sábado, 18 de mayo de 2013

MOTOR OBAMA


En estos tiempos de crisis (que más que económica es espiritual y de valores, siendo la una consecuencia de las otras… y viceversa) encontramos que los problemas suelen sacar lo peor del ser humano. Estaba pensando en la xenofobia y el racismo (dos términos que no quieren decir lo mismo pero que van indefectiblemente unidos), dos actitudes que dinamitan peligrosamente nuestra convivencia. Ahora que pintan bastos se mira a los inmigrantes de otra forma, a través de un cristal muy tupido de tanto que lo están ahumando algunos. Hemos pasado de reconocer que la mano de obra extranjera era la que nos iba a pagar a todos nuestras pensiones (encuentro personalmente algunas ventajas de mayor calado ético que no el engorde de nuestra tesorería pública) a que el mismísimo Ministro de Trabajo (ahora “del Paro”, como a algunos les traiciona tan verazmente la inconsciente conciencia) hiciera hace pocos meses una invitación “extraoficial” a que los extranjeros hagan las maletas si ven que aquí no hay para todos. Vamos, que lo de las pensiones lo podemos solucionar nosotros solitos. Ver (y oír) para creer. Y eso que Celestino Corbacho venía con un muy brillante currículo desde L'Hospitalet de Llobregat, modelo de integración inmigrante, que si no…

Aunque, la verdad, lo dicho arriba tampoco es del todo cierto, ya que ha habido otros ejemplos en los que una sociedad se ha cerrado a la admisión de inmigrantes durante épocas de economía boyante. Hace algunos años, por ejemplo, tanto Suiza como Austria llevaron a sus respectivos parlamentos leyes que restringían el acceso a sus privilegiados paraísos: les dio algo así como un siroco tirolés y decidieron que allí no cabía nadie más. Todo ello en el corazón de una Europa tolerante, integradora y aspirante a interlocutora de conflictos, que nunca olvida que el tránsito transnacional y transatlántico que verdaderamente merece la pena es el de capitales. Sin comentarios.


Todos somos contradictorios y tenemos nuestras paradojas. Puede que en España las tengamos todas (o casi). Quizás pueda ser debido a ello que tengamos por costumbre dejar de mirarnos a nosotros mismos (exigencias de nuestro complejo pasado) y tender la vista a los demás para escrutar y, en la mayoría de los casos, criticar (como esas vecinas cotillas que ven la suciedad de otras casas desde el otro lado de la calle). Y normalmente nuestros dardos suelen apuntar a los Estados Unidos: un país que no es un país, que nominalmente parece no existir (como bien se explicaba en un determinado momento de Elogio del amorÉloge de l’amour, J.L. Godard, 2001-) y que, precisamente por ello, sepan quizás mejor que nadie diagnosticarse con autocrítica.

Creo que no hay nadie que escape de tener una visión polarizada y contradictoria sobre lo norteamericano, pues esta denominación representa tanto la paternidad de la libertad y la democracia como el odioso imperialismo, tanto el amor al individuo como su represión, tanto el sofisticado urbanita como el patán sureño… en definitiva, tanto a Obama como a Bush (Padre, Hijos y Santa Compaña), comprendidos todos ellos bajo la amarillenta piel de Homer Simpson, el americano medio y modelo, tan libertario como sumiso, tan egoísta como comprometido… en definitiva, el paradigma del espíritu de la contradicción. Y, sin embargo, si cambiamos “lo norteamericano” por cualquier otra nacionalidad nos puede dar el mismo resultado (cualquiera puede hacer la prueba), con lo cual nos queda que en todas partes cuecen habas y que, al fin y al cabo, todos nos parecemos más de lo que nos gustaría. En nosotros mismos está la prueba.

Pero si hay una persona que me tiene alucinado con sus contradicciones (no son tales, sino que más bien están en mi mirada) ese es Clint Eastwood, capaz de pronunciarse a favor de McCain en las últimas elecciones y de ser al mismo tiempo la china en el zapato del movimiento ideológico conservador de su país a través de sus filmes, donde carga las tintas en contra de tótems intocables de su cultura como la familia o apelando a la dignidad de la vida en forma de eutanasia. Por eso no me extraña que para su última película haya elegido a un tipo solitario para meterse en su piel, pues así debe de sentirse en las filas republicanas: más solo que la una, mascando en la distancia su incomprensión.


Eastwood siempre se ha interesado por la soledad. Sus personajes salen de ella o terminan engullidos por ella, muchas veces cabalgando a lomos de un caballo (como en Infierno de cobardesHight Plains Drifter, 1973-, El jinete pálidoPale Rider, 1985- o en cualquiera de los filmes a las órdenes del gran maestro Leone), despreciando cualquier conato de empatía emocional con sus semejantes (frustrada cuando ésta se produce, como en Los puentes de MadisonThe Bridges of Madison County, 1995), pues cuando el destino nos golpea es más duro si lo hace contra aquellos seres a los que queremos (como en los trágicos finales de Kivu en Cazador blanco, corazón negroWhite Hunter, Black Heart, 1990- o de Hawk Hawkins en Space CowboysId, 2000). Su estampa siempre ha estado ligada al individuo y su sombra, su fiel compañera junto con un Winchester, un AK44 o una Magnum, herramientas para sembrar la muerte y, por tanto, la consiguiente soledad. Por eso sus personajes (al fin y al cabo uno sólo: él mismo) han evolucionado, han recapacitado, se han adaptado a los tiempos, sabiendo que todo lo que se deja atrás nos persigue y tenemos que encontrar nuestra propia redención para que la mala conciencia deje de acosarnos.

De todo esto (y de más cosas) habla en su última película Gran Torino (Id., 2008), una obra que huele a testamento, que cuenta historias sobre oportunidades perdidas y otras que se pueden aprovechar a través de un señor llamado Walt Kowalski y que está en las últimas. Un hombre que se define por sus circunstancias cercanas (recientemente enviudado y con unos hijos y nietos con los que no se trata y quienes no pueden verle ni en pintura) y que representa el último bastión norteamericano en un barrio dominado por la presencia de inmigrantes, a los que odia en su existencia sin pararse a pensar, como su propio apellido lo denuncia, que todos allí son inmigrantes, y que lo único que les diferencia entre sí, además de cierta pigmentación en la piel, son verdaderamente pocas cosas, todos con los mismos problemas, todos con las mismas pulsiones, todos con las mismas esperanzas. Todo depende, en este caso, desde el lado del cristal por el que se mire, ya que el color es igual para todos: violencia, desarraigo y, por supuesto, soledad.


“Los semejantes se reconocen entre sí”, le oí decir en cierta ocasión al profesor Gustavo Bueno (otro genio lleno de contradicciones). A pesar de las distancias y los iniciales recelos, los seres humanos estamos abocados al encuentro, aunque sea entre dos personas tan distintas en su origen, su cultura y su edad como ese anciano Mr. Kowalski (la persistencia que desarrolla a lo largo del metraje para que le llamen por su apellido es como un amarre a su pasado castrense, génesis de sus medallas, pero también de sus complejos, sus inseguridades y sus pesadillas) y el joven Thao. Y es curioso cómo las vidas de todos nosotros convergen a pesar de las imposiciones que parecen querer distanciarnos, pues el señor Kowalski encontrará en la familia hmong un sucedáneo de la suya propia (a pesar de haber luchado contra otros asiáticos en Corea) y Thao acabará accediendo al Ford Gran Torino a pesar de haber intentado robarle, viendo en el anciano a aquel padre comprensivo y generoso que le haga olvidar el autoritarismo del suyo propio [1].

De esta involuntaria manera nos vemos empujados a la compañía cuando, precisamente, lo que pretendíamos era estar solos. Y es que la soledad es un estado del alma que incluso cuando la perseguimos nos acabamos dando cuenta de que ni siquiera entonces podemos administrar nuestras vidas como queremos, pues hay una pulsión en nuestro interior que nos empuja a nuestra verdadera esencia de seres sociales, donde los demás nos completan, ofreciéndonos un reflejo, muchas veces grato, otros desolador [2]. Pues es así como funciona la sociedad, donde todos y cada uno de nosotros somos como piezas de un engranaje, que hay que cuidar y engrasar para que todo funcione a la perfección. O como esa bonita metáfora que utiliza Eastwood, cuando Kowalski comparte con Thao sus conocimientos en el garaje, frente a su Gran Torino: al preguntarle el joven sobre el porqué de la gran cantidad de útiles que el anciano guarda en su garaje, éste le contesta con un simple “Cada herramienta tiene su propósito: todo sirve para algo”, y con esta sencillez el director, a través de su alter ego, no sólo nos habla de su cine, de su concepción creativa, de su estilo depurado de gran maestro (un fluir casi místico, aprovechando el título de otra de sus grandes obras, Mistic RiverId, 2003), sino también un concepto de modelo social, donde cada persona tiene una tarea más allá del utilitarismo: todos somos necesarios, todos tenemos nuestro sitio, todos nos complementamos, cada uno con sus atributos inherentes.


Parece ser que la llegada de Obama a la presidencia de los Estados Unidos (que no al poder: para ese tema no hay, por desgracia, elecciones que valgan) está precipitando un “nuevo cine”, reflejo de este advenimiento (como se destacaba recientemente en el editorial de una publicación de tirada nacional [3]). Yo creo más bien que este nuevo presidente es más la consecuencia de un hastío que ha producido una nueva/vieja mirada y una nueva/vieja forma de pensar y de sentir. Es decir, la recuperación de unos valores que se habían aparcado en USA. Por eso la aparición en los fotogramas de Gran Torino del automóvil que da nombre y sentido a su título es una alegoría de ese tiempo que parecía perdido y que se ha recuperado: un anciano de raza blanca (uno de esos wasp a los que tanto aludimos) sentado en el porche de su casa, bebiendo y fumando en soledad, recreando la mirada bajo la suave luz del atardecer (los Estados unidos están indefectiblemente ligados a esa imagen y a esa luz, como si desde allí se estuviera eternamente presintiendo el ocaso de su esplendor) las bellas líneas de una máquina perfecta, una obra de arte, de ingeniería y de diseño que se guarda con celo escondida en un viejo garaje, que con denuedo saca brillo cada tarde con el único fin de su devota contemplación. Así parecen ser los más bellos ideales americanos, los cuales, de vez en cuando, son apartados para darlos esplendor, esperando que luzcan más límpidos cuando los saquen a pasear.

Por ello mismo el final de la película adquiere toda su dimensión, pues el hecho de que Kowalski se ofrezca en solitario sacrificio para obtener la paz de su nueva familia hace que cuando veamos a Thao conduciendo el coche (no con un motor Ford, sino con uno llamado Obama) nos lleguemos a dar cuenta de que las cosas en los Estados Unidos ya se han puesto en marcha, ya están rodando imparables hacia ese horizonte en el que confluyen la incertidumbre y la esperanza, pues no sólo ha habido un relevo generacional, sino que la sociedad se ha declarado culpable de su pasado, se ha impuesto una mortal penitencia y admite que una minoría gobierne de pleno derecho la dirección de su más preciada posesión.


Es curioso (para más inri) que esta película la viera después de escribir el artículo para el anterior número de Versión Original, en el que hablando de «puertas» reflexionara sobre una película tan emotiva como El luchador (The Wrestler, Darren Aronofsky, 2008), y que allí terminara apelando a un cambio de actitud y al sacrificio de corazones nobles para poder afrontar una crisis que, a pesar de la gerontocracia con la que se gobiernan las finanzas, estoy convencido que ha provocado gente tan ambiciosa como joven. Y es que normalmente del caos suele emerger la sabia mirada de nuestros mayores para poner las cosas en su sitio y demostrar con sus hechos y sus palabras que la juventud, como la soledad, es también un estado del alma. En esta ocasión (en otras son Oliveira, Rohmer… benditos sean mientras duren) Clint Eastwood es quien ha sacado su artillería más pesada, la que más duele, la que más víctimas provoca. Y una de ellas ha sido él mismo, pues su presencia en la pantalla rezuma penitencia a través del sacrificio, y aunque lleve varios años amenazando con no volver a ponerse delante de una cámara, ésta ha sido una de esas veces en las que la advertencia parece que se va a cumplir, pues desde la muerte de su personaje hasta esa voz rasgada del final, intentando poner en pie una canción llena de tristeza, que no vuelva a aparecer en fotogramas venideros parece tan coherente como necesario: es el final de un ciclo, la evolución de un tipo justiciero que poco a poco se ha ido dando cuenta de que Harry Callahan [4] ya no tiene sitio ni sentido en esta sociedad, en este mundo, pues a partir de su William Munny [5] comenzó a ajustar cuentas consigo mismo y con sus personajes para llegar sin remedio a este Walt Kowalski, última parada de una vía muerta, principio de una reencarnación en forma de joven asiático, solitario e inadaptado como él mismo. Ojalá todos pudiéramos decidir así la forma en la que dejar nuestro legado.


(artículo aparecido en el nº. 172 de Versión Original —junio de 2009— dedicado a "La soledad") 


[1] Una idea que, evidentemente, redunda el conflicto argumental de una de sus obras más emotivas y redondas, como es Million Dollar Baby (Id, 2004).

[2] Como cuando Walt Kowalski se mira en el espejo del cuarto de baño de sus vecinos asiáticos y se dice a sí mismo “Realmente estoy solo y casi sin familia”, espetándose al final un “Feliz cumpleaños” lleno de triste ironía.

[3] Carlos F. Heredero: “En la estela de Obama”, Cahiers du cinéma. España, nº. 20 (Febrero 2009), p. 5.

[4] Que podría haber estrenado perfectamente ese Gran Torino por la época de su producción: Clint Eastwood, al sacarle brillo a través de Walt Kowalski, nos dice así que nunca ha dejado de tenerle cariño a su bronco pero entrañable inspector de policía, el más solitario y huraño de sus personajes.

[5] Protagonista de Sin perdón (Unforgiven, 1992), película dedicada al final de su metraje “a Don [Siegel] y Sergio [Leone]”, cerrando y explicitando así no sólo una deuda pendiente, sino una retahíla de personajes con un concepto tan particular como desfasado de lo que significa la justicia.

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