Para entender en parte la nueva
apuesta de George Lucas por una película de animación como Clone Wars [1]
(id., Dave Filoni, 2008) tenemos que remontarnos a un pensamiento
expresado por Hilario J. Rodríguez con respecto al estreno en 2002 de El
ataque de los clones (Star Wars: Episode II. Attack of the Clones): “(…)
si en mi caso existe interés por todo tipo de cine, de cine razonablemente
bueno, y un mínimo de nostalgia por ver en los nuevos episodios un poco del
espectador que yo fui algún día, en el caso de los fans incondicionales adultos
(…) me pregunto qué les mueve, qué les mantiene anclados a una forma cinematográfica
más propia de niños y jóvenes. Me inclino a pensar que la razón reside en la
tendencia innata al coleccionismo (…). Coleccionar le da un sentido a
determinados actos y de paso le da rumbo a la vida», para casi al final de
su artículo afirmar «En eso reside, precisamente, buena parte del encanto de
la saga La guerra de las galaxias: en su carácter de museo abierto a la
historia del género de ciencia-ficción y por extensión a la historia del cine”
[2]. Sus palabras, además de correctas y concretas, resumen y definen a la
perfección la idea con la que George Lucas actúa a la hora de llevar a cabo
alguno de sus proyectos, pues en sus propios orígenes como realizador
encontramos uno de los más bellos cantos a la nostalgia de una época
(coincidiendo, cómo no, con la adolescencia del propio autor) como era American
Graffiti (id., 1973). Todas y cada una de sus películas, sea cual
haya sido su labor, han sido demostraciones de esa añoranza por lo desaparecido
(en términos vitales y cinematográficos), intentando con ellas resurgir y/o
resucitar viejos géneros y estilos populares caídos en un cierto desuso. Dicho
lo cual estarían en perfecta consonancia estética e ideológica los últimos
proyectos del realizador, como la denostada por algunos Indiana Jones y el
reino de la calavera de cristal (Indiana Jones and the kingdom of the
crystal skull, Steven Spielberg, 2008), donde su guión expresa a la
perfección un hecho evidente: que los años de tránsito deben estar
argumentalmente en consonancia con la época de su producción.
Los acontecimientos sólo nos
vienen dados de forma aislada si somos nosotros mismos quienes les aislamos.
Por eso a mí personalmente me gusta poner en relación hechos que confluyen en
el espacio y en el tiempo, algunos de los cuales no tienen que ver entre sí (lo
cual da como resultado unas síntesis de lo más sugerentes) y otros tienen un
componente de relación más que evidente. En estos últimos casos se encuentra la
aparición cada vez más frecuente en kioscos de colecciones compuestas por objetos
a escala realizados en plomo: figuras, soldados, vehículos, etc., que marcan
una distancia abismal en cuanto a su concepción y realización con aquellas
otras que nuestros padres y abuelos disfrutaron durante su infancia. Sin
embargo, la gran diferencia está en sus consumidores, pues ya no son las de los
niños las potenciales manos que las disfrutarán, sino que en la actualidad
somos una legión de coleccionistas maduros (cercanos a la cuarentena, como bien
advertía Hilario en una parte de su artículo) quienes llenamos parte del
mobiliario casero con estos objetos que ya no son para jugar, sino para fijar
la mirada y tratar de resurgir (o resucitar) las emociones pueriles. Somos los
modernos peterpanes quienes otorgamos éxito a determinados productos a través
de su demanda… y los que de paso llenamos las arcas de los nuevos midas
para que perpetúen aún más nuestra ya agotada adolescencia intelectual.
En el caso de la película que nos
ocupa, tanto el fondo como la forma confluyen en lo dicho en los dos párrafos
anteriores. Clone Wars es en sí una experiencia estética, pues cierta
“torpeza” o bastedad en el aspecto de sus personajes está lejos en su
concepción a los del anterior proyecto en el mundo de las series de animación
(me refiero al que llevó a cabo ese heredero natural de la factoría
Hanna&Barbera que es Gendy Tartakovsky), lo cual los acerca a un cierto
encanto arcaico (aunque aplicando lo mejor de la más novísima tecnología); y,
por otra parte, los aparta de cualquier relación tanto con los largometrajes de
las dos trilogías como con la mencionada serie “Las guerras clone”. Esa textura
a medio camino entre el plomo y la cerámica realiza por un lado la función de
ver en animación esos fetiches que los fans de la saga recopilan (a veces de
forma compulsiva), de observar en acción esas figuritas con las que la mayoría
ya no jugamos sino es a través de la imaginación, y por otro lado ponen en
escena un universo para nuevos/viejos consumidores, aquellos que son capaces de
seguir emocionándose con las nuevas formulaciones de la reciente revolución
digital, configurándose como la misma prueba de fuego que tuvieron que soportar
en su día aquellos fans de la ciencia-ficción de serie B ante el magno
espectáculo de ver la panza de una destructor imperial fagocitar literalmente
la pantalla de los cines durante el estreno del episodio IV de la saga
galáctica. Es la eterna lucha que George Lucas impone a sus seguidores (y que
muchos de ellos no pueden soportar): la morriña por lo ya conocido y el
reciclaje de lo por conocer. Aquellos que no saben o no pueden adaptarse acaban
pasándose al lado oscuro de desgastar sus viejos VHS.
Más allá de la contextualización
formal del aspecto de esta nueva experiencia, en su desarrollo argumental
también participa ese espíritu que hemos otorgado a George Lucas por resucitar
géneros y estilos, no tanto en desuso (si por tal entendemos aquellos que pasan
de moda en cuanto a los gustos), sino más bien arrinconados en la memoria
cinéfila. En esta nueva aportación proveniente de la factoría instalada en el
Rancho Skywalker se han resucitado parcelas casi olvidadas del mejor cine
bélico inscrito en la II Guerra Mundial, donde la acción se intercalaba con el
suspense que propiciaba el espionaje [3]. Un cine de pura emoción que
aquí se desarrolla en escenarios estelares a través de una tecnología instalada
en nuestro imaginario que (los cinéfilos) ponemos en relación con clásicos de
John Guillermin o Ken Anakin (!) [4]. Y todo ello nada gratuito viniendo
de quien viene, pues el mismo George Lucas ya instaló a Indiana Jones en una
década como la de los 50 que, coincidiendo con la edad dorada del cine bélico,
parece contar ahora con la afinidad del director (como hace veinte años fue,
como no podía ser de otra manera, la de los 30).
Otro de los aspectos también
destacables es la incursión de esta producción en el género de la comedia, una
condición cada vez más recurrente por parte de Lucas, lo cual por mi parte le
otorga cada año con más motivo el título de “frustrado director de comedias” (y
volvemos a vueltas con la última entrega de Indiana Jones como ejemplo de
ello). Y no de esa comedia de alto standing que fuera tan del gusto de
Lubitsch o Hawks, sino aquella más emparentada con el gag visual y verbal,
donde los droides de la Federación de Comercio destapan las torpezas de sus
diseños a base de equívocos (mucho más apreciables por desgracia en su versión
original que en el doblaje al castellano).
Así pues este nuevo proyecto del enfant
terrible de la industria cinematográfica tendrá sus detractores (muchos, a
tenor de lo que me va llegando) y también sus defensores, pero sin duda no
dejará de aportar imaginario a este proyecto que parece que no termina de
acabar, que ensancha las miras estéticas y argumentales de un universo eternamente
inconcluso, cualidad que exaspera a algunos y nos colma a los demás.
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[1] Aunque fue estrenado en cines su episodio piloto, durante
la mayor parte de este artículo abordaremos los comentarios configurando el
filme como parte inseparable de la serie de televisión, aspecto que resulta más
sugerente que el fílmico, aunque lo cinematográfico no deje en ninguno de los
episodios de la serie de aparecer como un fuerte componente organizador ético y
estético.
[2] Hilario J. Rodríguez: “Coleccionismo cinematográfico”, en
Dirigido por…, nº 312, mayo de 2002.
[3] Camino que ya se inició en el mencionado Episodio II de
la saga, configurándose esta serie de animación por lo tanto como una evolución
natural de aquél en más de un sentido.
[4] Por citar tan sólo dos nombres… aunque ciertamente este
último sea más que significativo con respecto al tema que estamos tratando.
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