jueves, 16 de mayo de 2013

LA TRAGEDIA DE HACERSE MAYOR


En cierta ocasión se preguntó Robert Louis Stevenson si el hombre puede realmente ser feliz, contestándose inmediatamente: “Sí, pero sólo hasta el momento en que deja de ser niño”. De esta manera estaba Tusitala [1] estableciendo un límite, una frontera vital que marca forzosamente al ser humano, aquella que establece un punto de inflexión en cuanto a la forma de percibir el mundo y de relacionarse con el entorno. Es sin duda alguna la niñez aquel periodo de la vida más propicio para que se pueda conseguir la felicidad. Cuando vivimos en ese paraíso natural que es la infancia no somos conscientes de lo que se nos viene encima. Únicamente cuando hemos superado esta etapa, ese primer estadio donde las preguntas son incómodas para los adultos que nos rodean y la imposición de las normas nos parecen caprichos de un tirano, es cuando nos damos cuenta de que, efectivamente, la felicidad era posible. La nostalgia se convierte así en el quinto jinete del Apocalipsis, dando auténtico sentido a la frase “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Una lástima que la odiosa globalización no lo haya exportado a todos los niños del Mundo, redimiéndose así por una sola vez.

Al poco tiempo de que se le concediera a Álvaro Mutis el Premio Cervantes en el año 2001 no dejó de reivindicar en numerosas entrevistas aquellas dos obras que le habían influido decisivamente, no tanto en cuanto a su carrera como escritor, sino en su desarrollo como persona: que en primer lugar nombrara El Quijote no nos sorprende, pero no deja de resultar curioso que la otra obra citada fuera La isla del tesoro, habiendo como hay obras más ilustres e importantes a nivel histórico y literario. Así, el escritor colombiano reclamaba para la insigne obra de Stevenson su lugar en la Historia, configurándola como aquella novela que nos enseña a todos los seres humanos el gran trauma que supone abandonar la niñez. La pérdida del padre, la salida del hogar, la aventura transfigurada en extrema violencia, el engaño y la traición… Todos estos elementos se disponen alrededor de un muchacho al que se le niega el desarrollo vital de forma natural, forzando su inclusión en el mundo de los adultos a fuerza de calzador.


Es quizás esta novela una de las que más niños leen. Sus aventuras se han llevado al papel con bonitos dibujos infantiles, dulcificando en cierta manera toda su potente pasión. Su paso al formato cinematográfico no fue un simple ejercicio comercial, sino de pura necesidad. Ya haya sido en dibujos animados o con personajes de carne y hueso siempre ha sido una referencia constante para numerosos directores, haciéndose eco de esta epopeya que trasciende la pura aventura de barcos piratas para establecer la mítica de la pérdida de la inocencia.

Puede que podamos estar más o menos de acuerdo en que aún no se ha realizado la gran versión cinematográfica de esta obra, que esté aún por llegar aquel director que transmita toda la potencia que La isla del tesoro contiene en su interior, desprendiéndose de cualquier halo romántico repleto de las frivolidades propias de bucaneros. Sin embargo, muchos han sido los grandes que se han metido en la piel de uno de los personajes más sobrecogedores de la literatura mundial: Robert Newton, Charlton Heston, Wallace Beery, Orson Welles, Jack Palance, Anthony Quinn… todos ellos memorables perchas para Long John Silver, ese castrador, no sólo de la infancia, sino también de la adolescencia. Es él quien impide que Jim Hawkins obtenga el beneficio de recorrer por sí mismo la distancia que separa al niño del hombre a través de ese abrupto y pedregoso terreno que es la adolescencia, ese periodo de transición tan necesario como doloroso (es sin duda alguna el dolor aquello que más nos ayuda a aprender y curtirnos en la vida).


El ansiado cofre del tesoro del final no será más que un personal cuaderno de bitácora en el que se relata un itinerario plagado de cadáveres. La muerte acude una y otra vez a nuestras vidas para confirmarnos lo indeleble de la existencia. Pero sin ninguna duda la peor muerte es la que confirma la desaparición de ese yo que algún día fuimos y que jamás lograremos recuperar.

(artículo aparecido en el nº. 150 de Versión Original —junio de 2007— dedicado a "La adolescencia")


[1] Sobrenombre que le dieron los habitantes aborígenes de las islas del Pacífico Sur, donde vivió los últimos años de su vida, y que literalmente significa “el que cuenta historias”.

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