De verdad que no dejo de
maravillarme por ese descubrimiento que es la «sincronicidad». El pasado
domingo 7 de septiembre, al tiempo que enviaba a esta misma publicación mi
colaboración para el número dedicado a «Ancianos», recibía una llamada en la
que me comunicaban que mi abuelo había sufrido un derrame cerebral. Tan
fantástico de contar como siniestro de padecer. Somos el resultado de un cúmulo
de circunstancias azarosas que se nos colocan delante para darnos una y otra
vez lecciones que no podemos ignorar, pues cuando convergen varias de ellas lo
casual se torna en causal.
Los encuentros más interesantes
que tenemos en nuestras vidas suelen tener ese carácter inesperado que nos
lleva a una búsqueda de adaptaciones a las nuevas circunstancias, todo por
sobrevivir a un despido, a un matrimonio o a un derrame cerebral. De las
personas con las que nos topamos en la vida son las de origen imprevisto las
que, sin pretenderlo, más nos acaban marcando. Yo a veces juego a trazar en un
mapamundi imaginario las líneas vitales de aquellas personas con las que me
relaciono, viendo cómo se mueven frenéticas con el paso del tiempo, primero en
una calle, luego en un barrio, en una ciudad, en todo un país, incluso
atravesando varios continentes para, de repente, entrecruzarse con la mía propia,
y entonces me doy cuenta de lo estática que es, prácticamente sin salir de mi
ciudad, por no decir del mismo hogar.
Y si pensamos en lo intrincado
que supone el trazado de un solo y simple barrio nos podemos dar cuenta de lo
maravillosamente mágicos que pueden llegar a ser los encuentros cuando los
medimos en grandes distancias, en dimensiones tan colosales como son las
transnacionales o incluso las intercontinentales, pues los motivos que pueden
llevar a alguien a tomar la decisión, por ejemplo, de emprender una nueva vida
en un país pueden ser tan diversas como las obligaciones que empujan a las
personas a emigrar por necesidad o el impulso que a veces se tiene de dejar
atrás un mundo seco de esperanza e inquietudes. Por eso me parece que con esta llegada
masiva de inmigrantes que para algunos resulta una total amenaza, pues ven en
peligro aquello que consideran como suyo (qué gran daño hacen las fronteras que
marcan los límites de la propiedad privada), para mí es como una bendición, las
puertas abiertas para posibles nuevos encuentros que marquen nuestras vidas con
el hierro al rojo del amor en su concepto más humanista y universal. Y, por qué
no, también en su sentido más físico.
Con En la ciudad de Sylvia
(id., 2007) José Luis Guerín retrató la persistencia de un encuentro
fortuito y fugaz, de esos que no se quitan del recuerdo ni con agua caliente ni
con duchas frías. Es quizás lo más estimulante de la historia (tal y como está
contada) que ese episodio del pasado no nos es mostrado de ninguna manera, ni
como un flashback ni como una recreación teatralizada (como sería lo
esperable y deseable en otro tipo de cine), sino que planea sobre toda la
puesta en escena, sobre todo ese desarrollo argumental que nos narra la tan
lamentada ausencia. Pues si existiese alguna posibilidad, por remota que ésta
fuera, de que aquel momento tan vital para el protagonista nos fuese mostrado
de alguna forma, dicha imagen arrebataría de golpe toda la magia del nuevo
itinerario, puesto que es la cercanía del desencuentro lo que da todo su
milagroso sentido a aquel pretérito encuentro.
Resulta estimulante constatar
cómo cambian nuestras vidas después de estos hallazgos rellenos de personas con
las que ni siquiera habíamos soñado toparnos. Parece que el cine español más
reciente se ha contaminado de esta visión de la sociedad que nos ha tocado
vivir. Sólo hace falta ver la filmografía del último talento descubierto, Jaime
Rosales, para ver que siempre hay a la vuelta de la esquina una sorpresa que no
esperábamos, ya sea un asesino amateur (Las horas del día, 2003),
una bomba en un autobús (La soledad, 2007) o un etarra encabronado (Tiro
en la cabeza, 2008). Parecemos unos peleles en manos de la diosa
casualidad. ¿Es esto lo que nos asusta? ¿Son éstos los verdaderos miedos de
nuestra sociedad? ¿O es quizás la imposibilidad de no saber a ciencia cierta si
aquello que acometemos obtendrá los resultados que a priori nos
proponemos?
En su obra Esto no es música.
Introducción al malestar en la cultura de masas, José Luis Pardo explicaba
en alguna de sus páginas que los antiguos griegos inventaron el teatro para
implantar de alguna manera la sensación de «justicia divina», ya que ellos
habían observado que en la vida «real» un asesino podía salir impune y una
buena persona podía sufrir desdichas. En el arte de la representación, sin
embargo, todo estaba atado y bien atado, los buenos triunfaban y los malos
fracasaban, y todo ello por intervención de las divinidades en persona. Y así,
aunque fuera una sola vez durante el día, podían seguir teniendo fe en sus
dioses.
Hay, pues, una gran distancia
entre aquella sociedad de hace mil quinientos años y la nuestra. Quizás la
misma que hay entre sus formas de representación y las nuestras, pues hoy, como
decíamos antes, no podemos dejar de rendir pleitesía a divinidades como el
infortunio o la casualidad. Sin embargo, personajes como Platón (c. 427-
347 a.C.) establecieron todo un compendio de teorías filosóficas que pesan como
una losa hasta el día de hoy, pues ellos fueron los fundadores de la moderna
manera de pensar. Y traemos aquí a colación a este filósofo pues parece
ser que José Luis Guerín lo tuvo muy en mente a la hora de trazar ese diario
personal que resulta ser el filme En la ciudad de Sylvia (como más tarde
veremos).
Lo primero que habría que decir
de esta película es que en muchos aspectos parece como si fuera una
continuación lógica de Tren de sombras (id., 1997), pues no es
sólo que en ésta cada una de las tres noches en las que acompañamos al personaje
protagonista está señaladas visualmente por las mismas imágenes que, al llegar
la noche, marcaban en aquélla la frontera que generaba la magia del montaje
cinematográfico, sino que la forma de retratar (encuadrar, seleccionar el
tiempo y el tempo de cada plano, el carácter improvisado de cada toma,
etc.) las calles de Estrasburgo nos recuerda mucho a aquella que utilizó al
hacer lo propio con la villa de Le Thuit hacia el final del metraje de Tren
de sombras. Parece, pues, que se abre un interrogante al observar esas
vidas anónimas desde esa distancia impuesta por el pudor imaginero de Guerín:
¿qué habrá detrás de esas siluetas que han decidido pasar justo en este momento
por delante del objetivo de la cámara? ¿Qué historias nos podrían contar? Y una
de ellas genera esa máquina de hacer cinematógrafo que es En la ciudad de
Sylvia.
Es, por lo tanto, ese carácter de
«azarosidad» el que impregna desde el principio (tengamos o no la referencia
intelectual e iconográfica de Tren de sombras) la historia de este joven
pues, como en la celebérrima escena inicial de Psicosis (Psycho,
Alfred Hitchcock, 1960), la «casualidad» (nunca hubo tal, evidentemente, aunque
el mago del suspense así nos lo quisiera hacer creer) nos ha hecho aterrizar en
esa habitación en concreto, y de nuestra irrupción se deriva una penitencia:
respetar minuciosamente el lento transcurrir del tiempo que el protagonista
tenía para sí, pues para su hecho creativo (parece escribir una poesía) las
prisas que imprime otro tipo de cine no parecen las más indicadas.
El arte se convierte así, por
derecho propio, en una herramienta, en una prolongación utilitaria de la
dimensión que luego se nos mostrará de ese soñador: la del cazador. Pues su block
de notas parece ser el cuaderno de campo de un auténtico naturalista, un
etólogo que apuntara todas y cada una de las especies que desfilan por delante
de su mirada, de su guarida de observador. Apostado en la terraza de un café,
parapetado detrás de su consumición, disimulando ser un cliente más, acecha,
selecciona, diagnostica, analiza en su libreta, disfrutando de la cualidad de
ser invisible. Y es aquí donde entra en juego la filosofía platónica, pues
pronto empieza a reconocer que no le interesa determinada mujer, ninguna
tipología específica, sino que es la idea de «mujer», su concepto más amplio y
abstracto, aquel que le persigue en un tormento: es el momento en el que «la
mujer» (elle, en el original), el ejemplar (con perdón) en concreto, se
convierte en «las mujeres» (elles), el concepto eterno y universal. La
mujer de espaldas se convierte en un misterio, pues la figura sin rostro es una
incógnita por revelar que amplía el ansia si no se desvela. Es la búsqueda de
la esencia, del cariz desligado de su reflejo imperfecto, aquello que persigue,
que le obsesiona, pues quizás quiere comprender la esencia, aquello que habita
el interior de las mujeres, asimilarlo para comprenderlo y para dar sentido al
abandono que una vez sufrió. Pero sin embargo, ¿qué hacer, cómo actuar una vez
se ha encontrado un modelo determinado que, por su belleza, por su armonía
formal, arrebata y secuestra la mirada del artista, de ese amante eterno y
sumiso de las formas perfectas?
La última vez que vi esta
película (con motivo precisamente de la escritura de este artículo) empecé a
comprender la enfermedad obsesiva de este personaje, su pulsión por perseguir
de cualquier manera y a toda costa aquello que considera su presa. Son, de
hecho, las calles de Estrasburgo un trasunto de aquel tétrico laberinto vegetal
situado frente al hotel Overlock en El resplandor (The Shining,
Stanley Kubrick, 1980), donde el protagonista estaba encerrado en su propia
obsesión. Como allí, el itinerario del joven poeta hacia un abismo interior
marca la huída de una realidad que parece demasiado sosa, sin estímulos a la
altura que se ha marcado. Sólo así, en el caso del filme de Guerín, podemos
resaltar la capacidad que tiene el montaje de sonido para resaltar el montaje
de la imagen, pues a cada paso de tranvía percibimos cada vez con más presencia
y potencia ese «tren de sombras» en el que el personaje ha montado para no
bajarse ya nunca más. Esos planos tan cerrados que no nos dejan ver más allá de
las ventanillas de tranvía nos marcan los mismos límites del celuloide, y el
traqueteo continuo martillea la bella alegoría del cinematógrafo, aquella forma
antigua y primitiva de entender la fotografía animada. Nosotros, con ellos
(director y protagonista/alter ego del director), quedamos atrapados en
el interior del celuloide y, así, podemos tomar como cierto todo cuanto en sus
fronteras acontezca, sin necesidad de más realidad que el oscuro marco de la
pantalla.
La vuelta a Les aviateurs,
aquel local que ya en el propio itinerario de la película se nos ha convertido
en un lugar mítico, en una Ítaca de proporciones mitológicas, es el regreso del
héroe itinerante, del semidiós errante, del guerrero eternamente nómada al
lugar donde anidan los recuerdos, aquellos que forjan el propio mito. Sin
embargo, resulta ser una bajada a los infiernos, pues el tiempo parece haberlo
cambiado, y el soñador se encuentra con una cara menos amable del género
femenino: unas excesivamente complacientes (incluso lujuriosas, menospreciando
la sensibilidad que él les puede ofrecer), otras tétricamente distantes (esas
«tres gracias», tan -post-modernas como fúnebres), allí encuentra «otras
mujeres», aquellas que en la terraza del bar no estaban presentes y que ahora
completan esa «esencia» o «idea» de mujer.
Hay, por lo tanto, un concepto
indeterminado y artificial que se pretende denunciar, ya que Guerín parte de
esa noción de «mujer abstracta» que se ha instalado en nuestra sociedad para
reivindicar al individuo, al ser único e intransferible, a la personalidad,
desterrando el ideal para reclamar la “perfecta imperfección” de cada ser, esas
pequeñas diferencias que en las grandes ciudades desaparecen, quedan
abotargadas, escondidas, desterradas, anegadas. La idea, sin referentes
concretos ni formales, aparecen en todos los anuncios publicitarios que
contiene la película, sobre todo en los de las paradas del tranvía, donde
asoman mujeres atractivas, con una fuerte apariencia sumisa y complaciente,
marcando un cliché al servicio del mercadeo, de la comercialidad más
espuria. Y Guerín parece complacerse más en recrearse con esos grafitis
que gritan a los cuatro vientos y sin complejos “Laure je t’aime”. Las
paredes de los edificios se convierten en hojas y la ciudad en un libro vivo
donde se escriben los dramas, las miserias y las alegrías de sus habitantes,
antes de que los empleados municipales se encarguen de borrarlo con agua a
presión para dejar un ambiente aséptico, sin vida, sin historia(s) (o con la
Historia congelada en una postal romántica, en la reconstrucción de un pasado
ideal, preservado en el espacio y el tiempo, que es como el poder muchas veces
quiere actuar sobre los ciudadanos, negándonos la memoria: el tiempo sólo actúa
sobre los habitantes de la ciudad, no sobre la ciudad misma). Son retazos de
poesía urbana que reivindican la singularidad de cada mujer, invitando a izar
la voz a favor de cada peculiaridad, de la cercanía que nos hacer asimilar y
aceptar con los cinco sentidos la compleja identidad de cada individuo. En este
caso, las mujeres.
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