Siempre que pensamos en los
extraterrestres, y mucho más cuando enlazamos este tema con el mundo del cine,
surgen en nuestra imaginación todo un repertorio de tonalidades de piel,
rostros estrambóticos, brazos inimaginables y formas corporales inconcebibles.
Nuestra fantasía echa a volar de forma libertaria, formando en su caos
resultados que violan todas las leyes conocidas de la genética. Y cuanto mayor
es la trasgresión, más cómodos paradójicamente nos sentimos con el resultado,
saltando nuestras expectativas desde aquellas en las que el invasor de más allá
de la estratosfera se acerca a nosotros en son de paz, para aportarnos su
sabiduría y avisarnos sobre la sinrazón de nuestros comportamientos, hasta las
más comunes y lógicas, donde su aspecto exterior se relaciona indefectiblemente
con una situación de invasión y amenaza (por desgracia, los humanos seguramente
seamos los seres más xenófobos de la galaxia, fruto de nuestros instintos de
conservación). Sólo así nuestros sueños sobre el espacio exterior y los anhelos
que aplaquen nuestra supuesta soledad en el universo se vean colmados, sin
preocuparnos de mirar en nuestro interior, la guarida de nuestro enemigo más
letal.
Por todo lo dicho anteriormente,
resulta atractivo un proyecto cinematográfico en el que los extraterrestres,
lejos de esos formulismos gestados durantes años de asentamiento de todo un
género como el de la ciencia ficción, se parezcan de forma dramática a nosotros
mismos. Y nada menos que con la presencia de “marcianos” (término que durante
muchas décadas se tomaba como sinónimo de extraterrestre, y que desde hace
algún tiempo se aplica a toda rareza destacable) se presentó en Desafío
total (Total Recall, EE.UU., 1990) un dramático
conflicto personal y social de la mano del (casi) siempre virtuoso Paul
Verhoeven, una de las joyas europeas emigradas a Hollywood.
Desde luego, lo más destacable en
este filme nos situaría en el análisis de su extraña estructura, pero optaremos
por la prudente referencia a un libro escrito por Tomás Fernández Valentí, Paul
Verhoeven. Carne y sangre [1], en el que el autor despliega con
maestría y muy buenos criterios la complejidad de su entramado narrativo, observando
al menos tres diferentes niveles de interpretación [2] que enriquecen
sobremanera un argumento que, en manos de otro realizador, habría resultado una
simple anécdota [3].
Muy al contrario, nuestro
objetivo en estas líneas será establecer un análisis sobre la dimensión
ideológica de la película a partir de esa extraña estructura en la que
confluyen las obsesiones y recurrencias de sus dos principales creadores: por
un lado, el tormentoso y siempre polémicamente adaptado escritor Philip K. Dick
[4] y, por otro, el realizador de origen holandés, quien siempre que
puede introduce una visión ácida y sarcástica de los Estados Unidos, el país
que le ha terminado acogiendo y que seguramente ya le hubiera expulsado de no
ser por su rentabilidad económica. Y es que Verhoeven, como en su posterior Starship
Troopers. Las brigadas del espacio (Starship Troopers, 1997) [5],
hace un retrato del “Imperio” en el que descarga sucesivas dosis de mala leche
contra el poder y la manipulación a la que somete no sólo a su propia
población, sino allí donde llegan sus largos tentáculos especuladores.
Hay, por lo tanto, en esta
película una inevitable carga política que hay que destacar, y su presencia se
va haciendo más y más persistente a la vez que avanza el argumento y, con él,
el protagonista de la acción, quien en su más que destacable confusión entre lo
que es real y aquello que resulta ser imaginario termina contaminando al
espectador con su propio desconcierto [6]. Así, el personaje
interpretado por Arnold Schwarzenegger no acaba de saber si en realidad es
Douglas Quaid, un ciudadano de clase media que trabaja en la construcción, o
Hauser, un agente secreto con una misión en Marte, estableciéndose
constantemente un juego sobre quién de los dos es el implante del (o, mejor
dicho, sobre el) otro, ya que, al fin y al cabo, nuestra personalidad es el
resultado de nuestros recuerdos, de nuestro bagaje, de un periplo vital que da
como fruto el ser que se encuentra aquí en estos momentos. ¿Puede modificar la
percepción de quienes nos rodean la visión y el concepto que tenemos de
nosotros mismos de tal manera que acabemos dudando de quiénes somos en
realidad? Sin duda es éste uno de los pilares sobre los que se asienta ese
mensaje ideológico presente en Desafío total: la personalidad arrebatada
desemboca en la manipulación del individuo hasta el punto de implantar la
confusión moral entre el bien y el mal.
No sorprende, pues, que ya desde
los mismos títulos de crédito Verhoeven anticipe esta tela de araña laberíntica
en la que se convierte el entorno del personaje: los nombres del equipo
artístico y técnico, así como el nombre de la propia película, se solapan,
disolviéndose su forma unos sobre otros, no permitiendo discernir aquello que
está debajo, lo que acaba de atravesar la pantalla (el pasado, en definitiva),
convirtiéndose su superficie en un marasmo de líneas que en su convergencia
desfiguran el paisaje, llevándonos a esa confusa situación que tratará de
resolver el personaje principal para acabar sabiendo quién es en realidad.
Es precisamente ese “paisaje” que
fija el panorama político del año 2084 en el que discurre la acción el que
determina la trama argumental de la cinta. Desde las primeras secuencias somos
testigos, a través de un noticiario televisivo [7], de los conflictos
que sacuden al planeta Tierra (se nos habla de una guerra Norte-Sur,
permitiéndonos observar que la lucha entre los dos hemisferios terrestres, uno
rico y otro empobrecido hasta límites insoportables, ha desembocado en un
inevitable enfrentamiento) y de los problemas que existen en las nuevas
colonias marcianas. Y será allí, en Marte, donde se destape el “gran carnaval”
de despotismo y abusos que está ejerciendo el poder a través de la excusa de la
extracción de un nuevo combustible, el turbinio, siendo en última instancia el
control sobre los habitantes del planeta (y más concretamente sobre los que han
nacido allí, aquellos estigmatizados por las deformidades debido a la mala
calidad del aire y las radiaciones soportadas por malas protecciones) lo que
desea el gobernador Cohaagen. Como decíamos en el mencionado artículo de
Versión Original dedicado al análisis de su siguiente proyecto, Starship
Troopers, Paul Verhoeven se nos presenta, transcurrida más de una década y
reteniendo en la memoria todo aquello que ha acontecido a nivel internacional
en los últimos años (más concretamente, desde el famoso 11 de septiembre de
2001 y las posteriores invasiones de Afganistán e Iraq), como un auténtico
visionario, un oráculo moderno sobre las consecuencias del poder tiránico,
manipulador, fagocitador y absolutista: el que ejercen los Estados Unidos allá
donde ponen su ambiciosa mirada sobre las riquezas naturales, pero también
sobre el control ideológico de una población crecientemente hipervigilada.
Y es que Verhoeven no ceja en su
empeño de descubrir la suciedad de las cloacas encubiertas bajo esa fina manta
tejida de distracciones políticas, acudiendo a la alegoría como recurso
expositivo y estableciendo un paralelismo entre la situación descrita en la película
y los diferentes ejemplos que podemos encontrar en el estudio de la Historia a
través modelos y esquemas comportamentales de Estados que han utilizado la
invasión y la colonización como forma de sometimiento: así, a su llegada a
Marte, un soldado exclama ante una pintada que reza “Kuato lives” (“Kuato
vive”, en referencia al líder de los rebeldes marcianos): “Los mutantes creen
que es su George Washington particular”, estableciendo las semejanzas entre
aquella situación de sumisión que los primeros colonos norteamericanos tuvieron
que soportar por parte de los ingleses con este nuevo contexto que, con el paso
de los siglos ya olvidada, ahora ejercen ellos mismos, estableciéndose
plenamente el sarcasmo. Y es de esta manera, por lo tanto, que el hecho de que
la acción transcurra en Marte le viene al pelo a Verhoeven, ya que no podría
ser en otra parte que en el llamado “planeta rojo” (y, con este nombre,
asociadas todas las connotaciones políticas que derivan de este color) donde
comienza el declive de una forma de gobierno que sustenta el poder de los
privilegios de una elite rica y “racialmente” pura (hablamos por
supuesto, de los wasp –white anglo-saxon protestant-, la raza que
ostenta la autoridad en el territorio USA) frente a unos nativos empobrecidos y
marginados que se caracterizan físicamente por sus deformidades. Además, este
proceso revolucionario se produce a través de un hombre al que en principio se
le ha otorgado la misión de acabar con el líder de los rebeldes y que, sin
embargo, acabará él mismo encabezando la insurrección [8] (¿quizás
ligado a través de su pasado obrero con los problemas y demandas de su clase
social?), adquiriendo una profunda empatía hacia una situación repleta de
injusticia y que tiene por solución algo que él lleva en su interior: debajo
del traidor Hauser y del renegado Quaid hay otro ser desconocido para él mismo,
aunque descubierto a tiempo por el cabecilla mutante como un semejante
marciano, ya que de otra manera no se podría explicar que él, un humano, logre
activar con su mano el mecanismo que libere atmósfera respirable en Marte y que
acabe con el dominio que el poder ostenta sobre un bien público, algo tan
necesario para la vida como el aire que respiramos.
En un panorama tan confuso,
perdido el protagonista en un baile en el que nadie parece ser lo que realmente
dice ser ni aparentar, serán la intuición y el sentido común quienes lo guiarán
en su comportamiento, pesando sobre él una frase que el propio Kuato le dice:
“Un hombre se define por sus actos, no por sus recuerdos”. Las expectativas que
sobre un individuo se tienen no deberían impedirle desarrollarse en última
instancia de la manera en la que él verdaderamente es como ser autónomo. El
final indica que se puede luchar contra el destino y contra lo que el poder
establecido predetermina que seamos. Y, sin embargo, todo parece haber sido un
sueño [9]: nuestros deseos como seres anónimos ajenos al poder descansan
en la utopía, en nuestras fantasías de hacer de este mundo (y de otros
posibles) un lugar más justo y habitable, donde todos estuviésemos hermanados
en nuestros objetivos. Aun así queda una cierta duda planeando sobre nuestras
esperanzas: ¿y si todo lo bueno que nos puede ocurrir como especie no es
ninguna ilusión irrealizable, inalcanzable, sino un sistema de defensa del
mismo poder, preprogramado en nuestro interior para hacernos desistir de
nuestros anhelos comunes? La respuesta, como no podía ser de otra manera,
supone todo un desafío.
(artículo aparecido en el nº. 152
de Versión Original —septiembre de 2007— dedicado a
"Extraterrestres")
[1]
Ediciones Glénat, Barcelona, 2001.
[2]
Los mismos que podemos encontrar en el título de este artículo con respecto a
la propia película: a) quien controla el aire tiene el poder; b) el poder nos
rodea de forma invisible; y c) el poder se debilita.
[3] Y, sin embargo, haciendo el crítico catalán un recorrido por la peripecia
vital de este proyecto, se consideró para su realización a cineastas como John
Carpenter o David Cronenberg, cuyas perspectivas, lejos de parecerse a las de
Verhoeven, hubiesen sin duda resultado cuanto menos turbadoras.
[4]
“El cuento es un buen resumen de los modos y temas de Philip K. Dick, y en él
confluyen intereses y obsesiones del autor: desde las drogas y las alteraciones
de las condiciones mentales hasta las dudas sobre la realidad, pasando por la
manipulación del ser humano y por la artificalidad del deseo”. José María
Latorre: “Desafío total. La vida es sueño”, Dirigido por…, nº 182
(julio-agosto 1990), pags. 26-28.
[5]
Película ya analizada en esta misma publicación (nº 134) dedicado al tema del
racismo bajo el título de “La persistencia del III Reich”.
[6]
“[…] el vaivén onírico al que se ve sometido Douglas Quaid, quien cree vivir
cuando está soñando y cree soñar cuando está viviendo (hasta el extremo de
llegar a dudar, con toda justicia, del sentido de la realidad […]) […]: lo que
se está viendo puede ser siempre un sueño implantado”. José María Latorre, en
la op. cit. pag. 31.
[7]
Un elemento que gusta mucho de utilizar al realizador como método de crítica
hacia la manipulación informativa que ejerce el poder a través de la alienación
televisiva, como más adelante en Starship Troopers llevará un poco más
allá.
[8]
En un guiño cinéfilo ligado con lo ideológico, el personaje interpretado por
Schwarzenegger se inscribe en un hotel a su llegada a Marte como Brubaker,
nombre a su vez del personaje interpretado por Robert Redford en la película
del mismo nombre, donde un alcaide se viste como un preso para conocer de cerca
las condiciones en las que éstos viven, observando de cerca la corrupción
carcelaria, siendo rechazados posteriormente sus métodos incluso por la
Administración de Prisiones del Estado. Además el juego, si cabe, riza el rizo
debido al continuo apoyo del propio Robert Redford al partido demócrata y a su
enconada defensa de los derechos civiles en los Estados Unidos.
[9]
“El relato ha llegado al clímax: Quaid ha vencido a Cohaagen y ha activado el
reactor marciano que proveerá al planeta rojo de oxígeno y, por tanto, de vida.
Melina está a su lado. En suma, Quaid ha cumplido con los objetivos del Ego
Tour, modalidad “agente secreto”: ha conseguido la chica, ha matado a los malos
y ha salvado a todo el planeta. No puedo creerlo. Es como un sueño, exclama
Melina; Acabo de pensar algo terrible —dice Quaid, alarmado—. ¿Y
si es un sueño?; Pues bésame rápido antes de que despiertes; la
pareja se abraza y se besa; Verhoeven funde la imagen en blanco y
termina aquí la película, dejando un ambiguo poso de inquietud reforzado, si
cabe, por esa estereotipada imagen final del obligado beso entre el
héroe y la heroína. El fondo blanco del final —añade Verhoeven—podría
ser interpretado como una lobotomización de Quaid, una operación de cerebro
llevada a cabo por el individuo que aparece en su habitación. La meta de
"Total Recall" era la de dejar al público elegir. Quaid puede ser un
espía de Cohaagen o él mismo. Las dos soluciones tienen sentido”. Tomás
Fernández Valentí en la op. cit.
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