Aquello que hasta hace algo más
de una década se conocía como “la era nuclear” se ha transformado a pasos
agigantados en “la era digital”, haciéndonos perder la consciencia y la memoria
sobre lo que significaba “antaño” (recordar que estamos hablando de lo que
ocurría no hace más de una década) salir de casa sin un teléfono móvil en el
bolsillo o no recibir a tiempo un correo electrónico de vital importancia,
presagiando un abismo vital provocado por una falta de cobertura en el celular
o por una caída de potencia en la red a la que está conectado nuestro portátil.
De la misma manera, aquello que
hasta hace no más de una década conocíamos como “la sociedad del bienestar” se
ha convertido en “la sociedad de la información”, “la sociedad del consumo” y
“la sociedad del ocio”. Sobre esta última es sobre la que se ha asentado todo
un negocio de ingentes cantidades de dividendos. La revolución del mundo
audiovisual es un hecho evidente. Los nuevos soportes tecnológicos están
provocando una demanda de nuevos productos que superen en emoción a lo hasta
ahora conocido. Ese “espectador pasivo”, que hasta hace poco más de una década
(hemos de recordarlo constantemente por su vital importancia) acudía a las
salas de cine para encontrarse con la turbación, tiene ahora a su alcance todo
un arsenal para sugestionarse y poder vivir más cercanamente aquellas
experiencias que “antaño” le subyugasen. Es la “capacidad activa” del
espectador moderno, que puede infiltrarse en la experiencia virtual de una
representación y manipularla a su antojo, participando activamente dentro del
argumento. Es lo que ocurre en los actuales videojuegos, experiencias
cinematográficas maleables en las que cada visionado difiere del anterior,
haciendo de esta percepción un “libro abierto” que resulte más cercana y real.
Sobre esa impresión de la
cercanía a la realidad parece haber establecido su base de actuación el binomio
Paco Plaza / Jaume Balagueró en su experiencia extrema [REC]. La televisión
está instalada en nuestra sociedad como aquel elemento más inmediato de conocer
el aquí y ahora de nuestro entorno. Más allá de los noticiarios, compuestos de
mini reportajes de menos de un minuto y alguna conexión en directo “desde el
lugar de los hechos”, han surgido una serie de formatos que revelan la más
exagerada de las cercanías, aportando un toque de frivolidad a la realidad en
unas historias anodinas plagadas en la mayoría de los casos de irrelevancia,
protagonizadas por personas anónimas en busca de sus “merecidos diez minutos de
fama” (como preconizara Andy Warhol). Desde un insulso plató de televisión los
presentadores azuzan a unos reporteros a que se conviertan en “buscadores” de
noticias donde muchas veces no las hay, imponiendo el “todo vale” que implante
la expectación necesaria, restringiendo límites vitales como el derecho a la
intimidad, que es reiteradamente violado con total impunidad. Pero, ¿qué
pasaría si fueran los propios corresponsales los que fueran la auténtica
noticia?
Sentirse protagonista de una
historia que no se puede controlar es sin duda una de las experiencias más
aterradoras que se pueda vivir. La percepción entonces se diluye y no se sabe
discernir si lo vivido es realidad o pesadilla, si después de habernos despertado
nos seguirán doliendo las piernas de tanto correr o seguiremos huyendo
eternamente de nuestros propios fantasmas, siempre hacia abajo, más abajo,
hacia el oscuro inframundo donde habitan nuestros más remotos terrores. Por eso
resulta significativo que aquí, en [REC], el final de la escapada dentro
del edificio precintado (una crítica hacia el sistema y sus métodos de
actuación, que no tiene miramientos a la hora de condenar a muerte a un grupo
de personas encerradas en una situación fatal) se dirija hacia el último piso,
hacia ese ático deshabitado (otro de los temas que los responsables plantean
críticamente: los vecindarios, donde se ha instalado la despreocupación por
aquello que hacen en sus casas los vecinos “respetables”, mientras surge la xenofobia
hacia los que son “sospechosos” por el mero hecho de ser extranjeros). Cada
peldaño que los protagonistas avanzan en esa dirección es una alegoría de la
escalada que el propio género de terror está imprimiendo a sus herramientas,
destruyendo algunos de sus convencionalismos y acercándonos a experiencias
directas, a tiempo real, donde las coreografías de los actores dentro de la
escena se acoplen de manera intuitiva a la propia acción y las respuestas
emocionales se improvisen a través de la sorpresa. Más allá de su destino final
está la azotea, quizás el próximo peldaño a conquistar, allí donde los suicidas
se congregan para acallar sus vidas y sus conciencias con la más extrema de las
experiencias: el gran salto, el viaje en caída libre hacia el asfalto, el
horizonte donde habita el verdadero horror, el último refugio de la
desesperación, donde si se pusiera un espejo verían el auténtico rostro de su
asesino.
Ya no hay identidad dentro
del encuadre, no nos identificamos con los protagonistas porque su rol está en
nosotros como espectadores. Somos la cámara, ese ojo que todo lo registra, que
todo lo ve, neutral, apartado, indestructible, el único superviviente de la
callada matanza. Su presencia es molesta para algunos y atractiva para otros,
pero al final pasa inadvertida para aquel ser que genera el terror. Ve lo que
nadie ve, donde nadie puede ver. Después de su nerviosa recolección de imágenes
y experiencias en la mano del periodista, por fin descansa sobre el suelo. No
necesita de nadie para cumplir con su trabajo. ¿Llegará el día en el que las
máquinas no necesiten de nuestra presencia para provocar placer?
(artículo aparecido en el nº. 157
de Versión Original —febrero de 2008— dedicado al 15º Festival Solidario de
Cine Español)
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