Entre los numerosos análisis que se están haciendo en estas fechas a
colación del IV centenario de la primera edición de El Quijote (a
vueltas de nuevo con el inmortal cervantino) hay algunos que destacan las
similitudes del hombre de aquella época con el de la actual: el mundo está en
constante cambio, vivimos en un mundo donde las guerras parecen no tener fin,
las fronteras nacionales son efímeras, los modelos políticos entran en crisis
con facilidad, los conflictos religiosos están a la orden del día, etc. La
crisis finisecular y el rápido desarrollo de la tecnología (sobre todo en lo
que a lo virtual se refiere) han provocado que el habitante occidental adquiera
una mentalidad proclive al pesimismo y a la duda permanente. Si en el s. XVII
surgieron obras en las que se destacaba lo efímero de la vida (el carpe diem),
la imposibilidad de poder controlar nuestra vida y nuestro futuro (la eterna
contradicción entre destino y libre albedrío) o la negación de
frontera entre sueño y realidad, como las desarrolladas por Calderón de la
Barca (La vida es sueño) o René Descartes (Meditaciones, El Discurso
del Método), a finales del siglo pasado surge Matrix (The Matrix,
1999), una obra cinematográfica que reúne este pensamiento y lo integra en una
narración futurista imposible, pero con un trasfondo reconocible y universal,
convirtiéndose en un discurso político paradigmático: una apología del yo
consciente y combativo que lucha contra una opresión camuflada, virtual.
En el número 121 de esta misma publicación (noviembre de 2004, dedicado a
Travestis), hacíamos referencia a una cita de Eugenio d’Ors: “Todo lo
que no es copia, es plagio”. En Matrix hay narraciones ya conocidas y
elementos míticos retomados de otros discursos. Todo ello se mezcla y se
integra, formando un relato nuevo pero con reminiscencias de aquello que forma
parte del patrimonio subconsciente colectivo. El más obvio y evidente (por la
gran cantidad de referencias explícitas) es aquel que aborda el mito de Alicia,
el personaje creado por Lewis Carroll. El filme comienza exactamente igual que
el famoso cuento: nos adentramos por el agujero que forma el número cero en la
pantalla de un ordenador, introduciéndonos por tanto de forma irreversible en
un mundo virtual, en el que ese espíritu barroco teatral de confusión entre
sueño y realidad impregna a partir de ahora todas y cada una de la imágenes
(teñidas del tono verdoso de la pantalla del ordenador aquellas que retratan el
supuesto “mundo real” en el que habita John Anderson -Keanu Reeves-). Desde el
primer momento el relato adquiere pues connotaciones oníricas, ya que a este
elemento antes mencionado hay que añadir que la interconexión de túneles (conexiones
telefónicas que forman esa “red de redes” que es Internet) que mezclan lo real
y lo fantástico nos llevan al final hasta Neo (nick o sobrenombre
virtual de Anderson) que “duerme” delante de la pantalla de su ordenador (como
Alicia descubría al final del cuento que antes de caer por el túnel ya estaba
dormida). Aparece después el conejo blanco: irresistible reclamo sexual, en
términos psicoanalíticos, que le despierta un interés ajeno al vacío onanismo
del teclado de su ordenador, primera de las referencias a lo tangible de la
sexualidad como elemento inherente de lo humano.
Los contactos que empieza a tener con la clandestinidad le empiezan a
reportar problemas: unos agentes clónicos (impersonalidad de las herramientas
de represión del poder, con la referencia añadida a la Gestapo) le atrapan e
interrogan, haciendo gala del acopio de información que sobre él poseen
(certeza de la existencia del “Gran Hermano”, simbolizado por la multiplicación
de pantallas de TV por las que asistimos al interrogatorio). En un momento
determinado, Anderson se ve privado de su boca: el cuerpo comienza a ser
mutilado, cercenado, castrado, eliminando parte de su definición de humanidad
(el habla como comunicación compleja consciente es única al ser humano) y
ejerciendo así la censura como instrumento político a través de esa mordaza
tangible, haciendo real la amenaza de la violación de los derechos
fundamentales en un mundo controlado.
De los brillantes y asépticos centros financieros en los que Anderson
trabaja y en los que se decide parte de la economía mundial pasamos a la otra
cara de la realidad, aquellos edificios oscuros, viejos, mugrientos, de gran
fisicidad, donde se oculta y actúa esa especie de “guerrilla” combativa y, cada
vez, más misteriosa para un John Anderson deseoso de saber más. A partir de su
encuentro con Morfeo (Lawrence Fishburne) es cuando el relato se vuelve
plenamente cartesiano, cuando la duda que se plantea hace que desaparezca
definitivamente John Anderson para que no nos vuelva a abandonar Neo, quien
poco a poco comienza a comprender el gran engaño en el que ha estado viviendo,
cómo sus sentidos le han estado mintiendo, deformándose la mirada hasta que la
trampa parecía ser la única verdad. Por eso los personajes que vienen del mundo
real llevan gafas de sol en Matrix, para que su mirada no se contamine, no se
pierda en el vacío del absurdo, en esa “prisión de la muerte” donde la
percepción está secuestrada por las sensaciones. Ese Neo que dice “No me
gusta creer que no soy yo el que realmente controla mi vida” (referencia a la
famosa máxima de Descartes “Cogito ergo sum” [1]) es quien tendrá que
decidir sobre su futuro, sobre quién quiere ser: el de la pastilla azul (“el
que tiene futuro” que diría el agente Smith –Hugo Weaving-) o el de la roja
(“el del país de las maravillas” que diría Morfeo). Las dos imágenes parecen el
reflejo en un espejo, simétricamente iguales. El reflejo en cada cristal de las
gafas de Morfeo hacen que parezca el mismo, pero cada uno de ellos es
radicalmente distinto al otro.
A partir de aquí, el cuerpo adquiere se verdadera importancia en el
relato. Neo se enfrenta a un espejo que desfigura su rostro: su yo más
identificable y personal, aquello que le hace ser único, entra en crisis. La
película está plagada de superficies reflectantes deformantes: los grandes
edificios donde John trabaja, el retrovisor de la moto de Trinity (Carrie-Anne
Moss), las gafas de Morfeo… Ahora aparece ante nosotros Alicia a través del
espejo: los espejos reflejan el mundo que vemos, pero proyectan ante
nosotros un espacio virtual, que sólo es real en cuanto que se asume su
inexistencia. Neo toca su superficie y su cuerpo empieza a ser fagocitado por
esta nueva dimensión, transportándole al otro lado, el real (ya que, a
diferencia de Alicia, Neo ha estado viviendo en el lado equivocado y tiene que
hacer el trayecto inverso, hacia la realidad). El viaje de Neo es doloroso, ya
que la percepción de lo existente será tan fuerte que su toma de conciencia
sólo puede suponer un sufrimiento proporcional a la complacencia con la que ha
estado viviendo en la mentira [2]. El encuentro con lo real (corpóreo) es
chocante, una experiencia próxima a la muerte. Nace un nuevo hombre, libre de
las ataduras de la tecnología que han impedido su desarrollo personal como un
ser autónomo, como un individuo.
Neo tiene que empezar a convivir con su verdadero yo, físico y tangible.
Morfeo le explica que el aspecto es una auto-imagen residual, una proyección
mental del yo-digital, que los recuerdos no son más que implantes en el cerebro
[3]. La percepción no deja de ser un efecto producido por las señales
eléctricas que recibe nuestro cerebro a través de los sentidos, por lo que no
es de fiar, ya que éstos pueden estar siendo engañados (una nueva referencia a
Descartes: el mito del “genio maligno”). La realidad aparece ahora desnuda, es
el “desierto de lo real”, en contraposición al oasis de la abundancia de lo no
real, mero espejismo (se relacionan los términos “desierto” y “espejismo”; el
espejismo es un engaño, una imagen que no existe). En ese espejismo virtual
viven los virtuales, rodeados de dura y cruel realidad. Sin embargo, la otra
realidad, la virtual, puede ser utilizada si cada uno es consciente de estar
habitándola. Así, toma su verdadero sentido la máxima mens supra materia [4]:
dejando al margen sus cuerpos, acceden a la virtualidad con la mente. Allí todo
es posible, ya que la única limitación es aquella que cada uno se imponga [5].
Sin embargo, el cuerpo no deja de existir, y por ello todo lo que le suceda al
cerebro repercute en el cuerpo, que sufre, sangra y muere, ya que su limitación
es lo real (“el cuerpo no puede vivir sin la mente”, le dice Morfeo).
El ser humano adquiere su verdadera dimensión a través de la sublimación
de las pasiones: beber, fumar, degustar la comida, el sexo… estos actos, más
allá de cumplir su función vital, de colmar las necesidades del cuerpo, nos
humanizan, ya que los sofisticamos hasta que pierden su valor trascendente para
perpetuar la existencia física y se convierten en determinantes culturales que
nos enriquecen proporcionándonos placer, ya que nos hacen libres de cualquier
atadura, ligazón con la mera necesidad corpórea (en un momento determinado se
dice que “negar nuestros impulsos es negar lo que nos hace humanos”). Así, los
tripulantes de la Nabucodonosor, más allá de la miseria física a la que están
sujetos, satisfacen algunas de sus pasiones (Cifra bebe, Ratón recrea sus
fantasías sexuales en sus programas informáticos, etc.). Sin embargo, estas
pulsiones nos pueden llegar a esclavizar si sucumbimos a ellas: Cifra se
convierte en traidor, vende a sus amigos por el engaño absoluto, por vivir
perpetuamente en la trampa, sin querer conocimiento que le remita a sí mismo.
“La ignorancia es la felicidad… No quiero acordarme de nada. Ser alguien
importante… un actor”. En el mundo real es Cifra (Cypher, nombre que le aboca a
la traición: Lu-cypher), pero en Matrix se llama… ¡Reagan! [6]
Morfeo lleva a Neo a que conozca al Oráculo. Allí deberá conocer su
condición de “elegido”, pero la mujer que tiene que señalarle su futuro le
manda señales indirectas: sobre el marco de la puerta se lee el aforismo latino
Cemet nosce [7], frase de la que sólo Neo podrá sacar sus propias
conclusiones: llegar a su destino por sí mismo, ya que nuestro comportamiento a
veces descansa sobre lo que se espera de nosotros, empujándonos a ser alguien
que en realidad no somos. Ser el elegido puede llegar a ser una carga muy
difícil de soportar si todos esperan que nuestra conducta se corresponda con ello.
Sin embargo sí que le hace saber que llegará el momento que tenga que decidir
entre su propia vida y la de Morfeo, una insuperable prueba de fidelidad. Con
esta información que guarda sólo para sí se enfrenta a la resolución del
conflicto.
Neo salva efectivamente a Morfeo. Esta señal le hace reflexionar sobre su
condición, su misión vital. Ciertamente, se empieza a conocer a sí mismo. En su
lucha contra el agente Smith en la estación de metro aparece la “fe” (concepto
alejado de toda connotación religiosa), que le condiciona la mente y el cuerpo.
Creer es no correr, no escapar, no rendirse, no evadirse de la realidad con
virtualidades, sino enfrentarse a aquello que niega la humanidad. La fe de
Trinity hace resucitar a Neo con un beso (como en el cuento de “La bella
durmiente”, aquí con una clara inversión de los roles sexuales: Neo ha vivido
durante demasiado tiempo “castrado” socialmente, inactivo sexualmente, y ella
le tiene que iniciar). El amor como sublimación humana. La mirada de Neo tras
la muerte trasciende lo corpóreo, lo físico: se vuelve metafísica. En su cabeza
resuenan las palabras que oyó a la niña en casa del oráculo: “la única verdad
es que la cuchara no existe. No es la cuchara la que se dobla, sino tú mismo”.
Se produce una evolución dentro de Matrix: el hombre domina el medio y el medio
deja de dominar al hombre. Aparece el “elegido”, el “mesías” laico, el “cristo”
del mundo virtual. Todos lo sabían… menos él. Por eso tiene un valor adicional,
ya que ha llegado a ese estado porque de ninguna otra manera podía ser. El
camino lo ha recorrido contra sí mismo, contra sus sentimientos y sus
contradicciones, superando todas las fronteras que frenaron a aquellos otros
que antes que él lo intentaron. Sólo lo han visto aquellos que supieron esperar,
que vivieron en la esperanza de que otro mundo es posible [8].
(artículo aparecido en el nº. 126 de Versión Original —abril de
2005— dedicado a "El cuerpo")
[1] “Pienso, luego existo”.
[2] Esto se basa en la teoría del
filósofo chino Lao-Tse sobre la convivencia del ser y el no-ser: una casa está
formada por ser (paredes y techo, aquello que la hace definible e
identificable) y no-ser (el espacio que contiene). Cuanto mayor sea el no-ser
(este espacio interior), mayor será el ser (la casa en sí misma). Esta teoría
tiene su máxima representación en el símbolo del ying-yang.
[3] Algo que nos remite
irremediablemente a la obra de Philip K. Dick.
[4] “La mente domina la materia”
[5] Un concepto fundamentalmente
oriental, llevado al extremo entre los practicantes del yoga o los guerreros
shaolin, por ejemplo.
[6] Un toque de ironía de los
hermanos Wachowski llamar al malo del grupo como uno de los más nefastos
presidentes de los EE.UU. … que decía haber sido actor.
[7] “Conócete a ti mismo”.
[8] Aquí termina este análisis.
Dejamos los comentarios de las siguientes partes (Matrix Reloaded y Matrix
Revolutions) para los amantes de las consolas recreativas y los juegos para
PC .
No hay comentarios:
Publicar un comentario