La humanidad, como especie, ha
tenido dos nacimientos, entendidos como tales dos momentos claves a lo largo
del tiempo que han forjado su actual estado.
El primero podría ser aquel que
dio paso a la formación de unos seres que evolucionaron de caminar a cuatro
patas a su condición de bipedismo, lo cual permitió una menor presión sobre la
base del cráneo y que el cerebro se desarrollara de forma extraordinaria. Esta
nueva situación llevó al ser humano a una concepción de su entorno que superaba
cualitativamente a la de cualquier otra especie, marcando una distancia
insalvable que se agrandó con el paso del tiempo, derivando en una nueva
relación con la Naturaleza: de que ésta dominara al hombre (que tenía que
buscar la supervivencia a través del nomadismo como recurso para poder
satisfacer sus necesidades) se pasó a que el hombre comenzara a someter a la
Naturaleza, a través fundamentalmente del invento de la agricultura (paso de la
recolección del producto en bruto a la organización y regularización como un
medio de producción) , lo que permitió la sedentarización y, por consiguiente,
la aparición de la cultura (la manifestación de conocimientos que permiten la
formación de un juicio crítico y que, no en vano, se relaciona precisamente con
el concepto de “cultivo”).
Es en este momento de la
evolución del ser humano cuando encontramos el segundo ínclito trascendental
que marca un antes y un después: la aparición de la escritura marca el fin de
la Prehistoria y el comienzo de la Historia como tal, ya que este elemento es
el que permite a la humanidad marcar su tiempo presente, testimoniar su
presencia a través de unos códigos simbólicos, en los que ya no hace falta la
referencia a lo representado a través de su calco de la realidad (pintar un
caballo cuando se quiere referir a un caballo), sino recurrir a la abstracción
a través de la sofisticación de unos signos que, como continentes, están
alejados física y visualmente de su objeto referencial.
Así, en un primer momento, el ser
humano utiliza este invento para describir su entorno más cercano, como
herramienta que le permite agilizar y economizar sus necesidades vitales
(contabilidad, descripción de hechos trascendentales, relación con sus
divinidades, etc.). Pero la necesidad de elevar esa cultura primaria,
primitiva, referencial, hace que paulatinamente se precipite el nacimiento de
la literatura, ese género que deja de lado la realidad para centrarse en la
creación de lo abstracto, la explicación de la génesis del mundo desde la
perspectiva mítica, el relato ficcional y, como último paso evolutivo, la
creación de la filosofía. Y como testimonio de dicha progresión, la letra
impresa, en piedra, en pergamino, en papel… El libro en sus diferentes formatos
como testigo del paso del tiempo.
Lo que ocurrió antes de la
aparición de la escritura, del testimonio escrito como reflejo de una época,
también los podemos llegar a conocer a través de esa ciencia llamada
“arqueología” (ciencia que podríamos denominar “de rapiña”, ya que se alimenta
de restos muertos), que saca a la luz los objetos mudos para ponerlos en su
contexto espacio-temporal y darlos un significado a través de la interpretación
científica. Es una ciencia que, a pesar de contar y partir de unos cánones
establecidos, es difusa, en cuanto que se especula sólo a través de aquello que
se conoce y que se modifica a través de todo aquello nuevo que se encuentra,
mutando constantemente la percepción de la Historia.
Llegados a este punto, pondremos
lo expuesto anteriormente en términos cinematográficos, personificando el
encuentro con lo histórico en la presencia del más conocido arqueólogo de la
Historia del Cine: Indiana Jones (Harrison Ford). En su última (hasta la fecha)
aventura (Indiana Jones y la Última Cruzada, Indiana Jones and the
Last Crusade, 1989), dirigida como las dos anteriores por Steven Spielberg,
el héroe de nuevo se tiene que enfrentar con un nuevo objeto mítico, esta vez
el Santo Grial.
Hay varias diferencias con
respecto a las películas anteriores. La primera de ellas sería la de presentarnos
a un Indiana Jones adolescente (River Phoenix), que más allá de mostrarnos
meramente aspectos de su personalidad (sus filias y sus fobias o su concepto de
términos como la ética y la dignidad) o de cómo llegaron a su poder los
elementos significativos en su descripción iconográfica (el sombrero y el
látigo), nos sirve para introducir el personaje que generará la trama de toda
la película: su padre, el doctor Henry Jones (Sean Connery), del que en un
principio no vemos su rostro (es un padre abstracto, ausente, exigente, que ni
siquiera se vuelve para mirar a su hijo, imbuido como está por sus estudios e
investigaciones), pero del que sí oímos su voz, a través de la cual asistimos a
la pronunciación de una frase (“Quien iluminó este libro, que me ilumine a mí”,
mientras copia el dibujo de un libro medieval) que al final de la aventura
tendrá todo su significado.
Hay contenida a lo largo de
esta película la historia de la génesis y evolución del libro como continente
de testimonios y sabiduría. Sin detenernos en el desarrollo de los detalles de
su más que conocido argumento, destacaremos aquellos momentos en los que el
libro (en sus diferentes formatos, pero siempre como recipiente de información)
aparece con especial relevancia. El primero de ellos sería aquel en el que el
arqueólogo entra en contacto con un coleccionista privado que anda tras la
pista del Santo Grial, llamado Walter Donovan (Julian Glover, el mítico General
Veers de El Imperio contraataca), ofreciendo ante sus ojos una tabla que
contiene parcialmente información sobre su paradero. Y no podría ser en otro
material que en piedra en el que se nos ofreciese por primera vez la
referencia, ya que por su durabilidad, por su permanencia a través del tiempo,
supone un soporte idóneo para que lleguen hasta nosotros los ecos de la
Historia (como así lo han hecho los testimonios de toda la Antigüedad). Su
persistencia a través de los siglos nos indica su fiabilidad en cuanto al
tiempo en el que fue confeccionado, pero no así en cuanto a la credibilidad de
su contenido. Es, pues, un elemento que anuncia que algo hay, pero nada podemos
saber por el momento de que sea cierto lo que cuenta si no hay una referencia
para cotejar la información.
El viaje de Indiana Jones a
Venecia sirve para hilar a través de lo que encuentra la verosimilitud de la
historia que tiene entre manos. Su inmersión en los subsuelos de la ciudad (una
auténtica bajada a los infiernos, al encuentro con lo remoto de la Historia,
aquella parte oculta y primitiva bajo los adoquines de una milenaria urbe
dominada por su teatralidad urbanística, símbolo de la trampa en la que está
encerrado el propio Indiana) constata que aquella placa de piedra es una copia
que se corresponde con el objeto al que hace referencia: el escudo del cruzado,
el testigo directo (en persona) de los hechos que en su momento vivió, la
referencia de primera mano para comprender que las historias míticas que
reproducían los códices medievales eran reales. La historia, pues, se reconoce
con aquella parte que le faltaba a la losa y que se inscribe con letra impresa
(tallada) en el arma del caballero, completando aquello que se desconocía: la
otra parte que estaba suprimida da la perspectiva y la dimensión del conjunto,
convirtiendo la ficción (el mito) en realidad (objeto arqueológico).
Pero sin duda el libro más
importante, en torno al cual todo parece girar (incluso más que alrededor del
propio Grial), es el diario del padre, que se convierte en objeto de culto y de
deseo por la información que puede revelar. Su búsqueda es un hecho paralelo al
del propio cáliz de Cristo, propiciando una persecución en la que no se
escatiman medios, ya que alcanzar su sabiduría significa, a la par, alcanzar el
objeto final, la recompensa que el objetivo último promete a quien lo
encuentre. En ese libro se reúnen los elementos para conseguirlo, pero no
aparecen explicitados, sino recogidos de forma críptica, tal y como fueron
concebidos. Por ello es necesaria la participación de aquel que descifre los
códigos, que interprete los símbolos encriptados y dé sentido a palabras que no
lo tienen (por permanecer su significado oculto, implícito). Y esa es la labor,
como dijimos en la introducción, del arqueólogo, del que maneja los objetos y
los contextualiza. Ese objeto, en este caso, ha sido labor del padre, que es el
investigador, el recopilador de informaciones dispersas y difusas, creador de
su diario como compendio de toda una vida dedicado a una única labor, sin
apartar la mirada de su objetivo final (ni siquiera para mirar a su hijo). Un
objeto que por su peligrosidad (contener todos los datos bajo la misma
cubierta) es mancillado, cercenado, mutilado, arrancándosele páginas para que
su potencial peligro sea menor (como una bomba, cuyas piezas por separado no
tienen ningún efecto pernicioso).
Por eso el objeto simbólico
contenedor de la sabiduría acaba en Berlín, “la mismísima boca del lobo” en
palabras de Indiana Jones, por ser el centro desde el que expandir la nueva
filosofía que emana de la sabiduría que desprende el libro (la forma de llegar
al ansiado trofeo). Allí asistimos a uno de esos tantos episodios lamentables
que los nazis tuvieron el dudoso orgullo de ejecutar: la quema de libros
prohibidos. Porque cualquier libro es un soporte de sabiduría, el testimonio
irrefutable de cada uno de sus autores que conforman entre todos la Historia,
que ya está escrita porque ya está vivida y testimoniada. Los nazis, en su afán
por reescribir la Historia a su manera, bajo sus propios conceptos
desquiciados, tratan de imponer su visión de la Humanidad a través de destruir
lo anterior, partiendo de cero, creando una tabla rasa a través del fuego
(elemento destructor y purificador a un mismo tiempo) sobre la que
cimentar su sistema. Y, como en la historia bíblica en la que Jesús siendo niño
se salvó de la matanza de los inocentes, el único que parece librarse toda esta
destrucción será aquel libro que contenga en sí mismo la fuerza suficiente para
terminar con el Mal, resultando paradójica la secuencia en la que el propio
Hitler tiene en sus manos el diario del profesor Jones (su pasaporte hacia la
inmortalidad y hacia la dominación del mundo) sin percatarse de ello, siendo
víctima de su propia vanidad (el libro se salva porque cree que es un mero
soporte para estampar su firma, una manera rápida y fácil de perpetuarse en el
tiempo –ser inmortal, al fin y al cabo- a través de un garabato).
La secuencia final resume y
establece el contexto de la importancia del libro. Después de un trayecto en el
que ha estado en numerosas ocasiones poniendo en riesgo su integridad física,
Indiana Jones se tiene que enfrentar a algo mayor que perder su propia vida:
que la pierda su padre. La vida de su progenitor es puesta en vilo como
motivación extra para que el arqueólogo se esfuerce en su búsqueda del camino
que lleve al Grial. Y es aquí donde se establece el discurso radical de la
película: cómo una conducta normal (el sacrificio de un padre por su hijo) es
dado la vuelta, siendo el hijo el que tenga que buscar salvar la vida de su
padre. Las pruebas que surgen a su paso son salvadas sobre la marcha, casi como
la improvisación de unos dedos expertos sobre un instrumento para componer una
partitura escrita con antelación. Los mensajes ocultos que su padre plasmó en
su diario y que son la recopilación de todas las informaciones que encontró en
los documentos antiguos se convierten en realidad, hiriente y mortal realidad.
El camino se jalona de elementos identificativos del creyente: sólo pasará el
penitente, el que pronuncie el nombre de Dios y el que tenga Fe. No parece a
priori Indiana Jones el más indicado para realizar este itinerario. Su
condición de hombre al servicio de la ciencia y no de la Fe actúa negativamente
al abordar las incógnitas que salen a su paso, pero es ahí cuando surge el
sentido último del libro: ser el portador de una herencia generacional, de una
sabiduría ancestral contenida en él y que se transmite en el tiempo de padres a
hijos, sirviendo como herramienta para sobrevivir a los obstáculos y salir así
triunfante. Esta situación es aquí explicitada con el paulatino paso de las
pruebas, en las que el protagonista tiene que rememorar las lecciones que su
padre le enseñó de niño sobre filosofía, religión y lenguas muertas, hasta
llegar a la meta, donde Indiana sufrirá una transformación vital, profesional y
espiritual: al encontrar vivo a uno de los tres hermanos cruzados, su trabajo
dejará de tener sentido. Ante esa reliquia viviente, el arqueólogo desaparece,
surgiendo el antropólogo, ya que pasa de estudiar cosas muertas a estar ante
una presencia viva venida directamente de ese pasado remoto que está
acostumbrado a estudiar. Ya no es el objeto que se ha de cazar para llevar al
museo, sino un hombre de carne y hueso, testigo directo de la Historia, quien
le recibe: la prehistoria se convierte en historia y ésta en presente
físico.
Junto a él, el trofeo que lleva
persiguiendo tantos años su padre, que se esconde, se disimula entre falsedades
para que aquel que lleva predispuesto su espíritu (el que más lo merezca) lo
recoja. Se adelanta el coleccionista de arte, que escoge con el único criterio
de la notoriedad y la avaricia: malos consejeros. Después de él va Indiana,
pero ya no es el arqueólogo el que tiene que elegir, sino el hijo el que “debe”
saber distinguir bien para salvar a su padre. Por eso triunfa, y por eso da de
beber a su padre de la misma copa que bebió él, el hijo (la copa del Hijo de
Dios, el que se ofreció en sacrificio por el hombre, como el caso que aquí se
nos presenta de forma paralela).
Pero el precio de la inmortalidad
se reduce a los límites del contenedor del tesoro. El Grial no debe salir de su
santuario, ya que el mismo objeto forma el pilar central del edificio que
contiene su secreto. Su salida de allí supondría su descubrimiento y, por lo
tanto, la pérdida del carácter mítico que contiene, aspecto cohesionador de
toda una comunidad basada en una filosofía espiritual, no materialista (a pesar
de que, viendo lo visto, parece que la jerarquía eclesiástica y parte de sus
acólitos nos hagan pensar en lo contrario; Jesucristo, hoy en día, hubiera sido
el “enemigo número uno” del Vaticano). Pero un objeto con tanta carga simbólica
e histórica es una tentación demasiado fuerte para cualquiera. La primera en
sucumbir es la doctora Elsa Schneider (Alison Doody). La relación de amor odio
que el arqueólogo ha mantenido con ella le empuja a intentar salvarla, pero la
avaricia que ella demuestra durante todo el metraje hacen que perezca,
sustituyéndole nuestro héroe en esa situación de colgado entre la vida y la
muerte. Pendiente de la mano de aquel quien le dio la vida (y al que se le
acaba de devolver en un gesto recíproco), para convencerle su padre cambia su
habitual forma de llamarle (Junior, es decir, su alter ego, ese Otro en
el que focaliza lo mejor de su Yo) por el nombre que su hijo había adoptado par
sí mismo (Indiana), reconociendo así su personalidad autónoma, independiente,
emancipada, ajena a él mismo.
Al salir de allí sanos y salvos,
el hijo pregunta al padre qué es lo que ha encontrado: “Iluminación”, le
responde éste. Es en este momento donde toma todo el sentido aquella frase
pronunciada por el doctor Henry Jones al principio de la película y que
habíamos destacado: “Quien iluminó este libro, que me ilumine a mí”. Henry Jones
se ha enfrentado a una elección trascendental, ya que ha tenido que optar entre
el Grial (su objeto de deseo, aquello que parecía haber dado sentido a toda una
vida de investigación) y su propio hijo. Creyendo que el cáliz sagrado daba la
vida (eterna) se encontró con que se la fue dada por aquel que en sus genes ya
le lleva a él mismo, perpetuando en su persona todo su bagaje, todos sus
conocimientos. Él parece haber encontrado el verdadero sentido de la búsqueda,
el auténtico mensaje encerrado en la copa: el encuentro del hombre con el
hombre, incluyendo aquí la de los padres con los hijos (y viceversa). En toda
aventura hay encuentros, pero cualquier encuentro en sí mismo es una aventura.
(artículo aparecido en el nº. 138
de Versión Original —mayo de 2006— dedicado a "Libros")
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