jueves, 16 de mayo de 2013

ALICIA EN EL PAÍS DE ROOSEVELT


Un cuento es, en términos generales, todo aquel relato de carácter fantástico y finalidad moralizante. Su esquema suele ser muy básico: un individuo con el que fácilmente se empatiza, al que le ocurre algo que perturba su vida, su monótona felicidad, que incluso le lleva a ver de cerca un peligro cercano a la muerte, y que para salvar esta circunstancia desfavorable debe recurrir a su astucia, su audacia y a sus buenos sentimientos, consiguiendo in extremis su objetivo, volviendo nuevamente a la situación calma desde la que se partió. Este esquema es seguido por la práctica totalidad de los relatos a los que podemos clasificar como “cuentos”, citando a La Odisea como el auténtico precedente (¿de qué no lo es?). Otro elemento que le caracteriza es su capacidad para no agotar jamás. Recurrimos una y otra vez a leer o escuchar la misma historia. No nos importa en absoluto conocer de antemano el final. Ambos elementos, su esquema simple y su incansable repetición, tienen en la infancia su verdadero sentido, ya que nos permite a los seres humanos (en particular, y a todos los seres vivos en general) desde nuestra niñez aprender a través de la repetición, uno de los mecanismos de memorización más antiguos y elementales que se conocen. No nos cansamos de oír una y otra vez el mismo cuento noche tras noche, sin tolerar que se nos cambie una sola coma, que no falte ni un solo soldado, que ni una sola palabra mute de lugar. Con las incesantes reiteraciones del mismo relato grabamos cada palabra y su contexto, construyendo de manera natural el “perchero” sobre el que se asentará toda la complejidad que supone edificar un idioma.

En el cine podríamos asegurar que cada película es en sí misma un cuento. Con todos sus héroes nos identificamos y no dejamos nunca de recurrir a su revisión, sea cual sea su calidad. Encontramos algo placentero y cómodo en su visionado, sobre todo si nos llevan a mundos imaginarios que jamás podremos visitar, en los que todo es posible. Para mí, El Mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939) es uno de los mejores ejemplos (desde luego, sí mi favorito). Basada en el famoso cuento de L. Frank Baum, escrito en 19oo, este filme surge en un contexto histórico convulso. Por una parte, los Estados Unidos (y el resto de los países occidentales de economía capitalista) están saliendo de los efectos de la crisis de 1929. Por otra, el Mundo asiste expectante al enfrentamiento entre dos conceptos políticos antagónicos, el fascismo y el comunismo, aunque ambos con las mismas pretensiones expansionistas basadas en el imperialismo. Está a punto de estallar un nuevo conflicto de carácter internacional, el más dramático que el ser humano haya conocido, habiendo sido España el fatídico tubo de ensayo del macabro experimento.


Este panorama es el que refleja a la perfección la película. Se avecina una época de cambios trascendentales, pero aún no ha llegado. Hay que preparase para su llegada, pero aún se está viviendo en un modelo antiguo y obsoleto, con una mentalidad anticuada. Ése es el mundo en el que vive Dorothy (Judy Garland), un mundo, no en blanco y negro, sino en color sepia, ya que es un mundo cálido y entrañable (se suele decir que “cualquier tiempo pasado fue mejor”), aunque en ocasiones tan sucio y polvoriento como el camino que día tras día tiene que atravesar para llegar a su hogar. Allí, en la árida Kansas, vive sola con sus tíos: es una niña carente de padres (han muerto o han tenido que emigrar a la gran ciudad en busca de trabajo) con lo que ello comporta: una educación basada en el consentimiento, en la falta de represión de los progenitores y en la exaltación de la fantasía como herramienta lúdica. Por ello no se dará cuenta que sus reivindicaciones son frívolas a ojos de los demás, sobre todo en una situación en la que debido a un problema técnico está en juego su propia supervivencia (los pollitos pueden morir y Dorothy sólo piensa en su conflicto con Miss Gulch). No son buenos momentos para la economía de la nación, donde se tiene que pelear cada caloría de energía como si fuera la última.

Triste y desolada por el rechazo de los demás, acaece uno de los momentos más bellos (por su contenido y su simplicidad) de la Historia del Cine: Over the Rainbow simboliza el mundo que se anhela, aquel que llega tras la tempestad, donde se anegan los  campos, pero donde luego crecerán los verdes prados. En un mundo triste, sucio, pobre y polvoriento, el Arco Iris es una enorme y maravillosa puerta de entrada a un mundo ideal donde escapar de la realidad. Así, tras un fallido intento de fuga, llega a la granja en medio de una tempestad (traspolación física de la agitación de su ánimo) con el irreductible deseo de no preocupar más a sus tíos, portarse bien y obedecerles en todo. Comienza así su maravilloso viaje en forma de sueño: el huracán arranca la casa del suelo, lo que inmediatamente nos remite a otro famoso cuento infantil, Alicia en el país de las maravillas,  aunque a diferencia de aquél, en el que su pequeña protagonista caía por un agujero (en una bajada a lo profundo del infierno del inconsciente, donde perdemos nuestra voluntad y estamos a merced de los que nos ocurra, no podemos dominarlo), aquí la niña asciende por los aires (el huracán la aúpa, la sube, es un viaje hacia la imaginación, hacia la fantasía, hacia el color, hacia lo deseado, donde podemos dominar lo que nos pasa, haciéndose realidad nuestros deseos). Durante este ascenso la ventana se abre de par en par, actuando como una metáfora del propia cine, donde Dorothy ve cambiar los elementos de la realidad, mutándose paulatinamente y adquiriendo un carácter irreal y onírico.

Llega a ese mundo inalcanzable desde el suelo, donde el Arco Iris ha teñido de forma caprichosa todo con su color. Todo es brillante y limpio, reina la alegría y la despreocupación. Pero pronto surge un conflicto: ha caído sobre la Bruja Mala del Este, de la cual sólo asoman sus zapatos rojos de debajo de la casa. ¿Mala? ¿Este? ¿Rojos? Los elementos simbólicos nos llevan a pensar inmediatamente en uno de los enemigos del capitalismo de los Estados Unidos, el comunismo, amenaza latente de la época en territorio norteamericano a través de los poderosos sindicatos obreros. Al acabar Dorothy con dicha amenaza, es investida por la Bruja del Norte (de características benéficas y rasgos anglosajones: piel blanca, rubia, etc.) con uno de sus atributos, consagrándose de esta manera el ideal patrio a través de los colores de su bandera, complementándose el azul y el blanco de su vestido (como el del personaje de Lewis Carroll) con el rojo de los zapatos de rubíes (la riqueza virtual y material del pueblo americano es un premio por haber frenado las pretensiones del socialismo/sindicalismo, aquello que lastraba su economía).


Pero aquí no terminan las amenazas: la susodicha Bruja Mala del Este tenía una hermana, ésta del Oeste, que promete vengar la pérdida de su “gemela”. Y esta nueva amenaza, más pérfida y mortífera que la anterior, se vislumbra como una representación de los totalitarismos (tanto el fascismo de Hitler y Mussolini como el expansionismo imperialista japonés). La Bruja Mala vigilará permanentemente, acechando cualquier oportunidad que la brinde el más mínimo despiste que la haga a Dorothy salirse “del buen camino” de baldosas amarillas (amarillas como el oro, como la riqueza y el poder que ya ostentan los EE.UU.).

A través de su periplo encontrará nuevos amigos que compartan con ella su fantástico viaje, y sobre los que poder ejercer esos nobles atributos de los que todo héroe de los cuentos posee. Así, cada personaje se manifestará como una proyección de aquellos valores que el pueblo americano debe tener como su norte para vencer la difícil situación histórica que se vive, así como la que se vislumbra: más inteligencia, más amor y más valor. Estos deseos, y el propio de Dorothy de volver a su hogar, les harán llegar a Ciudad Esmeralda en busca del Mago de Oz para formularle sus peticiones. Como no podía ser de otra manera, nuestros héroes triunfan en la misión de acabar con la Bruja del Oeste (de la manera más ingenua Dorothy acaba con ella al echarla agua, es decir, la purificación del bautismo de manos de una inocente virgen (!!!)) en su tétrico castillo, reverso tenebroso de Ciudad Esmeralda, tanto visual como conceptualmente, ya que remite a la duplicidad inversa de Alicia a través del espejo.

Los compañeros de viaje de Dorothy descubren que cada uno de ellos llevaba en su interior aquello que tanto anhelaban, de la misma manera que la propia Dorothy descubre que “en ningún sitio como en casa”, la que sería por el momento la política de los EE.UU. ante el inminente conflicto europeo (recordar que no entrarían en la Segunda Guerra Mundial hasta que en 1941 Japón atacara Pearl Harbour).


Esto en cuanto a los Estados Unidos de la presidencia de Franklin Delano Roosevelt. Pero, ¿cómo sería hoy en día Dorothy? ¿Cómo vería su personal País de Oz? En el año 2000, al filo del cambio del milenio y de la llegada (ilegítima) de George W. Bush al poder, el realizador Lars von Traer realiza Bailar en la oscuridad (Dancer in the dark), película que, si no podríamos considerar remake de El Mago de Oz como tal, sí absolutamente deudora. En ella encontramos los mismos personajes, con las mismas pulsiones, las mismas necesidades y las mismas peripecias: Gene (Vladica Kostic), el hijo de la protagonista, necesita estudiar más (como el espantapájaros: un cerebro); Jeff (Peter Stormare), su pretendiente, la intenta conquistar (como el hombre de hojalata, necesita un corazón); Kathy (Catherine Denueve), su mejor amiga, necesita “soltarse” (como el león, necesita investirse de valor); etc.

Selma Jesková (Björk) es una inmigrante checoslovaca. Este elemento otorga un importante matiz a la Dorothy de El Mago de Oz, ya que aquella, al llegar al País de los Munchkins, también es una inmigrante, favorablemente acogida, ya que los Estados Unidos siempre se han caracterizado (por lo menos hasta recientes fechas) en ser un país de acogida de inmigrantes y refugiados políticos, tanto en los años 30 (fecha de realización de El Mago de Oz) con los huidos del nazismo como en los 90 con la caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento del sistema socialista de los países de la Europa del Este (circunstancia presente en el diálogo de la película).

Selma ha vivido siempre en un ambiente duro, frío, gris. Su lugar de origen era lo que Kansas para Dorothy, y las películas musicales su personal Arco Iris, rebosante de color y fantasía, representación idílica de una mentalidad infantil, cándida, ingenua. Para ella, la vida en EE.UU. y lo que se veía en las películas debía ser lo mismo. Al llegar a ese País de Oz con el que soñó desde pequeña, la percepción de la realidad se ve mermada al sufrir una enfermedad degenerativa en la vista, por lo que su imaginación se despliega, los colores se saturan, la realidad no es lo que es, sino lo que la gustaría que fuese. Así, los raíles del ferrocarril son su particular camino de baldosas amarillas, que la llevan de su casa al trabajo y viceversa cuando pierde por completo la visión, cuando las cosas se ponen cada vez más duras, pero cuando más cerca ve su sueño de que su hijo pueda operarse de los ojos y no tener que sufrir la misma enfermedad que su madre, la cual se siente culpable por saber de este mal antes de parirlo. Selma guarda sus ahorros con mimo, casi con devoción religiosa (la nueva y reluciente caja de bombones actúa como custodia que contiene lo más sagrado para ella, y cada noche al llegar con los ingresos del día realiza su recuento con una actitud litúrgica).

Pero como Dorothy, Selma también tiene su propia “Bruja del Oeste”. Su vecino e inicial benefactor, el policía local Bill (David Morse), aprovechando su dificultad en la visión, la roba. Es un acto cobarde fruto de uno de los pecados más comunes de la sociedad americana (en particular, y de la sociedad occidental en general): vivir por encima de las propias posibilidades, endeudándose hasta límites indignos. Selma quiere lo que es suyo, el rendimiento de su trabajo, con el que dar un futuro a su hijo. En un último arrebato de cobardía, Bill pide a Selma que le mate. En su huída, antes de ser detenida, visita a su “mago de Oz”, el cirujano que cumplirá su sueño de operar a su hijo Gene. Declarada culpable, será condenada a la peor tortura a la que se la pudiera someter: en un total silencio, privada de cualquier ruido que la haga pensar en un ritmo musical, será amarrada a una tabla en el momento de la ejecución de la sentencia de muerte dictada por un jurado ciego, obligándola a bailar la macabra danza del ahorcado.


Por otra parte, y dada la gran repercusión este año de la conmemoración del IV centenario de la primera edición de El Quijote, surge una obligada comparación entre los tres personajes: Dorothy, Selma y Alonso Quijano. Tres representantes de la imaginación desbordada, de la ilusión, de la locura… y los tres con un final, si no fatídico, sí agridulce. Dos de ellos (Selma y Don Quijote) terminan pagando con su vida su excesos de fantasía, y la otra (Dorothy) acaba renegando de sus quiméricos sueños. ¿Estamos acaso equivocados al citar ejemplos como éstos como modelos a seguir, como paradigmas de la huída de la prisión de lo real, patrones de la inocencia y del espíritu libre que hay (o debería haber) en cada uno de nosotros? Hay, sin duda, una crítica más que evidente, no al hecho de imaginar, de soñar, sino al ejercicio de exaltar, de enervar, de exacerbar comportamientos locos, porque son actitudes incomprendidas, y la sociedad acaba por apartar y condenar a ese extremista, tildándolo de demente. Hay que saber diferenciar la fantasía de la realidad. Todos hemos terminado de ver un musical y hemos sentido ese arrebato de salir a la calle, empezar a bailar y ser seguidos por la anónima multitud, cómplice del mismo sueño. Nuestra fantasía terminó ahí. ¿Qué nos frenó? Sin duda la percepción de lo tangible, de nuestra condición de seres sociales reales en un mundo real, conscientes de nuestras limitaciones. Curiosamente en 1932 Georg W. Pabst descubrió esta analogía entre el mundo fantástico e irreal de los musicales y la figura de nuestro Don Quijote en su personalísima versión del inmortal, con lo que queda cerrado el círculo que relaciona el género musical con los soñadores y su personal forma de ver el mundo a través de los tres ejemplos aquí citados.

P.D.: para aquellos lectores que visiten Valladolid, es recomendable que se den un paseo hasta los antiguos Jardines de La Rubia. Allí encontrarán uno de los monumentos al cine más hermosos que existen, cuya pieza principal es la casa de Dorothy en El Mago de Oz. El espectador sensible la sabrá apreciar.

(artículo aparecido en el nº. 125 de Versión Original —marzo de 2005) dedicado a "Sueños")

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