Es el cine para los hermanos Dardenne más una
ventana que un espejo. Dentro de esta eterna dicotomía, donde la ventana nos
ofrece el panorama “tal cual es” (con todas las dudas que puedan marcar estas
comillas, ya que siempre existe una manipulación de la realidad, desde la
elección ideológica del plano hasta la “selectividad” de la tijera en la sala
de montaje) y el espejo nos ofrece nuestro propio reflejo (formando un espacio
virtual y, por lo tanto, deformado), estos genios belgas apuestan fuertemente
por la primera, una forma de enseñar a mirar para poder comprender. Es su
ventana, fundamentalmente y sobre todo, móvil: parece caminar y correr con
autonomía, seleccionando de todo el paisaje aquello más significativo para
hilar un discurso. Pero sólo son apariencias, porque esta ventana (abierta de
par en par, tiritando por ello con la frescura que por ella penetra) es el
objetivo de una “cámara-personaje” [1],
por lo que las similitudes con el “cine-ojo” de Dziga Vertov van más allá de
simples casualidades de pretensión para correr paralelamente en el plano
ideológico.
Así pues, si todo su cine está tan imbricado
con el concepto de lo real, ¿qué mejor elemento que la fábula para soportar
toda la carga simbólica y metafórica que intentan dar a aquellas imágenes que
nos acompañan en el diario devenir de lo real a través de un medio dominado por
la representación? Su perspectiva moralizante (y, por ello, educativa) es el
mejor catalizador de las inquietudes (porque sobre todo nos encontramos siempre
ante personajes inquietos) que subyacen en cada argumento. Mucho más en El hijo por contener en sí misma una
diatriba tan eterna y universal como turbadora: el doble camino entre la
venganza o el perdón, unos conceptos tan fuertemente ligados con la cristiandad
que, a fuerza de apropiárselos, casi nos los arrebatan.
No hay un interés real de los Dardenne por
representar el drama moral en sí, sino más bien en hacer interactiva la
experiencia: ¿qué encontrará cada espectador en el remoto fondo de sí mismo?
¿Cómo reaccionará cada individuo que se enfrente a lo que sucede en la
pantalla? Seguramente, de los impulsos iniciales (aquellos más ligados con lo
instintivo, con lo irracional) hasta la resolución final, haya un camino andado
llamado “lección”. En la reflexión a
posteriori es donde encontraremos la relación que tenemos entre nosotros y
con el mundo en el que tenemos que vivir. ¿Cuántas personas existirán que sean
capaces de optar por una actitud tan demodé
como a la que el protagonista recurre? En una sociedad plagada de canibalismo,
competitividad y revanchismo (elementos que se nos venden como imprescindibles
para la supervivencia en esta jungla en que han convertido la vida) no siempre
se dispone del suficiente tiempo de reacción para caer en la cuenta: destruir
suele ser la opción que menos complicaciones conlleva. Crear es siempre
difícil. Casi siempre se olvida que la prisión es un instrumento de reinserción
antes que una herramienta punitiva. Para todos aquellos que no se acuerdan, no
lo saben o no aceptan esta norma de convivencia (abogando por métodos aún más
coercitivos), El hijo debe suponer
una bofetada que les despabile, que les haga ver los barrotes de la celda que
ellos mismos ocupan.
(artículo aparecido en la revista digital de
crítica cinematográfica Miradas de Cine,
dentro del dossier dedicado al cine europeo del siglo XXI, en mayo de 2007)
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[1] Como la definió Ángel Quintana
en “Duelo y redención”, Dirigido por…
nº 318 (Diciembre 2002), pp. 32-33.
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