Cada sociedad tiene sus bares.
Allí se acumulan aquellos códigos que reflejan la idiosincrasia de un pueblo,
de una cultura, de una forma de entender la vida. Son espejos de las miserias y
las grandezas de las personas que contienen, que a su vez son una parte
representativa de un conjunto mayor. Pero todos ellos son espacios de
distensión, donde los nudos de las corbatas se relajan y cada uno puede ser, en
parte, tal y como es o le gustaría ser y, animados en ese empeño a través de la
comida, la bebida y la conversación, es donde mejor se puede conocer a las
personas. Supongo que por todo ello los bares han tenido desde siempre un
fuerte atractivo para el cine, porque no dejan de ser microcosmos en los que
cualquier cosa puede llegar a suceder, ya sea desde el bullicio de una tasca
española, de un pub irlandés o de una cervecería alemana al comedimiento
de un establecimiento japonés, pasando por la frialdad incomunicativa de las
cafeterías norteamericanas.
En estas últimas fue donde Jim
Jarmusch aunó las que parecen ser sus dos grandes pasiones, y por ello creó una
pieza coral dedicada aquellos a los que gustan de fumar acompañándose de una
taza de café en Coffee and Cigarettes (Id., 2003). Ya de por sí,
estos dos elementos podrían sostener por sí solos toda una filosofía de cómo
alguien puede entender la vida. Sin embargo, en un director como el que
abordamos hay algo más ya que, tomando como soporte lo anecdótico, el
realizador nacido en Ohio siempre trasciende lo puramente formal y la
superficialidad para enhebrar un discurso que comunique lo particular con lo
universal.
Efectivamente, y como no podía
ser de otra manera, ya desde los títulos de crédito hay una teoría general que
establecerá lo que durante todo el resto del metraje será la pauta de
interpretación, ya que al utilizar un recurso tan sencillo como son los neutros
fondos blancos y negros sobre los que se inscriben los nombres del elenco
artístico y técnico, Jarmusch inserta toda una teoría sobre los contrarios que
se complementan y que lo ligan con esa mirada oriental que tanto gusta
desplegar cada vez que puede [1]. Esta complicidad entre dos elementos
tan aparentemente lejanos se duplica a lo largo de la película como un
repetitivo eco allá donde posemos la mirada, ya que además de múltiples
elementos de la puesta en escena que reproducen esta dualidad (en mesas,
manteles, tazas, lámparas y un largo etcétera de objetos que reproducen dameros
y ajedrezados, ampliado todo ello formalmente por el excelente uso de la
fotografía en blanco y negro, lo que no sólo supone la materialización de un
gusto personal del propio Jarmusch [2], sino una declaración de
principios sobre lo que quiere contar en este caso concreto), la machacona
aparición de cigarrillos y tazas de café soportan con su propia presencia dicha
duplicidad [3], repitiendo constantemente una serie de elementos que nos
llevan a pensar en la multiplicación (los personajes que se intercambian las
personalidades, los hermanos gemelos que se intercambian la ropa, los dados que
siempre sacan dobles, etc.). Así, cada una de las doce historias que conforman
la película, y que la articulan como si de un puzzle vital se tratara, son un
fiel reflejo de todo lo que acabamos de exponer. Más allá de que cada una de
ellas tenga su propia personalidad, debido fundamentalmente a la disparidad
cualitativa de los diálogos, encontramos siempre dos personajes que entran en
conflicto, siendo uno complemento del otro [4], con esa mezcolanza de
razas y comportamientos tan del estilo del realizador.
Quizás uno de los aspectos más
interesantes de la película esté en aquellas partes en las que no se sabe
discernir el límite entre la verdad y la mentira. Me refiero concretamente a
aquellas piezas en las que los actores se interpretan a sí mismos: Roberto
Benigni y Steven Wright en Strange to meet you, Iggy Pop y Tom Waits en Somewhere
in California, Cate Blanchet en Cousins, Alfred Molina y Steve
Coogan en Cousins? y los raperos GZA y RZA con el siempre genial Bill
Murray en Delirium. Su presencia en la pantalla nos remite a su figura
fuera de ella y lo que de ellos conocemos, pero siempre sembrando la duda sobre
si aquello que vemos (y, sobre todo, todo lo que oímos) es cierto o no
(redundando esa dualidad verdad/mentira dentro de la teoría general de los
opuestos complementarios). Por eso hemos de señalar el sketch
protagonizado por partida doble por Cate Blanchet como uno de los más
sugerentes, por ser ella misma la que encarna dos personajes (la sofisticada
y artificial estrella de cine y su espontánea y tosca prima), entre los
cuales debe instalarse su verdadera personalidad.
Sin embargo es aquel episodio
menos atractivo y que más se puede salir de la pauta establecida el que pueda
general una segunda teoría que sobrevuele la cinta y que dé aún mayor coherencia
al significado general de la película: en Jack shows Meg his Tesla coil
encontramos una historia que salta el sentido unitario del resto de las
historias mostradas, donde uno de los protagonistas explica las teorías del
físico, matemático, ingeniero eléctrico y célebre inventor de origen serbio
Nikola Tesla sobre la Tierra como un enorme conductor de resonancias sonoras,
soportando sobre sí la teoría de las resonancias argumentales y de elementos de
todos los capítulos. Así es como todo ese muestrario de diversos individuos con
sus respectivas historias a cuestas, que hasta ese momento parecían estar
aislados entre sí en sus particulares universos, se convierte en un todo
indisoluble al echar la vista atrás, formando así un discurso coherente sobre
la diversidad a partir del elemento aglutinante del café y los cigarrillos, ya
que de su poder de atracción y repulsión (pues no dejan de ser unos “nocivos
placeres” que nos pueden hacer sentir vivos y libres, pero que a la vez nos
condenan a una cierta esclavitud que nos restan vida) es el péndulo sobre el
que oscila el cómo cada uno de los personajes (y, por extensión, todos
nosotros) se enfrenta a la existencia y a su devenir.
Así, un hecho tan pleno de
sencillez y modestia como es el de quedar en un bar, una cafetería o un
restaurante para fumar y tomar café se convierte en un recurso anecdótico para
concretar un ansiado encuentro y comenzar una conversación. Todos los
personajes brindan con sus tazas, y este gesto es en sí mismo un brindis por la
vida, con toda su complejidad y todas sus contradicciones, aquellas que más que
separarnos nos permiten observar a quien tenemos delante como un perfecto
complemento.
(artículo aparecido en el nº. 156
de Versión Original —enero 2008— dedicado a "Bares")
[1]
A pesar de que en más de alguna ocasión hemos hecho referencia a la teoría
filosófica de Lao Tsé, no viene mal recordarla de vez en cuando: el ser está
formado por ser y por no-ser; cuanto mayor sea el no-ser, mayor será el ser.
Este axioma (que más parece un trabalenguas) se explica fácilmente con el
siguiente ejemplo: una casa está formada por ser (paredes y tejado) y por
no-ser (el espacio que contiene); cuanto mayor sea el no-ser (su volumen),
mayores tendrán que ser las dimensiones de la propia casa para contener todo
ese espacio. Así, esta teoría filosófica se sustenta visualmente sobre la
imagen del Yin-Yang, donde la modificación de las dimensiones de una parte
afecta irreversiblemente a la otra, y donde cada una de ellas contiene una
pequeña parte de la otra en alusión al concepto de lo relativo.
[2]
Quien ya tomara esta misma técnica en películas como Bajo el peso de la ley
(Down by law, 1986) o Dead man (idem, 1995).
[3]
Como en el símbolo del Yin-Yang antes mencionado, también ambos elementos
contienen cada uno una parte del otro: el blanco papel de los cigarrillos
enrolla negro tabaco (además de provocar negra ceniza) y el negro café está
contenido en blancas tazas (además de combinar a la perfección con algunas
gotas de blanca leche).
[4]
Incluso cuando son tres los personajes que protagonizan la secuencia, siempre
hay dos que parecen forman un ente indivisible frente al tercero en discordia.
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