nivel de compromiso con los suyos. Esa lealtad a la
sangre será el pegamento que aglutine esos núcleos familiares (por lo menos
hasta la llegada del próximo invierno).
Pero Tatsué también sabe que el
fruto del amor hacia su esposa será algún día aquel que cargue con él en su
“viaje” a la montaña. Lo que no sabemos es si cederá a la tentación de coger a
su próximo hijo y, bajo el amparo de la ley del equilibrio, abandonarle
en mitad de un campo nevado para que sean así los rigores de la Naturaleza
quines acaben con su futuro asesino. Quizás el anhelo de supervivencia vaya más
allá de lo simplemente alimenticio. Quizás esa sonrisa final sea un gesto de
satisfacción y victoria… quién sabe. ¿Le resultará más fácil… después de matar
al viejo?
(artículo aparecido en el nº. 164
de Versión Original —octubre de 2008— dedicado a "Ancianos")
[1]
Entrecomillo, pongo con mayúsculas y subrayo ese “SÓLO” para denotar mi
indignación: ¿es que es tan desconocida la generosidad intrínseca, la lealtad
por los suyos, la alegría por vivir, el concepto libérrimo de la existencia o
la insumisión ante el Poder y la represión que ha venido demostrando el pueblo
gitano a lo largo de la Historia?
[2]
Película que se impuso en la competición por la Palma de Oro en el Festival de
Cannes de ese año por encima de obras de la categoría de Nostalgia (Nostaghia,
Andrei Tarkovski) o El dinero (L’argent, Robert Bresson).
[3]
Con todo el peligro que conlleva utilizar este genérico término, ya que estamos
hablando de decenas de países, idiomas, religiones, ritos, mitos, gastronomías,
etc. que a nuestros ojos nos aparecen muchas veces de manera falsamente
uniforme. Posiblemente haya un poso de verdad en que hay una “espiritualidad”,
una forma de ver y entender que corresponde al núcleo común procedente del
budismo: sintoísmo, confucionismo, etc.
[4]
Pero las “nuevas incorporaciones” no pueden realizarse de cualquier manera,
sino valorándose de forma “intuitiva” todo aquello que puedan aportar al núcleo
familiar. Por eso están extendidos tanto el geronticidio como el infanticidio,
ya que primero un anciano debe abandonar una “casa” (en el sentido de familia o
clan) para que un neonato pueda ser recibido. Esto conlleva a que al hablar
sobre los bebés abortados se pierdan escandalosamente las formas para los ojos
de una persona que no viva en esas mismas circunstancias (un contexto que
incluso exige tener una conciencia limpia al ser tan habitual el asesinato de
recién nacidos), pues llegan a referirse a ellos como “abono” para los campos o
“ratoncillos” que no hacen más que alimentarse a través de unas preñadas ávidas
de más y más comida.
[5]
A pesar de la grandeza de este film, no puedo dejar de expresar mi frustración
cuando llega esta parte, ya que de estar viendo un “pseudo-documental” (si esto
existiera) de carácter naturalista (como bien dice Santos Zunzunegui, en esa
acepción puramente cientifista del que se dedica al estudio de la Naturaleza y
que parte de la mirada de Zola) y trasfondo marxista (como intenté demostrar en
un artículo que sobre esta misma película se publicó en la revista on-line
Miradas de Cine del pasado mes de mayo) pasamos a entrar en un universo
puramente ficticio, melodramático (por lo tanto, y siguiendo con la
terminología utilizada hasta el momento, de carácter meramente burgués) y con
profundas cargas freudianas (se descubre que Tatsué mató a su padre en el mismo
punto argumental en el que no acepta que su madre se vaya, por lo que podemos
afirmar que el hijo quiere seguir yaciendo ad aeternam con la
madre –ya que la casa en la que viven poca privacidad permite-).
[6]
Sin duda la más trascendente e impactante es aquella en la que entierran vivos
a todos los miembros de una misma familia porque han robado alimentos,
comportándose entonces todos con una especie de mentalidad ordenadora común,
pues sus gestos y movimientos parecen tan unísonos y orquestados como en los
que se observan en las hormigas (y no sería ésta la única vez en la que se
mostrase a estos seres humanos tan imbricados en su medio natural que tomasen
para sí actitudes y comportamientos propios de los animales con los que deben
convivir: los dos jóvenes que hacen el amor enroscándose como dos serpientes,
el búho que caza al ratón como la anciana Orin “caza” a la joven Matsu en su
trampa, etc.).
[7]
Son significativos los nombres de las dos “casas” que entran en liza en el
argumento, pues son un fiel reflejo de la sociedad a la que nos enfrentamos:
por una parte, la «Casa del Árbol» en la que viven Orin y sus tres hijos
varones es receptora de mujeres pretendientes (ya que al estar hablando de un
sistema patrilocal son ellas las que tienen que ir a vivir a la casa de sus
futuros maridos), por lo que está en franca desventaja frente a la «Casa de la
Lluvia» de la que procede la joven Matsu (que es “exportadora” de mujeres
casaderas), la cual parece a salvo de tener que recibir nuevos inquilinos y,
por lo tanto, repartir entre más individuos los escasos recursos alimenticios.
De alguna manera se nos está diciendo que, a pesar de que en condiciones
normales la lluvia fertiliza al árbol, aquí una de las casas (la de la lluvia)
puede llegar a anegar a la otra (la del árbol), siendo para ésta como un cáncer
o un veneno (de hecho, una serpiente sale de la Casa de la Lluvia para
instalarse en la del Árbol).
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