Supongo que no seré muy original
al tratar el aspecto con el que inicio este artículo y que más de uno/a de mis
compañeros/as tocará el tema que viene a continuación, pero es que la
presidenta de la Comunidad de Madrid nos lo ha puesto a huevo:
El pasado 15 de septiembre
Esperanza Aguirre —esa superheroína que es como Supermán, pero que en vez de
llevar los calzoncillos por encima de las mallas va con calcetines debajo de
las sandalias— volvió a dar un golpe de efecto al anunciar que investiría a los
profesores con una autoridad propia de policías y jueces [1]. En
principio medidas de este tipo son tan populistas y populares que a todos nos
llegan a convencer, porque son de esas propuestas que todos queremos oír,
alarmados durante años de escuchar noticias que nos hacen abochornarnos de la
sociedad en la que vivimos: profesores que sufren faltas de respeto,
agresiones, atentados contra su persona y su patrimonio, linchamientos por
parte de padres despechados —“¡ay, mi niño, con lo bueno que es en casa!”—,
etc. Todo eso por no hablar del bullying que sufren aquellos niños más
débiles, más “raritos”, que soportan sobre sus espaldas la lacra de llevar
gafas —los “cuatro-ojos” de antaño, y que hoy somos “gafapasta”—, gustar de la
lectura o practicar ballet. Y sin embargo, parafraseando a Hamlet, siempre hay
algo que huele a podrido en Dinamarca, pues algunos días antes todos vimos
atónitos cómo durante las fiestas de Pozuelo de Alarcón grupos de jóvenes se
enfrentaban a la pasma y pretendían tomar al abordaje la comisaría del pueblo [2].
Pero a diferencia de Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault
on Precinct 13, John Carpenter, 1976), donde allí los asaltantes eran
delincuentes y yonquis que más parecían zombis que personas, aquí resultó que
los bandarras no eran los acostumbrados okupas, punkis, perroflautas y demás
tropa antisistema, sino unos pijos de tomo y lomo que bien podrían estar
militando en Nuevas Generaciones. Qué curioso… y qué bien le vino al pelo
—rubio y cardado hasta lo kitsch— a la presidenta de Madrid. Como si
todo fuese una feliz coincidencia, oiga.
Pero a lo que vamos: en una de
las múltiples tertulias sobre lo de la autoridad en las aulas alguien
distinguió entre auctoritas y potestas, dos términos latinos que
apuntan a lo mismo, pero con sus matices, ya que mientras con el primero se
alude a la autoridad que uno se gana y que está investida de saber y valor
moral, con el segundo se manifiesta aquella que se otorga y que se aplica por
imposición. ¿Cuál de estas “autoridades” es la que se propone implantar en la
Comunidad de Madrid? No es muy difícil de imaginar, teniendo en cuenta que esa
autonomía se está convirtiendo en un auténtico estado policial. Los profesores
allí se terminarán por convertir en unos agentes de la ley más, cada vez más atentos
en corregir que la espalda esté bien recta y en repartir capones que en
impartir conocimientos como —por poner un ejemplo “al azar”— Educación para la
Ciudadanía, esa “inmoral” materia que no sólo enseña que dos personas del mismo
sexo pueden llamar matrimonio a su relación [3], sino que precisamente
intenta inculcar valores como la democracia, la tolerancia y el respeto, que
ahora —tarde y mal— la derecha intenta imponer, prefiriendo de esta manera la
obligación al diálogo y al debate. Vamos, lo de siempre.
Pero dejemos ya tranquila a
Aguirre (la cólera de Dios) y vayamos al turrón. Todos tenemos en la memoria un
profesor o una profesora que nos dejó tan fascinados y maravillados que, a poco
que lo pensemos, sabemos que sin él o sin ella nuestra vida no hubiera sido la
misma. Marcó nuestro camino vital y nos inculcó gustos y aficiones que, aún
hoy, consideramos como una herencia para definirnos como individuos, llevando
esa antorcha con el gozo del orgulloso discípulo. Yo, por ejemplo, dediqué mi primer
—y, hasta la fecha, único— libro de relatos a aquella maestra que en la
guardería me enseñó a leer el abecedario. Y a pesar de que la cita me salió
toda una cursilería, no pude expresar con otras palabras todo mi agradecimiento
por ella, por su paciencia y por su comprensión. Cuanto más lo pienso, más me
siento como un depositario del fuego del conocimiento. Si volviera a nacer, sin
duda lo que más me gustaría sería repetir ese tortuoso y fascinante itinerario
que es aprender a leer y escribir. Y, sin duda, me gustaría que aquella misma
mujer me volviera a desvirgar. Porque, al fin y al cabo, esa es la auténtica
labor de los profesores: romper ese himen que significa la ignorancia para
descubrir el placer del conocimiento… incluso a pesar de que éste sea algo tan
deplorable como el fascismo.
Hace aproximadamente un año nos
sorprendió el estreno de una película que trajo cola por su polémico argumento.
La ola (Die Welle, Dennis Gansel, 2008) planteaba una pregunta
muy seria: ¿es posible el fascismo hoy en día? Lo primero que tendríamos que
decir es que el fascismo, como cualquier idea o ideología, es una constante
universal —en su sentido más platónico— más allá de su aspecto externo, pues no
es algo que se caracterice únicamente a través de ciertos símbolos o de una
determinada exterioridad, sino que se forja a través de una serie de actitudes,
y éstas las podemos encontrar en todas las civilizaciones que han poblado la
historia de la humanidad. Incluso podríamos decir que se encuentran dentro de
cada individuo, de forma más o menos latente, al lado de otras tendencias de
signos opuestos, pues en la mayoría de las ocasiones que alguien se sienta
identificado con una determinada idea corre por cuenta del entorno, pues
aquellos valores a través de los cuales nos definimos suelen estar en
consonancia con los mismos que vemos en nuestros hogares, en nuestro grupo de
amigos… y sobre todo en la escuela, ya que durante la infancia y la
adolescencia somos como esponjas que se impregnan del líquido con el que entran
en contacto. Nunca dejaremos de ser unos seres sociales, grupales y gregarios
y, como en la mayoría de los mamíferos, dependientes de un líder que marca con
su actitud la tendencia general: la línea marcada por éste nos hará ser de una
u otra manera. Y mucho más en una sociedad como ésta, condicionada por la
pasividad y el seguidismo.
Viendo la película de Gansel me
acordaba de El joven Torless (Der junge Törless, Volker
Schlöndorff, 1966), donde a través de unos estudiantes de academia militar se
constituían los precedentes de la Alemania nazi: la condición de jóvenes
aristócratas de una parte de ellos —herederos de los antiguos junkers
del siglo XIX— establecía su posición dominante sobre los que no lo eran,
fundando la jerarquía que acabaría por instaurar el totalitarismo. La ola
sin embargo, al retratar la sociedad de nuestros días, no sólo prescinde de
aquellos jóvenes que se alejaban del resto de sus compañeros por pertenecer a una
élite social repleta de privilegios, sino que nos enseña un muestrario
heterogéneo de los jóvenes que hoy pueblan unas aulas con vocación igualitaria,
donde no importa la extracción social a la hora de recibir aquellos
conocimientos que forjen al individuo como parte de la masa. Y he aquí el gran
peligro que para mí hay hoy en día en la escuela, pues a pesar de que en España
existe desde la Transición una cierta disposición de atender educativamente a
cada individuo según sus peculiaridades y necesidades, que esto se lleve a cabo
acaba por depender de la buena voluntad del educador, pues los pocos recursos
—económicos, tecnológicos y humanos—, la masificación de las aulas y la poca
atención recibida por los jóvenes en sus hogares hace casi imposible que el
eterno ideal fundado por Francisco Giner de los Ríos y su Institución Libre de
Enseñanza pueda ser llevado a cabo en algún momento de nuestro próximo futuro
—de nuestro presente ya ni hablamos—.
La masa triunfa porque es cómoda.
Esto no hay que dudarlo. Y el fascismo triunfa porque existe un cierto desahogo
en que otro alguien piense por los demás, aplicando medidas de “cirujano de
hierro” —en palabras de Joaquín Costa— que desinfecte y desparasite de forma
efectiva aquellos “peligros” que amenazan los pilares reaccionarios —patria,
familia, raza, orden, trabajo, etc.—. La parafernalia paramilitar de los
antiguos fascistas ya no vale, espanta por sus reminiscencias aterradoras. Por
ello, el profesor de la clase de La ola, en su intento por saber si el fascismo
sería posible en una sociedad abierta, plural y socialmente igualitaria como la
nuestra —nominalmente esto es así, aunque vivamos en la falsedad de la sociedad
de las oportunidades: el capital tiende a ser endogámico—, decide un uniforme
que contradice este término en la medida que es de lo más normal: camisa blanca
y jeans definen exteriormente a unos individuos que, al portarlos, dejan
de ser tales, asumiendo sin darse cuenta una estética, unos símbolos y unos
lemas que los alejan de los demás tanto como de sí mismos. El experimento,
forzado hasta el extremo, tiene en su final funestas consecuencias, pues aquel
alumno que más aislado y perdido se encontraba en una sociedad que no le
atendía ve la posibilidad de la tan ansiada integración en el nuevo grupo,
convirtiéndose en un émulo del Recluta Patoso de La chaqueta metálica (Full
Metal Jacket, Stanley Kubrick, 1987) para traernos un mensaje
demoledoramente real: del fascismo se vuelve, de la muerte no.
Puede que hoy en día y a simple
vista asimilemos el fascismo a una minoría en nuestra vigilante Europa, que
legisla para procurar que los errores y los excesos del pasado no vuelvan a
repetirse. Y, sin embargo, si echamos la vista atrás y tomamos como ciertas las
aseveraciones de Michel Serres [4], deberíamos tomar como cierto —aunque
sólo fuera por prudencia— que la amenaza nunca se evaporó. Lo peor de todo es
que el fascismo ya no se limita a un grupo de cabezas rapadas que nos pueden
apalear por cualquier motivo —ojalá que sólo fuera así— o a algunos políticos
oportunistas —léase, de Le Pen en Francia a los difuntos Pim Fortuyn en Holanda
y Jörg Haider en Austria, pasando por Juan Peligro en España— que aprovechan la
psicosis colectiva sobre amenazas como la inmigración —repito: ojalá que sólo
fuera así—. Hoy en día en la Italia de Berlusconi el fascismo ya es oficial, ya
es institucional. Y todo exactamente igual que en la Alemania de los años
treinta: a través de unas elecciones, del voto de unos ciudadanos agilipollados
por el miedo. Hoy en día por las calles de las grandes ciudades transalpinas
patrullan unos engendros llamados los «City Angels» —que más se parecen a los
«Ángeles del Infierno»—, cuadrillas destinadas a sembrar el terror entre
aquellos que ya viven acojonados: inmigrantes ilegales, homosexuales [5],
militantes de izquierda, periodistas [6], etc. Con sus camisetas rojas y
sus boinas azules —lejos de las que portan las patrullas de la ONU— planean
como buitres por las calles de Roma, Milán, Florencia… a la caza de de todo
aquello que suene a amenaza para el orden, la moral, la familia, la Iglesia, el
Estado… ¿Cuáles serán sus eslóganes? ¿”Leña al moro, que es de goma”? ¿”Maricón
al paredón”? ¿“Vigilamos por usted, pensamos por usted”? Se me ocurren otros
cuántos que descarto por su sutilidad: ya puestos —y plenamente legalizados a
través de las urnas—, ¿para qué esconderse?
El reciente estreno de la última
y esperada entrega de Quentin Tarantino, Malditos bastardos (Inglorious
Basterds, 2009) nos hace reflexionar sobre la ética y los límites para
combatir al fascismo. “Ojo por ojo y el mundo estará tuerto”, sentenció Gandhi.
“La pluma vence a la espada”, dijo Rilke en cierta ocasión. No sé si es mejor
estar tuerto que la ceguera que provoca el fascismo, pero de lo que estoy
seguro es que los metales que configuran la pluma y la espada no proceden de la
misma mina. ¿Puede una ideología como el fascismo atender a razones, darse por
aludida en los discursos, plegarse ante la voluntad de la razón mayoritaria? El
discurso planteado por Tarantino me parece de lo más pertinente —atención:
empiezan los spoilers—: en la era de los misiles dirigidos por láser nos
muestra a unos soldados cortando cabelleras nazis como si fueran unos pielesrojas;
en la era digital, una montaña de celuloide a modo de pira funeraria genera un
horno crematorio en el que la cúpula de jerarcas fascistas perecen. “Viejas
armas para nuevos tiempos”, parece decirnos el genial director. El comando
americano liderado por el teniente Aldo Raine (Brad Pitt) simula hablar italiano
para acceder —¿de incógnito?— al estreno al que acude la cúpula nazi:
¿mascarada… o feliz coincidencia, aludiendo de forma inconsciente y tangencial
a esa Italia de Berlusconi por donde se nos está colando la más deplorable de
las ideologías que ha adoptado la humanidad a lo largo de su historia?
Presiento que hemos estado
viviendo muy tranquilos durante demasiados años, creyendo que reconoceríamos el
fascismo cuando se presentase ante nosotros. Creíamos poder observarle asomar
la jeta a la vuelta de la esquina, pero tristemente ya está aquí. En Italia, a
pesar de haber vivido esa misma pesadilla en el siglo pasado, le han vuelto a
dar una nueva oportunidad. ¿Seremos nosotros capaces de reconocer al nuevo
Primo de Rivera que acaudille el renovado delirio? Espero que aparezca en el
panorama un personaje como el encarnado por Brad Pitt, que marque a golpe de
machete una esvástica en la frente de todos aquellos que tengan la tentación de
querer colarlos el huevo de la serpiente. Por si acaso todavía hay algún
despistado que no sabe reconocer al fascismo cuando lo tiene delante de sus
narices…
(artículo aparecido en el nº. 177
de Versión Original —diciembre de 2009— dedicado a
"Profesores")
[1]
“Sólo los profesores de la escuela pública tendrán rango de autoridad”, El
País, 16 de septiembre de 2009.
[2]
“La "falta de autoridad", germen del 'botellón'”, El País, 10
de septiembre de 2009.
[3]
Curioso el debate abierto por el Partido Popular sobre la etimología: si la
relación entre dos hombres no se puede llamar «matrimonio» por aludir este
término a la maternidad a través de su raíz mater-, tampoco se podría
llamar así a la relación entre heterosexuales que, por problemas fisiológicos,
estuvieran incapacitados para tener descendencia. Más aún, y siguiendo con la
misma lógica pepera, ¿una mujer estaría impedida por ello para transmitir
su «patrimonio»? La respuesta puede ser afirmativa sólo en el caso de
vivir en una sociedad como la franquista (génesis ideológico de la actual
política conservadora y reaccionaria).
[4]
«Estáis persuadidos de que hemos vivido y vivimos en la posteridad a Hitler:
me parece demostrado que él ha ganado la guerra. Su propia paranoia, que no era
individual, sino histórica, ha vencido a todos los Estados, ha investido su
política exterior, y ello sin ninguna excepción» (Hermes III: La
Traduction, Ed. Minuit). Cita recogida del artículo de Marcelo Soto “Vacas
con hélices y cerdos en paracaídas: ¿qué puede hacer el calor con la idea de
Estado?” (Versión Original nº. 162, julio-agosto 2008, pp. 14-17), donde
se puede encontrar ampliada.
[5]
“Gays italianos piden asilo en España por la "creciente homofobia" de
su país”, Público, 8 de septiembre de 2009.
[6]
Entrevista a Concita de Gregorio (directora de L’Unitá): "Hay un peligro
de involución de la democracia en Italia", Público, 9 de septiembre
de 2009.
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