El pasado 14 de Octubre Iker
Jiménez trató en su programa de televisión Cuarto milenio el tema de la
sincronicidad, es decir, la convergencia en el espacio y en el tiempo de
fenómenos con tal cantidad de similitudes entre ellos que aludir en esos casos
a la casualidad como explicación no deja de ser un síntoma de lo mucho que en
nosotros, hijos de la ciencia, pesa el miedo a lo desconocido, a todo lo que
nos produce temor por estar fuera de las reglas de aprehensible. De entre los
ejemplos que se expusieron para ilustrarlo, el más espectacular fue sin
duda alguna el sucedido al rey Humberto I de Italia el 28 de julio de 1900,
cuando en un restaurante se encontró con un hombre idéntico a él, no sólo en el
aspecto físico, sino también en su biografía: nacieron el mismo día, fueron
bautizados con el mismo nombre, se casaron con dos mujeres de idéntico nombre y
en la misma fecha, y el día en el que el rey era proclamado monarca de Italia
el otro inauguraba su restaurante. El impacto fue tal que el monarca invitó a
ese “otro yo” a que le acompañase al día siguiente a un evento deportivo, pero
su invitado nunca llegó: fue asesinado unas horas antes. Mientras esta noticia
le era comunicada, un anarquista dispara al rey, hiriéndole de muerte. Antes de
expirar, al rey sólo se le ocurrió musitar: “Qué macabra casualidad”.
Cuando a finales del año pasado
se reunieron aquellas personas que seleccionan los temas que en esta revista se
van a tratar a lo largo del siguiente año, no creo que tuvieran ni la más
remota idea de que, precisamente en estas fechas a las que asignaban el tema de
“Reyes”, iban a suceder todos los acontecimientos que hemos vivido y que han
puesto a la monarquía española en el punto de mira del debate social: la
justicia ha censurado a periodistas y caricaturistas por sus “irreverentes”
críticas a la familia real; se han quemado sus fotos en las vías públicas de
Cataluña; los “folloneros” de la COPE arremeten contra quien debería ser su
aliado natural; la Ley de la Memoria Histórica ha revitalizado el discurso
pro-republicano, otorgando a los perdedores de la contienda el lugar que se
merecen en nuestra Historia; etc. ¿Casualidad… o sincronicidad? Parece ser que
tampoco es producto del azar que el programa referido de Iker Jiménez haya sido
en dichas fechas, ni que el ejemplo que más llamó la atención tuviese a un rey
como protagonista. Ni que, además, ese rey fuera de Italia, la patria de un
director que en 1972 realizó el retrato de uno de los monarcas más polémicos
del siglo XIX. Por pura casualidad, en este número hablaremos de Luis
II de Baviera (Ludwig), un memorable producto del genio de Luchino
Visconti.
En esta cinta el director nos
ofrece un retrato de cinco dimensiones, desde el micro hasta el macrocosmos: el
de un hombre, el de un rey, el de una Corte, el de una monarquía centroeuropea
del siglo XIX y el de una monarquía como modelo de Estado. Vayamos por partes.
Por un lado nos encontramos a Luis II, rey de Baviera, un joven que llega al
trono de un Estado clave para la hegemonía política de la Europa Central, al
que el poder llega a transformar física y moralmente (dos declives que se acompañan
y retroalimentan) debido a sus excesos y sus pasiones incontroladas: locamente
enamorado de su prima Elisabeth de Austria [1] a la vez que homosexual
(no tan) reprimido. Su reinado está salpicado de conflictos bélicos con los que
él no está de acuerdo, pero que son una inevitable consecuencia del tremendo
empuje de la creciente potencia prusiana y del empeño personal de dos figuras
históricas claves del momento: su primo, el káiser Guillermo, y el canciller
Otto von Bismarck, quienes se plantearon la titánica tarea de crear el Imperio,
es decir, la génesis de la actual Alemania como Estado unificado de distintas
federaciones que antaño fueron dispersos y frágiles reinos [2]. La
truncada independencia del reino de Baviera supuso, pues, algo inevitable, algo
ajeno a ese empeño por parte del rey Ludwig de crear un Estado en el que el
arte y la belleza fueran sus signos de identidad, queriéndolo convertir en el
refugio de artistas y filósofos de todos los rincones de Europa que tuvieran
allí un espacio de creatividad. Ante unos objetivos como éstos, ¿qué es lo que
pudo fallar?
Además de los devaneos sexuales y
los excesos personales retratados en la película, Visconti fue más allá al
tratar de formular una teoría política, no sobre el ejemplo concreto retratado
en la cinta, sino sobre un modelo de Estado en franca decadencia ya en el siglo
XVIII. Dentro de la distancia que separa los primeros momentos de la obra, en
la cual el joven pretendiente al trono es asesorado por su confesor personal en
cuanto a los valores que han de encaminar su gobierno (humildad, deber de
escuchar los consejos de aquellos que le rodean, el desprecio hacia las grandes
manifestaciones de honor, etc.), y aquellos que recogen los últimos estertores
de un reino abatido por las luchas intestinas de poder (la conjura de un
gobierno descontento con un rey que reina, pero no gobierna), el director
italiano intercala, en boca de algunos personajes de vital importancia, una
serie de pensamientos que resultan fundamentales para establecer una teoría
sobre la permanencia histórica de un modelo como aquel al que estamos
asistiendo. Por ejemplo, poco después de que el propio Ludwig asevere ante la
primera guerra contra sus primos de Prusia “Lo hacemos todo en familia: las
guerras, las bodas, los hijos”, marcando el carácter endogámico de la
institución a la que pertenece, el entonces capitán Dürckheim (quien más tarde
llegará al grado de coronel por sus leales servicios prestados) le espetará el
pleno rostro: “Una libertad privilegio de pocos no tiene nada que ver con la
auténtica libertad, con la libertad que pertenece a todos y de la que todos
debemos poder disfrutar. Vivimos en un mundo sin inocentes. Nadie puede ser el
juez”. Esa resulta ser la teoría política sobre el pensamiento moderno que se
empezó a asentar en el siglo anterior y que establecía la monarquía absolutista
(por muy ilustrada que fuera) como un modelo obsoleto, fuera de toda
legitimidad histórica en el momento de pronunciar estas palabras. Y es que,
como se puede apreciar durante todo el metraje, el pueblo jamás aparece en
pantalla: Ludwig es un rey sin súbditos, porque para él no cuentan para nada.
Es un monarca querido y apoyado, pero para el cual la base del Estado está en
su persona (como para otros monarcas absolutistas antes que él, encontrando a
Luis XIV de Francia su total paradigma: “El Estado soy yo”, llegó a establecer
como dogma).
Sin embargo, ¿hasta que punto era
un solo hombre responsable de todo aquello que se llegó a hacer durante su
mandato? Son, sin duda alguna, todos aquellos que orbitan alrededor del poder
sobre quienes recae la responsabilidad de su ejercicio. Personajes como su
confesor (“Para tu pueblo debes ser como ellos. Más fuerte, privilegiado,
tocado por la divina providencia, pero siempre uno de ellos. Si quisieras ser
distinto, no te lo perdonarían nunca. A Wagner le echaron de Munich porque era
un genio. En ese sentido era un extranjero, era distinto. Tú eres el favorito
del Señor porque estás expuesto al pecado más que nadie”) o como todos aquellos
miembros de su gobierno que miraron para otro lado ante los excesos de su rey
porque les convenía su maleabilidad (“El rey es excéntrico porque su gobierno
ha querido. Alguien quería tener ocupado al rey en sus locuras. Se han tomado
medida drásticas antes de haber ayudado al rey”, pronuncia Dürckheim a aquellos
que están valorando obligar al rey a que abdique en un regente) aparecen en
escena como los responsables de una situación imparable en la que, por
agotamiento de unas condiciones creadas interesadamente, el poder ha de
alimentarse de un escenario de crisis: “Todo debe cambiar para que todo
permanezca igual”, rezaba la máxima de El Gatopardo (Il Gattopardo,
1963), la obra maestra de un Visconti al que siempre interesó esas épocas de
cambios en las que el poder de adaptación siempre se acaba imponiendo sin que
el pueblo llegue a participar, ni siquiera se llegue a dar cuenta de dichos
cambios. La película supone la crónica de una decadencia, el relato cuesta
abajo de un personaje histórico a través de los testimonios de aquellos que
estuvieron cerca de él a lo largo de su reinado. El magnífico hallazgo de unos
personajes mirando directamente a cámara, haciendo al espectador cómplice de
una hipocresía denunciada por unos rostros cuya mitad se oculta en las
penumbras, tratando de justificar a posteriori algo que no es más que un
golpe de Estado por los patriotas de siempre: ellos deciden cuál es el mejor
destino para el pueblo, tutelando y administrando su destino.
Lejos de este amargo retrato
sobre cómo un sueño se acaba convirtiendo en una pesadilla, está el bello
fresco de un rey que quiso ser el mecenas de la belleza y la verdad. “No hay
cosa más hermosa que la noche. Dicen que el culto a la noche, a la luna, es un
culto materno. El sol y el día es un mito viril, por tanto, paterno. El
misterio, la grandiosidad de la noche, han sido siempre para mí el ilimitado
reino de los héroes y, por tanto, el de la razón. […] Soy un enigma, y quiero
seguir siéndolo siempre. Para los demás y para mí”. Son las últimas y bellas
palabras de Ludwig antes de morir. Su última imagen es la de un rostro a medio
camino entre la clama y la crispación: una difícil definición. Las antorchas
iluminan su cara: él fue puro fuego, pura pasión, como aquel color rojo que
dominaba el fondo al leer su nombre al principio de la película. Y ese ímpetu,
esa fogosidad es la que nos legó a través de sus grandes obras, ya fueran
teatros o castillos de ensueño. Quizás Ludwig nunca existió de veras, y
realmente su presencia en la pantalla no fuera más que el sueño de otro
excéntrico repleto de contradicciones (marxista y aristócrata puede que sea la
más difícil de asimilar de todas) como fue Luchino Visconti.
A veces ni siquiera nosotros
somos conscientes durante la mayoría de nuestra vida de estar siendo testigos
de la Historia, de aquellos acontecimientos que con el paso del tiempo se
analizarán y darán sentido en los libros y los anales. Ante el siempre incierto
devenir no sabemos cómo posicionarnos ni la trascendencia final de aquello de
lo que somos espectadores, porque su verdadera dimensión todavía no está dada.
Por ello, quién sabe si algún día algún otro Visconti del futuro retratará la
época y la sociedad en la que ahora mismo estamos viviendo, plasmando en su
película a un hombre y a un país que se tuvieron que enfrentar a unos
importantes cambios ante la llegada de algo, esperemos que siempre para mejor,
pero sin duda diferente. Para que las cosas sucedan, primero hay que soñarlas.
En nuestros más recientes días el movimiento de una sociedad nos indica que,
sin duda, los tiempos están cambiando.
(artículo aparecido en el nº. 154
de Versión Original —noviembre 2007— dedicado a
"Reyes")
[1]
La famosa Sisí, interpretada como no podía ser de otra manera por Romy
Schneider, esta vez ofreciendo unos registros más contenidos y menos frívolos
que en sus anteriores dramatizaciones.
[2]
Un escenario parecido al circo en el que Elisabeth doma a un caballo en medio
de una pista de circo: pura teatralidad, pura farsa, puro espectáculo.
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