La cámara recorre una selección
de recortes de prensa, fotografías y carteles que evocan un pasado glorioso,
casi mítico, donde los héroes lo eran de verdad, donde las gestas eran vividas en
toda su plenitud, en toda su intensidad. Voces de aquel tiempo aclaman a sus
dioses, rememorando la fuerza de un momento muy determinado, aquel que supuso
el cénit de una forma de vida. Una multitud de gargantas forman oleadas que
barren con su fuerza cualquier sensación de derrota, mientras el rasgueo de una
guitarra eléctrica abate con furia las puertas del tiempo. Comienza El
luchador (The Wrestler, Darren Aronofsky, 2008).
Recuerdo la impresión que me
causó la primera vez que vi Fat City (Id., John Huston, 1972). En
ella aparecía un personaje muy secundario, apenas esbozado, pero de una
tremenda potencia. Se trataba de un boxeador de raza negra que llegaba a la
ciudad en autobús, que orinaba sangre y que al final del combate avanzaba por
un largo pasillo con la derrota colgada de la chepa. Se había convertido en una
figura tan invisible que alguien apagaba las luces sin esperar a que ese hombre
se hubiera marchado del todo. Y yo siempre pensé que, como en las series de
televisión que derivan de otras de gran éxito (lo que se llama un spin-off),
había en él una gran película que explicara cómo una persona puede llegar a esa
situación de desamparo y olvido, cómo se llega al fondo del pozo en el que
viven los que están por debajo de los últimos de la lista. Con El luchador
Aronofsky ha cumplido esa tarea, ampliando y rindiendo merecido atributo al
filme hustoniano como reconocida inspiración [1].
La película no sólo nos habla de
un individuo llamado Randy «The Ram» Robinson, sino que nos abre las puertas de
la nostalgia hacia una época dorada, gloriosa y ya perdida, como fueron los
años ochenta para el tema del wrestling y nos permite repensar un asunto
como es el de las leyendas en nuestra sociedad actual, donde el paso fugaz de
la fama convierte a los individuos que la sustentaron en miembros de un
espectáculo de barraca de feria, soportando sobre su materialidad el desprecio
del olvido de unos admiradores o fans cuyo cometido es a veces tan
ingrato como el de ofrecer un soporte para la perdurabilidad de unas figuras
que no pueden permanecer ad eternum en la memoria colectiva [2].
En la película aparecen algunos fans de verdad, de los de antes, de esos que
son capaces a través de la memoria de evocar momentos míticos guardándolos en
el recuerdo y ofreciendo con ello una columna para la perdurabilidad de la
gloria. Unos devotos seguidores en vías de extinción, pues la experiencia como
vivencia directa parece haberse perdido en nuestros días, rota por la
fragilidad que imprimen las nuevas formas de consumo, fugaces y desechables,
pues nuestros gustos y valores basculan, oscilan, vibran constantemente de un
lado para otro, sin reposo posible para adquirir la suficiente entidad y
dimensión, pues es el voyeur consumidor el que da esa entidad con su mirada
colaboradora que permite fijar en el tiempo un hecho [3]. Es por ello
que personajes como Randy son expulsados hacia la periferia tras la aparición
de otras modas y otros mitos, abriéndose ante ellos las puertas de la
incertidumbre, unas puertas que a veces son físicas y otras simbólicas,
metafóricas o alegóricas, la mayoría inmateriales e invisibles, creándose el
desconcierto del laberinto social en el que quedan atrapados sin remedio y sin
recursos más allá de su cuerpo y la venta de su dignidad.
Quizás una de las secuencias más
indicativas de la situación que está viviendo el protagonista de El luchador
sea aquella en la que de noche llega a su bungalow y se encuentra sus puertas
precintadas, impidiéndole la entrada, quedando desterrado de su propio hogar,
teniendo que pasar por ello la noche en su furgoneta [4], convirtiéndose
con ello en un nómada social que no encuentra un sitio para su merecido
“descanso del guerrero”. A partir de ese momento determinadas puertas se irán
abriendo y cerrando de una forma que parece aleatoria, pero que sin embargo le
conducirán por unos derroteros de previsible final, como marcado por un destino
ineludible al que ha sido empujado por las normas de una sociedad implacable,
donde su extraña, tormentosa y frustrada relación con la bailarina de streptease
llamada Cassidy (Marisa Tomei) será el detonante y el catalizador en la toma de
decisiones más trascendentales para su futuro. Con ella las puertas de su
corazón se abrirán al amor [5] al mismo tiempo que físicamente se irán
cerrando en forma de válvulas cardiacas por el consumo de sustancias que
durante años le permitieron estar en la vanguardia de la lucha. El baipás que
le practican le abre una puerta en su pecho en forma de cicatriz que rompe su
estética de perfección, sin máculas (aunque ya previamente habríamos visto a
Randy en su vida cotidiana con gafas y audífono, símbolos externos del paso del
tiempo y de un desgaste interior, más profundo).
Puertas todas ellas que, por su
movimiento, se abren y se cierran como en los salones del oeste. Siempre que
veo esa imagen creo que algo malo va a suceder, que la tragedia es inminente.
Efectivamente, en la siguiente secuencia, después de un tiroteo, el sheriff
acababa con las tripas desparramadas por el suelo. También aquí hay sangre y
vísceras: como en los relatos de las hazañas artúricas de John Steinbeck (Los
hechos del Rey Arturo y sus nobles caballeros, 1976), el mundo del western
o, más actualmente, el cine gore o La Pasión de Cristo (The
Passion of Christ, Mel Gibson, 2004), la Historia está llena de crueldad.
La cita de la película de Gibson en boca de Cassidy (recitando frases del film
como si fueran ciertamente pasajes bíblicos, haciendo palpable la influencia
del cine en nuestras vidas como referencia de lo real [6]) no es
gratuita: el cuerpo de Randy es un soporte para la fijación sádica del ser
humano, transferida en forma de violencia extrema [7]. En su magnífica
musculatura se vierten los pecados de nuestra sociedad para limpiarse (como el
cuerpo del toro, potente y lleno de zaína maldad, en un mal llamado “arte”). Su
cuerpo se convierte en una puerta de redención a la que llama toda una
sociedad, y con cada laceración la rugiente masa celebra su pureza. También los
romanos purgaban así sus excesos, asistiendo al combate a vida o muerte de sus
gladiadores, esos precedentes de los modernos luchadores [8].
Y Randy atraviesa su última
puerta [9]: quizás es como otras que ha tenido que atravesar, forjada a
base de tiras de plástico. Pero ésta es diferente: es aquella que le catapulta
directamente a la tan deseada gloria perdida. Su incursión en el coliseo está
perfectamente punteada: nunca los Guns n’Roses sonaron tan bien, tan emotivos,
con esa nota entre la fuerza y la nostalgia, el candor del punteo eléctrico, el
llanto de un tipo duro que ama a una mujer vejada que es Sweet Child O’Mine.
Nunca un himno generacional fue tan hermoso. Su discurso está lleno de
desesperación, es una declaración de principios sobre lo que es la vida y el
lema roquero: “Live fast, die hard”. Es el público quien da a Randy su
sentido sobre este planeta, quien le abre las puertas a su esencia, a lo que
verdaderamente es y no a cómo le ven los demás. Son quizás quienes mejor le
conozcan, porque es lo único que conocen de él, y eso es lo que importa. Y
cuando su corazón empieza a fallarle éste suena como un altavoz acoplado,
porque en ese mismo momento están convergiendo en él todas aquellas cosas por
las que él lucha: la integridad y la dignidad, la vida y la muerte en el mismo
instante, conviviendo en un mismo cuerpo, con una banda de sonido de fondo
compuesta de rock de los 80 y gritos de los fans, la mejor sintonía que Randy
pueda esperar. Al subirse a las cuerdas para ejecutar su más famoso truco de
lucha parece oírse de fondo ese “es hora de morir” que dice Roy Batty en Blade
Runner (Id., Ridley Scott, 1982), otro personaje de cuerpo perfecto
y vida truncada: ahora su propio cuerpo es como una paloma que ya vuela libre,
que ha encontrado las puertas de entradas al paraíso, a la inmortalidad de los
más grandes.
Pero lo importante de esta
película es la puerta que abre en cada uno de nosotros. Cada generación tiene
derecho a reivindicar aquella época que le otorgó sus signos de identidad.
Todos aquellos que hoy estamos entre los treinta y los cuarenta años hemos
estado durante demasiado tiempo escondiéndonos de nuestro pasado, evitando
reconocer una década como la de los ochenta, aquella en la que desarrollamos de
mejor o peor manera nuestra infancia y nuestra adolescencia. Demasiada gente
nos ha intentado convencer de que aquellos fueron años de los que sentirse
avergonzados: que estuvimos viviendo en un mundo lleno de frivolidad que
condujo por ello a la derrota de las ideologías, hegemonizando el pensamiento
único; que la familia comenzó a desquebrajarse, desapareciendo un núcleo
fundamental para la cohesión, la moral y la supervivencia; que nuestra
educación empezó a ser reformulada por la televisión, por lo que de aquellos
polvos estos lodos, y que así nos pinta; que la música de aquella época nos
idiotizó de tal manera que acabamos precipitándonos al vacío como las ratas de
Hamelín… Sí, todo eso es cierto, y quizás mucho más. Pero aquella década no
deja por ello de pertenecernos, y Aronofsky nos ha reconciliado con desparpajo
con nuestro pasado, evocándolo con ternura, nostalgia y simpatía, haciéndonos
recuperar un orgullo casi tribal, reconociendo nuestros errores para poder así
purgar nuestros pecados. Y uno de los más graves lo estamos padeciendo ahora
mismo: la crisis económica que estamos viviendo la ha producido gente de
nuestra generación, treintañeros hambrientos de poder y fascinados por la
retórica del dinero sucio, aquellos que en Wall Street (Id,
Oliver Stone, 1987) se quedaron prendados con la dialéctica caníbal de Gondon
Gekko (Michael Douglas) y decidieron que, de entre toda la fauna, ellos querían
ser tiburones. Han tenido su oportunidad… y la han cagado. Ahora se deberían
abrir las puertas para otros luchadores, aquellos capaces de ofrecer su corazón
en sacrificio.
(artículo aparecido en elnº. 171
de Versión Original —mayo de 2009— dedicado a "Puertas")
[1]
Con una diferencia producto de los tiempos que corren: si en la película de
Huston el desheredado era una persona que pertenecía a la comunidad afroamericana,
aquí el protagonista es un hombre que forma parte de lo que en EE.UU. se
denomina white trash, “«basura blanca», wasp derrotados
social, personal y económicamente, sin esperanza ni futuro, luchando día tras
día por sobrevivir” (Antonio José Navarro: “La derrota del guerrero”, Dirigido
por…, nº. 396, Febrero 2009, pp. 20-21).
[2]
Es paradigmático constatar cómo para el ser humano la relación entre lo físico
y la perdurabilidad en el tiempo está en proporción inversa, ya que mientras
que los cuerpos de los luchadores que desfilan por esta película despliegan con
su poderío físico una dimensión trascendente efímera, en la Grecia clásica (por
ejemplo) sus dioses y héroes condicionaron toda una sociedad (llegando sus ecos
incluso hasta nuestros días) a pesar de su condición inmaterial, conceptual y
simbólica. O quizás debido a ello, habría que decir.
[3]
Quizás haya sido un fenómeno como el merchandising el que con mayor
fuerza haya hecho posible la recuperación de lo mítico en la sociedad actual y la
perdurabilidad en el tiempo de acontecimientos legendarios, siendo inevitable
en este punto citar a George Lucas como precursor de toda una tendencia sin la
cual hoy en día no se podrían explicar ciertos éxitos (para empezar, los suyos
con la última trilogía de Star Wars), a pesar de ser un fenómeno que se
está desvirtuando con el paso del tiempo y los continuos abusos con sus
seguidores. En la película también aparecen signos explícitos de este mercado
del fetiche que recuerdan los tiempos de esplendor de la figura de Randy, como
son el obsoleto videojuego (donde su personaje está condenado a ganar de forma
perpetua, pues la historia ya está escrita con su triunfo ante el personaje de
El Ayatollah) o ese muñeco que adorna el salpicadero de su furgoneta, una
especie de exvoto que rinde homenaje a un hombre ya muerto, que duerme a partes
iguales en los laureles de la gloria y del olvido.
[4]
Es curioso, pero en EE.UU. una persona no está considerada como homeless
(un «sin techo») mientras conserve un automóvil en el que dormir (aunque éste
carezca de puertas o ruedas), reduciéndose de esta forma tan eufemística e
hipócrita el número estadístico de desheredados.
[5]
Ese músculo como símbolo del amor en nuestra cultura, aunque no extensible a
otras: en el mundo árabe, por ejemplo, aman con el hígado, algo nada
descabellado si se tiene en cuenta que esta víscera contiene los humores
biliares que condicionan el carácter y los sentimientos.
[6]
“Lo empujaron por nuestras faltas y lacerado por nuestras injusticias. Nuestro
castigo recayó sobre él”, recita ella, mirando directamente a un tipo cuyo
apodo es, no lo olvidemos, «El Carnero», un sobrenombre, mote o apelativo que
anticipa su sacrificio en el contexto cultural judeocristiano en el que se
inserta la acción.
[7]
Es admirable y sintomático cómo el sadismo no está contemplado dentro de los
siete pecados capitales. Quizás porque para el cristianismo la violencia
extrema es una herramienta que engrandece el martirio (a mayor sadismo
recibido, mayor redención), ya que Cristo no hubiera podido limpiar los pecados
de la humanidad de mejor manera ni tan efectiva si no hubiera sido por el alto
grado de perversión que tuvo que recibir en sus torturas (tal y como aparece en
la película de Gibson, muy del gusto de las autoridades vaticanas). Además, a
pesar de ser consciente de que en otras culturas y religiones del mundo también
se practica (pues el sadismo parece connatural al ser humano), el
comportamiento sádico está íntimamente ligado con la cultura occidental en
general, con la raza blanca en particular y más concretamente con los wasp.
Así, su dominio en el mundo (fundamentalmente a partir del proceso colonial del
siglo XIX, habiendo tomado como referencia las técnicas de sometimiento del
imperialismo español) ha extendido como normal el uso de lo sádico como
herramienta al servicio del control y del poder.
[8]
Y, si no, atender a la secuencia de la lucha contra Necro Butcher, un
personaje, por cierto, que se interpreta a sí mismo, pues es un verdadero wrestler
famoso por su espíritu sádico y sanguinario.
[9]
Aunque hay más puertas a las que añadir anteriormente, todas ellas que se abren
con esperanza y se cierran con un portazo de fracaso: con su hija (quizás los
pasajes de la película más flojos, más estereotipados y previsibles), con su
jefe en su trabajo a tiempo parcial, etc. O incluso las del propio Mickey
Rourke, en un alarde de metalenguaje cinematográfico (como bien se ha destacado
en todos los medios de comunicación), pues no dejamos de observar su rostro
para asistir con incredulidad a la degradación física de un mito sexual de los
ochenta (precisamente la época evocada con nostalgia en la película), sin dejar
de preguntarnos cómo esas manazas deformadas que ahora manipulan una cuchilla
de afeitar pudieron un día recorrer el bello cuerpo de Kim Basinger en Nueve
semanas y media (Nine ½ Weeks, Adrian Lyne, 1986) o de Lisa Bonet en
El corazón del ángel (Angel Heart, Alan Parker, 1987). La
presencia en la pantalla del actor de origen neoyorquino se convierte así en
alegoría de la decadencia del espectáculo en general, y del mundo de la lucha
libre americana en particular, pues el aspecto lustroso de unos cuerpos
forjados a base de tinte para el pelo, sesiones de rayos UVA y esteroides
enmascaran la fealdad de un negocio deformado y degradado por la especulación,
la explotación y el monopolio, como lo denuncia el propio Aronofsky en una
reciente entrevista (op. cit., pp. 22-25).
No hay comentarios:
Publicar un comentario