lunes, 20 de mayo de 2013

EL HECHO DE SENTIRSE VIVO


Vivimos atormentados tratando continuamente de establecer aquellos parámetros que justifiquen nuestros actos, nuestras manías y nuestros gustos. Mucho más en esta profesión de críticos de cine, pues nos vemos en la obligación de acudir a una serie de criterios que desemboquen en lo universal, a modo de científicos que recurren a la disección para tratar de demostrar la vida o la ausencia de ésta en el paciente. ¡Qué gran pérdida de tiempo en muchas ocasiones! ¡Qué derroche de esfuerzo la mayoría de las veces, cuando lo más sencillo sería el inapelable “me gusta” o “no me gusta”! Claro que luego pienso que en “el país” tenemos ejemplos que nos demuestran que se puede correr el riesgo de que se margine la parte inteligente de la expresión “inteligencia emocional”. Y es que todo tiene sus límites.

Por eso, cuando nos enviaron la propuesta para participar en este especial 200 de Versión Original y se nos pidió que eligiéramos “la película de nuestra vida”, traté de no pensar demasiado y preguntarme con qué peli me siento más identificado, con qué filme me dejo mecer en los peores momentos, el que me enseñó a ser la persona que soy ahora a pesar de haberlo visto hace ya muchos años y que, en definitiva, me hace sentir vivo. Y creo que para mí pocas cintas como Querido diario (Caro diario, Nanni Moretti, 1993).


Y es que esta película no sólo es como el bocadillo de plátano con atún y mayonesa (lo que David de Jorge, alias “Robin Food”, denomina como una guarrindongada), o como esos calzoncillos con la cinturilla dada de sí y con los que tan a gusto estamos, o como esa fotografía desenfocada pero que tan buenos recuerdos nos trae. Es decir, esas cosas que nos gustan y que son incomprensibles para los demás. Es que, además, Nanni Moretti nos enseña a amarlas aún más, a aceptarlas y aceptarnos tal y como son y como somos, que nos definen sin pudor en nuestra peculiaridad más allá de los criterios generales de la mayoría. En definitiva, que el corazón tiene razones que la razón desconoce (Blas Pascal dixit).

Hay obras que nos marcan porque empatizamos con ellas de tal manera que las hacemos nuestras, que son como parte de nosotros o como si hubiesen nacido naturalmente de nosotros. No me importa que en Caro diario comparta con su protagonista el entretenimiento de mirar edificios, imaginando cómo sería mi vida en esos luminosos áticos tan inalcanzables (en su altura y en su precio). O que me apasionen las canciones de Leonard Cohen, las cuales me acompañan por la vida como una perpetua banda sonora. O que quiera pero no pueda bailar. Tampoco me importa que él disfrute en su Vespa y yo no haya montado en moto en mi vida. Lo importante más allá de lo que compartimos y de lo que nos separa, de que tengamos más o menos filias y fobias en común, es que logro entenderle y que, a pesar de que por unos momentos me gusta ser como él y que me entusiasmen las mismas cosas, a partir de él ya tengo suficiente material para entretenerme en aprender a ser yo mismo, a aceptarme tal y como soy, llevando a cuestas mis rarezas, mis gustos y mis manías. Y que, como a mí, a muchas otras personas les ha pasado lo mismo.


Porque el diario al que hace referencia el título es el verdadero protagonista. Su carácter de obra personal e intransferible es una apología de la minoría, de la individualidad. Pero no entendida, como bien matiza Moretti en su conversación con el tipo del descapotable en el semáforo, como un alejamiento del resto de la humanidad, sino que la suma de peculiaridades da como resultado la diversidad y, por lo tanto, el enriquecimiento que se deriva de la aceptación del otro. Todos somos diferentes, pero no somos como esas islas que dan título al segundo capítulo de la película, trozos de tierra disgregados e incomunicados que sólo producen frustración y locura. No somos seres aislados, y en el momento del contacto y la comunicación es cuando se produce la magia de la comprensión: algo más que tolerancia, asumir la existencia ajena como un bien imprescindible.

No es, por lo tanto, nada fortuito que esta película nazca en un marco como es la Italia a finales del siglo XX, pues Nanni Moretti parece el guardián de esa tradición social de la antigüedad basada en el tránsito marítimo del Mediterráneo y que produjo tantas y tan grandes civilizaciones que compartieron espacio, cultura y necesidades vitales. Claro, todo ello un año antes de la llegada de Berlusconi por primera vez al poder y de que comenzaran sus coqueteos con una extrema derecha que llegan hasta nuestros días. Italia cada vez es más isla y menos península, pero todavía hay en su interior personas que levantan la voz para unirse con el resto del continente en un ejercicio similar al que le sucede a su amigo, aquel que ha permanecido 30 años sin ver la TV y que, de la noche a la mañana, termina enganchado a un culebrón como Belleza y poder (The Bold and the Beautiful, 1987-…). Y es que la capacidad de aislarse está más allá de la voluntad del individuo en esta sociedad, donde la globalización cumple funciones indeseables en cuanto al tránsito del capital, pero permite sin duda que todos nos contaminemos afortunadamente con aquello que nos rodea, haciendo que la intolerancia pierda el poco sentido que posee.


Hacia al final nos damos cuenta de que todo ha sido un hermoso viaje en el que el destino era el conocimiento del yo y su aceptación sin reservas. El último capítulo, el titulado “Médicos”, tiene la gran virtud de enseñarnos que el diagnóstico más directo no es siempre el que indican los síntomas, y que para saber esto debemos recorrer el duro camino de los errores ajenos. El diario no deja de ser el testimonio del triunfo de la vida sobre la muerte. Poder contarlo es, en la mayoría de los casos, lo mejor de la vida. Caro diario es una apología de las cosas que nos gustan y nos hacen ser diferentes, peculiares, mostrándolas sin vergüenza. Sin embargo, a diferencia de Nanni Moretti, yo nunca escribiré en un diario mis filias y mis fobias, porque prefiero que mueran conmigo. ¿A quién le importan mis gustos, al fin y al cabo? Seguir escribiendo y seguir leyendo. Seguir respirando y seguir riendo. La vida la gastamos mientras la disfrutamos.

(artículo aparecido en el nº. 200 de Versión Original —enero de 2012— dedicado a "Mi película")

GORDON GEKKO NUNCA DUERME


1. “El tema es, damas y caballeros, que la codicia, por falta de una palabra mejor, es buena. La codicia es correcta. La codicia funciona. La codicia aclara, se abre camino y capta la esencia del espíritu de la evolución. La codicia por la vida, por el dinero, por el amor, por el conocimiento ha marcado el avance de la humanidad. Y la codicia, recuerden mis palabras, no sólo salvará a Teldar Paper, sino a esa otra corporación que no funciona, los Estados Unidos” (Gordon Gekko —Michael Douglas — ante la asamblea de accionistas de la compañía Teldar Paper, 1985).

Gordon Gekko fue el máximo exponente del yuppie (acrónimo de young urban profesional), esa clase social ambiciosa, ilimitada en sus ansias de amasar dinero y poder, indisimulada en su ostentación. Gente joven, guapa, rica y de coca hasta las cejas. Era la época de Ronald Reagan, al que algunos acusaron de ser un pésimo actor pero que, en su afán por denigrarle en su antigua profesión, le subestimaron en su capacidad de vender la moto a la clase media norteamericana: desviar la atención con su feroz discurso anticomunista mientras trabajaba en silencio en su afán de gusano que llega al corazón de la Gran Manzana: Wall Street.


La película dirigida por Oliver Stone en 1987 y que tomó el nombre del mercado de valores de Estados Unidos es un espléndido ejemplo de aquellos tiempos. Y, lo que es más meritorio, realizada en aquel preciso momento. Una época de apariencias, de cartón-piedra, de apartamentos suntuosos empapelados con los dólares de la especulación. Unas vidas de lo más falsas, que llegan a hacer traicionar las raíces de las personas, volviendo la espalda incluso al propio padre, despreciando valores como la experiencia y la honradez.

Y es que aquella década fue la que domó ese espíritu libertario (e incluso libertino) que fueron los años 70, época traumática de los USA en la que convivieron el movimiento hippie y las montañas de jóvenes cadáveres que Vietnam les devolvía como un vómito incesante. El golpe en la mesa dado por el reaganismo azuzó a una nación que una vez soñó con una sociedad diferente y que terminó acostumbrándose a las diferencias económicas que permitían aparcar grandes limusinas al lado de mendigos sin que ello supusiera ningún trauma para la conciencia.

Bud Fox (Charlie Sheen), el protagonista de esta cinta, vivirá atormentado durante todo el metraje del film, basculando su filosofía vital entre la imagen de un padre, Carl (Martin Sheen), que se ha partido el espinazo durante toda su vida para conseguir muy poco, y la figura de un mefistofélico maestro que le libra de sus ataduras morales para el enriquecimiento prematuro a cualquier precio. Las consecuencias de sus actos recaerán directamente sobre el corazón de su progenitor y una postrera actitud de integridad le hará redimirse, traicionando a Gekko para ser leal a los suyos al darse cuenta de la trascendencia de una frase que le dijo un veterano compañero de trabajo, Lou Mannheim (Hal Holbrook): “Lo principal acerca del dinero, Bud... te hace hacer cosas que no quieres hacer”.


2. “Alguien me recordó recientemente que una vez dije que la avaricia es buena. Ahora parece que es legal. […] La madre de todos los males es la especulación. […] Pedir prestado es nocivo para la salud. Y odio decirles esto, lo que también molesta: es un modelo de negocio quebrado, que no funciona. Es sistémico, indignante, y despreciable. Como el cáncer. Es una enfermedad, y debemos combatirla” (Gordon Gekko —Michael Douglas— ante los asistentes a una conferencia en la que se presenta su libro ¿Es buena la avaricia?, 2008).
Es sorprendente el poder de los términos y los eufemismos, y cómo en distintas épocas su sentido tiende a desplazar los problemas con un solo gesto. Si la palabra greed era traducida en la película de los 80 como «codicia» (un término más ligado en el inconsciente judeocristiano con los mandamientos de Moisés), en los nuevos tiempos se transforma en «avaricia» (uno de los siete pecados capitales). Y si pensamos en el resto de los personajes de Wall Street: el dinero nunca duerme (Wall Street: Money Never Sleeps, Oliver Stone, 2010), que son jóvenes con eso que se llama conciencia social, ecologistas y comprometidos (vamos, los bobos, acrónimo de bohemian bourgeois, que ya hemos comentado en alguna otra ocasión), nunca nos atreveríamos a aplicarles tales epítetos, sino más bien el de «ambiciosos en el buen término», «ávidos de prosperar» o cosas por el estilo, a pesar de que se lucran a través de sus trabajos en compañías de hidrocarburos contaminantes mientras sueñan con un mundo más verde, como el caso del joven protagonista, Jacob Moore (Shia LaBoeuf).
Esta segunda parte de Wall Street se convierte así en un certero (aunque ciertamente maniqueo, como el original) análisis sobre la hipocresía de la sociedad actual, donde la cárcel es antes un elemento punitivo que un método de reinserción donde personajes como Gekko prefieren el encierro a la sombra durante unos pocos años para luego disfrutar impunemente de sus dividendos delictivos que les llevaron a la trena. O donde se prefiere el mismo mamoneo de antes, mientras no se haga con esa insoportable ostentación de antaño —la desplegada por el implacable Bretton James (Josh Brolin), quien en la impotencia de la derrota es capaz de machacar la joya goyesca Saturno devorando a su hijo, un cuadro de indudable dimensión alegórica en ambas cintas—.


La avaricia hoy en día no sólo es legal, sino que se ha convertido en el primer mandamiento de un decálogo no escrito, insertándose en una sociedad moralista e hiperviolenta que, sin embargo, censura imágenes y conductas que considera inapropiadas desde el punto de vista puritano. Gordon Gekko es el paradigma gatopardiano, para el cual todo debe cambiar para que las cosas permanezcan igual. Por ello mismo no es de extrañar que las grandes compañías continúen con sus desmedidos beneficios a pesar (o incluso gracias a, habría que decir) esta maldita crisis, mientras los mercados financieros y las agencias de calificación imponen sus severas y drásticas medidas a gobiernos maleables y éstos a trabajadores cabreados. Quizás habría que repensar si actitudes pasivas como soportar porrazos en la espalda quedaron obsoletas hace muchos años, y si no sería mejor dinamitar el sistema desde dentro, aprovechándose de su perversa avaricia para reventar todo este tinglado a través de sus deficiencias y contradicciones (como hacían los más jóvenes protagonistas de ambas películas). La máscara de moda en los próximos carnavales podría ser la de V de Vendetta.

(artículo aparecido en el nº. 196 de Versión Original —septiembre de 2011— dedicado a "La avaricia")

ARON EL SOCIALISTA


Cuando para cada uno de nosotros comienza un nuevo día no tenemos ni idea de qué nos puede deparar la aventura de la vida. Cada vez con más frecuencia nos asalta esa sensación de monotonía y repetición que, como al Phil (Bill Murray) de Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993), nos exaspera en su rutina. Y también con mayor asiduidad decidimos que un poco de emoción, mucho mejor si coqueteamos ligeramente con la muerte, le puede venir de perlas a nuestra aburrida existencia. Sólo así se explica que haya un mayor número de personas que recurran a las emociones extremas en forma de deportes de riesgo, pues son demasiadas las ocasiones en las que para sentirnos vivos nos vemos empujados a flirtear con nuestra integridad física, ya sea escalando una montaña o corriendo delante de morlacos de media tonelada por las empedradas calles de Pamplona. Las elecciones nos permiten comprender la importancia de nuestra libertad.

Al principio de 127 horas (127 hours, Danny Boyle, 2010) nos damos cuenta de la trascendencia que en nuestras vidas tienen las elecciones que a cada momento debemos tomar. Pero, sobre todo, lo que nos hacen ver esas primeras imágenes es la frivolidad con la cual abordamos nuestra situación en este mundo, en esta vida: el simple gesto de cerrar bien un grifo nos ahorraría desabastecimiento en época de sequía, una sencilla banqueta nos haría encontrar esa la navaja suiza diseñada y fabricada para un fin concreto, una rápida llamada telefónica nos evitaría tener que padecer los infiernos de la soledad al separarnos del corazón de nuestra sociedad… Elecciones rápidas, tomadas a la ligera, de las cuales no podemos atisbar las consecuencias que de ellas devendrán.


La grandeza de una película como ésta no está en el despliegue visual basado en los molestos mil y un recursos con los que su director nos cuenta la historia, ni en la genial interpretación de ese actor de ojos de porrero empedernido llamado James Franco —su estancia en la grieta podría tomarse tanto como un mal colocón o como un espectacular síndrome de abstinencia—. Lo más importante de esta obra es que, partiendo de una historia real, nos ofrece un ejemplo tremendamente alegórico sobre aquellas elecciones que debemos tomar en la vida. Y no sólo me refiero a las decisiones.

Sinceramente, el Aron Ralston del relato se me parece al prototípico votante socialista: joven, lleno de vitalidad, implicado con las últimas tecnologías, aventurero… Vamos, el paradigma del bobo. No, no me malinterpreten, puesto que éste es un término informal que el que los sociólogos nombran al bourgeois bohemian, es decir, un bohemio burgués, esa clase social que por selección natural reemplazó a los odiosos yuppies de los ochenta, y que se definen por la cualificación profesional y el éxito social, del cual no hacen gala, y que heredaron ciertos valores contraculturales de los hippies de sus padres, como destinos alternativos para sus vacaciones y para sus actividades de ocio.


Pues a Aron, el socialista, con su camiseta rojo-pálido —otros vemos el rosa-fuete—, le ha caído sobre su mano el pedrusco de tener que gestionar la crisis económica de la que él no es responsable. Vaya por Dios. Todo le iba bien: era un triunfador, tenía la situación bajo control, las chicas se le acercaban por su atractivo físico y personal… y ahora debe vadear este inconveniente que, en un primer momento, le ha dejado paralizado. “¿Cómo puede sucederme a mí esto? ¿Es que acaso me merecía terminar así?”, parece preguntarse, en un intento de explicarse su mala suerte. Pobre Aron, el socialista: vendiendo su solvencia por doquier, exportando su imagen de jasp —joven, aunque sobradamente preparado, ¿recuerdan?—, confiando en su potencial… Todo eso está muy bien cuando las cosas van sobre ruedas. Pero, ¿qué vas a hacer ahora que los imponderables de la realidad te han golpeado con toda su furia y toda su crudeza?

Aron, el socialista, tiene alguna libertad de movimiento con su mano izquierda. Por allí encuentra una herramienta multiusos made in China que su mamá le regaló. Y, claro, como todo lo que viene del gigantón asiático, vale para hacerte un apaño, pero ante una situación extrema poco puede hacer. Él intenta con denuedo abordar el problema desde la izquierda, pero lo endeble de las medidas, por mucho empeño que ponga, nada puede hacer contra la monolítica dureza de la roca que le aplasta la mano y le está impidiendo moverse con libertad. Ante el fracaso de esta decisión se vuelve loco, desesperado en una situación de atoramiento que amenaza con anquilosarle el brazo, lo que infectaría el resto de su cuerpo con una gangrena que le mataría. El olor a putrefacción pronto será insoportable y a lo mejor, cuando los demás se den cuenta de que algo huele a podrido en el reino —de Dinamarca no, de España—, ya será demasiado tarde, pues o el encefalograma estará plano o los daños cerebrales puede que sean irreparables. Antes de que a alguien decida que lo mejor sea acudir al doctor Frankenstein —o Franco-nstein, aunque casi todos preferimos a James que a Francisco— y tenga que realizar un trasplante radical y de urgencia, Aron, el socialista, se está cansando de esperar a que le llueva la ayuda del cielo —¿divina?, no creo, aunque la desesperación hace extraños compañeros de viaje— y debe tomar decisiones. O, mejor dicho, elecciones.


Lenin dijo hace casi un siglo: “Un paso atrás, dos adelante”. Y es que para saltar más lejos primero hay que retroceder para tomar carrerilla. ¿Qué supondrá para Aron, nuestro muchacho socialista, enfrentarse al doloroso trance de tener que cortarse el brazo? Si quiere conservar su vida, deberá desprenderse de una parte de sí, de aquello que conforma desde su nacimiento —¿como votante?— su integridad. Cuando haya salido de esa grieta tenebrosa y se presente ante nosotros sonriente con su nuevo brazo ortopédico unos dirán que votó al PP, otros que se abstuvo y otros que, para seguir con vida, debió desprenderse de una parte de sí para poder seguir con el control de su libertad, mutando para adaptarse a los nuevos e incómodos tiempos.

La traumática experiencia de 127 horas de agonía nos habrá sido mostrada en algo menos de cien minutos. Seremos espectadores del sufrimiento y de la incertidumbre, pero siempre desde la comodidad de una butaca o del sofá. Nadie podrá juzgar a Aron, no ya votante socialista, sino en su dimensión de ser humano, por las decisiones que se vio obligado a tomar. Pero no habrá duda de que todas las elecciones, sea cual sea su resultado, nos otorgan esa libertad que tanto nos ha costado conseguir. Aunque muchas veces tengamos la sensación de que lo único que les importa a los políticos es que tengamos al menos una mano libre y sana para poder ir a votar(les).

(artículo aparecido en el nº. 194 de Versión Original —junio de 2001— dedicado a "Elecciones")

domingo, 19 de mayo de 2013

UNA HUÍDA A LA BOCA DEL LOBO


Hace algunas semanas recibí un extraño correo electrónico en el que unas monísimas niñas de highschool ejercitaban malabarismos en medio de una cancha de baloncesto, deleitando a un público bobalicón con sus monerías —y su indudable talento, producto de horas y horas de entrenamiento, que lo abominable del espectáculo no quita para reconocer el esfuerzo— en el salto de la comba [1]. Curiosamente por coincidencias del destino —algo que algunos solemos llamar sincronicidad—, ese mismo día se celebraba el vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín, y al ver a esas saltimbanquis en su número de circo me acordé de esos otros espectáculos de masas en forma de grandes manifestaciones gimnásticas tan populares en las dictaduras totalitarias —desde la Alemania nazi a la Unión Soviética, pasando por nuestra deplorable Sección Femenina, todas ellas vivificantes en la exacerbación del culto al cuerpo, a la moralidad y al amor a la patria— y que en Corea del Norte son llamados arirang, representaciones en extremo kitsch llenas de ese mismo colorido que no se ve en sus ciudadanos cuando éstos salen a la calle. Entonces me pregunté si esas barbies no formarán parte de ese tinglado ideológico en torno a la supremacía nacional que todo candidato a imperio necesita, por lo que jugando a las siete diferencias, terminé por aceptar que las niñas de la comba no se diferencian en demasía de sus homólogas coreanas. Como mucho, que en la túrmix las de USA echaron Coca-Cola. Y es que los semejantes, aunque parezca enemigos, se reconocen entre sí.

En el cine hay una verdad irrebatible: cuando alguien aborda el género histórico, lo hace para hablarnos de nuestros días. De hecho, esto es algo tan generalizado que aquellos que nos dedicamos a disertar, analizar y destripar las películas lo admitimos sin que el autor nos lo tenga que recordar. Así ha pasado con la reciente Ágora (Alejandro Amenábar, 2009) al conectar —con discutibles resultados— la intolerancia en la Alejandría del siglo IV d.C. —¡qué curioso que su película se ubique en una megalópolis cultural que se llama como él!; sólo faltaba que hubiese firmado la cinta como Alejandro Magno— con la sufrida en nuestros días a manos de los reaccionarios —políticos, culturales, religiosos, sociales, etc.—. Así al menos algunos lo han entendido… sobre todo aquellos que más aludidos se han sentido.


De los Estados Unidos de las locuelas adolescentes saltarinas también nos llegó una cinta que —ésta con más inteligencia y mala leche— nos habla de lo que nos ocurre hoy en día. Enemigos públicos (Public Enemies, Michael Mann, 2009) retoma un mito como es el de la biografía de John Dillinger, famoso asaltador de bancos de los años 30 que fuera la figura mediática más importante de principios de esa década. ¿Por qué era tan popular y querido entre la población, a pesar de su conducta antisocial? La respuesta la encontramos en el rótulo con el que la película comienza: “1933. Es el cuarto año de la Gran Depresión. Para John Dillinger, Alvin Karpis y “Baby Face” Nelson es la edad de oro de los robos a bancos”. Y es que la clase trabajadora llevaba sufriendo de lo lindo a raíz del Crack del 29, y que apareciera en la escena pública un individuo como éste, que daba su merecido a unos banqueros a los que notoriamente se culpabilizaba de la penuria económica de millones de familias humildes —a pesar de que, a diferencia de Robin Hood, Dillinger no repartiera sus botines entre los más necesitados—, era tan del agrado de la gente que el público que acudía a los cines de la época vitoreaba y jaleaba las imágenes de los noticiarios en los que aparecían ecos del caco y su banda. Y es que si hoy se hiciese una película que intentara reproducir algo parecido, podría empezar así: “2009. Es el primer año de la crisis económica más importante en ochenta años…”. Pero, ¿ha habido alguien que haya puesto en su sitio a los banqueros, financieros y brokers? ¿Hay alguien con el que desempleados, arruinados y expropiados se puedan identificar en su encono hacia la autoridad —sea ésta política, económica o policial—?

Este film de formato cuasi documental —y no sólo lo podemos afirmar por el fabuloso empleo del HD, sino también por la ausencia total de títulos de crédito en los que aparezcan los nombres del elenco artístico y técnico, algo que permite una total identificación con los personajes y sus peripecias vitales, casi al estilo de un docudrama televisivo— permite alguna lectura política más. A saber: allí como aquí la administración norteamericana lleva un año bajo tutela de dos presidentes —Franklin Delano Roosevelt y Barack Hussein Obama II— que han llegado al poder bajo sendas victorias electorales auspiciadas por la necesidad del cambio y las esperanzas de una población ahogada por una penosa situación económica, destacando por su lucha contra el imperio de las finanzas y sus desmanes —para lo cual aplican unas recetas que los más encendidos conservadores tildan como sovietizadoras—. También ambos son dos legisladores tolerantes y liberales —en el sentido más noble y primigenio del término— que tienen ansias por democratizar al máximo a sus respectivas sociedades. Y, sin embargo, una duda nos corroe por dentro al ver el film de Mann: si a pesar de todos los intentos de la administración Roosevelt para forjar un sistema en el que se respeten los derechos civiles, vemos cómo en un momento de la película hay policías que torturan y amedrentan a los detenidos con métodos expeditivos que van más allá de lo deseable, ¿ocurrirá lo mismo hoy en día —a tenor de los paralelismos entre las dos épocas— en los Estados Unidos de Obama? ¿Qué estará pasando en las cloacas norteamericanas, allí donde la vigilante mirada de su popular presidente no acaba de llegar? ¿Estarán los torturadores de Guantánamo en la cola del paro… o se habrán apartado hacia rincones más oscuros, donde el molesto poder les deje disfrutar con su juego de buenos y malos? Y es que no nos cansaremos de repetirlo: en nuestro mundo hay elecciones para presidente, pero no para acceder al poder.


Pero si hay una cosa verdaderamente sobrecogedora en Enemigos públicos es el retrato de la huída que realiza John Dillinger, pues su arrojo y su desafío a una autoridad a la que considera como perversa le impide alejarse de allí donde se le busca, siendo su viaje hacia el ojo del huracán uno de los actos más temerariamente nobles a los que se puede asistir. Verle pasear por las oficinas del FBI, escrutando las fotografías, informes y recortes de periódico que hablan sobre él es como asistir de primera mano a la glorificación en vida de un tipo que de corriente no tiene nada, que se ha convertido en mito social por méritos propios. Es el juego del gato y el ratón en su máxima expresión, donde el ratón se sabe con la ventaja de poder escaparse por unas rendijas a través de las cuales al sistema se le cuela la libertad de un individuo que se sabe irrepetible, pero que desconoce que el gato tiene una mira telescópica con visión nocturna.

Y es precisamente la oscuridad de una sala de cine —¡dónde si no!— el lugar en el que J.D. toma su última cena: el cinematógrafo como herramienta universal de mitificación, donde hasta un villano puede ser el nuevo héroe de masas al que venerar. Si Picasso fue el primer artista en ver en vida un cuadro suyo colgado en las paredes del Louvre, Dillinger fue el primer delincuente en contemplar en una pantalla de cine sus fechorías, sus robos, sus asesinatos… pero también su heroica gallardía y su enfrentamiento con un poder que, curiosamente —también hoy como ayer— estaba protegiendo a los banqueros, los mayores ladrones que hubo, hay y habrá.

Pero la película también se puede ver como la huída de su antagonista, Melvin Purvis, que por pertenecer a los leales servicios públicos para mantener la ley y el orden en su sitio debería ser el protagonista, el héroe. Y, sin embargo, no pasa de ser un tipo lleno de contradicciones, porque sabe que esa legalidad que está defendiendo es realmente cruel, despótica y repleta de hipocresía. Y también sabe que él ya no será nada después de atrapar a Dillinger, porque su tarea de atrapar a un icono social como él le convertirá, sin ningún género de dudas, en el malo de la película. De ahí su gesto de derrota al ver cómo el prófugo es abatido a tiros en la calle, ejecutado a sangre fría en medio de la muchedumbre, sin ningún tipo de honor, respeto o dignidad. Pero, ¿qué se puede esperar de un tipo que caza a los forajidos con un fusil de largo alcance y por la espalda? Habría que preguntarse si le gusta su trabajo o, por el contrario, es el sistema quien le impone las herramientas de represión.

Y es que, como en todo el cine de Michael Mann, policías y ladrones conviven en un ecosistema muy poco maniqueo en el que acabamos por comprender a cada una de las partes, pues todos ellos viven con sus contradicciones como pesados lastres vitales. Aquí, dos portentos de actores —Johnny Depp y Christian Bale— llevan el duelo de sus personajes más allá de la propia intriga, y nos ofrecen dos retratos llenos de matices dentro del gris, en un mundo que no es ni totalmente blanco ni totalmente negro. Son como dos almas gemelas que se atraen y se repelen, y se necesitan mutuamente para definirse a sí mismos. Dos caras de la misma moneda. Como decíamos al principio, los semejantes —aunque parezcan enemigos, públicos en este caso— se reconocen entre sí.


(artículo aparecido en el nº. 179 de Versión Original —febrero de 2010— dedicado a "Huídas")


[1] Disponible en http://www.biertijd.com/mediaplayer/?itemid=14256.