Los monstruos han acompañado a la humanidad desde el
principio de los tiempos. A la vez que se creaba en nuestro subconsciente la
necesidad de forjar un ideal deífico que acaparara todas nuestras mejores cualidades
y deseos surgía también ese otro reverso que nos anclaba a nuestra condición
humana, a un universo mágico poblado por deformaciones de nuestro mundo
consciente en el que somos vulnerables a unas amenazas emanadas de nuestro
propio interior, producto de nuestra desazón vital y nuestra imaginación.
Tras largos siglos en los que los poderes políticos
y religiosos se aliaron del impulso generado por lo desconocido para atrapar el
anhelo de libertad del ser humano, la llegada de la razón a través de los
ilustrados del siglo XVIII comenzó a dinamitar todas esas supersticiones, y el
hombre poco a poco comenzó a ser libre tras siglos de oscurantismo. La luz
emanada por la ciencia hizo comprender al ser humano que todo lo bueno y lo
malo que en el universo habita no es sino todo lo bueno y lo malo que hay
dentro de cada hombre y cada mujer.
La mano de los románticos del XIX quiso que el alma
liberada del hombre empezase a apreciar como aliados a todos aquellos monstruos
que habían poblado sus noches de tormenta, floreciendo así una época repleta de
seres deformados y crueles que basaban su comportamiento en su instinto
primario de caza y supervivencia, y en la mayoría de los casos era el propio
ser humano quien, creyéndose a salvo en las nuevas megalópolis, acababa siendo
su desafortunada presa. Todos ellos surgieron como producto de los nuevos
miedos instaurados por los límites de la tecnología, aunque lejos de espantar
crearon una fiebre sin precedentes por su lectura y conocimiento, generándose
un nuevo gusto por lo macabro y lo desconocido, por todo aquello que durante
milenios había sido tachado de pecado y herejía. Las nuevas teorías científicas
que exploraban el inconsciente lograron que explotara una revolucionaria forma
de ver la realidad. Los sueños dejaban de tener carácter mágico, imponiéndose
la idea de que son manifestaciones de nuestros deseos más profundos, siempre
ligados a nuestras pulsiones sexuales. Así comenzó a forjarse una liberación
física, rompiéndose las ataduras de la represión. Todos estos monstruos creados
en el siglo XIX respondían a estas tentativas de plasmar la nueva sexualidad,
desligada del mero acto de la procreación y enfocada a la participación del
placer personal. Las nuevas formulas invitaban a la amoralidad, a despejarse de
prejuicios obsoletos, contemplando el deseo como una manifestación inherente al
ser humano.
Todo esto se estableció y potenció en el siglo
pasado, donde el deseo por escapar de nuestras fronteras físicas nos llevó a
imaginar otros mundos fuera de éste, a viajar por el espacio y enfrentarnos con
lo desconocido. Nuevamente surgieron remotos miedos, viendo en la profunda
oscuridad del cosmos aquel vacío que nos atenazaba en nuestros orígenes, y
tuvimos que llenarlo con presencias amenazantes. Y qué mejor medio de plasmar
todo esto que el cine. El género fantástico cinematográfico ha sido, desde sus
orígenes con Méliès, una perfecta plataforma para los monstruos modernos. El
carácter ignoto de lo no explorado siempre ha servido como excusa para crear
mundos fantásticos a capricho del artista, quien ha ampliado sus límites más
allá de los marcados por lo conocido. Y tratando de ciencia ficción tenemos que
seguir hablando inevitablemente sobre Star
Wars.
Ninguna otra película ha desplegado tal galería de
monstruos y personajes difíciles de imaginar. Ninguna sensación como ver por
primera vez la cantina de Mos Eisley, asistir a la heterogénea presencia allí
concurrida e ir poco a poco adentrándonos en un universo vivo, repleto de
criaturas imposibles que no atienden a ninguna norma genética conocida. La
presencia del joven Luke Skywalker, con su aspecto virginal e infantil, choca
ante la variopinta estampa de mercenarios y cazarrecompensas, y es en ese
preciso momento, frente a los monstruos, en el que nos sentimos atrapados por
su situación vital, lográndose una completa identificación con este personaje y
su contexto de desamparo: un huérfano que ha perdido todo vínculo con sus
tutores al ser asesinados éstos de forma brutal, y que está en ciernes de
comenzar una aventura sin precedentes de la mano de una sabio guerrero jedi. La amenaza de ese entorno hostil
nos hace empatizar al momento con él, haciéndonos partícipes de sus sueños y
esperanzas, acomodándonos en su piel y haciendo nuestras esas primeras
emocionantes vivencias.
Aunque no toda presencia monstruosa en Star Wars está ligada a lo maligno o lo
amenazante, ya que hay guerreros jedi
y aliados de la Fuerza Rebelde que así lo constatan (como pueden ser los
ejemplos del maestro Yoda o Chewbacca), resulta pintoresca la galería de
malvados que George Lucas ha logrado crear, estableciendo en nuestro
subconsciente una lista de aspectos y presencias que han forjado su propia
personalidad y espacio en la historia de la cinematografía (aunque un caso aparte
sería el de los malos de la nueva trilogía, ya que sólo el tiempo y las futuras
generaciones pondrán en su sitio).
Sin embargo, en cada nueva entrega que el director
nos ha estado ofreciendo desde 1999 ha ido apareciendo un personaje o una serie
de ellos con sus peculiaridades propias y su idiosincrasia particular,
haciéndoles reconocibles en cuanto a su apariencia y su comportamiento. Así, en
el Episodio I es evidente que la
figura de Darth Maul focaliza la atención en cuanto a su aspecto: una cabeza
coronada por pequeños cuernos, un rostro rojo cruzado por rayos negros y una
mirada diabólica concentrada en unos ojos con destellos rojos y amarillos (que
parecen reflejar un interior habitado por fuego y azufre) remiten
iconográficamente a la idea que del mismísimo diablo nos han transmitido las
religiones a lo largo de la historia. Su traje de profundo negro y el sable de
luz de doble haz de color rojo completan su maléfica estampa, y su poderío
físico se concreta en su capacidad para luchar contra dos jedi a la vez. Es el representante de las fuerzas desatadas de la
Naturaleza, de la animalidad en estado puro frente a las sofisticadas religión,
cultura y comportamiento de los monjes-guerreros, los agentes del bien [1].
Sin embargo, no hay que olvidar que este villano no
es autónomo, no hace el mal de forma voluntaria, sino que es un tentáculo de
una fuerza mayor, ya que es discípulo de un maestro sith que actúa en las sombras
[2]. No es gratuito, por lo tanto, que el título de este episodio haga
referencia a esa “amenaza fantasma” que es Darth Sidius, cuyas apariciones
están siempre definidas por la proyección holográfica de su figura: no hay una
presencia física, no hay una intervención directa de su persona en la
conspiración, sino que sus huellas son borradas a través de la influencia que
ejerce sobre otros, sobre aquellos que en muchos casos son engañados, presas
como los demás de un complot para acaparar la mayor cantidad de poder que le
permita gobernar la galaxia a su antojo y en solitario. Así, George Lucas
establece una teoría política en la que nos enseña a dudar de que aquellos que
nosotros creemos como culpables de los males del mundo no son más que esbirros
y mercenarios de otros poderes mayores, ocultos en la sombra, verdaderos
monstruos en sus propósitos, que confabulan en secreto con objetivos mayores de
los que nos podamos llegar a imaginar.
Tras un paso por El
ataque de los clones, en el que la única presencia monstruosa destacable
era la de la cazarrecompensas Zam Wesell, cuya pertenencia a la raza de los
mutantes clawdites le permitía poseer
la apariencia de una hermosa mujer mientras que debajo de esta máscara su
aspecto era la de un horrendo ser, el director incorpora en La venganza de los Sith a un nuevo
monstruo destructor, el General Grievous, que se presenta como un rival
prácticamente indestructible por su capacidad para enfrentarse con cualquier
situación adversa. Sus similitudes con Vader, el siguiente esbirro de Darth
Sidius/ Palpatine, se centran en que ambos son una mezcla entre humano y
máquina y su más que parodiada tendencia al asma (en este nuevo personaje
resulta un chiste más que un precedente). Sin embargo, el color blanco de su
morfología, su aspecto encorvado y su capacidad para manejar los sables de luz
incautados a sus víctimas, ceñidos con esas garras articuladas, no llega a
tener el peso dramático ni el poder de sugestión que desprende la figura de
Darth Vader, personaje que «diseccionaremos» hacia el final del análisis.
De la trilogía original nos quedan en la retina
varias apariciones monstruosas. Quizás la más extraña, por no pertenecer a
ninguna entidad viva, sea la de la Estrella de la Muerte. Su presencia en
pantalla está rodeada de un halo de turbación, como en la secuencia del
encuentro con el Halcón Milenario, en la que literalmente engulle la nave y a
nuestros protagonistas con ella. Su lento desplazarse por la espesa oscuridad
de la galaxia impregna cada fotograma de desasosiego difícil de explicar: su
perfecto contorno circular, la pulcritud de su superficie, ese gran óculo que
lo asemeja a un temible cíclope y del que se sirve para sembrar el terror y la
destrucción… todo está condicionado a impregnarnos de la idea de que estamos
ante una máquina imparable, de que no hay otra nave en el universo en
condiciones para enfrentarse a ella [3].
El Emperador resulta ser la quintaesencia de lo que
podríamos denominar “el monstruo interior”. Su paulatina mutación en una bestia
cruel y despiadada se va configurando en los episodios I y II de una manera
sutil y cadenciosa, pivotando su personalidad entre la apariencia amable y
diplomática del político integrado en el Senado Galáctico, al que va manejando
con la destreza de un jugador de ajedrez, moviendo las influencias sobre los
distintos sistemas a su antojo, y la del confabulador oculto tras la capa de la
traición, lo cual nos da una idea del trastorno bipolar que sufre este
personaje, el cual da rienda suelta a su temperamento desquiciado en el Episodio III, donde su aspecto externo llegará
a reflejar su deformación interior, apareciendo ante nosotros el monstruo que
realmente es. Sus contadas apariciones en la trilogía original no hacen sino
acrecentar el mito sobre su temible influencia en toda la galaxia, ya que
parece dirigirla a distancia, simplemente con el control que otorga el terror
que sobre su persona circula.
Pero sin duda la más monstruosa, inquietante y, a la
vez, sugestiva presencia que ante nosotros aparece en la saga de Star Wars es la de Darth Vader. Antes de
la creación de los nuevos episodios que han completado la trilogía original,
este personaje aparecía ante el espectador como un ser cargado de una aureola
de misterio. Su hieratismo, esa contención en la que no hay lugar para los
sentimientos, esa amoralidad a la hora de ejercer el poder que le permite
asfixiar con su control mental incluso a sus subordinados, desataba en nuestro
interior un inevitable desasosiego al enfrentarnos con un ser en el que se
concentra la maldad en estado puro. La estética que le rodea, plasmada en los
uniformes de los servidores del Imperio, nos remite a aquella otra que acompañó
a los nazis, interrelacionándose sus figuras a un nivel político y sentimental,
sirviendo lo ocurrido durante el III Reich como modelo de advertencia: estamos
ante una máquina que no contempla la vida humana, sino el objetivo final de la
dominación absoluta.
Conocer la génesis del monstruo nos ha servido para
concretar los aspectos formales y comportamentales de ese personaje que un día
fue un niño de presencia inocente y candorosa llamado Anakin Skywalker,
asistiendo a su bestial transformación, tanto física como psicológica. Los
datos se nos dan con cuentagotas, pero están ahí, como por ejemplo cuando, nada
más abandonar Tatooine y acurrucado en un rincón de la nave que le transporta,
confiesa a Padmé que la galaxia es un lugar “frío
y oscuro”. Pudiera ésta parecer una frase de poca relevancia, aunque con un
minucioso análisis observamos que es ahí donde se encuentra el principio de la
creación del monstruo.
Efectivamente, su planeta de origen es un lugar
cálido, incluso extremadamente árido y agreste, pero es el lugar en el que
moran sus recuerdos infantiles, aquellos que están ligados a su niñez al lado
de su madre. La pesadumbre que este personaje va adquiriendo según avance el
relato, poblado de pesadillas amenazantes hacia las dos mujeres de su vida (Shmi
Skywalker y Padmé), tendrá su punto culminante en la paulatina pérdida de estos
dos amores, de las que se acabará culpando por su pasividad, pasando por ello a
la acción directa, llevando a la práctica sus monstruosas ideas sobre la paz y
el orden. Cuando su mutación en Darth Vader tenga lugar su figura se investirá
de una serie de atributos que definen lo que ha sido y lo que será en adelante:
su capa le protegerá del intenso frío de la galaxia, el color negro de su
indumentaria le confundirá con la oscuridad del vacío interestelar, el cuero de
su traje remitirá a su tendencia al sadomasoquismo y la máscara le ocultará en
el anonimato para no encontrarse con aquel inexperto jedi que fue capaz de dejar morir a su madre y a su esposa. El
miedo que se forja en su interior es el primer paso de la correlación evolutiva
advertida por el maestro Yoda: el miedo conduce a la ira, la ira conduce al
odio, el odio lleva al sufrimiento… El perfil de su porte, de claras
connotaciones fálicas, definen una personalidad edípica: un hombre preso del
amor hacia su madre y que acabará matando a sus sucesivos padres putativos,
Obi-Wan Kenobi y el Emperador.
El enfrentamiento con este último será su prueba
final. Hacia el final de la saga su mentor en el Reverso Tenebroso volverá a
poner a prueba a su más apreciado discípulo como antaño lo hizo cuando éste se
llamaba Anakin Skywalker, pero en vez de enfrentarle contra sus tutores, los jedi, el nuevo experimento tratará de
demostrar su incondicional fidelidad acabando con la vida de su propio hijo. Ya
hemos comentado en alguna ocasión el peso y la fuerza de la transmisión de los
genes. Un padre es capaz de dar su vida por salvar la de su hijo, ya que, de
manera subconsciente, lo que predomina en una situación de peligro es la
perpetuación de la información genética, que los rasgos inmutables que cada uno
de nosotros porta se transmitan de generación en generación.
Seguramente
sea debido a esto que Darth Vader no acabe cediendo al chantaje emocional del
Emperador, entregándose él mismo en sacrificio en aras de que algo suyo, más
allá del legado de dolor y destrucción que ha sembrado, perviva en el espacio y
en el tiempo, redimiéndose con su gesto como ser humano más allá de la máquina
que le mantiene vivo. Su noble acción le permitirá alcanzar la inmortalidad
como el gran guerrero que fue al quemarse en la pira funeraria su máscara, esa
presencia maligna que le mantenía encerrado. De una forma subconsciente, Luke redime
a su padre realizando con él el mismo ritual de connotaciones vikingas con el que
el resto de los jedi homenajearon a Qui-Gon
Jinn, aquel que entregó su vida confiando en que aquel niño equilibrase de una
vez por todas las fuerzas de la galaxia. Y no se equivocó ya que, aunque pueda
parecer cogido por los pelos, Darth Vader concentra en su persona todas las
características del superhéroe: lleva capa, tiene superpoderes (esa telequinesis
que le permite mover objetos y estrangular a distancia) y acaba con «el malo de
la película». Toda una demostración de que lo bello y lo siniestro siempre se
acaban dando la mano, ya que no son más que distintas caras de la misma moneda.
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[1] Como se puede
observar en la escena del duelo final, cuando Qui-Gon Jinn espera pacientemente
a que se abra la puerta de energía, en actitud de reflexión, con una postura
más propia de un budista, mientras que al otro lado Darth Maul le reta con la
mirada, paseándose de un lado a otro, como si de un felino enjaulado se
tratara.
[2] De hecho, la
situación argumental de Darth Maul en el Ep. I es la misma que soportaba Darth
Vader en el Ep. IV, ya que allí no era más que un sicario a las órdenes del
malvado gobernador Moff Tarkin, a su vez segundo del Emperador.
[3] Sin embargo,
será nuestro joven héroe quien acabe con este coloso a través de su pericia y
su intuición, remitiéndonos su gesta a historias de la antigüedad como la de
David contra Goliat o la Aquiles y su debilidad en un minúsculo punto de su
talón, adquiriendo su hazaña un carácter netamente mitológico.
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