martes, 24 de noviembre de 2015

Ant-Man

EL VIAJERO CUÁNTICO

Crítica de Ant-Man (Peyton Reed, 2015)

En un momento de la serie de televisión Big Bang (The Big Bang Theory, Chuck Lorre y Bill Prady, 2007-...), el doctor Sheldon Cooper (Jim Parsons) exclama al mirar su pizarra: "¡Ahí estabas, mi subatómico amigo!". Y es que esta serie sería uno de los mejores ejemplos de cómo hoy en día interactuamos con elementos poco convencionales, estableciendo relaciones de empatía con individuos u objetos que, hasta hace no mucho tiempo, parecían improbables o, directamente, descabelladas. Así, en esta serie vemos cómo el propio Sheldon dispone en su sofá un estado perpetuo en el universo —llega a decir sobre él: "Adoro a mi madre. Mis sentimientos por este lugar son aún más fuertes"—, el ingeniero Howard Wolowitz (Simon Helberg) establece con distintos dispositivos robóticos una relación que raya con los patológico —mantiene relaciones sexuales con un brazo mecánico (!) y se plantea construir un androide femenino con seis pechos (!!)— y el doctor Raj Koothrappali (Kunal Nayyar) llega a mantener un idilio romántico con Siri, el sistema operativo de su iPhone. A todo ello habría que añadir ordenadores portátiles, videojuegos y videoconsolas, comics, trenes a escala, fetiches del mundo del cine y la televisión (espadas, figuras, disfraces, maquetas...) y un largo etcétera de objetos.

 Todo ello configura el retrato de una nueva sociedad, pues aunque la relación con determinados objetos no es nueva —por poner un solo ejemplo, la bibliofilia y otros coleccionismos vienen de antiguo—, la empatía que hoy en día establecemos con la tecnología es posible gracias a que los nuevos dispositivos electrónicos digitales han aumentado su versatilidad, pudiéndose establecer una relación casi de igual a igual entre el usuario y unos terminales que condicionan gustos, facilitan búsquedas e, incluso, dan órdenes —los avisos programados en un calendario predeterminan los actos de un día, construyendo la disposición de actividades de cualquier individuo—. Debido a ello, cada usuario configura su realidad a través de los objetos que le rodean y de los que da uso, estableciendo una serie de prioridades en relación a las necesidades y los propios gustos, pudiendo seleccionar aquellas parcelas del entorno que más interesan a base de descartar aquellas que son obsoletas o, directamente, molestas. La realidad es así modificada por el obsevador, uno de los principios que la física cuántica ha establecido como nuevo paradigma del pensamiento y la existencia en nuestros días.

He aquí la base y la importancia de una propuesta cinematográfica como Ant-Man, pues la relación de la escala de los objetos configura los cimientos de su fin último: el observador relativiza lo observado, modificando así la realidad, estableciéndose relaciones improbables entre agentes tan distintos que podrían calificarse como tangenciales en su disposición espacio-temporal en el universo. Se podría pensar que lo dicho se refiere exclusivamente a aquellos momentos en los que el protagonista y héroe de la trama, Scott Lang (Paul Rudd), se pone el traje mágico y cambia de tamaño, debiendo aprender a convivir y relacionarse con objetos y seres vivos que, al cambiar para él de escala, pueden ser una amenaza para su vida o un poderoso aliado para sus propósitos: las hormigas que, en un acto de cariño, se amontonan sobre él y que, debido al pánico que le provocan, le hace volver a su tamaño natural, saliendo explosivamente de la tierra para exclamar en un evidente estado de agitación "Hace un momento esto parecía otra cosa". O la extraordinaria batalla contra el demente de turno, el típico científico loco de toda parábola sobre los excesos de la ciencia, Darren Cross / Yellowjacket (Corey Stoll), uno de los momentos más significativos de la película para ilustrar lo que estamos comentando: sobre un tren a escala se persiguen y tratan de abatirse mutuamente, lanzándose vagones que, al impactar contra el suelo u otros objetos, provocan estruendos mientras la cámara se encuentra a su tamaño, pero que al cambiar de nivel no son más que juguetes que emanan ruidos sordos al caer contra el suelo. Sin embargo, la escala natural vuelve a transgredirse al utilizar Ant-Man un dispositivo de cambio de tamaño: una diminuta hormiga se transforma en un gigantesco monstruo del tamaño de un perro y la locomotora adquiere en un determinado momento el tamaño de un tren real, atravesando el tejado y parte de la pared de la casa, convirtiéndose esta en un juguete y las personas que lo observan en meras figuras decorativas.

Este climax dramático no estaría completo sin un descubrimiento de gran embergadura y que, además, establece el conflicto necesario a través del cual el héroe comprende el sacrificio que conlleva su naturaleza: sobrepasar los límites de su poder —advertidos anteriormente por su mentor, el doctor Hank Pym (Michael Douglas), traumatizado por una viviencia similar en la que su amada esposa no pudo sobrevivir a la experiencia— para salvaguardar la integridad de aquellos a los que más quiere a costa de la suya propia. Este es el momento en el que el espectador adquiere verdadera consciencia del juego de matrioskas en el que se ha convertido una realidad cambiante y amenazante, casi con vida propia, un ente laxo que con su flexibilidad es capaz de engullir al observador para darle a conocer esa realidad cuántica donde el universo puede estar contenido en un solo átomo, tras el cual el espacio y el tiempo dejan de reconocerse tal y como lo hacemos en nuestra existencia cotidiana. La resolución formal de dicho conflicto es soberbia, ilustrando conceptos de la ciencia teórica a través de recursos visuales que quiebran su densidad, resuelven su comprensión y dignifican su descubrimiento: el ser y el no-ser se conjugan en un espacio indeterminado más allá de la consciencia, absorbidos por un tiempo doblado mil veces sobre sí mismo. El protagonista desaparece en un juego de espejos que le llevan a un espacio dominado por la nada, la no-existencia donde nada puede habitar más que el olvido y del que surgirá, precisamente, por su férrea voluntad de recordar y ser recordado, reclamando ese lugar en el mundo que le estaba siendo negado.

Es de esta forma cómo la narración acaba teniendo un sentido práctico, retomando aquel punto que quedaba pendiente: las impensables relaciones emocionales entre elementos con pocos o nulos puntos en común. El protagonista, cerradas en un principio todas las puertas para establecer vínculos duraderos, acaba obteniendo como premio una serie de conjunciones vitales que refuerzan el carácter colaborativo de la existencia, encarnándose estos anclajes en los más diversos e insospechados individuos si tenemos en cuenta que el punto de partida es el de un moderno Robin Hood: un científico retirado y su talentosa hija —Hope van Dyne (Evangeline Lilly), con la que consumará el inevitable romance—, una hormiga voladora qu utiliza como montura y a la que humaniza al bautizarla con el nombre de Ant-hony —su profunda relación de camaradería hará que Ant-Man tome la venganza como algo personal al caer en combate este atípico compañero de aventuras— y, sobre todo, el tránsito del odio a la comprensión que le provoca el detective de policía Paxton (Bobby Cannavale), con el que debe compartir a su ex mujer y a su hija, conformando la imagen de lo que significa el modeno concepto de familia, reunidos los cuatro en torno a la mesa como fórmula de tolerante convivencia.

Ant-Man, como en las mejores propuestas de Marvel, reflexiona sobre el individuo y su relación con su dimensión heróica, cuestionando que el disfraz sea el auténtico protagonista de la puesta en escena, pues la capacidad de actuar y, sobre todo, de sacrificarse siempre están en el interior de uno mismo, apareciendo incluso al desprenderse del traje de superhéroe, catalizador de emociones y actitudes que existen previamente a su aparición, pero cuyo verdadero poder desconoce el protagonista. Una fórmula rutinaria, pero que en este caso se apoya en el triunfo (a todos los niveles) de una predecesora como es la serie protagonizada por Iron Man, pues la mezcla a partes iguales entre acción y comedia —y que en el caso de El Hombre de Hierro era mérito casi exclusivo de Robert Downey Jr., por derecho propio el creador de una forma de superhéroe tan personal— resulta ser la receta perfecta para estabecer el modelo ideal con el cual la franquicia sobreviva a espantos pasados como el Thor de Kenneth Branagh.