Hace un par de años oí a Álex de
la Iglesia un reflexión sumamente interesante en la que mantenía una teoría
(entre las muchas explicaciones que se pueden encontrar) sobre cómo se han
fraguado los nuevos gustos cinematográficos de la población. La creciente
pujanza en la compra de todoterrenos (un elemento que se explica por el
progresivo desplazamiento de muchos trabajadores hacia las afueras de las
grandes urbes para habitar en “ciudades-dormitorio”, desde y hacia las cuales
el uso de estos utilitarios aumenta la capacidad de carga de la compra semanal y
la sensación de seguridad para la circulación diaria de grandes distancias)
está impidiendo paulatinamente el acercamiento a los centros urbanos debido al
enorme espacio que consumen estos vehículos para aparcarlos y a la dificultosa
maniobrabilidad en las angostas calles de unos trazados urbanísticos que, en
algunos casos, provienen de épocas medievales. Así, todas aquellas personas que
se quieren aproximar a los demandados centros de ocio se tienen que desplazar a
los centros comerciales periféricos, grandes zonas abrigadas de cualquier tipo
de inclemencia (desde los rigurosos fríos del invierno hasta los inclementes
días de calor del verano, manteniendo en su interior una eterna primavera
continua, símbolo de la felicidad perpetua), donde el hecho cinematográfico se
ve contaminado del carácter más radical del consumo rápido, estando las salas
de cine jalonadas por cadenas de comida basura y establecimientos que promulgan
la última moda. Bajo estos parámetros el espectador se ve inmerso en una
espiral donde la marabunta impone sus gustos a través del “mogollón”, y cada
individuo se deja guiar en su consumo a través de la mimesis (el
consabido “culo veo, culo quiero”) para no quedar desplazado de la gran masa.
No son buenos tiempos para la disidencia.
Puede que esta visión del
realizador donostiarra sea un tanto reduccionista, participando otras muchas
variables (de hecho las conocerá, sabiendo como sabemos su capacidad analítica
derivada de sus años de estudiante de Filosofía), pero hemos de atender a esa
relación que ha sabido encontrar entre dos elementos tan aparentemente alejados
como son el auge de los todoterrenos y la masiva asistencia a unos centros
comerciales que cada vez con mayor fijación se alejan de los núcleos urbanos,
elementos que se viene a sumar a otros muchos para conformar una cosmovisión
sobre las nuevas formas de vivir. Y es en estos extrarradios donde parece que
se está imponiendo la configuración de los nuevos distritos.
Pero también aquellos otros
conocidos que han tenido que elegir desplazarse hacia las nuevas urbanizaciones
se han encontrado un panorama tanto o más desesperanzador: calles desérticas
jalonadas por sucursales bancarias, inmuebles casi vacíos, inquilinos con los
que prácticamente no se coincide en meses… conforman ese nuevo espacio
analizado por Álex de la Iglesia al que el individuo se ha visto empujado,
viviendo allí ensimismado consigo mismo, aislado de cualquier otro referente
humano que no sea aquel que exporta la televisión (en programas de madrugada de
sediciosa “madura inmadurez”), creando falsas expectativas sobre uno mismo para
llegar a puntos extremos de narcisismo por comparación con la notoria
mediocridad que a su alrededor se despliega. No dejan de ser estos barrios un
conjunto de pequeños castillos rodeados de un foso que los separan y aíslan del
resto del mundo, manteniéndose el parque público a medio construir como esa
zona de mínimo contacto en el que los pequeños príncipes se solazan y los reyes
departen mientras sostienen entre sus manos una bolsa de plástico con la boñiga
de su mascota dentro.
Parece estar claro que los jóvenes
estamos condenados a vivir sin comunicarnos con nuestros vecinos. Entre esos
cascos urbanos habitados por gente mayor, reacia a cualquier tipo de relación
con unas generaciones separadas de ellos por un muro infranqueable, y esas
urbanizaciones periféricas de carácter tan aséptico y organizado que parecen
haber deslavazado toda iniciativa para el contacto humano más allá de sus
canchas de paddle, se encuentran esos barrios obreros (que en su día
también pertenecieron al extrarradio) donde todavía se puede encontrar ese
carácter de vecindad, ya que todos sus habitantes parecen conocerse entre sí,
compartiendo entre todos ellos sus penas y sus alegrías, sus esperanzas y sus
frustraciones, emanando a partes iguales solidaridades y envidias producto de años
y años de convivencia. Entre ellos se han visto crecer, casarse, tener hijos y
morir, y esto ha creado un clima de convivencia y vecindario que hoy en día se
mantiene como un reducto de una sociedad que tiende a desaparecer. Parecen
formar parte de un ente superior con vida propia, formando entre ellos una gran
familia en la que muchos de sus miembros (los hijos de los que un día remoto
tomaron la determinación de establecerse allí) terminan casándose entre ellos
por la fuerza de la endogámica costumbre, aunque terminarán por abandonar la
comunidad en busca de un futuro (no tanto mejor, pero sí diferente).
Es ese mundo que parece condenado a morirse el que se nos ofrece ante nuestros ojos al contemplar las películas de Yasujiro Ozu. Sus imágenes llegan hasta el presente con ese carácter antropológico, como testimonios de un orden que tiende a desaparecer. Y no es que lleguemos a esta conclusión por comparación con lo que en nuestros días nos encontramos, sino que esta profunda reflexión ya se encontraba en su cine. En una película como Cuentos de Tokio (Tokio Monogatari, 1953) la distancia entre padres e hijos es tan abismal como aquella que tiene que recorrer el tren hasta que los abuelos llegan al barrio donde los hijos se han establecido. Jordi Bernal escribió [1]: “Ozu deja constancia de una tradición que no tiene espacio en la nueva forma de vida de las urbes modernas”. A esto se suma la decepción de esos dos ancianos al llegar a aquel lugar donde viven sus hijos con sus familias, creyendo que se los encontrarían viviendo de una manera mucho mejor. Por eso el encuentro del abuelo Shukichi (el indefectible Chishu Ryu) con aquellos amigos que hace tiempo que no veía parece poner el orden natural de las cosas en su lugar por unos momentos, esas horas de asueto en las que se emborrachan (perdiendo por ello la noción del espacio y del tiempo, pudiendo rememorar así de mejor manera mejores años) y hablan con nostalgia del tiempo perdido, aquel que nunca volverá y que queda en la memoria como el remedo de un pasado mejor.
Todos los filmes del gran maestro
japonés contienen ese carácter de enfrentamiento entre lo nuevo y lo viejo,
donde las generaciones parecen haber perdido definitivamente todo vínculo entre
ellas. Lo moderno se sustenta sobre unos cimientos hechos de las cenizas de lo
antiguo, y para ello tiene que emprender la dolorosa tarea de haberlo prendido
fuego antes. Ya no hay recuerdo para aquello que un día se dejó atrás, y ese
mundo tiende a desaparecer por el lastre que supone para las nuevas
generaciones. Nadie mejor que Ozu para transmitir esta filosofía a otro gran
maestro del séptimo arte como Jacques Tati (con quien compartió aspectos
argumentales y técnicos más allá de lo aparente), quien cinco años después
realizaría una joya como Mi tío (Mon oncle, 1958), donde
describió perfectamente esta transformación, aunque allí con un hálito de
esperanza al final que permitía la reconciliación entre padres e hijos [2].
De esta manera esos dos ancianos que tan ilusionados han ido a visitar a sus hijos y nietos a la gran ciudad, que provienen del entorno armónico de un humilde barrio de una pequeña ciudad costera, perciben el rechazo hacia sus pesarosos cuerpos y sus tradiciones ancladas en un paisaje remoto. Voluntariamente deciden hacer el camino inverso, muriendo la esposa por el camino (no podía ser nadie más, debido al papel sumiso y secundario de la mujer que observamos en esa sociedad tan machista, que acaba por ahogar el espacio de lo femenino en su sociedad). La separación entre las generaciones se consuma de esta dramática y dolorosa manera. Es quizás esa maravillosa escena de la abuela con su nieto pequeño la que resuma la irreversible ruptura: en la mirada de la anciana se atisba la inminencia de la muerte, intensificándose ese fugaz momento que seguramente el niño ni siquiera llegará a recordar. La emoción del instante, por su carácter más efímero, es el que parece invitarnos a disfrutar del presente, anclándonos a nuestra condición de mortales.
Son los barrios un reflejo no
sólo de las generaciones que en ellos viven sino de aquellas que en ellos se
fraguan. Ozu se aventuró a predecir que esos niños malcriados, consentidos,
groseros, egoístas e individualistas forjarían una sociedad de “tiburones” de
los negocios, ajenos a cualquier atisbo de sentimiento, creando un Japón
potente económicamente, pero en el que el modelo familiar se disgrega por
momentos. Y la prueba es el actual caso extremo de los hikikomori, esos
adolescentes que se encierran durante años en sus habitaciones sin querer saber
nada del mundo exterior. El contacto físico con lo real ha dejado de tener
importancia, parece que ya no es necesario. Los juegos ya no son un
esparcimiento con los amigos, siendo sustituidos éstos por un puñado de
circuitos y mandos analógicos. Incluso los padres cada vez tienen un menor peso
específico en el hogar, estando a merced de esos “little caesars” que tiranizan
a unos progenitores que han confundido disciplina con represión, instalándose
en la perenne satisfacción del capricho. Y esto no es una película en blanco y
negro ambientada en el Lejano Oriente. Es el aquí y el ahora y está pasando con
más asiduidad de la que debería. Quizás en el futuro todos los barrios se
parezcan al de La Naranja Mecánica. Anthony Burgess y Stanley
Kubrick: esos sí que fueron visionarios…
(artículo aparecido en el nº. 148
de Versión Original —abril de 2007— dedicado a"Barrios")
[1]
Dirigido por…, Nº 328, Noviembre 2003, pp. 82-83.
[2]
Para profundizar en estos aspectos ver el artículo “Mi tío, mi perro y yo” que
escribí en esta misma revista en su número dedicado a Jardines (V.O. Nº
131, Octubre 2005, disponible en la página de Internet de Re Bross).
No hay comentarios:
Publicar un comentario