Es inmoral criticar o juzgar las
obras de amor. Ésta lo es, pues la cinta se convierte en un emotivo homenaje de
un hijo hacia su madre, una forma de darle las gracias por el esfuerzo en su
educación y por haberle inculcado su pasión cinéfila. Muchas veces uno se ve en
la obligación de respetar obras hechas desde la devoción y el cariño (cosa que
no suele abundar). Incluso me atrevería a expresar ciertos pensamientos
mientras veía a esta venerable señora repasar aquellas películas clásicas de
sesión doble y programa en cartulina, comparándolo con la cinefilia que ahora
se estila, ya que entonces la memoria creaba un sagrado vínculo con el
fotograma, y las circunstancias extra cinematográficas añadían un valor
intrínseco a la experiencia sobre la butaca. Hoy en día nosotros, cinéfilos
(cinéfagos) de Internet, poseedores de la «filmoteca ideal» en formato digital,
estamos perdiendo esa memoria. “La cantidad modifica la calidad”, que decía
Engels. Y eso es precisamente lo que a nosotros nos ocurre. Cada experiencia
cinematográfica es realmente volátil y no dura en el recuerdo más que algunos
breves años (cuando no menos tiempo), perdiendo su entrañable plusvalía
sentimental, pues la saturación de material cinematográfico en nuestro recuerdo
llega a ser tal que acaba por abrumarnos, haciéndonos perder referencias
concretas y, de paso, la perspectiva. Así y todo, debido a la deficiente
realización del mítico Carlos Benpar, hubiera bastado con que se hubiera
tatuado un «Amor de madre».
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