Un cuento es, en términos
generales, todo aquel relato de carácter fantástico y finalidad moralizante. Su
esquema suele ser muy básico: un individuo con el que fácilmente se empatiza,
al que le ocurre algo que perturba su vida, su monótona felicidad, que incluso
le lleva a ver de cerca un peligro cercano a la muerte, y que para salvar esta
circunstancia desfavorable debe recurrir a su astucia, su audacia y a sus
buenos sentimientos, consiguiendo in extremis su objetivo, volviendo nuevamente
a la situación calma desde la que se partió. Este esquema es seguido por la
práctica totalidad de los relatos a los que podemos clasificar como “cuentos”,
citando a La Odisea como el auténtico precedente (¿de qué no lo es?). Otro
elemento que le caracteriza es su capacidad para no agotar jamás. Recurrimos
una y otra vez a leer o escuchar la misma historia. No nos importa en absoluto
conocer de antemano el final. Ambos elementos, su esquema simple y su
incansable repetición, tienen en la infancia su verdadero sentido, ya que nos
permite a los seres humanos (en particular, y a todos los seres vivos en general)
desde nuestra niñez aprender a través de la repetición, uno de los mecanismos
de memorización más antiguos y elementales que se conocen. No nos cansamos de
oír una y otra vez el mismo cuento noche tras noche, sin tolerar que se nos
cambie una sola coma, que no falte ni un solo soldado, que ni una sola palabra
mute de lugar. Con las incesantes reiteraciones del mismo relato grabamos cada
palabra y su contexto, construyendo de manera natural el “perchero” sobre el
que se asentará toda la complejidad que supone edificar un idioma.
En el cine podríamos asegurar que
cada película es en sí misma un cuento. Con todos sus héroes nos identificamos
y no dejamos nunca de recurrir a su revisión, sea cual sea su calidad.
Encontramos algo placentero y cómodo en su visionado, sobre todo si nos llevan
a mundos imaginarios que jamás podremos visitar, en los que todo es posible.
Para mí, El Mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939) es uno de los mejores ejemplos
(desde luego, sí mi favorito). Basada en el famoso cuento de L. Frank Baum,
escrito en 19oo, este filme surge en un contexto histórico convulso. Por una
parte, los Estados Unidos (y el resto de los países occidentales de economía
capitalista) están saliendo de los efectos de la crisis de 1929. Por otra, el
Mundo asiste expectante al enfrentamiento entre dos conceptos políticos
antagónicos, el fascismo y el comunismo, aunque ambos con las mismas
pretensiones expansionistas basadas en el imperialismo. Está a punto de
estallar un nuevo conflicto de carácter internacional, el más dramático que el
ser humano haya conocido, habiendo sido España el fatídico tubo de ensayo del
macabro experimento.
Este panorama es el que refleja a
la perfección la película. Se avecina una época de cambios trascendentales,
pero aún no ha llegado. Hay que preparase para su llegada, pero aún se está
viviendo en un modelo antiguo y obsoleto, con una mentalidad anticuada. Ése es
el mundo en el que vive Dorothy (Judy Garland), un mundo, no en blanco y negro,
sino en color sepia, ya que es un mundo cálido y entrañable (se suele decir que
“cualquier tiempo pasado fue mejor”), aunque en ocasiones tan sucio y
polvoriento como el camino que día tras día tiene que atravesar para llegar a
su hogar. Allí, en la árida Kansas, vive sola con sus tíos: es una niña carente
de padres (han muerto o han tenido que emigrar a la gran ciudad en busca de
trabajo) con lo que ello comporta: una educación basada en el consentimiento,
en la falta de represión de los progenitores y en la exaltación de la fantasía
como herramienta lúdica. Por ello no se dará cuenta que sus reivindicaciones
son frívolas a ojos de los demás, sobre todo en una situación en la que debido
a un problema técnico está en juego su propia supervivencia (los pollitos
pueden morir y Dorothy sólo piensa en su conflicto con Miss Gulch). No son
buenos momentos para la economía de la nación, donde se tiene que pelear cada
caloría de energía como si fuera la última.
Triste y desolada por el rechazo
de los demás, acaece uno de los momentos más bellos (por su contenido y su
simplicidad) de la Historia del Cine: Over the Rainbow simboliza el mundo que
se anhela, aquel que llega tras la tempestad, donde se anegan los campos,
pero donde luego crecerán los verdes prados. En un mundo triste, sucio, pobre y
polvoriento, el Arco Iris es una enorme y maravillosa puerta de entrada a un
mundo ideal donde escapar de la realidad. Así, tras un fallido intento de fuga,
llega a la granja en medio de una tempestad (traspolación física de la
agitación de su ánimo) con el irreductible deseo de no preocupar más a sus
tíos, portarse bien y obedecerles en todo. Comienza así su maravilloso viaje en
forma de sueño: el huracán arranca la casa del suelo, lo que inmediatamente nos
remite a otro famoso cuento infantil, Alicia en el país de las
maravillas, aunque a diferencia de aquél, en el que su pequeña
protagonista caía por un agujero (en una bajada a lo profundo del infierno del
inconsciente, donde perdemos nuestra voluntad y estamos a merced de los que nos
ocurra, no podemos dominarlo), aquí la niña asciende por los aires (el huracán
la aúpa, la sube, es un viaje hacia la imaginación, hacia la fantasía, hacia el
color, hacia lo deseado, donde podemos dominar lo que nos pasa, haciéndose
realidad nuestros deseos). Durante este ascenso la ventana se abre de par en
par, actuando como una metáfora del propia cine, donde Dorothy ve cambiar los
elementos de la realidad, mutándose paulatinamente y adquiriendo un carácter
irreal y onírico.
Llega a ese mundo inalcanzable
desde el suelo, donde el Arco Iris ha teñido de forma caprichosa todo con su
color. Todo es brillante y limpio, reina la alegría y la despreocupación. Pero
pronto surge un conflicto: ha caído sobre la Bruja Mala del Este, de la cual
sólo asoman sus zapatos rojos de debajo de la casa. ¿Mala? ¿Este? ¿Rojos? Los
elementos simbólicos nos llevan a pensar inmediatamente en uno de los enemigos
del capitalismo de los Estados Unidos, el comunismo, amenaza latente de la
época en territorio norteamericano a través de los poderosos sindicatos
obreros. Al acabar Dorothy con dicha amenaza, es investida por la Bruja del
Norte (de características benéficas y rasgos anglosajones: piel blanca, rubia,
etc.) con uno de sus atributos, consagrándose de esta manera el ideal patrio a
través de los colores de su bandera, complementándose el azul y el blanco de su
vestido (como el del personaje de Lewis Carroll) con el rojo de los zapatos de
rubíes (la riqueza virtual y material del pueblo americano es un premio por
haber frenado las pretensiones del socialismo/sindicalismo, aquello que
lastraba su economía).
Pero aquí no terminan las
amenazas: la susodicha Bruja Mala del Este tenía una hermana, ésta del Oeste,
que promete vengar la pérdida de su “gemela”. Y esta nueva amenaza, más pérfida
y mortífera que la anterior, se vislumbra como una representación de los
totalitarismos (tanto el fascismo de Hitler y Mussolini como el expansionismo
imperialista japonés). La Bruja Mala vigilará permanentemente, acechando
cualquier oportunidad que la brinde el más mínimo despiste que la haga a
Dorothy salirse “del buen camino” de baldosas amarillas (amarillas como el oro,
como la riqueza y el poder que ya ostentan los EE.UU.).
A través de su periplo encontrará
nuevos amigos que compartan con ella su fantástico viaje, y sobre los que poder
ejercer esos nobles atributos de los que todo héroe de los cuentos posee. Así,
cada personaje se manifestará como una proyección de aquellos valores que el
pueblo americano debe tener como su norte para vencer la difícil situación
histórica que se vive, así como la que se vislumbra: más inteligencia, más amor
y más valor. Estos deseos, y el propio de Dorothy de volver a su hogar, les
harán llegar a Ciudad Esmeralda en busca del Mago de Oz para formularle sus
peticiones. Como no podía ser de otra manera, nuestros héroes triunfan en la
misión de acabar con la Bruja del Oeste (de la manera más ingenua Dorothy acaba
con ella al echarla agua, es decir, la purificación del bautismo de manos de
una inocente virgen (!!!)) en su tétrico castillo, reverso tenebroso de Ciudad
Esmeralda, tanto visual como conceptualmente, ya que remite a la duplicidad
inversa de Alicia a través del espejo.
Los compañeros de viaje de
Dorothy descubren que cada uno de ellos llevaba en su interior aquello que
tanto anhelaban, de la misma manera que la propia Dorothy descubre que “en
ningún sitio como en casa”, la que sería por el momento la política de los
EE.UU. ante el inminente conflicto europeo (recordar que no entrarían en la
Segunda Guerra Mundial hasta que en 1941 Japón atacara Pearl Harbour).
Esto en cuanto a los Estados
Unidos de la presidencia de Franklin Delano Roosevelt. Pero, ¿cómo sería hoy en
día Dorothy? ¿Cómo vería su personal País de Oz? En el año 2000, al filo del
cambio del milenio y de la llegada (ilegítima) de George W. Bush al poder, el
realizador Lars von Traer realiza Bailar en la oscuridad (Dancer in the dark),
película que, si no podríamos considerar remake de El Mago de Oz como tal, sí
absolutamente deudora. En ella encontramos los mismos personajes, con las
mismas pulsiones, las mismas necesidades y las mismas peripecias: Gene (Vladica
Kostic), el hijo de la protagonista, necesita estudiar más (como el
espantapájaros: un cerebro); Jeff (Peter Stormare), su pretendiente, la intenta
conquistar (como el hombre de hojalata, necesita un corazón); Kathy (Catherine
Denueve), su mejor amiga, necesita “soltarse” (como el león, necesita
investirse de valor); etc.
Selma Jesková (Björk) es una
inmigrante checoslovaca. Este elemento otorga un importante matiz a la Dorothy
de El Mago de Oz, ya que aquella, al llegar al País de los Munchkins, también
es una inmigrante, favorablemente acogida, ya que los Estados Unidos siempre se
han caracterizado (por lo menos hasta recientes fechas) en ser un país de
acogida de inmigrantes y refugiados políticos, tanto en los años 30 (fecha de
realización de El Mago de Oz) con los huidos del nazismo como en los 90 con la
caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento del sistema socialista de los
países de la Europa del Este (circunstancia presente en el diálogo de la
película).
Selma ha vivido siempre en un
ambiente duro, frío, gris. Su lugar de origen era lo que Kansas para Dorothy, y
las películas musicales su personal Arco Iris, rebosante de color y fantasía,
representación idílica de una mentalidad infantil, cándida, ingenua. Para ella,
la vida en EE.UU. y lo que se veía en las películas debía ser lo mismo. Al
llegar a ese País de Oz con el que soñó desde pequeña, la percepción de la
realidad se ve mermada al sufrir una enfermedad degenerativa en la vista, por
lo que su imaginación se despliega, los colores se saturan, la realidad no es
lo que es, sino lo que la gustaría que fuese. Así, los raíles del ferrocarril
son su particular camino de baldosas amarillas, que la llevan de su casa al
trabajo y viceversa cuando pierde por completo la visión, cuando las cosas se
ponen cada vez más duras, pero cuando más cerca ve su sueño de que su hijo
pueda operarse de los ojos y no tener que sufrir la misma enfermedad que su
madre, la cual se siente culpable por saber de este mal antes de parirlo. Selma
guarda sus ahorros con mimo, casi con devoción religiosa (la nueva y reluciente
caja de bombones actúa como custodia que contiene lo más sagrado para ella, y
cada noche al llegar con los ingresos del día realiza su recuento con una
actitud litúrgica).
Pero como Dorothy, Selma también
tiene su propia “Bruja del Oeste”. Su vecino e inicial benefactor, el policía
local Bill (David Morse), aprovechando su dificultad en la visión, la roba. Es
un acto cobarde fruto de uno de los pecados más comunes de la sociedad
americana (en particular, y de la sociedad occidental en general): vivir por
encima de las propias posibilidades, endeudándose hasta límites indignos. Selma
quiere lo que es suyo, el rendimiento de su trabajo, con el que dar un futuro a
su hijo. En un último arrebato de cobardía, Bill pide a Selma que le mate. En
su huída, antes de ser detenida, visita a su “mago de Oz”, el cirujano que
cumplirá su sueño de operar a su hijo Gene. Declarada culpable, será condenada
a la peor tortura a la que se la pudiera someter: en un total silencio, privada
de cualquier ruido que la haga pensar en un ritmo musical, será amarrada a una
tabla en el momento de la ejecución de la sentencia de muerte dictada por un
jurado ciego, obligándola a bailar la macabra danza del ahorcado.
Por otra parte, y dada la gran
repercusión este año de la conmemoración del IV centenario de la primera
edición de El Quijote, surge una obligada comparación entre los tres
personajes: Dorothy, Selma y Alonso Quijano. Tres representantes de la
imaginación desbordada, de la ilusión, de la locura… y los tres con un final,
si no fatídico, sí agridulce. Dos de ellos (Selma y Don Quijote) terminan
pagando con su vida su excesos de fantasía, y la otra (Dorothy) acaba renegando
de sus quiméricos sueños. ¿Estamos acaso equivocados al citar ejemplos como
éstos como modelos a seguir, como paradigmas de la huída de la prisión de lo
real, patrones de la inocencia y del espíritu libre que hay (o debería haber)
en cada uno de nosotros? Hay, sin duda, una crítica más que evidente, no al
hecho de imaginar, de soñar, sino al ejercicio de exaltar, de enervar, de
exacerbar comportamientos locos, porque son actitudes incomprendidas, y la
sociedad acaba por apartar y condenar a ese extremista, tildándolo de demente.
Hay que saber diferenciar la fantasía de la realidad. Todos hemos terminado de
ver un musical y hemos sentido ese arrebato de salir a la calle, empezar a
bailar y ser seguidos por la anónima multitud, cómplice del mismo sueño.
Nuestra fantasía terminó ahí. ¿Qué nos frenó? Sin duda la percepción de lo
tangible, de nuestra condición de seres sociales reales en un mundo real,
conscientes de nuestras limitaciones. Curiosamente en 1932 Georg W. Pabst
descubrió esta analogía entre el mundo fantástico e irreal de los musicales y
la figura de nuestro Don Quijote en su personalísima versión del inmortal, con
lo que queda cerrado el círculo que relaciona el género musical con los
soñadores y su personal forma de ver el mundo a través de los tres ejemplos
aquí citados.
P.D.: para aquellos lectores que
visiten Valladolid, es recomendable que se den un paseo hasta los antiguos
Jardines de La Rubia. Allí encontrarán uno de los monumentos al cine más
hermosos que existen, cuya pieza principal es la casa de Dorothy en El Mago de
Oz. El espectador sensible la sabrá apreciar.
(artículo aparecido en el nº. 125
de Versión Original —marzo de 2005) dedicado a "Sueños")
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