jueves, 16 de mayo de 2013

EL LIBRO ILUMINADO

La humanidad, como especie, ha tenido dos nacimientos, entendidos como tales dos momentos claves a lo largo del tiempo que han forjado su actual estado.

El primero podría ser aquel que dio paso a la formación de unos seres que evolucionaron de caminar a cuatro patas a su condición de bipedismo, lo cual permitió una menor presión sobre la base del cráneo y que el cerebro se desarrollara de forma extraordinaria. Esta nueva situación llevó al ser humano a una concepción de su entorno que superaba cualitativamente a la de cualquier otra especie, marcando una distancia insalvable que se agrandó con el paso del tiempo, derivando en una nueva relación con la Naturaleza: de que ésta dominara al hombre (que tenía que buscar la supervivencia a través del nomadismo como recurso para poder satisfacer sus necesidades) se pasó a que el hombre comenzara a someter a la Naturaleza, a través fundamentalmente del invento de la agricultura (paso de la recolección del producto en bruto a la organización y regularización como un medio de producción) , lo que permitió la sedentarización y, por consiguiente, la aparición de la cultura (la manifestación de conocimientos que permiten la formación de un juicio crítico y que, no en vano, se relaciona precisamente con el concepto de “cultivo”).

Es en este momento de la evolución del ser humano cuando encontramos el segundo ínclito trascendental que marca un antes y un después: la aparición de la escritura marca el fin de la Prehistoria y el comienzo de la Historia como tal, ya que este elemento es el que permite a la humanidad marcar su tiempo presente, testimoniar su presencia a través de unos códigos simbólicos, en los que ya no hace falta la referencia a lo representado a través de su calco de la realidad (pintar un caballo cuando se quiere referir a un caballo), sino recurrir a la abstracción a través de la sofisticación de unos signos que, como continentes, están alejados física y visualmente de su objeto referencial.

Así, en un primer momento, el ser humano utiliza este invento para describir su entorno más cercano, como herramienta que le permite agilizar y economizar sus necesidades vitales (contabilidad, descripción de hechos trascendentales, relación con sus divinidades, etc.). Pero la necesidad de elevar esa cultura primaria, primitiva, referencial, hace que paulatinamente se precipite el nacimiento de la literatura, ese género que deja de lado la realidad para centrarse en la creación de lo abstracto, la explicación de la génesis del mundo desde la perspectiva mítica, el relato ficcional y, como último paso evolutivo, la creación de la filosofía. Y como testimonio de dicha progresión, la letra impresa, en piedra, en pergamino, en papel… El libro en sus diferentes formatos como testigo del paso del tiempo.

Lo que ocurrió antes de la aparición de la escritura, del testimonio escrito como reflejo de una época, también los podemos llegar a conocer a través de esa ciencia llamada “arqueología” (ciencia que podríamos denominar “de rapiña”, ya que se alimenta de restos muertos), que saca a la luz los objetos mudos para ponerlos en su contexto espacio-temporal y darlos un significado a través de la interpretación científica. Es una ciencia que, a pesar de contar y partir de unos cánones establecidos, es difusa, en cuanto que se especula sólo a través de aquello que se conoce y que se modifica a través de todo aquello nuevo que se encuentra, mutando constantemente la percepción de la Historia.

Llegados a este punto, pondremos lo expuesto anteriormente en términos cinematográficos, personificando el encuentro con lo histórico en la presencia del más conocido arqueólogo de la Historia del Cine: Indiana Jones (Harrison Ford). En su última (hasta la fecha) aventura (Indiana Jones y la Última Cruzada, Indiana Jones and the Last Crusade, 1989), dirigida como las dos anteriores por Steven Spielberg, el héroe de nuevo se tiene que enfrentar con un nuevo objeto mítico, esta vez el Santo Grial.


Hay varias diferencias con respecto a las películas anteriores. La primera de ellas sería la de presentarnos a un Indiana Jones adolescente (River Phoenix), que más allá de mostrarnos meramente aspectos de su personalidad (sus filias y sus fobias o su concepto de términos como la ética y la dignidad) o de cómo llegaron a su poder los elementos significativos en su descripción iconográfica (el sombrero y el látigo), nos sirve para introducir el personaje que generará la trama de toda la película: su padre, el doctor Henry Jones (Sean Connery), del que en un principio no vemos su rostro (es un padre abstracto, ausente, exigente, que ni siquiera se vuelve para mirar a su hijo, imbuido como está por sus estudios e investigaciones), pero del que sí oímos su voz, a través de la cual asistimos a la pronunciación de una frase (“Quien iluminó este libro, que me ilumine a mí”, mientras copia el dibujo de un libro medieval) que al final de la aventura tendrá todo su significado.

 Hay contenida a lo largo de esta película la historia de la génesis y evolución del libro como continente de testimonios y sabiduría. Sin detenernos en el desarrollo de los detalles de su más que conocido argumento, destacaremos aquellos momentos en los que el libro (en sus diferentes formatos, pero siempre como recipiente de información) aparece con especial relevancia. El primero de ellos sería aquel en el que el arqueólogo entra en contacto con un coleccionista privado que anda tras la pista del Santo Grial, llamado Walter Donovan (Julian Glover, el mítico General Veers de El Imperio contraataca), ofreciendo ante sus ojos una tabla que contiene parcialmente información sobre su paradero. Y no podría ser en otro material que en piedra en el que se nos ofreciese por primera vez la referencia, ya que por su durabilidad, por su permanencia a través del tiempo, supone un soporte idóneo para que lleguen hasta nosotros los ecos de la Historia (como así lo han hecho los testimonios de toda la Antigüedad). Su persistencia a través de los siglos nos indica su fiabilidad en cuanto al tiempo en el que fue confeccionado, pero no así en cuanto a la credibilidad de su contenido. Es, pues, un elemento que anuncia que algo hay, pero nada podemos saber por el momento de que sea cierto lo que cuenta si no hay una referencia para cotejar la información.


El viaje de Indiana Jones a Venecia sirve para hilar a través de lo que encuentra la verosimilitud de la historia que tiene entre manos. Su inmersión en los subsuelos de la ciudad (una auténtica bajada a los infiernos, al encuentro con lo remoto de la Historia, aquella parte oculta y primitiva bajo los adoquines de una milenaria urbe dominada por su teatralidad urbanística, símbolo de la trampa en la que está encerrado el propio Indiana) constata que aquella placa de piedra es una copia que se corresponde con el objeto al que hace referencia: el escudo del cruzado, el testigo directo (en persona) de los hechos que en su momento vivió, la referencia de primera mano para comprender que las historias míticas que reproducían los códices medievales eran reales. La historia, pues, se reconoce con aquella parte que le faltaba a la losa y que se inscribe con letra impresa (tallada) en el arma del caballero, completando aquello que se desconocía: la otra parte que estaba suprimida da la perspectiva y la dimensión del conjunto, convirtiendo la ficción (el mito) en realidad (objeto arqueológico).

Pero sin duda el libro más importante, en torno al cual todo parece girar (incluso más que alrededor del propio Grial), es el diario del padre, que se convierte en objeto de culto y de deseo por la información que puede revelar. Su búsqueda es un hecho paralelo al del propio cáliz de Cristo, propiciando una persecución en la que no se escatiman medios, ya que alcanzar su sabiduría significa, a la par, alcanzar el objeto final, la recompensa que el objetivo último promete a quien lo encuentre. En ese libro se reúnen los elementos para conseguirlo, pero no aparecen explicitados, sino recogidos de forma críptica, tal y como fueron concebidos. Por ello es necesaria la participación de aquel que descifre los códigos, que interprete los símbolos encriptados y dé sentido a palabras que no lo tienen (por permanecer su significado oculto, implícito). Y esa es la labor, como dijimos en la introducción, del arqueólogo, del que maneja los objetos y los contextualiza. Ese objeto, en este caso, ha sido labor del padre, que es el investigador, el recopilador de informaciones dispersas y difusas, creador de su diario como compendio de toda una vida dedicado a una única labor, sin apartar la mirada de su objetivo final (ni siquiera para mirar a su hijo). Un objeto que por su peligrosidad (contener todos los datos bajo la misma cubierta) es mancillado, cercenado, mutilado, arrancándosele páginas para que su potencial peligro sea menor (como una bomba, cuyas piezas por separado no tienen ningún efecto pernicioso).


Por eso el objeto simbólico contenedor de la sabiduría acaba en Berlín, “la mismísima boca del lobo” en palabras de Indiana Jones, por ser el centro desde el que expandir la nueva filosofía que emana de la sabiduría que desprende el libro (la forma de llegar al ansiado trofeo). Allí asistimos a uno de esos tantos episodios lamentables que los nazis tuvieron el dudoso orgullo de ejecutar: la quema de libros prohibidos. Porque cualquier libro es un soporte de sabiduría, el testimonio irrefutable de cada uno de sus autores que conforman entre todos la Historia, que ya está escrita porque ya está vivida y testimoniada. Los nazis, en su afán por reescribir la Historia a su manera, bajo sus propios conceptos desquiciados, tratan de imponer su visión de la Humanidad a través de destruir lo anterior, partiendo de cero, creando una tabla rasa a través del fuego (elemento destructor y purificador a un mismo tiempo)  sobre la que cimentar su sistema. Y, como en la historia bíblica en la que Jesús siendo niño se salvó de la matanza de los inocentes, el único que parece librarse toda esta destrucción será aquel libro que contenga en sí mismo la fuerza suficiente para terminar con el Mal, resultando paradójica la secuencia en la que el propio Hitler tiene en sus manos el diario del profesor Jones (su pasaporte hacia la inmortalidad y hacia la dominación del mundo) sin percatarse de ello, siendo víctima de su propia vanidad (el libro se salva porque cree que es un mero soporte para estampar su firma, una manera rápida y fácil de perpetuarse en el tiempo –ser inmortal, al fin y al cabo- a través de un garabato).

La secuencia final resume y establece el contexto de la importancia del libro. Después de un trayecto en el que ha estado en numerosas ocasiones poniendo en riesgo su integridad física, Indiana Jones se tiene que enfrentar a algo mayor que perder su propia vida: que la pierda su padre. La vida de su progenitor es puesta en vilo como motivación extra para que el arqueólogo se esfuerce en su búsqueda del camino que lleve al Grial. Y es aquí donde se establece el discurso radical de la película: cómo una conducta normal (el sacrificio de un padre por su hijo) es dado la vuelta, siendo el hijo el que tenga que buscar salvar la vida de su padre. Las pruebas que surgen a su paso son salvadas sobre la marcha, casi como la improvisación de unos dedos expertos sobre un instrumento para componer una partitura escrita con antelación. Los mensajes ocultos que su padre plasmó en su diario y que son la recopilación de todas las informaciones que encontró en los documentos antiguos se convierten en realidad, hiriente y mortal realidad. El camino se jalona de elementos identificativos del creyente: sólo pasará el penitente, el que pronuncie el nombre de Dios y el que tenga Fe. No parece a priori Indiana Jones el más indicado para realizar este itinerario. Su condición de hombre al servicio de la ciencia y no de la Fe actúa negativamente al abordar las incógnitas que salen a su paso, pero es ahí cuando surge el sentido último del libro: ser el portador de una herencia generacional, de una sabiduría ancestral contenida en él y que se transmite en el tiempo de padres a hijos, sirviendo como herramienta para sobrevivir a los obstáculos y salir así triunfante. Esta situación es aquí explicitada con el paulatino paso de las pruebas, en las que el protagonista tiene que rememorar las lecciones que su padre le enseñó de niño sobre filosofía, religión y lenguas muertas, hasta llegar a la meta, donde Indiana sufrirá una transformación vital, profesional y espiritual: al encontrar vivo a uno de los tres hermanos cruzados, su trabajo dejará de tener sentido. Ante esa reliquia viviente, el arqueólogo desaparece, surgiendo el antropólogo, ya que pasa de estudiar cosas muertas a estar ante una presencia viva venida directamente de ese pasado remoto que está acostumbrado a estudiar. Ya no es el objeto que se ha de cazar para llevar al museo, sino un hombre de carne y hueso, testigo directo de la Historia, quien le recibe: la prehistoria se convierte en historia y ésta en presente físico. 


Junto a él, el trofeo que lleva persiguiendo tantos años su padre, que se esconde, se disimula entre falsedades para que aquel que lleva predispuesto su espíritu (el que más lo merezca) lo recoja. Se adelanta el coleccionista de arte, que escoge con el único criterio de la notoriedad y la avaricia: malos consejeros. Después de él va Indiana, pero ya no es el arqueólogo el que tiene que elegir, sino el hijo el que “debe” saber distinguir bien para salvar a su padre. Por eso triunfa, y por eso da de beber a su padre de la misma copa que bebió él, el hijo (la copa del Hijo de Dios, el que se ofreció en sacrificio por el hombre, como el caso que aquí se nos presenta de forma paralela).

Pero el precio de la inmortalidad se reduce a los límites del contenedor del tesoro. El Grial no debe salir de su santuario, ya que el mismo objeto forma el pilar central del edificio que contiene su secreto. Su salida de allí supondría su descubrimiento y, por lo tanto, la pérdida del carácter mítico que contiene, aspecto cohesionador de toda una comunidad basada en una filosofía espiritual, no materialista (a pesar de que, viendo lo visto, parece que la jerarquía eclesiástica y parte de sus acólitos nos hagan pensar en lo contrario; Jesucristo, hoy en día, hubiera sido el “enemigo número uno” del Vaticano). Pero un objeto con tanta carga simbólica e histórica es una tentación demasiado fuerte para cualquiera. La primera en sucumbir es la doctora Elsa Schneider (Alison Doody). La relación de amor odio que el arqueólogo ha mantenido con ella le empuja a intentar salvarla, pero la avaricia que ella demuestra durante todo el metraje hacen que perezca, sustituyéndole nuestro héroe en esa situación de colgado entre la vida y la muerte. Pendiente de la mano de aquel quien le dio la vida (y al que se le acaba de devolver en un gesto recíproco), para convencerle su padre cambia su habitual forma de llamarle (Junior, es decir, su alter ego, ese Otro en el que focaliza lo mejor de su Yo) por el nombre que su hijo había adoptado par sí mismo (Indiana), reconociendo así su personalidad autónoma, independiente, emancipada, ajena a él mismo.

Al salir de allí sanos y salvos, el hijo pregunta al padre qué es lo que ha encontrado: “Iluminación”, le responde éste. Es en este momento donde toma todo el sentido aquella frase pronunciada por el doctor Henry Jones al principio de la película y que habíamos destacado: “Quien iluminó este libro, que me ilumine a mí”. Henry Jones se ha enfrentado a una elección trascendental, ya que ha tenido que optar entre el Grial (su objeto de deseo, aquello que parecía haber dado sentido a toda una vida de investigación) y su propio hijo. Creyendo que el cáliz sagrado daba la vida (eterna) se encontró con que se la fue dada por aquel que en sus genes ya le lleva a él mismo, perpetuando en su persona todo su bagaje, todos sus conocimientos. Él parece haber encontrado el verdadero sentido de la búsqueda, el auténtico mensaje encerrado en la copa: el encuentro del hombre con el hombre, incluyendo aquí la de los padres con los hijos (y viceversa). En toda aventura hay encuentros, pero cualquier encuentro en sí mismo es una aventura.

(artículo aparecido en el nº. 138 de Versión Original —mayo de 2006— dedicado a "Libros")

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