Cine social, cine comprometido, cine de denuncia,
cine de valores, cine realista… Las etiquetas se acaban gastando, se acaban
quemando. Hay quien se siente cómodo con ellas, quienes no sólo las prefieren,
sino que hacen de su uso (de su abuso, habría que matizar) su bandera, su
cruzada particular. Ken Loach, Robert Guédiguian, Fernando León de Aranoa…
¿Agitadores de conciencias? Sin duda. Sus propósitos son esos. No hay mala
intención en sus objetivos. Más bien al contrario, tratan de ser
premeditadamente subversivos, denunciando explícitamente la injusticia reinante,
el abandono oficial. Sin embargo, se adueñan del megáfono, creando una fórmula
que atenaza al espectador en una simplona sensibilidad derivada en sensiblería,
transcribiendo en fotogramas la denuncia de la sinrazón, pero imponiendo un
punto de vista, sin dejar por un solo momento que el público pueda respirar por
sí mismo, adoctrinando antes que mostrando, recurriendo a la siempre manida
buena conciencia. Es una visión triunfante porque gusta, porque es muy fácil
sentirse identificado y conmovido. Esta unidireccionalidad es un factor difícil
de evadir y que no permite deserciones, imponiendo una sola conciencia,
privando de la libertad del pensamiento autónomo. Una vez marcado el camino de
lo alternativo no hay marcha atrás, porque se ha creado una nueva oficialidad,
marcando una ruta paralela pero que, con el paso del tiempo, se convierte en un
nuevo convencionalismo, fácilmente admisible por esa parte bondadosa y
“gatopardiana” del capital, que intenta modificar la realidad lo justo para que
todo siga igual. Sin duda, de esta manera, a nadie le faltarán argumentos para
más y más películas. Los lamentos vienen después, muy a su pesar, por haber
caído en la tentación de una dialéctica a medio camino entre el infantilismo y
la adolescencia, sirviendo de apuntadores ante aquellos que, amparados en el
paraguas del populismo, prometen unas calles cada vez más limpias en unas
ciudades cada vez más lustrosas, atajando los problemas con remedios paliativos
a corto plazo.
No deja de haber, sin embargo, creadores que huyen
como de la peste de esta serie de terminologías y marcas, quienes creen que aún
quedan espectadores críticos, independientes, emancipados y activos, capaces
por sí mismos de establecer las coordenadas necesarias para sacar sus propias
conclusiones. Son aquellos que no tratan de enmascarar la realidad de verdad
sino que, muy al contrario, apelan a la sinceridad desde la neutralidad,
mostrando sin juzgar, dejando puertas y ventanas abiertas para que la
naturaleza se cuele con toda su complejidad y todas sus contradicciones y nos
encontremos a unos seres que, a pesar de no compartir con ellos el mismo
ecosistema degradado, sí podamos llegar a entenderlos, porque en sus pasiones y
pulsiones son extremadamente parecidos a nosotros mismos.
Así se presentan en este panorama de nuestro actual
cine europeo los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne. En cada nueva experiencia
se nos presenta el mismo panorama de angustia vital y desolación social. Sin
embargo, cada nueva muestra contiene en sí misma un nuevo universo complejo,
perturbador, aterrador y fascinante, todo a un mismo tiempo: el dilema moral. Hay
sin duda en las películas de los Dardenne una ética que maneja, dirige y empuja
a sus protagonistas: la supervivencia. A través de ella (de esta ética) los
personajes actúan, y es en los ojos de los espectadores donde se acusa la
moralidad o su falta: roban, venden a sus hijos, traicionan a aquellos amigos
que les ayudaron, perdonan, aceptan, se vengan, etc. Es por ello interesante,
sobre todo a tenor de lo dicho en el primer párrafo de este artículo, observar
cómo en estos belgas la ética descansa en su mirada, en su forma de plasmar en
la pantalla la acción de sus personajes, en quienes recae la responsabilidad de
lo moral a través del público, mientras que en los directores aludidos al
principio su mirada es la que está teñida de moralidad (suscitan en el
espectador la necesidad de creer en que esa forma de observar es la única
“buena” de todas las posibles) sobre unos personajes de comportamientos éticos
(sus conflictos siempre parecen estar, de una u otra manera, justificados). Es
la paradoja de una sociedad repleta de prejuicios, donde sólo se admite una
forma de retratar al lumpen, dogmática y bienintencionadamente, un tableau vivant maniqueísta, repartiendo
a los buenos y los malos con un orden prefijado y políticamente correcto, muy
del gusto de un público aburguesado que se ve impelido a la movilización
cívica, para excusarse en su posterior inmovilismo aduciendo que tenía las
manos atadas. “Resistez!”, arengaba Ariane Asacaride (musa de Guédiguian) al
público del Teatro Calderón de Valladolid durante un homenaje a su perpetuo director
en la SEMINCI del año 1999. Curiosa forma de lucha…
La eterna dicotomía entre el bien y el mal marca el
comportamiento de unos personajes en busca de un lugar en el mundo,
circunstancia dada a tenor de su desplazamiento, su exilio forzado de ese centro
urbano que funciona como árbol que no permite ver el bosque, porque su
expulsión se ha producido con un movimiento centrífugo, habitando el drama en
los arrabales de las grandes urbes, campo de cultivo de la hostilidad. “A veces
pienso que en el fondo de mí (y quizá también de mi hermano) hay un miedo al
humano que somos, un miedo al mal del que somos capaces, del que soy capaz.
Quizá para exorcizar ese miedo mostremos el trabajo del mal” [1]. Pero, ¿el bien y el mal con
respecto a qué, con respecto a quién? No cabe duda que, como decíamos antes, en
la retina de quien mira se encuentra un infalible juez, siendo el espectador
quien sentencia sobre el calibre de una determinada acción siguiendo el código
penal impuesto a través de los convencionalismos éticos, morales, políticos y
sociales que rigen una sociedad creada por y para una “tiranía de la mayoría”,
que diría Gramsci. Es la sociedad (acomodada, por supuesto) en su conjunto, ese
gran equipo que supone la clase media (que funciona como un único ser de un
solo cuerpo cuando se ve amenazada) quien impone sus normas de convivencia,
valorando todo comportamiento ajeno y extraño con virulento rechazo, sin llegar
a comprobar y comprender las necesidades que puedan mover a unos individuos
devaluados social y económicamente.
Es, sin duda, el cine de los Dardenne un espectáculo
hecho con las entrañas, tremendamente visceral y, por lo tanto, no apto para
todas las sensibilidades. La extremada dureza de las situaciones que en ellas
se describen no está sacada a fuerza de cincel, como en un principio se podría
pensar, sino que viene determinada por el propio desarrollo de unos acontecimientos
hirientes en su necesidad, en su causa última. Es en la indefectible relación
causa/efecto de donde nace la complejidad de unos comportamientos al límite, en
consonancia con el paisaje donde todo sucede, a donde todo llega, de donde nada
puede escapar. "Elegimos a los
desheredados porque no son visibles. Nos gustan esos personajes y los seguimos
desde el afecto. Si fueran visibles lo serían vistos para reírse de ellos, o
con piedad, en el típico programa del domingo por la tarde en televisión. Nadie
los mira de una manera real, nadie ve sus sueños, su amor, y por eso nos gusta
hablar de ellos" [2]. Es
una visión alejada radicalmente de esa mirada condescendiente que conlleva esa
otra forma de hacer cine, donde prima la melancolía por los desarraigados, la
pena por una situación difícil de cambiar, la compasión hacia aquel que está
por debajo. Aquí es la fuerza de agarrarse con toda el ansia posible a la vida,
la supervivencia a toda costa, el triunfo de la vida a cada minuto. Las
lágrimas que puedan brotar de los ojos de los personajes no son la confirmación
de un drama, sino de una rabia, de una persistencia ajena a su voluntad ya que,
se haga lo que se haga, no se puede escapar de la poderosa atracción que existe
en esa periferia a la que son expulsados, vomitados una y otra vez, muchas
veces debido a su insobornable forma de vida, que les lleva a plantearse el
difícil dilema entre vivir en relación a sus propios códigos y valores o
transigir al chantaje de la imposición, entre la integración o la exclusión,
pero siempre a través de medidas drásticas y dolientes.
Es este comportamiento de sus protagonistas el que
parece marcar el estilo del cine de los hermanos Dardenne, y no al contrario.
Su interés por un determinado tipo de personajes, completamente al margen de la
sociedad a través de sus convenciones, fructifica a través de la simpleza y la
sencillez, una rareza bressoniana
dentro de un panorama cinematográfico que no deja en ningún momento de indagar,
aunque sea en contadas ocasiones, en el estilo del autor de obras como El diablo probablemente o El dinero (curiosamente sus dos últimas
realizaciones), unos filmes que marcan un nexo de unión común entre los belgas
y el francés, comulgando ambos ética y estéticamente. Su puesta en escena es la
que rige la complicidad del espectador con cuanto sucede a unos seres que el
objetivo de la cámara no abandona más allá de las fugas que éstos realizan
inesperadamente, como queriéndose zafar de una molesta intromisión,
justificando en cierta manera aquello que los Dardenne dijeron: " […] lo
que nos interesa es tratar de filmar un ser vivo, y tratar de que el espectador
esté a la vez dentro y fuera. […] Tratamos de poner al espectador en esta
situación en la que comparte una experiencia –la del personaje- y al mismo
tiempo no puede identificarse realmente. […] nos gusta mucho que un personaje
con el cual el espectador se ha identificado a momentos lo sorprenda. […] Eso
provoca –eso esperamos- una reflexión, un pensamiento en el espectador" [3].
Es el aspecto de un cine aparentemente improvisado, realizado
a base de los jirones arrancados de la misma realidad. Se podría caer en la
tentación de que nos encontramos frente a un cine cercano al documental. Y no
andaríamos muy lejos: el cine de los Dardenne se nutre de los caprichos de la
casualidad. “Hay cosas que se producen, el azar que se introduce en la
planificación. Y eso es lo que nos interesa. Porque en un plano de cuatro o
cinco minutos, siempre pasa algo imprevisto, aunque hayamos planificado todo” [4]. Cada experiencia fílmica es, por
lo tanto, el diario de una serie de actores y actrices intentando encontrar a
su personaje, queriendo ser Rosetta o Bruno, buscándoles denodadamente por el set de rodaje, a través de un escenario
degradado, simple, violento en su pobreza. Al final les conocen tanto (o tan
poco) como los podemos conocer nosotros. Sus motivaciones se nos escapan, no
sabiendo por qué van o vienen, por qué hacen tal o cual cosa, por qué toman una
u otra decisión. Hay una vida entera antes y después de su aparición delante
del objetivo, marcando subconscientemente su pasado y su futuro, un entero
itinerario vital. Dramáticamente cercano a la vida real.
(artículo aparecido en la revista digital de
crítica cinematográfica Miradas de Cine,
dentro del dossier dedicado al cine europeo del siglo XXI, en mayo de 2007)
_______________________________________________
[1] DARDENNE, Luc: Detrás de nuestras imágenes (1991-2005).
Plot Ediciones,. Madrid, 2006.
[2] Declaraciones
recogidas del artículo de Carlos Balbuena “Retazos de realidad”, en el número
de Diciembre de 2005 de Contrapicado.net.
[3] Entrevista
realizada por Pamela Biénzobas,
publicada el 7 de Noviembre del 2006 en www.mabuse.cl.
[4] Ib.
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