Siempre recuerdo ese parlamento de Harry Lime, el
personaje interpretado por Orson Welles en El
tercer hombre, aquel en el que anteponía la grandeza surgida de los hechos
violentos (una península tan convulsa como la itálica ha dado al mundo las
mejores expresiones artísticas de la humanidad) a los limitados logros de la
estabilidad (un país históricamente neutral como Suiza tan sólo ha logrado
exportar el reloj de cuco). Si echamos la vista atrás en la Historia de la
humanidad es posible que estuviésemos de acuerdo sobre ello, pero no dejaría de
ser una visión parcial, sesgada, imperfecta. ¿Qué pasa con la gente, con aquellas
personas que tienen que sufrir en sus propias carnes esos experimentos
políticos y económicos que hacen “grande” a un país? Ya lo dijo un sabio de más
de ochocientos años: “La guerra no le hace a uno grande”.
Sin duda el pensamiento extraído de la inmortal
película del británico Carol Reed (con permiso de los norteamericanos, que la
incluyen sistemáticamente en su filmografía nacional) es aquella realizada
desde el poder, deviene de aquel que lidera el cambio, ajeno al sufrimiento
anónimo de aquella población a la que se le pide que se sacrifique por el
futuro, por el bien común.
Sin embargo, no falta quien dé testimonio de esa
parte de la Historia que queda silenciada por los grandes procesos, por los
grandes acontecimientos. Son aportaciones valiosas por atender a parámetros
intrahistóricos que quedan olvidados, enterrados bajo los escombros de las
fechas y los nombres. Ya lo hicieron, por citar algunos ejemplos, Jean Renoir
al retratar la Revolución francesa en su monumental La Marsellesa, o Shohei Imamura con los cambios producidos en Japón
en Eijanaika: magnos procesos a
través de los ojos de los anónimos. A diferencia de éstos, que lo hicieron
volviendo la mirada atrás en la Historia, hay quien obedece a sus máximas
humanistas para dar voz al tiempo que les ha tocado vivir. Es el caso del
griego Theo Angelopoulos.
El testimonio de la memoria se configura en la obra
de este director como la columna vertebral de su filmografía. Sus miradas al
pasado nos remiten al presente, y los acontecimientos coetáneos no nos dejan
pensar en otro aspecto sino en que serán testimonios para el futuro. “La meta
inconfesa de su cine no es otra que representar Europa, en toda su grandeza y
sus miserias, a lo largo de una trayectoria histórica que va de catástrofe en
catástrofe, que convierte al hombre contemporáneo en un exiliado permanente incluso
de sí mismo” [1]. “El olvido está
lleno de memoria”, que dijo el gran Mario Benedetti, otro poeta contra la
devastación del hombre contra el hombre (homo
hominis lupus, Hobbes dixit),
advirtiendo contra aquellos que desean echar más tierra si cabe sobre las
testadas fosas comunes. De eso en España sabemos algo.
Hacerlo desde esa esquina del Mediterráneo no es un
dato baladí. La cuna de nuestra cultura (aquella fagocitada por los romanos y
que tomó el eufemístico nombre de “lo grecolatino”) es la mejor de las
plataformas para saber de dónde venimos, a dónde vamos y lo que realmente
somos. La épica y la tragedia (como bien señaló Ángel Quintana [2]) se configuran como los elementos
significativos que engarzan la mirada actual con la génesis del relato universal:
Homero, porque los mayores referentes que encontramos en su obra son tanto
literarios (épicos en su contenido narrativo, marcados al fuego en ese lento
discurrir que desprende la contemplación del negro sobre blanco) como poéticos
(la transformación de la realidad por una mirada certera, incisiva, lírica y trascendente)
y teatrales (el constante reduccionismo de la mirada a un escenario como
metáfora de lo universal). Una vuelta a lo prístino, al lenguaje fundacional de
nuestras raíces comunes, al origen de los mitos y las leyendas que aún resuenan
en los ecos del tiempo y que llegan hasta nosotros como responsos ejemplares de
lo irremediablemente perdido, porque todo ha perdido su razón de ser. Es la
mirada teñida de ese “quinto jinete del Apocalipsis” que es la nostalgia, que
atrapa y no deja continuar en su desarrollo establecido, anclándose en todo
aquello que se dejó atrás, disuelto irremisiblemente en los rincones de los
libros de Historia.
Es el viaje lo que permite que a través del
movimiento se obtenga el sentido final de la búsqueda, porque sin ella no hay
respuesta. No es de extrañar, por lo tanto, que acabase por incorporar al
mismísimo Ulises a su rol de personajes, vagando confundido en un mundo que no
acababa de reconocer. Salvando las distancias, Angelopoulos es uno de nuestros
“homeros” presentes, juglar de nuestras desgracias, rapsoda de la injusticia,
cantor de nuestras contradicciones. Un tanto desfasado, un tanto catastrofista,
un punto ciego en su desesperanza… pero tan brutalmente necesario que sin su
aportación seríamos nosotros los que andaríamos a ciegas por este continente.
Europa se desmiembra, Europa se desmorona, Europa
está en llamas… A la vez tan exagerado como certero. “Prefiero ser pesimista
con el cerebro y optimista con el corazón”, decía Luchino Visconti. Ser
catastrofista tiene sus ventajas: uno se prepara, se curte ante lo peor. Pero
siempre con la confianza suficiente en el ser humano. El humanismo nos mantiene
vivos, pero alerta. No hay redención sin voluntad para confesar nuestros
pecados. Y del muro de Berlín para acá cerramos los ojos ante lo que sucedía,
no más allá de nuestras fronteras, sino en nuestro propio territorio, aquel al
que aspiramos para convertirnos en el nuevo Abel que se enfrente a su Caín
norteamericano, con una carta magna plagada de solemnes y rimbombantes
eufemismos desgranados de la mejor de las voluntades, a la que alguien no
tardará en plagar de risibles enmiendas para su posterior conculcación. Al fin
y al cabo, la otra cara de la misma moneda.
El cine de Angelopoulos es el de las causas
perdidas, porque sus fotogramas se llenan de perdedores. Frente a esta Europa
que intenta forjar una constitución a golpe de urnas tan llenas de esperanza
como de engaños existen unos faldones aún sin remendar, ocupados por la OTAN y
unos Cascos Azules de buena voluntad que intentan frenar las balas de unos y de
otros con los cadáveres que recogen del suelo, temerosos de que sus fusiles
denuncien que, efectivamente, son un ejército de ocupación. No gustaba esa Yugoslavia
socialista, no alineada, molesto e innecesario ejemplo sin la Unión soviética.
Y alguien decidió reescribir la Historia desde algún despacho, sin pensar en
todos aquellos que no serían más que un número en la tétrica cosecha de cientos
de miles de muertos, cientos de miles de violadas, cientos de miles de
desplazados. Las ínfulas de agrupamiento (Alemania abrió el camino para la
nueva Europa) tienen que convivir con el movimiento contrario, con las nuevas
fronteras que atiendan a las demandas de las nuevas identidades, en constante
mutación. Y, en medio, todos aquellos que aún siguen sin bandera, sin frontera,
sin identidad. Angelopoulos lo previno: la falta de memoria (el padre ausente,
perdido, en Paisaje en la niebla)
conduce irremediablemente a la diáspora (El
paso sostenido de la cigüeña) y a la fragmentación de las ideologías (La mirada de Ulises) para que el poeta
termine aceptando que está clamando en el desierto de su propio exilio (La eternidad y un día). Por eso su
mirada tiende irreversiblemente a echarse atrás (Eleni) y preguntarse los porqués, no como un ejercicio de saber lo
que se debería haber hecho, sino para constatar que nada se pudo hacer. Es la
parábola de lo que realmente se esconde detrás de la realidad cercana y
visible. Así de insignificantes somos.
(artículo aparecido en la revista digital de
crítica cinematográfica Miradas de Cine,
dentro del dossier dedicado al cine europeo del siglo XXI, en mayo de 2007)
_______________________________________________
[1] Carlos Losilla: “Theo
Angelopoulos: cuatro miradas”, Dirigido
por… Nº 350, noviembre 2005, pp. 34-35.
[2] “El dolor de
un siglo”, Dirigido por… Nº 345, mayo
2005, pp. 24-25.
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