jueves, 16 de mayo de 2013

BARRIOS DE PADRES, BARRIOS DE HIJOS





Hace un par de años oí a Álex de la Iglesia un reflexión sumamente interesante en la que mantenía una teoría (entre las muchas explicaciones que se pueden encontrar) sobre cómo se han fraguado los nuevos gustos cinematográficos de la población. La creciente pujanza en la compra de todoterrenos (un elemento que se explica por el progresivo desplazamiento de muchos trabajadores hacia las afueras de las grandes urbes para habitar en “ciudades-dormitorio”, desde y hacia las cuales el uso de estos utilitarios aumenta la capacidad de carga de la compra semanal y la sensación de seguridad para la circulación diaria de grandes distancias) está impidiendo paulatinamente el acercamiento a los centros urbanos debido al enorme espacio que consumen estos vehículos para aparcarlos y a la dificultosa maniobrabilidad en las angostas calles de unos trazados urbanísticos que, en algunos casos, provienen de épocas medievales. Así, todas aquellas personas que se quieren aproximar a los demandados centros de ocio se tienen que desplazar a los centros comerciales periféricos, grandes zonas abrigadas de cualquier tipo de inclemencia (desde los rigurosos fríos del invierno hasta los inclementes días de calor del verano, manteniendo en su interior una eterna primavera continua, símbolo de la felicidad perpetua), donde el hecho cinematográfico se ve contaminado del carácter más radical del consumo rápido, estando las salas de cine jalonadas por cadenas de comida basura y establecimientos que promulgan la última moda. Bajo estos parámetros el espectador se ve inmerso en una espiral donde la marabunta impone sus gustos a través del “mogollón”, y cada individuo se deja guiar en su consumo a través de la mimesis (el consabido “culo veo, culo quiero”) para no quedar desplazado de la gran masa. No son buenos tiempos para la disidencia.

Puede que esta visión del realizador donostiarra sea un tanto reduccionista, participando otras muchas variables (de hecho las conocerá, sabiendo como sabemos su capacidad analítica derivada de sus años de estudiante de Filosofía), pero hemos de atender a esa relación que ha sabido encontrar entre dos elementos tan aparentemente alejados como son el auge de los todoterrenos y la masiva asistencia a unos centros comerciales que cada vez con mayor fijación se alejan de los núcleos urbanos, elementos que se viene a sumar a otros muchos para conformar una cosmovisión sobre las nuevas formas de vivir. Y es en estos extrarradios donde parece que se está imponiendo la configuración de los nuevos distritos.


Sin duda alguna, los barrios ya no son lo que eran. Aquellos que hace relativamente pocos años que nos hemos independizado de nuestros hogares paternos nos hemos encontrado una doble alternativa a la hora de encontrar un nido propio. Los que hemos optado por quedarnos cerca del centro de las ciudades por la comodidad de acceso servicios de todo tipo (desde institucionales a culturales) nos hemos topado con unos vecinos que, o bien carecen de tal denominación por pertenecer el inmueble a unas oficinas de contabilidad o un bufete de abogados o, en otras ocasiones, son personas que podrían estar más cerca de nuestros abuelos que de nuestros padres, no encontrando con ellos prácticamente ningún tipo de afinidad, e incluso llegando a notar ciertos reparos por su parte al tener que convivir puerta con puerta con unas personas jóvenes, con las cuales (ya sea a través de los medios de comunicación o de cosas “que se oyen por ahí”) se tiende a mantener un halo de sospecha sobre sus hábitos o comportamientos.

Pero también aquellos otros conocidos que han tenido que elegir desplazarse hacia las nuevas urbanizaciones se han encontrado un panorama tanto o más desesperanzador: calles desérticas jalonadas por sucursales bancarias, inmuebles casi vacíos, inquilinos con los que prácticamente no se coincide en meses… conforman ese nuevo espacio analizado por Álex de la Iglesia al que el individuo se ha visto empujado, viviendo allí ensimismado consigo mismo, aislado de cualquier otro referente humano que no sea aquel que exporta la televisión (en programas de madrugada de sediciosa “madura inmadurez”), creando falsas expectativas sobre uno mismo para llegar a puntos extremos de narcisismo por comparación con la notoria mediocridad que a su alrededor se despliega. No dejan de ser estos barrios un conjunto de pequeños castillos rodeados de un foso que los separan y aíslan del resto del mundo, manteniéndose el parque público a medio construir como esa zona de mínimo contacto en el que los pequeños príncipes se solazan y los reyes departen mientras sostienen entre sus manos una bolsa de plástico con la boñiga de su mascota dentro.


Parece estar claro que los jóvenes estamos condenados a vivir sin comunicarnos con nuestros vecinos. Entre esos cascos urbanos habitados por gente mayor, reacia a cualquier tipo de relación con unas generaciones separadas de ellos por un muro infranqueable, y esas urbanizaciones periféricas de carácter tan aséptico y organizado que parecen haber deslavazado toda iniciativa para el contacto humano más allá de sus canchas de paddle, se encuentran esos barrios obreros (que en su día también pertenecieron al extrarradio) donde todavía se puede encontrar ese carácter de vecindad, ya que todos sus habitantes parecen conocerse entre sí, compartiendo entre todos ellos sus penas y sus alegrías, sus esperanzas y sus frustraciones, emanando a partes iguales solidaridades y envidias producto de años y años de convivencia. Entre ellos se han visto crecer, casarse, tener hijos y morir, y esto ha creado un clima de convivencia y vecindario que hoy en día se mantiene como un reducto de una sociedad que tiende a desaparecer. Parecen formar parte de un ente superior con vida propia, formando entre ellos una gran familia en la que muchos de sus miembros (los hijos de los que un día remoto tomaron la determinación de establecerse allí) terminan casándose entre ellos por la fuerza de la endogámica costumbre, aunque terminarán por abandonar la comunidad en busca de un futuro (no tanto mejor, pero sí diferente).


Es ese mundo que parece condenado a morirse el que se nos ofrece ante nuestros ojos al contemplar las películas de Yasujiro Ozu. Sus imágenes llegan hasta el presente con ese carácter antropológico, como testimonios de un orden que tiende a desaparecer. Y no es que lleguemos a esta conclusión por comparación con lo que en nuestros días nos encontramos, sino que esta profunda reflexión ya se encontraba en su cine. En una película como Cuentos de Tokio (Tokio Monogatari, 1953) la distancia entre padres e hijos es tan abismal como aquella que tiene que recorrer el tren hasta que los abuelos llegan al barrio donde los hijos se han establecido. Jordi Bernal escribió [1]: “Ozu deja constancia de una tradición que no tiene espacio en la nueva forma de vida de las urbes modernas”. A esto se suma la decepción de esos dos ancianos al llegar a aquel lugar donde viven sus hijos con sus familias, creyendo que se los encontrarían viviendo de una manera mucho mejor. Por eso el encuentro del abuelo Shukichi (el indefectible Chishu Ryu) con aquellos amigos que hace tiempo que no veía parece poner el orden natural de las cosas en su lugar por unos momentos, esas horas de asueto en las que se emborrachan (perdiendo por ello la noción del espacio y del tiempo, pudiendo rememorar así de mejor manera mejores años) y hablan con nostalgia del tiempo perdido, aquel que nunca volverá y que queda en la memoria como el remedo de un pasado mejor.

Todos los filmes del gran maestro japonés contienen ese carácter de enfrentamiento entre lo nuevo y lo viejo, donde las generaciones parecen haber perdido definitivamente todo vínculo entre ellas. Lo moderno se sustenta sobre unos cimientos hechos de las cenizas de lo antiguo, y para ello tiene que emprender la dolorosa tarea de haberlo prendido fuego antes. Ya no hay recuerdo para aquello que un día se dejó atrás, y ese mundo tiende a desaparecer por el lastre que supone para las nuevas generaciones. Nadie mejor que Ozu para transmitir esta filosofía a otro gran maestro del séptimo arte como Jacques Tati (con quien compartió aspectos argumentales y técnicos más allá de lo aparente), quien cinco años después realizaría una joya como Mi tío (Mon oncle, 1958), donde describió perfectamente esta transformación, aunque allí con un hálito de esperanza al final que permitía la reconciliación entre padres e hijos [2].


De esta manera esos dos ancianos que tan ilusionados han ido a visitar a sus hijos y nietos a la gran ciudad, que provienen del entorno armónico de un humilde barrio de una pequeña ciudad costera, perciben el rechazo hacia sus pesarosos cuerpos y sus tradiciones ancladas en un paisaje remoto. Voluntariamente deciden hacer el camino inverso, muriendo la esposa por el camino (no podía ser nadie más, debido al papel sumiso y secundario de la mujer que observamos en esa sociedad tan machista, que acaba por ahogar el espacio de lo femenino en su sociedad). La separación entre las generaciones se consuma de esta dramática y dolorosa manera. Es quizás esa maravillosa escena de la abuela con su nieto pequeño la que resuma la irreversible ruptura: en la mirada de la anciana se atisba la inminencia de la muerte, intensificándose ese fugaz momento que seguramente el niño ni siquiera llegará a recordar. La emoción del instante, por su carácter más efímero, es el que parece invitarnos a disfrutar del presente, anclándonos a nuestra condición de mortales.


Son los barrios un reflejo no sólo de las generaciones que en ellos viven sino de aquellas que en ellos se fraguan. Ozu se aventuró a predecir que esos niños malcriados, consentidos, groseros, egoístas e individualistas forjarían una sociedad de “tiburones” de los negocios, ajenos a cualquier atisbo de sentimiento, creando un Japón potente económicamente, pero en el que el modelo familiar se disgrega por momentos. Y la prueba es el actual caso extremo de los hikikomori, esos adolescentes que se encierran durante años en sus habitaciones sin querer saber nada del mundo exterior. El contacto físico con lo real ha dejado de tener importancia, parece que ya no es necesario. Los juegos ya no son un esparcimiento con los amigos, siendo sustituidos éstos por un puñado de circuitos y mandos analógicos. Incluso los padres cada vez tienen un menor peso específico en el hogar, estando a merced de esos “little caesars” que tiranizan a unos progenitores que han confundido disciplina con represión, instalándose en la perenne satisfacción del capricho. Y esto no es una película en blanco y negro ambientada en el Lejano Oriente. Es el aquí y el ahora y está pasando con más asiduidad de la que debería. Quizás en el futuro todos los barrios se parezcan al de La Naranja Mecánica. Anthony Burgess  y Stanley Kubrick: esos sí que fueron visionarios…

(artículo aparecido en el nº. 148 de Versión Original —abril de 2007— dedicado a"Barrios")


[1] Dirigido por…, Nº 328, Noviembre 2003, pp. 82-83.

[2] Para profundizar en estos aspectos ver el artículo “Mi tío, mi perro y yo” que escribí en esta misma revista en su número dedicado a Jardines (V.O. Nº 131, Octubre 2005, disponible en la página de Internet de Re Bross).

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