jueves, 7 de enero de 2016

Star Wars: El despertar de la fuerza

ENCUENTROS Y DESENCUENTROS

Apuntes críticos sobre Star Wars: El despertar de la fuerza 

(Star Wars: The Force Awakens, J.J. Abrams, 2015)

Existe una escena en esta nueva entrega de Star Wars que merece la pena ser destacada, ya que actúa de visagra en la historia que su metraje cuenta y, además, es lo suficientemente significativa para que nos ofrezca una interpretación sobre lo que estamos viendo: el momento en el que Han Solo (Harrison Ford) y Chewacca (Peter Mayhew) entran en el Halcón Milenario, diciéndole el uno a otro eso de "Estamos en casa".


Existe en dicha escena una acumulación de elementos discursivos que merecen la pena ser analizados, sobre todo teniendo en cuenta la filmografía de Abrams y una serie de constantes que han definido —argumental y formalmente— su obra: a saber, la existencia de portales interdimensionales que ponen en comunicación a distintas generaciones. Esta confusión y mezcolanza de universos ya existía en Perdidos (Lost, J.J. Abrams, Jeffrey Lieber y Damon Lindelof (crs.), 2004-2010), e incluso en Super 8 (2011), donde toda la película, por su voluntad de revisar y recuperar un determinado cine generacional situado en los años ochenta, actúa para el espectador como portal de entrada a otro espacio-tiempo.

Sin embargo, es en dos series donde esto se ve con una mayor presencia: una para televisión —la fascinante Fringe (Al límite) (Fringe, J.J. Abrams, Alex Kurtzman y Roberto Orci (crs.), 2008-2013)— y la otra para el cine —la dupla trekker formada por Star Trek (2009) y Star Trek: En la oscuridad (Star Trek Into Darkness, 2013)—. De hecho, existe un momento en la primera entrega de esta última serie donde lo dicho queda más patente: el encuentro entre el nuevo Spock (Zachary Quinto) y el antiguo Spock de la serie y las películas originales (Leonard Nimoy), encontrándose frente a frente, tanto fuera como dentro de la pantalla, dos representaciones que remiten a dos formas distintas de afrontar la saga: lo nuevo frente a lo viejo, lo moderno frente a lo clásico, lo digital frente a lo analógico, el presente frente a la nostalgia. Este enfrentamiento no es una lucha, sino un encuentro, una reconciliación que permite la entrega de un testigo que, de otra manera, podría correr el riesgo de marchitarse, pudiendo llegar a la extinción: no encontrar en las nuevas generaciones de espectadores, nativos virtuales y digitales, la necesaria connivencia podría significar una derrota en forma de olvido, condenando al ostracismo un producto con unos valores filosóficos y vitales de primer orden. El mencionado encuentro se convierte así en una necesaria actualización para conseguir su superviviencia, poniendo en contacto a nuevos y viejos espectadores sobre una base común, donde las nuevas formas no espanten a los fans de antaño y una serie ya explorada tenga el suficiente tirón para conseguir nuevos seguidores —que incluso puedan mostrar inquietud por acudir a las fuentes originales, dejándose maravillar por algo producido hace medio siglo.


Volviendo a Han Solo y Chewacca, su entrada en el Halcón Milenario no es muy distinta a otras puertas interdimensionales mostradas por Abrams en sus otras obras. La escotilla de la nave espacial no deja de ser un portal espacio-temporal que conecta dos universos. De hecho, los dos personajes que se esconden en el Halcón Milenario representan a la perfección dos actitudes de los nuevos espectadores, pues Rey (Daisy Ridley) parece conocer a la perfección toda la historia pasada relacionada con los jedi, el Imperio y la Rebelión, y Finn (John Boyega) lo desconoce casi todo, recibiendo información al mismo tiempo que suceden los acontecimientos. Al abrirse la compuerta de la mítica nave, antaño propiedad de Solo, las dos generaciones —tanto de personajes como de espectadores— entran en contacto, fundiéndose sus respectivas atmósferas en una sola.

Podríamos encontrar una similitud en el acto de introducir un pez nuevo en una pecera: hay que dejar entrar poco a poco el agua en la bolsa de plástico para que se igualen y nivelen la temperatura y el ph, logrando de esta manera una adecuada adaptación del nuevo inquilino. Así, había que procurar que a los espectadores más veteranos no se les colapsaran los pulmones con esta nueva atmósfera, donde las naves no se mueven como antaño, ni las armas disparan igual, ni, por supuesto, Han Solo, Leia (Carrie Fisher) y Luke Skywalker (Mark Hamill) son los mismos. Y es que tanto para ellos como para los espectadores de las películas originales han pasado exactamente los mismos 32 años, y ese paso del tiempo no solo se aprecia en sus cuerpos y, especialmente, en sus rostros —cada arruga nos podría contar una historia, como lo hacen los anillos del troco de un árbol—, sino en que su contexto social, político y cultural es diferente, como lo es para esos espectadores que han madurado y envejecido con ellos.


Hay otro aspecto que redunda en esta concentración de elementos venidos del pasado: Rey (Daisy Ridley), la protagonista, es una saqueadora, recuperando elementos mecánicos de naves y vehículos del Imperio que se chocaron contra su planeta —por cierto, muy parecido visualmente al Tatooine donde empieza todo: la saga familiar, la saga cinematográfica, cada trilogía, etc.—, restos de antiguas batallas que parecen tan superadas como olvidadas. Sin embargo, su labor de "chatarrera" —como despectivamente le llama Kylo Ren (Adam Driver)— es la de recuperar para reutillizar. Es decir, trasladar componentes de su lugar originario, donde ya no tienen ninguna utilidad, a otro espacio donde formaran parte de una nueva estructura, formada a su vez por otros componentes de distintos orígenes. Y ese parece haber sido, precisamente, el modelo escogido por Abrams y los dos otros guionistas,  Lawrence Kasdan y Michael Arnd: el primero de ellos, venido de la saga clásica; el segundo, impuesto por la productora para dar al argumento a ese «toque Disney». Entre los tres recuperan, reutilizan y mezclan diversos elementos de todos los productos anteriores de la franquicia —desde las películas a las diversas series de animación, pasando por los videojuegos— para conformar un nuevo universo repleto de referencias mezcladas para congraciar a todos los públicos y abrir nuevas puertas —como Rey consigue abrir esas compuertas hacia el final, gracias a la pericia que le ha otorgado su labor de saqueadora.

Pero no hay ninguna escena que visualice el conflicto generacional —el de personajes y el de espectadores— de la película como aquel en el que, sobre una pasarela, se encuentran Kylo Ren y Han Solo, Replicando aquella otra de El imperio contraataca (Star Wars: Episode V - The Empire Strikes Back; Irvin Kershner, 1980) en la que Darth Vader (David Prowse) acorrala a Luke Skywalker (Mark Hamill), el resultado de ambas es significativo de sus respectivas sociedades y generaciones de espectadores: en la de antaño, el padre castiga al hijo, pues es la autoridad paterna la que domina el espacio familiar de aquella época; debido a ello, el hijo decide abandonar el hogar que su padre le propone, prefiriendo el vacío de lo insondable a convertirse en lo mismo que su progenitor. Sin embargo, ahora las tornas han combiado, habiendo girado el panorama 180º: es el hijo quien castiga al padre, quien no acepta su autoridad, sustituyendo su espacio por la nada. Kylo prefiere el mal, el odio y la oscuridad —mata a Solo al desaparecer la luz de ese sol que está siendo deglutido por el arma planetaria— al bien, el amor y la luz que su padre le propone, haciendo buenas las teorías sociológicas que aplicarían a este personaje el «síndrome del emperador». Los nuevos espectadores son los que  acaban imponiendo sus gustos y su lenguaje.

Es en este aspecto donde ese espectador de antaño se siente expulsado de esta nueva dialéctica, pues encuentra redundancia y explicitud donde antes dominaba el misterio y lo implícito. ¿Había necesidad de poner en escena esa escenografía totalitaria, que remarca la relación entre el Imperio y esta su heredera Primera Orden con el III Reich alemán? ¿Era necesario poner a ese General Hux (Domhnall Gleeson) arengando a sus soldados, al borde del histrionismo para dejar claro que es un remedo de Hitler? ¿O a ese Líder Supremo Snoke (Andy Serkis) con unas proporciones ciclópeas, para relacionar su poder al tamaño de su holograma? Para el espectador de la trilogía original nada de esto era necesario, pues ya en su día había suficientes elementos como para que las cosas estuvieran suficientemente claras. Todo esto va dirigido al espectador de hoy, más acostumbrado a lo evidente por encima de las insinuaciones, al consumo rápido por encima de la reflexión reposada, al impacto emocional directo sobre la carga de profundidad a largo plazo. La distancia entre las dos sociedades a las que respectivamente pertenecen puede ser, efectivamente, de 32 años-luz, dos galaxias muy, muy lejanas.


¿Podía haber sido distinta esta nueva entrega? Como una bola que se deja sobre un plano inclinado, su trayectoria está sujeta al imperativo de las fuerzas que actúan sobre ella. Y la principal de estas fuerzas es una llamada Disney, ejerciendo sobre la saga un empuje y una tensión que la conducen por un camino muy determinado: la rentabilidad comercial a toda costa. La inversión ha sido una de las compras más potentes de la historia del cine, realizando una inversión desorbitada que, lógicamente, no solo se desea recuperar, sino que se espera de ella los máximos beneficios. Para ello, se ha optado por realizar algo que trate de contentar a todo el mundo, dejando los riesgos de hacer algo novedoso para otro momento —quién sabe si para próximas entregas: viviremos algunos meses con dicha esperanza.

El aire que entra en ese nuevo/viejo Hacón Milenario tiene el peso de la memoria de tres décadas. Es el encuentro de tres generaciones distintas, definidas por tres trilogías de concepción muy diferente. La presencia de personajes de la trilogía original no tiene que ver tanto con la nostalgia, sino con la presencia de una muerte irremediable: son los restos de un mundo que ya no existe, varados sobre la superficie de la pantalla como los despojos de un crucero imperial en las arenas de un planeta nuevo, pero que recuerda a algo ya conocido, y que ya solo sirve para saquear. Podría haber sido peor —al menos el conjunto es muy disfrutable, e inaugura unas vías muy interesantes para explorar—, pero certifica la defunción de todo aquello que hacía reconocible este universo. La cuestión ahora es convertirse en apocalíptico o en integrado: adaptarse o apartarse, pues la bola a comenzado a rodar.