En estos tiempos de crisis (que
más que económica es espiritual y de valores, siendo la una consecuencia de las
otras… y viceversa) encontramos que los problemas suelen sacar lo peor del ser
humano. Estaba pensando en la xenofobia y el racismo (dos términos que no
quieren decir lo mismo pero que van indefectiblemente unidos), dos actitudes que
dinamitan peligrosamente nuestra convivencia. Ahora que pintan bastos se mira a
los inmigrantes de otra forma, a través de un cristal muy tupido de tanto que
lo están ahumando algunos. Hemos pasado de reconocer que la mano de obra
extranjera era la que nos iba a pagar a todos nuestras pensiones (encuentro
personalmente algunas ventajas de mayor calado ético que no el engorde de
nuestra tesorería pública) a que el mismísimo Ministro de Trabajo (ahora “del
Paro”, como a algunos les traiciona tan verazmente la inconsciente conciencia)
hiciera hace pocos meses una invitación “extraoficial” a que los extranjeros
hagan las maletas si ven que aquí no hay para todos. Vamos, que lo de las
pensiones lo podemos solucionar nosotros solitos. Ver (y oír) para creer. Y eso
que Celestino Corbacho venía con un muy brillante currículo desde L'Hospitalet
de Llobregat, modelo de integración inmigrante, que si no…
Aunque, la verdad, lo dicho
arriba tampoco es del todo cierto, ya que ha habido otros ejemplos en los que
una sociedad se ha cerrado a la admisión de inmigrantes durante épocas de
economía boyante. Hace algunos años, por ejemplo, tanto Suiza como Austria
llevaron a sus respectivos parlamentos leyes que restringían el acceso a sus
privilegiados paraísos: les dio algo así como un siroco tirolés y decidieron
que allí no cabía nadie más. Todo ello en el corazón de una Europa tolerante,
integradora y aspirante a interlocutora de conflictos, que nunca olvida que el
tránsito transnacional y transatlántico que verdaderamente merece la pena es el
de capitales. Sin comentarios.
Todos somos contradictorios y
tenemos nuestras paradojas. Puede que en España las tengamos todas (o casi).
Quizás pueda ser debido a ello que tengamos por costumbre dejar de mirarnos a
nosotros mismos (exigencias de nuestro complejo pasado) y tender la vista a los
demás para escrutar y, en la mayoría de los casos, criticar (como esas vecinas
cotillas que ven la suciedad de otras casas desde el otro lado de la calle). Y
normalmente nuestros dardos suelen apuntar a los Estados Unidos: un país que no
es un país, que nominalmente parece no existir (como bien se explicaba en un
determinado momento de Elogio del amor –Éloge de l’amour, J.L.
Godard, 2001-) y que, precisamente por ello, sepan quizás mejor que nadie
diagnosticarse con autocrítica.
Creo que no hay nadie que escape
de tener una visión polarizada y contradictoria sobre lo norteamericano, pues
esta denominación representa tanto la paternidad de la libertad y la democracia
como el odioso imperialismo, tanto el amor al individuo como su represión,
tanto el sofisticado urbanita como el patán sureño… en definitiva, tanto a
Obama como a Bush (Padre, Hijos y Santa Compaña), comprendidos todos ellos bajo
la amarillenta piel de Homer Simpson, el americano medio y modelo, tan
libertario como sumiso, tan egoísta como comprometido… en definitiva, el
paradigma del espíritu de la contradicción. Y, sin embargo, si cambiamos “lo
norteamericano” por cualquier otra nacionalidad nos puede dar el mismo
resultado (cualquiera puede hacer la prueba), con lo cual nos queda que en
todas partes cuecen habas y que, al fin y al cabo, todos nos parecemos más de
lo que nos gustaría. En nosotros mismos está la prueba.
Pero si hay una persona que me
tiene alucinado con sus contradicciones (no son tales, sino que más bien están
en mi mirada) ese es Clint Eastwood, capaz de pronunciarse a favor de McCain en
las últimas elecciones y de ser al mismo tiempo la china en el zapato del
movimiento ideológico conservador de su país a través de sus filmes, donde
carga las tintas en contra de tótems intocables de su cultura como la
familia o apelando a la dignidad de la vida en forma de eutanasia. Por eso no
me extraña que para su última película haya elegido a un tipo solitario para
meterse en su piel, pues así debe de sentirse en las filas republicanas: más
solo que la una, mascando en la distancia su incomprensión.
Eastwood siempre se ha interesado
por la soledad. Sus personajes salen de ella o terminan engullidos por ella,
muchas veces cabalgando a lomos de un caballo (como en Infierno de cobardes
–Hight Plains Drifter, 1973-, El jinete pálido –Pale Rider,
1985- o en cualquiera de los filmes a las órdenes del gran maestro Leone),
despreciando cualquier conato de empatía emocional con sus semejantes
(frustrada cuando ésta se produce, como en Los puentes de Madison –The
Bridges of Madison County, 1995), pues cuando el destino nos golpea es más
duro si lo hace contra aquellos seres a los que queremos (como en los trágicos
finales de Kivu en Cazador blanco, corazón negro –White Hunter, Black
Heart, 1990- o de Hawk Hawkins en Space Cowboys –Id, 2000).
Su estampa siempre ha estado ligada al individuo y su sombra, su fiel compañera
junto con un Winchester, un AK44 o una Magnum, herramientas para sembrar la
muerte y, por tanto, la consiguiente soledad. Por eso sus personajes (al fin y
al cabo uno sólo: él mismo) han evolucionado, han recapacitado, se han adaptado
a los tiempos, sabiendo que todo lo que se deja atrás nos persigue y tenemos
que encontrar nuestra propia redención para que la mala conciencia deje de
acosarnos.
De todo esto (y de más cosas)
habla en su última película Gran Torino (Id., 2008), una obra que
huele a testamento, que cuenta historias sobre oportunidades perdidas y otras
que se pueden aprovechar a través de un señor llamado Walt Kowalski y que está
en las últimas. Un hombre que se define por sus circunstancias cercanas
(recientemente enviudado y con unos hijos y nietos con los que no se trata y
quienes no pueden verle ni en pintura) y que representa el último bastión
norteamericano en un barrio dominado por la presencia de inmigrantes, a los que
odia en su existencia sin pararse a pensar, como su propio apellido lo
denuncia, que todos allí son inmigrantes, y que lo único que les diferencia
entre sí, además de cierta pigmentación en la piel, son verdaderamente pocas
cosas, todos con los mismos problemas, todos con las mismas pulsiones, todos
con las mismas esperanzas. Todo depende, en este caso, desde el lado del
cristal por el que se mire, ya que el color es igual para todos: violencia,
desarraigo y, por supuesto, soledad.
“Los semejantes se reconocen
entre sí”, le oí decir en cierta ocasión al profesor Gustavo Bueno (otro genio
lleno de contradicciones). A pesar de las distancias y los iniciales recelos,
los seres humanos estamos abocados al encuentro, aunque sea entre dos personas
tan distintas en su origen, su cultura y su edad como ese anciano Mr. Kowalski
(la persistencia que desarrolla a lo largo del metraje para que le llamen por
su apellido es como un amarre a su pasado castrense, génesis de sus medallas,
pero también de sus complejos, sus inseguridades y sus pesadillas) y el joven
Thao. Y es curioso cómo las vidas de todos nosotros convergen a pesar de las
imposiciones que parecen querer distanciarnos, pues el señor Kowalski
encontrará en la familia hmong un sucedáneo de la suya propia (a pesar
de haber luchado contra otros asiáticos en Corea) y Thao acabará accediendo al
Ford Gran Torino a pesar de haber intentado robarle, viendo en el anciano a
aquel padre comprensivo y generoso que le haga olvidar el autoritarismo del
suyo propio [1].
De esta involuntaria manera nos
vemos empujados a la compañía cuando, precisamente, lo que pretendíamos era
estar solos. Y es que la soledad es un estado del alma que incluso cuando la
perseguimos nos acabamos dando cuenta de que ni siquiera entonces podemos
administrar nuestras vidas como queremos, pues hay una pulsión en nuestro
interior que nos empuja a nuestra verdadera esencia de seres sociales, donde
los demás nos completan, ofreciéndonos un reflejo, muchas veces grato, otros
desolador [2]. Pues es así como funciona la sociedad, donde todos y cada
uno de nosotros somos como piezas de un engranaje, que hay que cuidar y
engrasar para que todo funcione a la perfección. O como esa bonita metáfora que
utiliza Eastwood, cuando Kowalski comparte con Thao sus conocimientos en el
garaje, frente a su Gran Torino: al preguntarle el joven sobre el porqué de la
gran cantidad de útiles que el anciano guarda en su garaje, éste le contesta
con un simple “Cada herramienta tiene su propósito: todo sirve para algo”,
y con esta sencillez el director, a través de su alter ego, no sólo nos
habla de su cine, de su concepción creativa, de su estilo depurado de gran
maestro (un fluir casi místico, aprovechando el título de otra de sus grandes
obras, Mistic River –Id, 2003), sino también un concepto de
modelo social, donde cada persona tiene una tarea más allá del utilitarismo:
todos somos necesarios, todos tenemos nuestro sitio, todos nos complementamos,
cada uno con sus atributos inherentes.
Parece ser que la llegada de
Obama a la presidencia de los Estados Unidos (que no al poder: para ese tema no
hay, por desgracia, elecciones que valgan) está precipitando un “nuevo cine”,
reflejo de este advenimiento (como se destacaba recientemente en el editorial
de una publicación de tirada nacional [3]). Yo creo más bien que este
nuevo presidente es más la consecuencia de un hastío que ha producido una
nueva/vieja mirada y una nueva/vieja forma de pensar y de sentir. Es decir, la
recuperación de unos valores que se habían aparcado en USA. Por eso la
aparición en los fotogramas de Gran Torino del automóvil que da nombre y
sentido a su título es una alegoría de ese tiempo que parecía perdido y que se
ha recuperado: un anciano de raza blanca (uno de esos wasp a los que
tanto aludimos) sentado en el porche de su casa, bebiendo y fumando en soledad,
recreando la mirada bajo la suave luz del atardecer (los Estados unidos están
indefectiblemente ligados a esa imagen y a esa luz, como si desde allí se
estuviera eternamente presintiendo el ocaso de su esplendor) las bellas líneas
de una máquina perfecta, una obra de arte, de ingeniería y de diseño que se
guarda con celo escondida en un viejo garaje, que con denuedo saca brillo cada
tarde con el único fin de su devota contemplación. Así parecen ser los más
bellos ideales americanos, los cuales, de vez en cuando, son apartados para
darlos esplendor, esperando que luzcan más límpidos cuando los saquen a pasear.
Por ello mismo el final de la
película adquiere toda su dimensión, pues el hecho de que Kowalski se ofrezca
en solitario sacrificio para obtener la paz de su nueva familia hace que cuando
veamos a Thao conduciendo el coche (no con un motor Ford, sino con uno llamado
Obama) nos lleguemos a dar cuenta de que las cosas en los Estados Unidos ya se
han puesto en marcha, ya están rodando imparables hacia ese horizonte en el que
confluyen la incertidumbre y la esperanza, pues no sólo ha habido un relevo
generacional, sino que la sociedad se ha declarado culpable de su pasado, se ha
impuesto una mortal penitencia y admite que una minoría gobierne de pleno
derecho la dirección de su más preciada posesión.
Es curioso (para más inri)
que esta película la viera después de escribir el artículo para el anterior
número de Versión Original, en el que hablando de «puertas» reflexionara sobre
una película tan emotiva como El luchador (The Wrestler, Darren
Aronofsky, 2008), y que allí terminara apelando a un cambio de actitud y al
sacrificio de corazones nobles para poder afrontar una crisis que, a pesar de
la gerontocracia con la que se gobiernan las finanzas, estoy convencido que ha provocado
gente tan ambiciosa como joven. Y es que normalmente del caos suele emerger la
sabia mirada de nuestros mayores para poner las cosas en su sitio y demostrar
con sus hechos y sus palabras que la juventud, como la soledad, es también un
estado del alma. En esta ocasión (en otras son Oliveira, Rohmer… benditos sean
mientras duren) Clint Eastwood es quien ha sacado su artillería más pesada, la
que más duele, la que más víctimas provoca. Y una de ellas ha sido él mismo,
pues su presencia en la pantalla rezuma penitencia a través del sacrificio, y
aunque lleve varios años amenazando con no volver a ponerse delante de una
cámara, ésta ha sido una de esas veces en las que la advertencia parece que se
va a cumplir, pues desde la muerte de su personaje hasta esa voz rasgada del
final, intentando poner en pie una canción llena de tristeza, que no vuelva a
aparecer en fotogramas venideros parece tan coherente como necesario: es el
final de un ciclo, la evolución de un tipo justiciero que poco a poco se ha ido
dando cuenta de que Harry Callahan [4] ya no tiene sitio ni sentido en
esta sociedad, en este mundo, pues a partir de su William Munny [5]
comenzó a ajustar cuentas consigo mismo y con sus personajes para llegar sin
remedio a este Walt Kowalski, última parada de una vía muerta, principio de una
reencarnación en forma de joven asiático, solitario e inadaptado como él mismo.
Ojalá todos pudiéramos decidir así la forma en la que dejar nuestro legado.
(artículo aparecido en el nº. 172
de Versión Original —junio de 2009— dedicado a "La
soledad")
[1]
Una idea que, evidentemente, redunda el conflicto argumental de una de sus
obras más emotivas y redondas, como es Million Dollar Baby (Id,
2004).
[2]
Como cuando Walt Kowalski se mira en el espejo del cuarto de baño de sus
vecinos asiáticos y se dice a sí mismo “Realmente estoy solo y casi sin
familia”, espetándose al final un “Feliz cumpleaños” lleno de triste
ironía.
[3]
Carlos F. Heredero: “En la estela de Obama”, Cahiers du cinéma. España,
nº. 20 (Febrero 2009), p. 5.
[4]
Que podría haber estrenado perfectamente ese Gran Torino por la época de su
producción: Clint Eastwood, al sacarle brillo a través de Walt Kowalski, nos
dice así que nunca ha dejado de tenerle cariño a su bronco pero entrañable
inspector de policía, el más solitario y huraño de sus personajes.
[5]
Protagonista de Sin perdón (Unforgiven, 1992), película dedicada
al final de su metraje “a Don [Siegel] y Sergio [Leone]”, cerrando y
explicitando así no sólo una deuda pendiente, sino una retahíla de personajes
con un concepto tan particular como desfasado de lo que significa la justicia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario