sábado, 18 de mayo de 2013

LUDWIG: LOS TIEMPOS CAMBIAN


El pasado 14 de Octubre Iker Jiménez trató en su programa de televisión Cuarto milenio el tema de la sincronicidad, es decir, la convergencia en el espacio y en el tiempo de fenómenos con tal cantidad de similitudes entre ellos que aludir en esos casos a la casualidad como explicación no deja de ser un síntoma de lo mucho que en nosotros, hijos de la ciencia, pesa el miedo a lo desconocido, a todo lo que nos produce temor por estar fuera de las reglas de aprehensible. De entre los ejemplos que se  expusieron para ilustrarlo, el más espectacular fue sin duda alguna el sucedido al rey Humberto I de Italia el 28 de julio de 1900, cuando en un restaurante se encontró con un hombre idéntico a él, no sólo en el aspecto físico, sino también en su biografía: nacieron el mismo día, fueron bautizados con el mismo nombre, se casaron con dos mujeres de idéntico nombre y en la misma fecha, y el día en el que el rey era proclamado monarca de Italia el otro inauguraba su restaurante. El impacto fue tal que el monarca invitó a ese “otro yo” a que le acompañase al día siguiente a un evento deportivo, pero su invitado nunca llegó: fue asesinado unas horas antes. Mientras esta noticia le era comunicada, un anarquista dispara al rey, hiriéndole de muerte. Antes de expirar, al rey sólo se le ocurrió musitar: “Qué macabra casualidad”.

Cuando a finales del año pasado se reunieron aquellas personas que seleccionan los temas que en esta revista se van a tratar a lo largo del siguiente año, no creo que tuvieran ni la más remota idea de que, precisamente en estas fechas a las que asignaban el tema de “Reyes”, iban a suceder todos los acontecimientos que hemos vivido y que han puesto a la monarquía española en el punto de mira del debate social: la justicia ha censurado a periodistas y caricaturistas por sus “irreverentes” críticas a la familia real; se han quemado sus fotos en las vías públicas de Cataluña; los “folloneros” de la COPE arremeten contra quien debería ser su aliado natural; la Ley de la Memoria Histórica ha revitalizado el discurso pro-republicano, otorgando a los perdedores de la contienda el lugar que se merecen en nuestra Historia; etc. ¿Casualidad… o sincronicidad? Parece ser que tampoco es producto del azar que el programa referido de Iker Jiménez haya sido en dichas fechas, ni que el ejemplo que más llamó la atención tuviese a un rey como protagonista. Ni que, además, ese rey fuera de Italia, la patria de un director que en 1972 realizó el retrato de uno de los monarcas más polémicos del siglo XIX. Por pura casualidad, en este número hablaremos de Luis II de Baviera (Ludwig), un memorable producto del genio de Luchino Visconti.


En esta cinta el director nos ofrece un retrato de cinco dimensiones, desde el micro hasta el macrocosmos: el de un hombre, el de un rey, el de una Corte, el de una monarquía centroeuropea del siglo XIX y el de una monarquía como modelo de Estado. Vayamos por partes. Por un lado nos encontramos a Luis II, rey de Baviera, un joven que llega al trono de un Estado clave para la hegemonía política de la Europa Central, al que el poder llega a transformar física y moralmente (dos declives que se acompañan y retroalimentan) debido a sus excesos y sus pasiones incontroladas: locamente enamorado de su prima Elisabeth de Austria [1] a la vez que homosexual (no tan) reprimido. Su reinado está salpicado de conflictos bélicos con los que él no está de acuerdo, pero que son una inevitable consecuencia del tremendo empuje de la creciente potencia prusiana y del empeño personal de dos figuras históricas claves del momento: su primo, el káiser Guillermo, y el canciller Otto von Bismarck, quienes se plantearon la titánica tarea de crear el Imperio, es decir, la génesis de la actual Alemania como Estado unificado de distintas federaciones que antaño fueron dispersos y frágiles reinos [2]. La truncada independencia del reino de Baviera supuso, pues, algo inevitable, algo ajeno a ese empeño por parte del rey Ludwig de crear un Estado en el que el arte y la belleza fueran sus signos de identidad, queriéndolo convertir en el refugio de artistas y filósofos de todos los rincones de Europa que tuvieran allí un espacio de creatividad. Ante unos objetivos como éstos, ¿qué es lo que pudo fallar?

Además de los devaneos sexuales y los excesos personales retratados en la película, Visconti fue más allá al tratar de formular una teoría política, no sobre el ejemplo concreto retratado en la cinta, sino sobre un modelo de Estado en franca decadencia ya en el siglo XVIII. Dentro de la distancia que separa los primeros momentos de la obra, en la cual el joven pretendiente al trono es asesorado por su confesor personal en cuanto a los valores que han de encaminar su gobierno (humildad, deber de escuchar los consejos de aquellos que le rodean, el desprecio hacia las grandes manifestaciones de honor, etc.), y aquellos que recogen los últimos estertores de un reino abatido por las luchas intestinas de poder (la conjura de un gobierno descontento con un rey que reina, pero no gobierna), el director italiano intercala, en boca de algunos personajes de vital importancia, una serie de pensamientos que resultan fundamentales para establecer una teoría sobre la permanencia histórica de un modelo como aquel al que estamos asistiendo. Por ejemplo, poco después de que el propio Ludwig asevere ante la primera guerra contra sus primos de Prusia “Lo hacemos todo en familia: las guerras, las bodas, los hijos”, marcando el carácter endogámico de la institución a la que pertenece, el entonces capitán Dürckheim (quien más tarde llegará al grado de coronel por sus leales servicios prestados) le espetará el pleno rostro: “Una libertad privilegio de pocos no tiene nada que ver con la auténtica libertad, con la libertad que pertenece a todos y de la que todos debemos poder disfrutar. Vivimos en un mundo sin inocentes. Nadie puede ser el juez”. Esa resulta ser la teoría política sobre el pensamiento moderno que se empezó a asentar en el siglo anterior y que establecía la monarquía absolutista (por muy ilustrada que fuera) como un modelo obsoleto, fuera de toda legitimidad histórica en el momento de pronunciar estas palabras. Y es que, como se puede apreciar durante todo el metraje, el pueblo jamás aparece en pantalla: Ludwig es un rey sin súbditos, porque para él no cuentan para nada. Es un monarca querido y apoyado, pero para el cual la base del Estado está en su persona (como para otros monarcas absolutistas antes que él, encontrando a Luis XIV de Francia su total paradigma: “El Estado soy yo”, llegó a establecer como dogma).


Sin embargo, ¿hasta que punto era un solo hombre responsable de todo aquello que se llegó a hacer durante su mandato? Son, sin duda alguna, todos aquellos que orbitan alrededor del poder sobre quienes recae la responsabilidad de su ejercicio. Personajes como su confesor (“Para tu pueblo debes ser como ellos. Más fuerte, privilegiado, tocado por la divina providencia, pero siempre uno de ellos. Si quisieras ser distinto, no te lo perdonarían nunca. A Wagner le echaron de Munich porque era un genio. En ese sentido era un extranjero, era distinto. Tú eres el favorito del Señor porque estás expuesto al pecado más que nadie”) o como todos aquellos miembros de su gobierno que miraron para otro lado ante los excesos de su rey porque les convenía su maleabilidad (“El rey es excéntrico porque su gobierno ha querido. Alguien quería tener ocupado al rey en sus locuras. Se han tomado medida drásticas antes de haber ayudado al rey”, pronuncia Dürckheim a aquellos que están valorando obligar al rey a que abdique en un regente) aparecen en escena como los responsables de una situación imparable en la que, por agotamiento de unas condiciones creadas interesadamente, el poder ha de alimentarse de un escenario de crisis: “Todo debe cambiar para que todo permanezca igual”, rezaba la máxima de El Gatopardo (Il Gattopardo, 1963), la obra maestra de un Visconti al que siempre interesó esas épocas de cambios en las que el poder de adaptación siempre se acaba imponiendo sin que el pueblo llegue a participar, ni siquiera se llegue a dar cuenta de dichos cambios. La película supone la crónica de una decadencia, el relato cuesta abajo de un personaje histórico a través de los testimonios de aquellos que estuvieron cerca de él a lo largo de su reinado. El magnífico hallazgo de unos personajes mirando directamente a cámara, haciendo al espectador cómplice de una hipocresía denunciada por unos rostros cuya mitad se oculta en las penumbras, tratando de justificar a posteriori algo que no es más que un golpe de Estado por los patriotas de siempre: ellos deciden cuál es el mejor destino para el pueblo, tutelando y administrando su destino.

Lejos de este amargo retrato sobre cómo un sueño se acaba convirtiendo en una pesadilla, está el bello fresco de un rey que quiso ser el mecenas de la belleza y la verdad. “No hay cosa más hermosa que la noche. Dicen que el culto a la noche, a la luna, es un culto materno. El sol y el día es un mito viril, por tanto, paterno. El misterio, la grandiosidad de la noche, han sido siempre para mí el ilimitado reino de los héroes y, por tanto, el de la razón. […] Soy un enigma, y quiero seguir siéndolo siempre. Para los demás y para mí”. Son las últimas y bellas palabras de Ludwig antes de morir. Su última imagen es la de un rostro a medio camino entre la clama y la crispación: una difícil definición. Las antorchas iluminan su cara: él fue puro fuego, pura pasión, como aquel color rojo que dominaba el fondo al leer su nombre al principio de la película. Y ese ímpetu, esa fogosidad es la que nos legó a través de sus grandes obras, ya fueran teatros o castillos de ensueño. Quizás Ludwig nunca existió de veras, y realmente su presencia en la pantalla no fuera más que el sueño de otro excéntrico repleto de contradicciones (marxista y aristócrata puede que sea la más difícil de asimilar de todas) como fue Luchino Visconti.


A veces ni siquiera nosotros somos conscientes durante la mayoría de nuestra vida de estar siendo testigos de la Historia, de aquellos acontecimientos que con el paso del tiempo se analizarán y darán sentido en los libros y los anales. Ante el siempre incierto devenir no sabemos cómo posicionarnos ni la trascendencia final de aquello de lo que somos espectadores, porque su verdadera dimensión todavía no está dada. Por ello, quién sabe si algún día algún otro Visconti del futuro retratará la época y la sociedad en la que ahora mismo estamos viviendo, plasmando en su película a un hombre y a un país que se tuvieron que enfrentar a unos importantes cambios ante la llegada de algo, esperemos que siempre para mejor, pero sin duda diferente. Para que las cosas sucedan, primero hay que soñarlas. En nuestros más recientes días el movimiento de una sociedad nos indica que, sin duda, los tiempos están cambiando.

(artículo aparecido en el nº. 154 de Versión Original —noviembre 2007— dedicado a "Reyes")  


[1] La famosa Sisí, interpretada como no podía ser de otra manera por Romy Schneider, esta vez ofreciendo unos registros más contenidos y menos frívolos que en sus anteriores dramatizaciones.

[2] Un escenario parecido al circo en el que Elisabeth doma a un caballo en medio de una pista de circo: pura teatralidad, pura farsa, puro espectáculo.

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