domingo, 19 de mayo de 2013

EL HUEVO DE LA SERPIENTE


Supongo que no seré muy original al tratar el aspecto con el que inicio este artículo y que más de uno/a de mis compañeros/as tocará el tema que viene a continuación, pero es que la presidenta de la Comunidad de Madrid nos lo ha puesto a huevo:

El pasado 15 de septiembre Esperanza Aguirre —esa superheroína que es como Supermán, pero que en vez de llevar los calzoncillos por encima de las mallas va con calcetines debajo de las sandalias— volvió a dar un golpe de efecto al anunciar que investiría a los profesores con una autoridad propia de policías y jueces [1]. En principio medidas de este tipo son tan populistas y populares que a todos nos llegan a convencer, porque son de esas propuestas que todos queremos oír, alarmados durante años de escuchar noticias que nos hacen abochornarnos de la sociedad en la que vivimos: profesores que sufren faltas de respeto, agresiones, atentados contra su persona y su patrimonio, linchamientos por parte de padres despechados —“¡ay, mi niño, con lo bueno que es en casa!”—, etc. Todo eso por no hablar del bullying que sufren aquellos niños más débiles, más “raritos”, que soportan sobre sus espaldas la lacra de llevar gafas —los “cuatro-ojos” de antaño, y que hoy somos “gafapasta”—, gustar de la lectura o practicar ballet. Y sin embargo, parafraseando a Hamlet, siempre hay algo que huele a podrido en Dinamarca, pues algunos días antes todos vimos atónitos cómo durante las fiestas de Pozuelo de Alarcón grupos de jóvenes se enfrentaban a la pasma y pretendían tomar al abordaje la comisaría del pueblo [2]. Pero a diferencia de Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on Precinct 13, John Carpenter, 1976), donde allí los asaltantes eran delincuentes y yonquis que más parecían zombis que personas, aquí resultó que los bandarras no eran los acostumbrados okupas, punkis, perroflautas y demás tropa antisistema, sino unos pijos de tomo y lomo que bien podrían estar militando en Nuevas Generaciones. Qué curioso… y qué bien le vino al pelo —rubio y cardado hasta lo kitsch— a la presidenta de Madrid. Como si todo fuese una feliz coincidencia, oiga.

Pero a lo que vamos: en una de las múltiples tertulias sobre lo de la autoridad en las aulas alguien distinguió entre auctoritas y potestas, dos términos latinos que apuntan a lo mismo, pero con sus matices, ya que mientras con el primero se alude a la autoridad que uno se gana y que está investida de saber y valor moral, con el segundo se manifiesta aquella que se otorga y que se aplica por imposición. ¿Cuál de estas “autoridades” es la que se propone implantar en la Comunidad de Madrid? No es muy difícil de imaginar, teniendo en cuenta que esa autonomía se está convirtiendo en un auténtico estado policial. Los profesores allí se terminarán por convertir en unos agentes de la ley más, cada vez más atentos en corregir que la espalda esté bien recta y en repartir capones que en impartir conocimientos como —por poner un ejemplo “al azar”— Educación para la Ciudadanía, esa “inmoral” materia que no sólo enseña que dos personas del mismo sexo pueden llamar matrimonio a su relación [3], sino que precisamente intenta inculcar valores como la democracia, la tolerancia y el respeto, que ahora —tarde y mal— la derecha intenta imponer, prefiriendo de esta manera la obligación al diálogo y al debate. Vamos, lo de siempre.


Pero dejemos ya tranquila a Aguirre (la cólera de Dios) y vayamos al turrón. Todos tenemos en la memoria un profesor o una profesora que nos dejó tan fascinados y maravillados que, a poco que lo pensemos, sabemos que sin él o sin ella nuestra vida no hubiera sido la misma. Marcó nuestro camino vital y nos inculcó gustos y aficiones que, aún hoy, consideramos como una herencia para definirnos como individuos, llevando esa antorcha con el gozo del orgulloso discípulo. Yo, por ejemplo, dediqué mi primer —y, hasta la fecha, único— libro de relatos a aquella maestra que en la guardería me enseñó a leer el abecedario. Y a pesar de que la cita me salió toda una cursilería, no pude expresar con otras palabras todo mi agradecimiento por ella, por su paciencia y por su comprensión. Cuanto más lo pienso, más me siento como un depositario del fuego del conocimiento. Si volviera a nacer, sin duda lo que más me gustaría sería repetir ese tortuoso y fascinante itinerario que es aprender a leer y escribir. Y, sin duda, me gustaría que aquella misma mujer me volviera a desvirgar. Porque, al fin y al cabo, esa es la auténtica labor de los profesores: romper ese himen que significa la ignorancia para descubrir el placer del conocimiento… incluso a pesar de que éste sea algo tan deplorable como el fascismo.

Hace aproximadamente un año nos sorprendió el estreno de una película que trajo cola por su polémico argumento. La ola (Die Welle, Dennis Gansel, 2008) planteaba una pregunta muy seria: ¿es posible el fascismo hoy en día? Lo primero que tendríamos que decir es que el fascismo, como cualquier idea o ideología, es una constante universal —en su sentido más platónico— más allá de su aspecto externo, pues no es algo que se caracterice únicamente a través de ciertos símbolos o de una determinada exterioridad, sino que se forja a través de una serie de actitudes, y éstas las podemos encontrar en todas las civilizaciones que han poblado la historia de la humanidad. Incluso podríamos decir que se encuentran dentro de cada individuo, de forma más o menos latente, al lado de otras tendencias de signos opuestos, pues en la mayoría de las ocasiones que alguien se sienta identificado con una determinada idea corre por cuenta del entorno, pues aquellos valores a través de los cuales nos definimos suelen estar en consonancia con los mismos que vemos en nuestros hogares, en nuestro grupo de amigos… y sobre todo en la escuela, ya que durante la infancia y la adolescencia somos como esponjas que se impregnan del líquido con el que entran en contacto. Nunca dejaremos de ser unos seres sociales, grupales y gregarios y, como en la mayoría de los mamíferos, dependientes de un líder que marca con su actitud la tendencia general: la línea marcada por éste nos hará ser de una u otra manera. Y mucho más en una sociedad como ésta, condicionada por la pasividad y el seguidismo.


Viendo la película de Gansel me acordaba de El joven Torless (Der junge Törless, Volker Schlöndorff, 1966), donde a través de unos estudiantes de academia militar se constituían los precedentes de la Alemania nazi: la condición de jóvenes aristócratas de una parte de ellos —herederos de los antiguos junkers del siglo XIX— establecía su posición dominante sobre los que no lo eran, fundando la jerarquía que acabaría por instaurar el totalitarismo. La ola sin embargo, al retratar la sociedad de nuestros días, no sólo prescinde de aquellos jóvenes que se alejaban del resto de sus compañeros por pertenecer a una élite social repleta de privilegios, sino que nos enseña un muestrario heterogéneo de los jóvenes que hoy pueblan unas aulas con vocación igualitaria, donde no importa la extracción social a la hora de recibir aquellos conocimientos que forjen al individuo como parte de la masa. Y he aquí el gran peligro que para mí hay hoy en día en la escuela, pues a pesar de que en España existe desde la Transición una cierta disposición de atender educativamente a cada individuo según sus peculiaridades y necesidades, que esto se lleve a cabo acaba por depender de la buena voluntad del educador, pues los pocos recursos —económicos, tecnológicos y humanos—, la masificación de las aulas y la poca atención recibida por los jóvenes en sus hogares hace casi imposible que el eterno ideal fundado por Francisco Giner de los Ríos y su Institución Libre de Enseñanza pueda ser llevado a cabo en algún momento de nuestro próximo futuro —de nuestro presente ya ni hablamos—.

La masa triunfa porque es cómoda. Esto no hay que dudarlo. Y el fascismo triunfa porque existe un cierto desahogo en que otro alguien piense por los demás, aplicando medidas de “cirujano de hierro” —en palabras de Joaquín Costa— que desinfecte y desparasite de forma efectiva aquellos “peligros” que amenazan los pilares reaccionarios —patria, familia, raza, orden, trabajo, etc.—. La parafernalia paramilitar de los antiguos fascistas ya no vale, espanta por sus reminiscencias aterradoras. Por ello, el profesor de la clase de La ola, en su intento por saber si el fascismo sería posible en una sociedad abierta, plural y socialmente igualitaria como la nuestra —nominalmente esto es así, aunque vivamos en la falsedad de la sociedad de las oportunidades: el capital tiende a ser endogámico—, decide un uniforme que contradice este término en la medida que es de lo más normal: camisa blanca y jeans definen exteriormente a unos individuos que, al portarlos, dejan de ser tales, asumiendo sin darse cuenta una estética, unos símbolos y unos lemas que los alejan de los demás tanto como de sí mismos. El experimento, forzado hasta el extremo, tiene en su final funestas consecuencias, pues aquel alumno que más aislado y perdido se encontraba en una sociedad que no le atendía ve la posibilidad de la tan ansiada integración en el nuevo grupo, convirtiéndose en un émulo del Recluta Patoso de La chaqueta metálica (Full Metal Jacket, Stanley Kubrick, 1987) para traernos un mensaje demoledoramente real: del fascismo se vuelve, de la muerte no.


Puede que hoy en día y a simple vista asimilemos el fascismo a una minoría en nuestra vigilante Europa, que legisla para procurar que los errores y los excesos del pasado no vuelvan a repetirse. Y, sin embargo, si echamos la vista atrás y tomamos como ciertas las aseveraciones de Michel Serres [4], deberíamos tomar como cierto —aunque sólo fuera por prudencia— que la amenaza nunca se evaporó. Lo peor de todo es que el fascismo ya no se limita a un grupo de cabezas rapadas que nos pueden apalear por cualquier motivo —ojalá que sólo fuera así— o a algunos políticos oportunistas —léase, de Le Pen en Francia a los difuntos Pim Fortuyn en Holanda y Jörg Haider en Austria, pasando por Juan Peligro en España— que aprovechan la psicosis colectiva sobre amenazas como la inmigración —repito: ojalá que sólo fuera así—. Hoy en día en la Italia de Berlusconi el fascismo ya es oficial, ya es institucional. Y todo exactamente igual que en la Alemania de los años treinta: a través de unas elecciones, del voto de unos ciudadanos agilipollados por el miedo. Hoy en día por las calles de las grandes ciudades transalpinas patrullan unos engendros llamados los «City Angels» —que más se parecen a los «Ángeles del Infierno»—, cuadrillas destinadas a sembrar el terror entre aquellos que ya viven acojonados: inmigrantes ilegales, homosexuales [5], militantes de izquierda, periodistas [6], etc. Con sus camisetas rojas y sus boinas azules —lejos de las que portan las patrullas de la ONU— planean como buitres por las calles de Roma, Milán, Florencia… a la caza de de todo aquello que suene a amenaza para el orden, la moral, la familia, la Iglesia, el Estado… ¿Cuáles serán sus eslóganes? ¿”Leña al moro, que es de goma”? ¿”Maricón al paredón”? ¿“Vigilamos por usted, pensamos por usted”? Se me ocurren otros cuántos que descarto por su sutilidad: ya puestos —y plenamente legalizados a través de las urnas—, ¿para qué esconderse?

El reciente estreno de la última y esperada entrega de Quentin Tarantino, Malditos bastardos (Inglorious Basterds, 2009) nos hace reflexionar sobre la ética y los límites para combatir al fascismo. “Ojo por ojo y el mundo estará tuerto”, sentenció Gandhi. “La pluma vence a la espada”, dijo Rilke en cierta ocasión. No sé si es mejor estar tuerto que la ceguera que provoca el fascismo, pero de lo que estoy seguro es que los metales que configuran la pluma y la espada no proceden de la misma mina. ¿Puede una ideología como el fascismo atender a razones, darse por aludida en los discursos, plegarse ante la voluntad de la razón mayoritaria? El discurso planteado por Tarantino me parece de lo más pertinente —atención: empiezan los spoilers—: en la era de los misiles dirigidos por láser nos muestra a unos soldados cortando cabelleras nazis como si fueran unos pielesrojas; en la era digital, una montaña de celuloide a modo de pira funeraria genera un horno crematorio en el que la cúpula de jerarcas fascistas perecen. “Viejas armas para nuevos tiempos”, parece decirnos el genial director. El comando americano liderado por el teniente Aldo Raine (Brad Pitt) simula hablar italiano para acceder —¿de incógnito?— al estreno al que acude la cúpula nazi: ¿mascarada… o feliz coincidencia, aludiendo de forma inconsciente y tangencial a esa Italia de Berlusconi por donde se nos está colando la más deplorable de las ideologías que ha adoptado la humanidad a lo largo de su historia?


Presiento que hemos estado viviendo muy tranquilos durante demasiados años, creyendo que reconoceríamos el fascismo cuando se presentase ante nosotros. Creíamos poder observarle asomar la jeta a la vuelta de la esquina, pero tristemente ya está aquí. En Italia, a pesar de haber vivido esa misma pesadilla en el siglo pasado, le han vuelto a dar una nueva oportunidad. ¿Seremos nosotros capaces de reconocer al nuevo Primo de Rivera que acaudille el renovado delirio? Espero que aparezca en el panorama un personaje como el encarnado por Brad Pitt, que marque a golpe de machete una esvástica en la frente de todos aquellos que tengan la tentación de querer colarlos el huevo de la serpiente. Por si acaso todavía hay algún despistado que no sabe reconocer al fascismo cuando lo tiene delante de sus narices…


(artículo aparecido en el nº. 177 de Versión Original —diciembre de 2009— dedicado a "Profesores")


[1] “Sólo los profesores de la escuela pública tendrán rango de autoridad”, El País, 16 de septiembre de 2009.

[2] “La "falta de autoridad", germen del 'botellón'”, El País, 10 de septiembre de 2009.

[3] Curioso el debate abierto por el Partido Popular sobre la etimología: si la relación entre dos hombres no se puede llamar «matrimonio» por aludir este término a la maternidad a través de su raíz mater-, tampoco se podría llamar así a la relación entre heterosexuales que, por problemas fisiológicos, estuvieran incapacitados para tener descendencia. Más aún, y siguiendo con la misma lógica pepera, ¿una mujer estaría impedida por ello para transmitir su «patrimonio»? La respuesta puede ser afirmativa sólo en el caso de vivir en una sociedad como la franquista (génesis ideológico de la actual política conservadora y reaccionaria).

[4] «Estáis persuadidos de que hemos vivido y vivimos en la posteridad a Hitler: me parece demostrado que él ha ganado la guerra. Su propia paranoia, que no era individual, sino histórica, ha vencido a todos los Estados, ha investido su política exterior, y ello sin ninguna excepción» (Hermes III: La Traduction, Ed. Minuit). Cita recogida del artículo de Marcelo Soto “Vacas con hélices y cerdos en paracaídas: ¿qué puede hacer el calor con la idea de Estado?” (Versión Original nº. 162, julio-agosto 2008, pp. 14-17), donde se puede encontrar ampliada.

[5] “Gays italianos piden asilo en España por la "creciente homofobia" de su país”, Público, 8 de septiembre de 2009.

[6] Entrevista a Concita de Gregorio (directora de L’Unitá): "Hay un peligro de involución de la democracia en Italia", Público, 9 de septiembre de 2009.

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