domingo, 5 de febrero de 2017

THEO ANGELOPOULOS: LA MEMORIA COMO ARMA



Siempre recuerdo ese parlamento de Harry Lime, el personaje interpretado por Orson Welles en El tercer hombre, aquel en el que anteponía la grandeza surgida de los hechos violentos (una península tan convulsa como la itálica ha dado al mundo las mejores expresiones artísticas de la humanidad) a los limitados logros de la estabilidad (un país históricamente neutral como Suiza tan sólo ha logrado exportar el reloj de cuco). Si echamos la vista atrás en la Historia de la humanidad es posible que estuviésemos de acuerdo sobre ello, pero no dejaría de ser una visión parcial, sesgada, imperfecta. ¿Qué pasa con la gente, con aquellas personas que tienen que sufrir en sus propias carnes esos experimentos políticos y económicos que hacen “grande” a un país? Ya lo dijo un sabio de más de ochocientos años: “La guerra no le hace a uno grande”.

Sin duda el pensamiento extraído de la inmortal película del británico Carol Reed (con permiso de los norteamericanos, que la incluyen sistemáticamente en su filmografía nacional) es aquella realizada desde el poder, deviene de aquel que lidera el cambio, ajeno al sufrimiento anónimo de aquella población a la que se le pide que se sacrifique por el futuro, por el bien común.

Sin embargo, no falta quien dé testimonio de esa parte de la Historia que queda silenciada por los grandes procesos, por los grandes acontecimientos. Son aportaciones valiosas por atender a parámetros intrahistóricos que quedan olvidados, enterrados bajo los escombros de las fechas y los nombres. Ya lo hicieron, por citar algunos ejemplos, Jean Renoir al retratar la Revolución francesa en su monumental La Marsellesa, o Shohei Imamura con los cambios producidos en Japón en Eijanaika: magnos procesos a través de los ojos de los anónimos. A diferencia de éstos, que lo hicieron volviendo la mirada atrás en la Historia, hay quien obedece a sus máximas humanistas para dar voz al tiempo que les ha tocado vivir. Es el caso del griego Theo Angelopoulos.


El testimonio de la memoria se configura en la obra de este director como la columna vertebral de su filmografía. Sus miradas al pasado nos remiten al presente, y los acontecimientos coetáneos no nos dejan pensar en otro aspecto sino en que serán testimonios para el futuro. “La meta inconfesa de su cine no es otra que representar Europa, en toda su grandeza y sus miserias, a lo largo de una trayectoria histórica que va de catástrofe en catástrofe, que convierte al hombre contemporáneo en un exiliado permanente incluso de sí mismo” [1]. “El olvido está lleno de memoria”, que dijo el gran Mario Benedetti, otro poeta contra la devastación del hombre contra el hombre (homo hominis lupus, Hobbes dixit), advirtiendo contra aquellos que desean echar más tierra si cabe sobre las testadas fosas comunes. De eso en España sabemos algo.

Hacerlo desde esa esquina del Mediterráneo no es un dato baladí. La cuna de nuestra cultura (aquella fagocitada por los romanos y que tomó el eufemístico nombre de “lo grecolatino”) es la mejor de las plataformas para saber de dónde venimos, a dónde vamos y lo que realmente somos. La épica y la tragedia (como bien señaló Ángel Quintana [2]) se configuran como los elementos significativos que engarzan la mirada actual con la génesis del relato universal: Homero, porque los mayores referentes que encontramos en su obra son tanto literarios (épicos en su contenido narrativo, marcados al fuego en ese lento discurrir que desprende la contemplación del negro sobre blanco) como poéticos (la transformación de la realidad por una mirada certera, incisiva, lírica y trascendente) y teatrales (el constante reduccionismo de la mirada a un escenario como metáfora de lo universal). Una vuelta a lo prístino, al lenguaje fundacional de nuestras raíces comunes, al origen de los mitos y las leyendas que aún resuenan en los ecos del tiempo y que llegan hasta nosotros como responsos ejemplares de lo irremediablemente perdido, porque todo ha perdido su razón de ser. Es la mirada teñida de ese “quinto jinete del Apocalipsis” que es la nostalgia, que atrapa y no deja continuar en su desarrollo establecido, anclándose en todo aquello que se dejó atrás, disuelto irremisiblemente en los rincones de los libros de Historia.


Es el viaje lo que permite que a través del movimiento se obtenga el sentido final de la búsqueda, porque sin ella no hay respuesta. No es de extrañar, por lo tanto, que acabase por incorporar al mismísimo Ulises a su rol de personajes, vagando confundido en un mundo que no acababa de reconocer. Salvando las distancias, Angelopoulos es uno de nuestros “homeros” presentes, juglar de nuestras desgracias, rapsoda de la injusticia, cantor de nuestras contradicciones. Un tanto desfasado, un tanto catastrofista, un punto ciego en su desesperanza… pero tan brutalmente necesario que sin su aportación seríamos nosotros los que andaríamos a ciegas por este continente.

Europa se desmiembra, Europa se desmorona, Europa está en llamas… A la vez tan exagerado como certero. “Prefiero ser pesimista con el cerebro y optimista con el corazón”, decía Luchino Visconti. Ser catastrofista tiene sus ventajas: uno se prepara, se curte ante lo peor. Pero siempre con la confianza suficiente en el ser humano. El humanismo nos mantiene vivos, pero alerta. No hay redención sin voluntad para confesar nuestros pecados. Y del muro de Berlín para acá cerramos los ojos ante lo que sucedía, no más allá de nuestras fronteras, sino en nuestro propio territorio, aquel al que aspiramos para convertirnos en el nuevo Abel que se enfrente a su Caín norteamericano, con una carta magna plagada de solemnes y rimbombantes eufemismos desgranados de la mejor de las voluntades, a la que alguien no tardará en plagar de risibles enmiendas para su posterior conculcación. Al fin y al cabo, la otra cara de la misma moneda.


El cine de Angelopoulos es el de las causas perdidas, porque sus fotogramas se llenan de perdedores. Frente a esta Europa que intenta forjar una constitución a golpe de urnas tan llenas de esperanza como de engaños existen unos faldones aún sin remendar, ocupados por la OTAN y unos Cascos Azules de buena voluntad que intentan frenar las balas de unos y de otros con los cadáveres que recogen del suelo, temerosos de que sus fusiles denuncien que, efectivamente, son un ejército de ocupación. No gustaba esa Yugoslavia socialista, no alineada, molesto e innecesario ejemplo sin la Unión soviética. Y alguien decidió reescribir la Historia desde algún despacho, sin pensar en todos aquellos que no serían más que un número en la tétrica cosecha de cientos de miles de muertos, cientos de miles de violadas, cientos de miles de desplazados. Las ínfulas de agrupamiento (Alemania abrió el camino para la nueva Europa) tienen que convivir con el movimiento contrario, con las nuevas fronteras que atiendan a las demandas de las nuevas identidades, en constante mutación. Y, en medio, todos aquellos que aún siguen sin bandera, sin frontera, sin identidad. Angelopoulos lo previno: la falta de memoria (el padre ausente, perdido, en Paisaje en la niebla) conduce irremediablemente a la diáspora (El paso sostenido de la cigüeña) y a la fragmentación de las ideologías (La mirada de Ulises) para que el poeta termine aceptando que está clamando en el desierto de su propio exilio (La eternidad y un día). Por eso su mirada tiende irreversiblemente a echarse atrás (Eleni) y preguntarse los porqués, no como un ejercicio de saber lo que se debería haber hecho, sino para constatar que nada se pudo hacer. Es la parábola de lo que realmente se esconde detrás de la realidad cercana y visible. Así de insignificantes somos.

(artículo aparecido en la revista digital de crítica cinematográfica Miradas de Cine, dentro del dossier dedicado al cine europeo del siglo XXI, en mayo de 2007)

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[1] Carlos Losilla: “Theo Angelopoulos: cuatro miradas”, Dirigido por… Nº 350, noviembre 2005, pp. 34-35.

[2] “El dolor de un siglo”, Dirigido por… Nº 345, mayo 2005, pp. 24-25.

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