En cierta ocasión se preguntó
Robert Louis Stevenson si el hombre puede realmente ser feliz, contestándose
inmediatamente: “Sí, pero sólo hasta el momento en que deja de ser niño”. De
esta manera estaba Tusitala [1] estableciendo un límite, una
frontera vital que marca forzosamente al ser humano, aquella que establece un
punto de inflexión en cuanto a la forma de percibir el mundo y de relacionarse
con el entorno. Es sin duda alguna la niñez aquel periodo de la vida más
propicio para que se pueda conseguir la felicidad. Cuando vivimos en ese
paraíso natural que es la infancia no somos conscientes de lo que se nos viene
encima. Únicamente cuando hemos superado esta etapa, ese primer estadio donde
las preguntas son incómodas para los adultos que nos rodean y la imposición de
las normas nos parecen caprichos de un tirano, es cuando nos damos cuenta de
que, efectivamente, la felicidad era posible. La nostalgia se convierte así en
el quinto jinete del Apocalipsis, dando auténtico sentido a la frase “cualquier
tiempo pasado fue mejor”. Una lástima que la odiosa globalización no lo haya
exportado a todos los niños del Mundo, redimiéndose así por una sola vez.
Al poco tiempo de que se le
concediera a Álvaro Mutis el Premio Cervantes en el año 2001 no dejó de
reivindicar en numerosas entrevistas aquellas dos obras que le habían influido
decisivamente, no tanto en cuanto a su carrera como escritor, sino en su
desarrollo como persona: que en primer lugar nombrara El Quijote no nos
sorprende, pero no deja de resultar curioso que la otra obra citada fuera La
isla del tesoro, habiendo como hay obras más ilustres e importantes a nivel
histórico y literario. Así, el escritor colombiano reclamaba para la insigne
obra de Stevenson su lugar en la Historia, configurándola como aquella novela
que nos enseña a todos los seres humanos el gran trauma que supone abandonar la
niñez. La pérdida del padre, la salida del hogar, la aventura transfigurada en
extrema violencia, el engaño y la traición… Todos estos elementos se disponen
alrededor de un muchacho al que se le niega el desarrollo vital de forma
natural, forzando su inclusión en el mundo de los adultos a fuerza de calzador.
Es quizás esta novela una de las
que más niños leen. Sus aventuras se han llevado al papel con bonitos dibujos
infantiles, dulcificando en cierta manera toda su potente pasión. Su paso al
formato cinematográfico no fue un simple ejercicio comercial, sino de pura
necesidad. Ya haya sido en dibujos animados o con personajes de carne y hueso
siempre ha sido una referencia constante para numerosos directores, haciéndose
eco de esta epopeya que trasciende la pura aventura de barcos piratas para
establecer la mítica de la pérdida de la inocencia.
Puede que podamos estar más o
menos de acuerdo en que aún no se ha realizado la gran versión cinematográfica
de esta obra, que esté aún por llegar aquel director que transmita toda la
potencia que La isla del tesoro contiene en su interior, desprendiéndose
de cualquier halo romántico repleto de las frivolidades propias de bucaneros.
Sin embargo, muchos han sido los grandes que se han metido en la piel de uno de
los personajes más sobrecogedores de la literatura mundial: Robert Newton,
Charlton Heston, Wallace Beery, Orson Welles, Jack Palance, Anthony Quinn…
todos ellos memorables perchas para Long John Silver, ese castrador, no sólo de
la infancia, sino también de la adolescencia. Es él quien impide que Jim
Hawkins obtenga el beneficio de recorrer por sí mismo la distancia que separa
al niño del hombre a través de ese abrupto y pedregoso terreno que es la
adolescencia, ese periodo de transición tan necesario como doloroso (es sin
duda alguna el dolor aquello que más nos ayuda a aprender y curtirnos en la
vida).
El ansiado cofre del tesoro del
final no será más que un personal cuaderno de bitácora en el que se relata un
itinerario plagado de cadáveres. La muerte acude una y otra vez a nuestras
vidas para confirmarnos lo indeleble de la existencia. Pero sin ninguna duda la
peor muerte es la que confirma la desaparición de ese yo que algún día
fuimos y que jamás lograremos recuperar.
(artículo aparecido en el nº. 150
de Versión Original —junio de 2007— dedicado a "La
adolescencia")
[1]
Sobrenombre que le dieron los habitantes aborígenes de las islas del Pacífico
Sur, donde vivió los últimos años de su vida, y que literalmente significa “el
que cuenta historias”.
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