Resulta curioso cómo al ver una
película creemos sacar a veces de ella conclusiones que nos resultan a
priori novedosas y originales y cómo, tras un periodo de estudio y
documentación, encontramos que de algunas obras (y mucho más si éstas resultan
ser unos clásicos) se ha dicho tanto que prácticamente se ha dicho todo. “Lo
que no es copia, es plagio”, que dijera con sorna Eugenio d’Ors. Hasta cierto
punto resulta gratificante encontrarse con que el criterio general sobre una
determinada obra y los resultados a los que se llega coinciden con personas a
las que uno admira y respeta (al menos en el plano intelectual y profesional).
Así, repasando un antiguo número de la revista Letras de Cine dedicado
por entero al maestro Stanley Kubrick [1], Álvaro Arroba destacaba en su
artículo titulado “Piedrecitas en el engranaje” dos elementos (a su vez
reconocidos por él como préstamos de otros pensamientos ajenos y anteriores)
que a mi juicio son fundamentales. A saber: a) “las evaluaciones elogiosas son
redundantes, y sólo se deberían escribir análisis productivos para cualquier
obra de arte con carencias” [2], y b) “la célebre máxima godardiana
según la cual ‘Un travelling es una cuestión moral’”. Así pues,
resistámonos a hablar sobre lo bello y lo sublime, ya que nos encontramos ante
dos axiomas a partir de los cuales debemos andar con pies de plomo a la hora de
establecer una teoría que nos lleve a afirmar hasta qué punto un autor como es
el que vamos a abordar era merecedor de ser considerado como uno de los
directores que más sentido ha dado a su estilo en relación a la técnica
cinematográfica donde, como en la obra de un buen poeta, las palabras no sobran
ni faltan, sino que todo está engarzado en un sentido de necesidad “moral”
(volviendo al genio de JLG).
Una de las primeras cosas que
habría que destacar a la hora de enfrentarnos a una obra como Senderos de
gloria (Paths of Glory, 1957) sería atender a su dimensión
histórica y a la relevancia que en nuestros días tiene este filme (sólo yendo
de lo universal a lo particular podremos llegar a resolver la cuestión
“constructiva”). Sin duda ha sido tomada esta obra como uno de los mejores
relatos bélicos de la Historia de la cinematografía (más concretamente como un
paradigma antibelicista) aludiendo a una tendencia en la que catalogar las
películas en cuanto a una política de géneros, cuando en realidad lo que Senderos
de gloria representa es uno de los más certeros e incisivos análisis
políticos de la Historia del pensamiento moderno. Que Kubrick decidiera tomar
una historia ambientada en la Primera Guerra Mundial (la que hasta la llegada
de la Segunda G.M. fuera llamada con propiedad “la Gran Guerra”) nos remite a
pensar que al cineasta tan sólo le interesaba el conflicto bélico para
encuadrar en un marco extremo conductas de por sí extremas [3].
De esta manera encontramos que lo
que para Jean Luc Godard (JLG) es “una cuestión moral” para el cineasta nacido
en Nueva York es “una cuestión política” (y aquí nos tendríamos que cuestionar
si ambas cosas no deberían ser sinónimos o, por lo menos, pertenecer al mismo
campo semántico) [4]. Si en más de una ocasión hemos destacado la
indivisibilidad de fondo y forma, de ética y estética (atendiendo sin embargo
más de lo que nos hubiera gustado al contenido trascendente de las obras, el qué,
sin prestar atención a la forma en la que nos llegan, el cómo: y es que
la influencia del platonismo pesa en demasía), en el cine de Stanley Kubrick, y
más concretamente en la obra en la que nos estamos centrando, resulta
trascendental preguntarse los porqués para poder discernir el sentido
vinculante entre el mensaje y el modo en el que decidió transmitirlo: el travelling
crea un discurso propio al tomar un sentido determinado, forjado en orden
cronológico a través de seis secuencias trascendentales para su desarrollo
argumental, a saber:
1. Le châteu:
los generales Broulard (Adolphe Menjou) y Mireau (George McReady) ejecutan un
coreográfico baile de idas y venidas con respecto al objetivo de la cámara
(marcando así transiciones entre distintos estados de ánimo), en el que se dan
a conocer los métodos por los que motivar a un alto mando para que sus tropas
realicen una empresa a priori imposible (el asalto al enclave enemigo
llamado El Hormiguero, nombre que resulta un significativo calificativo
sobre lo que para el alto estamento militar significan los soldados),
gestándose la condena a muerte de todo un pelotón.
2. La trinchera:
paseo triunfal del general Mireau saludando como héroes a los miembros de la
tropa en un espacio encajonado, sin escapatoria, como un túnel con una sola
salida hacia una muerte segura, lo que sublima la falsedad y el sarcasmo de su
arenga (más aún si se tiene en cuenta que aquellos a los que honra con sus
comentarios luego van a ser sus víctimas propiciatorias).
3. La batalla:
nueva coreografía de cadáveres, de fichas de dominó (“la caída de una sólo
sirve para tirar la que desfila detrás” [5]), mostrando taxativamente el
sacrificio injustificado, ingrato e inútil: la condena a muerte prematura y
premeditada.
4. El juicio:
pantomima teatralizada de una sentencia dada de antemano (hecho reforzado por
la sustitución de la lectura de la condena a través de un fundido en negro),
donde el proceso se escenifica como si del juego del ajedrez se tratara: el
suelo en forma de damero nos indica el tablero de la partida, y los distintos
personajes representan a las diversas piezas del “divertimento” de una general
que se comporta como una frívola, dictatorial, cruel, sádica y tiránica reina
ávida de poder y venganza, variando a cada momento las reglas de un juego en el
que el coronel Dax (Kirk Douglas) se ve impotente ante sus alegatos en favor de
la justicia y el humanismo, dado que los miembros del tribunal parecen ser
simples peones al ratificar la condena a muerte: la de los soldados
supervivientes de la otra pena de muerte que resultó ser el asalto a El
Hormiguero.
5. El baile:
hipocresía y ceguera de los verdugos, quienes se refugian en sus refinados
ambientes para huir mental y físicamente de las sucias trincheras y los
tétricos calabozos donde aguardan los condenados.
6. El
ajusticiamiento: vuelta a la sensación de enclaustramiento a pesar de ser
una escena al aire libre, donde el travelling es de avance frontal,
marcando una fuerte sensación de pesadumbre (en contraste con los de la
trinchera, de retroceso, donde se albergaba una cierta idea de maltrecha
esperanza), siendo jalonados por las miradas de compasión y amparo de unos y
las de desprecio e indiferencia de otros; el tempo narrativo se ve distorsionado,
amplificado por el machacón martilleo de la percusión, haciéndose la escena
irresistible en el plano emotivo: la verdadera condena no parece ser el
fusilamiento, sino el paseo hacia el patíbulo (el famoso “paseíllo” de los
fusilados en las cunetas de nuestra Guerra Civil retumba aquí con descomunal
significado).
Desde luego el ser humano es
muchas cosas, pero es ante todo sentimiento y memoria. El sentido de esta frase
viene a colación para insertar aquí otra obra que resulta mítica en su contemplación
y evocación: El acorazado Potemkin (Bronenósets Potyomkin,
Serguéi M. Eisenstein, 1925), una de las obras cumbres del arte
cinematográfico en el que se inserta el que seguramente sea el travelling
más famoso de la Historia del cine y que en su persistencia temporal y
simbólica encontramos un significativo sentido a los utilizados por Kubrick en
su alegato antimilitarista, antibelicista y antipatriótico: los soldados que
amenazan a esa madre que sordamente grita al ver a su hijo en un carrito de avance
imparable hacia la muerte (“Atraviesa la muerte con herrumbrosas lanzas…” en
palabras del Miguel Hernández en su Viento del pueblo) percuten en
nuestra memoria de espectadores (contenedores de experiencias fílmicas) al ver
a ese soldado moribundo en la camilla rodante hacia el patíbulo (un niño por su
juventud cercenada) mientras oímos de fondo la composición musical compuesta
por los lloros y los llantos de otro de sus compañeros, plañidero de sí mismo y
de sus camaradas de trinchera. Ambos travellings, de indudable contexto
político e ideológico [6], desembocan sin duda en la muerte como
indefectible parada final de una condena previa, orquestados con genial y
siniestro talento.
Lejos de mi intención, no
pretendo dejar aquí al lector en un limbo invadido por el pesimismo y la
amargura de las reflexiones anteriormente expuestas. Muy al contrario,
rescatemos el espíritu humanista que nos permita otear un horizonte de
esperanza que nos haga confiar en nosotros mismos como especie: La
Marsellesa que aparece en los títulos de crédito iniciales, interpretada a
ritmo de marcha militar y que da sentido a una de las frases más contundentes
de toda la película (“El patriotismo es el refugio de los cobardes”, le
espeta en pleno rostro el coronel Dax al general Mireau citando a Samuel
Johnson), se transforma en los compases finales de la película en un unísono
tatareo de acompañamiento a una asustadiza y llorosa muchacha que canta una
bonita balada rural en alemán, su lengua nativa y, por lo tanto, idioma del
enemigo. La contemplación de los rostros de los soldados, violentados por unas
lágrimas que momentos antes habían sido gestos de burla y bestialidad animal
contra la joven (“hasta podría decirse que, si se atrevieran, la violarían en
grupo y en público”, se atreve a afirmar Antonio Castro) nos reconcilia con el
ser humano, y así se desprende del gesto del coronel Dax: en ellos ve la carne
de cañón, la alfombra asfáltica sobre la que desfilará el orgullo patrio con
sus odiosos símbolos y banderas manchados con el reguero del fatuo sacrificio.
La bestialidad engendra bestialidad, del mismo modo que el sentimiento genera
más sentimiento. Que el ser humano sea una cosa o la otra depende del estado de
ánimo de aquellos que deciden sobre los designios del mundo y sobre aquellos
que en él habitamos.
(artículo aparecido en el nº. 153
de Versión Original —octubre 2007— dedicado a "Pena de
muerte")
[1]
Nº 3-4, año 2000. Y desde estas páginas nuestro más sincero apoyo a una
publicación que parece estar condenada a muerte debido a las injustas reglas de
un mercado en el que el talento no parece ser ningún handicap que mueva
al respeto.
[2]
Reflexión antecedida por el siguiente comentario: “Dan ganas de ampararse en
esa teoría algo picajosa de cierta corriente crítica de tendencias
“constructivistas”, que sostiene que…”, siguiendo a continuación la frase que
hemos destacado en nuestro texto, por lo que el sentido dado por Á. Arroba no
pretendía definir este pensamiento como irrefutable, sino únicamente como digno
de tenerse en cuenta.
[3]
Como bien destacara Antonio Castro en el artículo dedicado a este filme dentro
del dossier de cine bélico de la Dirigido por…de junio de 2001 (Nº 302).
[4]
De la misma idea parece ser Christian Aguilera, quien en su libro Stanley
Kubrick. Una odisea creativa (Libros Dirigido, Barcelona, 1999) dice: “Senderos
de gloria obedece a su asimilación del arte cinematográfico desde una
perspectiva esencialmente crítica, en la que cada plano y encuadre está
justificado en función de una serie de parámetros que dan lugar a una
conclusión: la subordinación de la condición humana respecto a la institución
militar.”
[5]
Álvaro Arroba en la op. cit.
[6]
“Es muy posible que la presencia de Jim Thompson en el guión [de Senderos de
gloria]–interesantísimo novelista y marxista heterodoxo- contribuyera a que
el film pueda ser entendido en clave marxista, casi de lucha de clases”.
Antonio Castro en la op. cit.
No hay comentarios:
Publicar un comentario